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-Así que el enigmático Lazarus tenía un gran plan.

-En el que Emily no quería involucrarse.

-De lo cual se deduce que Lazarus no albergaba intenciones honestas.

-¡Es usted un Holmes, inspector!

-Espero que la hermana de la víctima no se entere de la existencia de este diario.

-Ya me encargué de evitarlo.

Coleman se puso a dar vueltas con las manos enlazadas a la espalda.

-Debemos encontrar a Lazarus.

-Prioridad absoluta.

-¿Alguna pista?

-Una amiga suya afirma que Emily le comentó en una ocasión que su novio vive en Concord.

Coleman asintió. Concord era la ciudad más importante del condado de Contra Costa.

-¡Eso queda a unas cuarenta y cinco millas de Woodacre!

-Pues sí.

-¿Cómo se conocieron Emily y su novio?

-Él fue un par de veces a tomarse una copa al pub donde ella trabaja.

-¿Por qué razón se desplazaría Lazarus cuarenta y cinco millas para tomarse una copa?

-Buena pregunta.

-Y se entiende que al conocer a Emily se quedó coladito por ella a primera vista.

-Quizá iba a tiro hecho.

-¿Buscaba una víctima para involucrarla en su gran plan?

El inspector se frotó el rostro con aire desidioso, como si el caso ya lo hubiese agotado, y se detuvo ante Sabrina, haciendo que ella se sintiese apabullada por su imponente presencia. La detective medía un metro setenta y cinco, pero Coleman le sacaba quince centímetros, era ancho de hombros, tenía espaldas de nadador, se machacaba en el gimnasio y consumía suplementos deportivos: proteína de suero, aminoácidos, creatina, glutamina, óxido nítrico, carnitina, arginina.

-¿Me reserva más sorpresas, señorita Robinson?

-No, estaba pensando en coger la bicicleta para atravesar el Golden Gate Bridge.

-¡Estupendo!

-Se lo recomiendo.

-Supongo que es una experiencia liberadora.

-No hay nada como pedalear encaramada a esa estructura de color naranja que sugiere un gigantesco dragón mecánico.

-A sesenta pisos por encima del nivel del mar.

-Sintiendo las sacudidas de la refrescante brisa por todo el cuerpo.

-Con la mirada perdida en el sugerente paisaje al norte de la bahía.

-He hecho el trayecto de día y de noche.

-¿Para apreciar los diferentes matices cromáticos?

-Mi momento preferido es el crepúsculo. ¡Me encanta verlo todo cubierto de pinceladas ocres y melancólicas!

-Por la noche el puente colgante presenta el atractivo añadido de las luces que han instalado para conmemorar su cincuenta aniversario.

-Le dan un aspecto de barraca de feria.

-Y de colosal criatura mitológica que brota de las aguas por arte de magia. Vaya, me llama el Sheriff.

-¿Giuseppe Costelo?

-Ajá.

-¿Por qué no contesta?

-Es un pelmazo.

-¿Por?

-Le tira la sangre napolitana.

-¿Eso es malo?

-Se pasa el día en Little Italy.

-¿Le gusta hacer la ruta de los restaurantes italianos?

-Se atiborra de pasta. Estoy harto de comer con él spaghetti al pomodoro fresco o vermicelli a Vongole.

-¿Eso qué es?

-Espaguetis con almejas. Y se pone ciego a cuenta de los vinos tintos elaborados en la tierra de sus antepasados: Gragnano, Campi Flegrei y Lacryma Christi.

-¿Cuál es su local preferido?

-La pizzería Totò, cuyo nombre hace honor al actor italiano. Siga, detective.

-Los compañeros de trabajo de Emily me dieron su busca, así que investigué los números de teléfono. Había un montón de llamadas de un teléfono fijo de Concord.

-¡Bingo!

-El teléfono corresponde a un domicilio situado en la calle Clayton, frente al Concord Community Park.

-Tal vez Lazarus vive allí para tener al lado de casa un parque donde enterrar los cadáveres.

-Yo apostaría que colecciona hormigas soldado.

-O en su defecto abejas asesinas.

-Averigüé que no se llama Lazarus, sino Jack.

-Lástima, me gusta más Lazarus.

-El titular de la línea telefónica, el contrato de arrendamiento y los suministros de agua, gas y electricidad es Jack Parker.

Sabrina sacó del portafolio varias fotografías ampliadas en Din A4 y se las mostró. Retrataban a un treintañero con aspecto de triunfador, bien trajeado; pasaba por alto ejecutivo de cualquier compañía.

-¡Jack Parker! –dijo.

El inspector examinó con curiosidad las fotografías; presentaban al sujeto en un entorno laboral, acompañado de sus compañeros de trabajo, en oficinas o locales, participando en reuniones de empresa.

-Juraría que conozco a alguna de estas personas.

-¿Se refiere a este tipo con cara de besugo?

-Creo que ha salido en la tele.

-Y en los periódicos.

-¡Me tiene en ascuas, señorita Robinson!

-¿Ha pasado alguna vez por el 555 de California Street?

-¡Cómo no! Eso queda en el Distrito Financiero. ¡El segundo rascacielos más alto de la ciudad!

 

***

 

El despliegue decorativo era surrealista. ¿Cuándo compró todo eso, si nunca salía de casa? Aquellos objetos estaban ahí desde que él tenía uso de razón. ¿Quizá anteriormente no era tal como él la conoció? Le costaba imaginarse a una Sibylle recorriéndose las tiendas crowders de San Francisco para rellenar su museo particular.

La variedad coleccionista era abrumadora. Una camiseta azul turquesa que llevaba estampado el crowder articus, un altivo pingüino. Una medalla de oro crowder con la figura de un musculoso gaitero. Un medallón que representaba el Templo de Gaitux. Una figura de arcilla polimérica policromada, de treinta pulgadas, que mostraba a un misionero crowder dispuesto a servir, con camisa blanca, corbata a rayas, maletín de ejecutivo y libro negro. Una chapa conmemorativa, con su correspondiente gaitero dorado y un ángel crowder, de la Misión de Dakota del Sur. Un collar del que colgaba una plancha metálica cuadrada con la inscripción CROWDER FASHION, donde se veía, sobre fondo negro, la ropa interior blanca, compuesta por camiseta y calzoncillos, que el buen crowder debía llevar en invierno y en verano, con mangas o sin ellas, dependiendo.

Lazarus P. comprobó una vez más que los colgantes con un cordoncito dorado y una chapa circular, cuadrada, hexagonal o apaisada, para ser lucidos pomposamente en el pecho, eran lo que más abundaba en el museo casero. De lo cual se deducía que Sibylle, en algún momento de su vida, fue una turista crowder, o una fan-turista crowder. ¿Quizá regentó un puesto callejero de dijes crowders? ¿O una tienda en toda regla, un bazar crowder semejante a los comercios de fruslerías donde se metían los turistas para adquirir un suvenir?

No le pegaba.

Sibylle era un enigma indescifrable.

Entre sus recuerdos había algunos sorprendentes. ¿Cómo pasó la censura el colgante que mostraba a una morenaza sensual, de enormes tetas apenas cubiertas por un biquini rojo? En el margen izquierdo de la chapa ponía, también en rojo: CROWDERS, y al pie de la sensual imagen: I’M GOING TO BECOME ONE.

Madre tiene un fondo simple y vulgar, se dijo mientras repasaba la colección. El colgante del Templo de Canadá podía pasar, con su correspondiente gaitero angélico y dorado en el margen izquierdo de la bandera de Canadá. O el de Washington D. C. Y el colgante de Texas Houston Mission.

Sibylle había puesto los colgantes en las paredes, como grotescas telarañas. Siempre estuvieron en el mismo lugar. ¿Había escogido aquella disposición por algún motivo? ¿La colocación de los dijes guardaba un orden cronológico, según el momento en que los compró? ¿Estuvo Sibylle en aquellos lugares? En Washington, Houston, Calgary, Salt Lake City. No, qué absurdidad. ¡Era el colmo del sedentarismo!

Sobre la repisa situada a su izquierda había un prendedor curioso. Fondo rojo. En lo alto, una corona con la inscripción: Keep calm and Love Crowders Girls. Había visto trescientas veces ese prendedor, por decir una cifra, pero nunca le pareció tan absurdo como ahora. Era frívolo y banal. No pegaba con Sibylle, que seguía de pie, en mitad del salón, bajo la lámpara de araña, inmóvil, mirándolo en silencio con expresión reconcentrada.

-¿No vas a decir nada, madre?

-Me has traicionado.

-Tal vez.

-Vas a matarme.

Lazarus P. aguardó a que siguiese hablando, en vano.

Los recuerdos del estúpido y estrafalario museo casero captaron de nuevo su atención. Una camiseta con el consabido gaitero dorado estampado de la Misión de Georgia. Una chapa con letras blancas sobre fondo negro que ponía: Crowders for ever and ever. Una placa de escayola en bajorrelieve titulada Templo y Eternidad del Templo Crowder de Oakland. Una hortera camiseta blanca con un descomunal corazón rojo y la inscripción en negro: I love crowders.

Hacer inventario de todo aquello llevaría su tiempo.

Un cuco neceser en el que ponía: Crowders only play clean music. ¡Qué absurdo; madre nunca escuchaba música y menos aún la compraba! Un cartel en plan cinematográfico que ponía The Crowders en letras doradas, sobre la imagen del angélico gaitero. Un dije de un tipo sonriente, con gafas, de mediana edad, con camisa blanca, corbata y prendedor identificativo en el lado izquierdo del pecho, donde se leía: Crowder’s power.

 

***

 

Siempre creyó que conseguiría salir de la pobreza y alcanzar un estatus social desahogado. Como la fiebre del oro californiana que levantó esa colosal metrópoli, San Francisco, a partir de una aldea insignificante. Compartía la ilusión de esos forty-niners, los primeros buscadores de oro que arribaron a aquellas tierras a mediados del siglo diecinueve tras cruzar el continente en caravana o en barco por la ruta del Cabo de Hornos; una travesía agotadora y llena de peligros.

El legado de esa fiebre del oro era el actual centro bancario y de negocios del Distrito Financiero, el Wall Street del Oeste.

Oliver llegó al mundo demasiado pronto para beneficiarse de ello y no poseía la formación adecuada; el fabuloso entramado financiero le daba la espalda. La falta de estudios universitarios también le impedía optar a un empleo cualificado en los pujantes laboratorios de biotecnología y biomedicina que colaboraban con las vecinas áreas de Bahía, San José y Silicon Valley, la meca de la informática, donde ahora trabajaba su hija Pamela con un sueldo fabuloso.

Él tuvo que empezar a ras de suelo, de fregaplatos, a los catorce años, durante doce horas al día, y ahí se quedó, en el ramo de la hostelería, aprovechando que el turismo representaba la columna vertebral de la economía de la ciudad.

Tony Bennett tenía razón, San Francisco era un lugar donde merecía la pena dejarse el corazón.

Y el Pajarero de Alcatraz también lo sabía.

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