12.
Sexo y anticoncepción
Los métodos anticonceptivos más antiguos que se conocen se remontan al año 1550 a. C., tal como testimonian los papiros de Ebers, una recopilación de escritos médicos que recogen distintas fórmulas. Plinio y Discordes, hacia el año 70 a. C., inauguraron la discusión acerca del control de natalidad, mediante la regulación de la fertilidad. Los célebres médicos árabes Ar Razi, Ali ibn Abbas y el genial Avicena, también escribieron sobre diferentes métodos anticonceptivos. Para muchos de ellos, el ácido láctico resultaba un espermicida más eficaz que la miel y el alumbre.
El Antiguo Testamento relata de qué forma el famoso Onán, hábil con sus manos, dejaba caer la semiente en el suelo para evitar la descendencia, motivo por el cual Jehová lo castigó con la muerte. Mediante este relato, la Biblia parece no dejar lugar a dudas acerca de su opinión sobre «onanismo» y el coitus interruptus, métodos, como puede apreciarse, tan antiguos como el primer libro del Antiguo Testamento. Sin embargo, el Talmud no solamente no condena las prácticas anticonceptivas, sino que parece promoverlas para las mujeres jóvenes, las embarazadas y las que están amamantando, sugiriendo el uso del mokh, un cilindro de algodón colocado en la vagina.
Aristóteles, por su parte, como no podía ser de otra forma, no eludió en su vastísima obra el tema de los métodos anticonceptivos, aconsejando proteger el cuello del útero y la cavidad vaginal con aceite de oliva, de modo que el esperma vea dificultado su tránsito. Es probable que el método aristotélico encontrara su eficacia al reemplazar el apetito sexual por el apetito liso y llano.
Volviendo a nuestras latitudes, no hay pruebas fehacientes que permitan afirmar que existieran métodos anticonceptivos en la América precolombina, no porque las culturas originarias no estuviesen en condiciones de producirlos, sino porque no existían razones sociales que los justificaran. Para la mayor parte de los pueblos que habitaban el actual suelo argentino, la procreación era un hecho auspicioso; el nacimiento de un hijo era celebrado, no sólo por los progenitores, sino por todo el grupo tribal. Un hijo, además de su condición de tal, era un guerrero que engrosaba los ejércitos, constituía mano de obra que incrementaba la economía familiar y, en el caso de las hijas, resultaban una gran inversión a la hora de ser entregadas en matrimonio y, luego, como generadoras de nuevos descendientes. Por otra parte, en la medida en que el sexo no estaba regulado por los patrones morales de Occidente y la virginidad no era considerada una virtud, no se evidenciaba ninguna razón que favoreciera la anticoncepción.
La introducción de los métodos anticonceptivos, por paradójico que pudiese parecer, se produjo con la llegada de los españoles. Tanto la anticoncepción como el aborto tenían su origen en la hipocresía que llevaba a guardar las apariencias, fingir una dudosa adhesión a los cánones morales del catolicismo u ocultar situaciones de adulterio. Ahora bien, ¿cuáles eran estos métodos? Sin dudas, la práctica más eficaz para evitar la procreación era la que proponía la Iglesia, en principio, a los propios clérigos: la abstinencia sexual. Nadie podría negar la infalibilidad de tal procedimiento; el problema, claro, no era el método, ya propuesto por San Pablo, sino la imposibilidad de que los feligreses y, en muchos casos, los propios sacerdotes, lo adoptaran. Cualquier otra forma estaba rigurosamente condenada por la Iglesia, en la medida en que sólo era lícito mantener relaciones sexuales con fines reproductivos y siempre procurando evitar los placeres de la carne.
Sin embargo, la gente se las ingeniaba, con mayor o menor eficacia, para evitar los embarazos, o, al menos, lo intentaba. Muchos de estos métodos no parecen muy rigurosos pero, ciertamente, no eludían el problema como pretendía la Iglesia con la impracticable abstinencia. Veamos algunos de estos usos, que han quedado registrados en recetas elaboradas por curanderas:
Por la tarde, con el sol entrando, encender una pira con hojas de perejil verde, boñiga de guanaco y cáscara de limón. Cuando se alce un humo blanco y el estiércol esté crepitando, móntese como a horcajadas, así sea que el humo entre en el vaso abierto con los dedos tanto como sea posible. Ansí ha de irse por la noche, sin cambiar aguas, a que le conozca el hombre.
Pero estos consejos no se limitaban a las formas de evitar la fecundación, sino que aludían, también, a un notable método de planificación familiar:
Para ver que de la lechingada se haga un hijo o dos o hasta cinco, después de conocerse en la intimidad, sentarse sobre cojín de cuero poniendo debajo de las asentaderas un dedo o dos o hasta cinco, a según los críos que se quieran hacer.
Muchos de los métodos puestos en práctica en nuestras tierras provenían de España, algunos de los cuales eran, a su vez, herencia árabe, y debían adecuarse a los productos autóctonos si alguno de los componentes originales no podía hallarse aquí. Por ejemplo, la receta anticonceptiva citada más arriba es una adaptación de otra, milenaria, que aparece en los papiros de Petri. Esta misma fórmula puede encontrarse en Oriente Medio, la India y España, sólo que en lugar de estiércol de guanaco aparece mencionado el de cocodrilo, elefante o borrego respectivamente. Otros métodos habituales consistían en soluciones jabonosas mezcladas con vinagre, aceites o miel.
Dejar el sebo en agua por la noche y hasta que resulte una pasta. En el día echar miel en proporción de un cuarto y mezclar con cacillo de palo. Agregar vinagre o vino rancio, y con un dedo ungir la solución dentro del vaso antes que le dentre la verga.
Por otra parte, cabe señalar que ciertos métodos anticonceptivos que se dirían sumamente modernos datan, también, de muchos siglos atrás. Por ejemplo, el más antiguo D. I. U. (dispositivo intrauterino) fue concebido en el siglo IV a. C. por el célebre Hipócrates. El padre de la medicina occidental fue el primero en descubrir los efectos anticonceptivos derivados de la colocación de un cuerpo extraño en el interior del útero. De modo que la utilización de estos dispositivos en la Antigüedad no era sólo de aplicación veterinaria para evitar la preñez de las hembras durante las desérticas travesías en camello, como se suponía; hallazgos arqueológicos recientes permiten sospechar que determinados adminículos tallados en hueso, maderas duras u oro encontrados en esqueletos de mujeres eran, en realidad, dispositivos intracervicales. Sin embargo, no existe evidencia de que tales métodos hubiesen sido utilizados en la América precolombina, ni luego, durante la época de la Conquista o la Colonia; de hecho, no sería sino hasta 1838 que un ginecólogo alemán, F. A. Wilde, inventara el primer «tapón cervical», antecedente del diafragma que años más tarde se popularizara en Holanda y Alemania. Pero demoraría algún tiempo en llegar a nuestras tierras.
El condón, en cambio, si bien no fue un objeto de uso masivo, era más usual de lo que podría suponerse. Existe, por otra parte, la falsa creencia de que el preservativo es un invento moderno. Nada más alejado de la verdad. Más allá de la función que le dieran, ya se tratara de un objeto ritual, decorativo o profiláctico, cosa muy improbable, la primera noticia data de unos catorce mil años. En un conjunto de grabados rupestres hallados en Francia, en la gruta de Combarelles, puede verse un hombre disponiéndose para la cópula con su miembro erecto, cubierto con un adminículo que, haciendo algunos esfuerzos imaginativos, podría compararse con un condón. Hacia el año 3000 a. C., los jefes tribales y los soldados del antiguo Egipto usaban condones hechos con tripa de animal para evitar el contagio de enfermedades infecciosas durante las ocupaciones militares, al someter sexualmente a las mujeres de los poblados invadidos. También los antiguos griegos conocían este pequeño artefacto, manufacturado con la membrana suave, fina y algo elástica que recubría la vesícula de la oveja. Existe evidencia de que el propio rey Minos de Creta lo utilizaba en sus romances. Más curioso resulta el condón de papel encerado fabricado por los chinos hacia el siglo X, y el de Japón, hecho con las escamas de la tortuga de mar. En el siglo XVI, el preservativo reaparece en Europa: los soldados napolitanos lo adoptaron para prevenir el «mal francés», mientras que los franceses lo usaban para no contagiarse el «mal napolitano»; como ya hemos visto, ambos males eran, en rigor, diferentes nombres para una misma enfermedad: la sífilis. Falopio se atribuyó la invención de este dispositivo, aunque lo que hizo fue perfeccionarlo: diseñó una funda hecha con una pasta vegetal, luego deshidratada que, al humedecerse, se ajustaba a las diferentes formas y tamaños de penes. Este nuevo preservativo, a diferencia de los que estaban fabricados con tripa, podían ser usados sin temor a que se saliera o, al contrario, a que no entrara, ya que era sumamente maleable y flexible.
No existe unanimidad acerca del origen del nombre del condón; una de las hipótesis más citadas es aquella que sostiene que quien bautizó este dispositivo fue su pretendido inventor, un médico de la corte del rey Carlos II apellidado Condom. De acuerdo con esta teoría, alrededor de 1650 el monarca habría encargado al médico algún método seguro de anticoncepción, luego de haber tenido tres hijos ilegítimos. Impresionado por la inventiva de Sir Condom, Carlos II lo nombró caballero. Resulta evidente que no fue el médico británico el inventor del condón pero, como ha sucedido con muchos otros hallazgos, quien se lleva los lauros no es el padre de la criatura, sino aquel que le puso el nombre. De hecho, la primera vez que se lo menciona con esa denominación es en un poema de John Hamilton titulado Una respuesta escocesa a una visión británica, escrito en 1706. Sin embargo, existe otra versión según la cual el vocablo «condón» se originaría en el término latino condus, cuyo significado es «fundar».
Ahora bien, no todos los monarcas parecían tan fascinados como Carlos II con este invento; en Francia, por ejemplo, una persona podía ser condenada por tenencia o tráfico de condones. Y según dónde lo tuviese y por dónde lo traficase en el momento de ser aprehendido, las penas podían ir desde el pago de multas hasta el encarcelamiento. Sin embargo, se dice que el propio Luis XIV usaba unos magníficos condones de seda adornados con terciopelo y, a tal punto llegaba la exquisitez, que pronto el condón se convirtió en un accesorio de la moda en la Francia decadente previa a la Revolución. Desde luego, estos preservativos no eran descartables sino que, como cualquier otra prenda, debía ser lavada y vuelta a usar hasta que cumpliera su ciclo natural. Pero, como ya hemos dicho, los avances en materia social no se vieron acompañados por progresos en las libertades de índole sexual. De hecho, el uso del condón continuó prohibido luego de la Revolución Francesa y así se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX.
Acaso uno de los más célebres cultores del condón haya sido Casanova; las enormes ventajas profilácticas que presentaba el pequeño adminículo eran las que le permitían mantener una vida voluptuosa y promiscua y, a la vez, eludir las pestes divinas que prometía la Iglesia a quienes cometieran pecado de lujuria. El propio Casanova fue el primero en dedicarle al condón uno de los panegíricos más elocuentes: «debo encerrarme en un pedazo de piel muerta para demostrar que estoy vivo».
Como ya hemos dicho, las clases acomodadas del Virreinato del Río de la Plata, poco a poco, desviaron la mirada de España para posar sus ojos en Francia. Y así como se dejó influir fuertemente en materia cultural, también las usanzas sexuales de la vieja nobleza y la nueva burguesía gala se trasladaron a nuestra sociedad. Como se sabe, la moda no sólo se detiene en el vestuario, sino que incluye un conjunto de prácticas, costumbres, hábitos y apariencias. A diferencia de lo que sucedía en Francia, cuya nobleza no hacía ningún esfuerzo por ocultar aquellas célebres veladas de lujuria orgiástica tan bien retratadas por el Marqués de Sade, aquí predominaba la doble moral, el silencio y el ocultamiento. Así como llegaron desde Francia las porcelanas con motivos pornográficos y el uso y la fabricación de consoladores, también se puso de moda el condón. En los prostíbulos más caros, el cliente solía recibir uno a modo de souvenir. También se hacían aquí, de manera artesanal, fabricados con seda y bordados de terciopelo. Los antiguos profilácticos de tela, al no tener elasticidad ni adherencia, se ajustaban al tronco del pene por medio de un hilo oculto alrededor del ruedo. Sin bien su uso estaba menos extendido entre las clases bajas, existe evidencia de que también se los utilizaba para prevenir embarazos y transmisión de enfermedades. En este último caso no se trataba de finos adminículos de seda, sino que se hacían a la vieja usanza con tripas de animal. Aunque pudieran parecer más rústicos, eran mucho más eficaces que los que usaban los individuos o, para decirlo con propiedad, los miembros de las clases altas, ya que las telas podían ser muy vistosas, pero nada impermeables ni gratas al roce; no debía ser muy agradable para las mujeres recibir un visitante ataviado con un abrigo de terciopelo. El tejido de las vísceras animales tenía, en cambio, una textura muy semejante al de la anatomía humana y permitía sensaciones menos artificiales y más placenteras.
De cualquier manera, hay que señalar que el uso de estos métodos anticonceptivos no estaba en absoluto extendido; podría decirse que en las clases altas constituía una suerte de excentricidad importada de París y que, en las clases bajas, era absolutamente excepcional. En rigor, no existían demasiadas razones sociales para controlar los nacimientos y, llegado el caso, los métodos más usuales eran el coitus interruptus o la continencia. La mayoría de los matrimonios, independientemente de su extracción social, solían tener muchos hijos. Incluso, la mayor parte de los hombres, además de los hijos legítimos, tenía otros tantos extramatrimoniales. Esto último no estaba condenado en absoluto y constituía la regla y, de ningún modo, una excepción. En los casos de aquellos que no tenían recursos para alimentar tantas bocas, o en el de las mujeres solteras que no querían someterse al escarnio, solía recurrirse a la Casa de Niños Expósitos antes que al aborto.