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Las mujeres y el sexo
Los documentos, testimonios, estudios antropológicos y arqueológicos son concluyentes en cuanto a los vínculos entre prostitución, homosexualidad, travestismo y religión entre los varones incas. Ahora bien, a ojos de los españoles, era tan difuso el límite entre lo femenino y lo masculino en materia de prostitución, que el acento parecía estar puesto no en el género, sino en la práctica. Resulta sumamente llamativo que ambos sexos compartieran el mismo nombre: también a las prostitutas se les decía pampayrunas.
En las afueras de las ciudades incaicas se levantaban precarios poblados habitados sólo por mujeres que estaban dispuestas a recibir a todos aquellos que quisieran cohabitar con ellas a cambio de alguna cosa. Sin embargo, ellas no gozaban del prestigio de los pampayrunas varones ni, menos aún, de los llamados prostitutos del templo. Quienes acudían a los servicios de las mujeres eran aquellos que, por su condición social, no tenían acceso a otra cosa. Garcilaso de la Vega apuntó en su libro Comentarios Reales:
Los hombres las trataban con grandísimo menosprecio. Las mujeres no hablaban con ellas, so pena de haber el mismo nombre y ser trasquiladas en público, y dadas por infames, y ser repudiadas de los maridos si eran casadas.
Puede deducirse que el menosprecio que provocaba la prostitución femenina se debía a que estaba exenta de toda investidura ritual y religiosa. Cabe interrogarse aquí por la interpretación que otorgaron los conquistadores a determinadas prácticas sexuales y el modo en que, al renombrarlas, cambiaron su sentido originario. De acuerdo con la mirada de Occidente, en la medida en que los pampayrunas daban sexo a cambio de alguna cosa, sea ésta de carácter material o religioso, se calificó su práctica como prostitución. Sin embargo, desde la óptica incaica, nada haría suponer que tales rituales pudieran considerarse de tal modo. Ahora bien, resulta interesante preguntarse por qué los «prostitutos del templo», a quienes se les otorgaba un carácter sagrado, y las despreciadas prostitutas que atendían a los hombres sin grado militar o religioso, siendo su statu quo tan diferente, compartían la misma denominación: pampayruna. Tal vez haya que encontrar la explicación en el nombre que les dieron los conquistadores. Acaso, viendo con horror que en los templos incaicos se practicaba el sexo, para quitarles su carácter sagrado y ritual hayan bautizado a estos personajes venerados del mismo modo que a las prostitutas; de hecho, «prostitutos del templo» es un mote español. De esta forma, el término pampayruna aplicado a estos hombres vestidos de mujer, quizá fuera una malversación del quechua por parte de los cronistas europeos para igualarlos con las despreciadas prostitutas. Al hacer extensivo este desdeñoso término a los zagales del templo, no sólo los despojaron de toda investidura sagrada, sino que pretendieron rebajarlos al último peldaño en la escala del prestigio social. Por otra parte, es preciso señalar que el concepto de prostitutos del templo provenía de tiempos muy antiguos y se lo aplicaba a las descripciones de los santuarios babilónicos, bajo cuyo amparo, según se creía, se practicaba, también, el sexo ritual.
Los incas no condenaban la homosexualidad entre las mujeres; al contrario, Kapak Yupanqui, dignatario de Tahuantinsuyo entre 1430 y 1478, tenía gran aprecio por las lesbianas; a decir del cronista peruano Felipe Guamán Poma de Ayala, no sólo no merecían repudio alguno sino que los mandatarios sentían «un cariño muy especial por ellas». De hecho, las mujeres, independientemente de su preferencia sexual, eran sumamente apreciadas en las sociedades incaicas. Sus opiniones eran tenidas en cuenta y cumplían un papel tan importante como el de los hombres en las decisiones comunitarias.
No parecía suceder lo mismo en el extremo sur del continente. La lejana e inhóspita isla de Tierra del Fuego estaba habitada por la cultura selk’nam. Aquí las mujeres debían someterse a los dictados de sus maridos. Ante el menor signo de desobediencia, eran brutalmente apaleadas y hasta atacadas con flechas. Era natural que las mujeres exhibieran contusiones, heridas abiertas y cicatrices provocadas por sus iracundos cónyuges. La función de las mujeres se limitaba, principalmente, a servir a los hombres. En la intimidad de las tolderías las cosas no eran muy diferentes: era el hombre quien decidía cuándo y cómo tener sexo, sin importar en absoluto los deseos de su compañera. Existía, además, un espíritu de confraternidad tal entre los varones en desmedro de las mujeres que, si un hombre llegaba de visita a otra choza y el marido se encontraba ausente, el visitante tenía derecho a tomar a la mujer y someterla sexualmente sin que ella pudiese resistirse. Y si lo hacía, corría el riesgo de ser apaleada y, finalmente, abusada de todos modos. Ésta era una suerte de regla de amistad entre los hombres. Sin embargo, podía suceder que el marido, al enterarse de lo ocurrido, sospechara que su mujer hubiese disfrutado del acceso carnal, en cuyo caso volvía a ser golpeada, esta vez por su esposo. No deja de resultar curioso que, a pesar de todo esto, las mujeres quisieran contraer matrimonio.
Entre los selk’nam la regla matrimonial era la monogamia y la poligamia era la excepción. Desde luego, en este último caso sólo el hombre podía acceder a más de una mujer y no a la inversa; de hecho, eran muy pocas las culturas que toleraban la poligamia femenina. Y, aun suponiendo que estuviese permitida, es admisible dudar que una mujer decidiera ser apaleada por más de un marido y su grupo de amigos. Si un hombre resolvía tomar otra esposa, debía exponer las razones a una suerte de consejo de ancianos. A diferencia de otras culturas de la América precolombina, los selk’nam abominaban de la unión matrimonial entre parientes consanguíneos, aun cuando este vínculo fuese lejano.
Es posible que la brutal hostilidad de los selk’nam para con las mujeres se debiera a que, en una época anterior, constituían una sociedad matriarcal. En un determinado momento este tipo de organización social se quebró y así los hombres, sintiéndose victoriosos y emancipados, ejercieron desde entonces una suerte de revancha. Pero también las mujeres, con alguna frecuencia, podían tomar venganza, al menos, desde los actos rituales. Entre las numerosas ceremonias que practicaban los selk’nam, había al menos dos que resultan ilustrativas: por única vez en el año los hombres eran humillados por las mujeres en la coreografía de una danza ritual llamada Hoshtan waixten. En el curso de este baile maltrataban, uno por uno, a todos los participantes hasta que caían «muertos» a los pies de las bailarinas. El otro era aún más elocuente y degradante: un bailarín descubría a su esposa mientras le era infiel con un numeroso grupo de hombres que se alternaban para poseerla una y otra vez. El marido, en una danza furiosa pero impotente, observaba la escena a través de las piernas de los amantes. Este número ritual provocaba grandes carcajadas entre el público femenino, que no dejaba de burlarse del abochornado esposo, haciendo extensiva esta mofa a todos los hombres. Había otro baile, cuya interpretación es discutible: la llamada danza fálica. Ésta consistía en que un grupo de hombres cubría sus genitales con unos inmensos miembros viriles. Estos penes de apariencia real, que alcanzaban las rodillas de los bailarines, eran confeccionados por mujeres con juncos enlazados y coloreados con pigmentos que imitaban el color de la piel y el del glande. Los hombres bailaban de manera tal que estas «prótesis» se menearan con gran sensualidad. Las mujeres observaban esta danza en silencio. Pese a que pudiera parecer que era ésta una suerte de vindicación de los hombres luego de las anteriores humillaciones, también podría señalarse que, debajo del aplique, hecho por sus propias esposas, estaba la «triste» verdad cotidiana. De manera que podría afirmarse que la danza fálica era una humillación más con la que las mujeres tomaban venganza de los hombres.