3.
La paja y la viga
Hemos dicho ya que la excusa más esgrimida por los españoles para justificar la dominación sobre los pueblos descubiertos era la conducta sexual de sus habitantes, contraria a los preceptos bíblicos y a los dictados de la Iglesia. Resulta interesante detenerse en la mirada de los cronistas para entender el proceso de conquista desde la perspectiva de los propios conquistadores. Así como Cristóbal Colón en sus cartas a la Reina escribe la palabra «oro» con mucha más frecuencia que las invocaciones a Dios, demostrando, acaso sin advertirlo, cuáles eran sus verdaderos intereses, los cronistas tampoco se sustrajeron a esta regla. El cronista español Gonzalo Hernández de Oviedo, en los primeros párrafos de su Sumario natural de Indias, se felicita por el valor evangelizador de su gesta alegando:
Grande fue el mérito que adquirió nuestra nación en ser por españoles buscadas estas provincias (…) reedificando y tornando a cultivar en estas tierras, tan apartadas de Europa, la sagrada pasión e mandamientos de Dios y de su Iglesia católica, donde tantos millones de ánimas gozaba, o mejor diciendo, tragaba el infierno; y donde tantas idolatrías y diabólicos sacrificios y ritos, que en reverencia de Satanás se facían muchos siglos había, cesasen; y donde tan nefandos crímenes y pecados se ejercitaban, se olvidasen.
Luego describe con espanto las prácticas sexuales de los «salvajes», diciendo:
muchos destos indios e indias eran sodomitas, y se sabe que allá lo son muchos dellos. Y ved en qué grado se prescian de tal culpa, que, como suelen otras gentes ponerse algunas joyas de oro y de presciosas piedras al cuello, así, en algunas partes destas Indias, traían por joyel un hombre sobre otro, en aquel diabólico y nefando acto de Sodoma, hechos de oro de relieve.
Esta observación es realmente notable y, tal vez, sea una de las piezas literarias que mejor ejemplifican, por su extrema literalidad, el modo en que los conquistadores justificaban el saqueo aduciendo razones de orden moral. «Yo vi —atestigua el cronista— uno destos joyeles del diablo que pesaba veinte pesos de oro, hueco, vaciado y bien labrado». Hernández de Oviedo no muestra ninguna vacilación a la hora de poner orden y ejercer su labor evangelizadora: ordenó que, de inmediato, llevaran aquel horroroso ídolo
a fundir ante mí, y como oficial real veedor de las fundiciones del oro, yo lo quebré con un martillo y lo machaqué por mis manos sobre un tas o yunque en la casa de la fundición.
Desde luego, aquella pieza de oro fue a dar a la bodega de un barco y, junto con otras tantas, tuvo como destino las arcas de la Corona española.
En otro pasaje del mismo libro, Hernández de Oviedo no duda en condenar la disposición a la promiscuidad de los nativos y, en particular, la de sus mujeres:
Entre las muchas mujeres de un cacique, siempre había una singular que precedía a las otras por generosa o más querida, sin ultrajar a las demás ni que ella desestimase ni mostrase señorío, ni lo tuviese sobre las otras. Y así era esta Anacaona en vida de su marido y hermano; pero después de los días dellos, fue, como tengo dicho, absoluta señora y muy acatada de los indios; pero muy deshonesta en el acto venéreo con los cristianos, y por esto y otras cosas semejantes, quedó reputada y tenida por la más disoluta mujer que de su manera ni otra hubo en esta isla. (…) las mujeres desta isla eran continentes con los naturales, pero que a los cristianos, de grado se concedían.
Resulta notable la tendencia de los cronistas a percibir con extrema facilidad la paja en el ojo ajeno antes que la viga en el propio; a Hernández de Oviedo le parecía escandalosa, deshonesta y pecaminosa la conducta sexual de estas mujeres, pero omitía cualquier opinión o juicio de valor sobre aquellos a los que ellas se entregaban, es decir, a sus propios compatriotas españoles, quienes tan dedicados estaban a evangelizar que, tal vez, se les podía perdonar su protagónica participación en el «acto venéreo». Sin embargo, no sólo se trataba de disculparlos; un poco más adelante el historiador presenta a sus compañeros como víctimas de la irresistible lascivia de las nativas:
Y son tales, que una india tomó a un bachiller, llamado Herrera, que quedaba solo con ella y atrás de otros compañeros, y asióle de los genitales y túvolo muy fatigado y rendido, y si acaso no pasaran otros cristianos que le socorrieran, la india le matara, puesto que él no quería haber parte en ella como libidinoso.
No podemos más que compadecernos del pobre bachiller.
Las observaciones de Hernández de Oviedo resultan tan denigrantes que hasta se sorprende de que aquellos «salvajes» compartieran con los europeos el horror al incesto:
Los hombres, aunque algunos eran peores que ellas, tenían un virtuoso e común comedimiento y costumbre, generalmente, en el casarse. Y era así: que por ninguna manera tomaban por mujer ni habían acceso carnal con su madre, ni con su hija ni con su hermana, y en todos los otros grados las tomaban e usaban con ellas, siendo o no sus mujeres: lo cual es de maravillar de gente tan inclinada y desordenada en el vicio de la carne y a tan bestial generación es de loar tener esta regla guardada inviolablemente, y si algún príncipe o cacique la quebranta, es habido por muy malo, y comúnmente aborrescido de todos los suyos y de los extraños.
Tal vez los nativos debieran haberle agradecido al cronista tanta consideración.
Por alguna razón para nosotros inexpugnable, a Hernández de Oviedo le obsesionaba el sexo anal: desde el comienzo hasta el fin de sus crónicas, con una frecuencia asombrosa, menciona una y otra vez el «pecado nefando». Por ejemplo, refiriéndose nuevamente a las perversas tallas, describe una en la que se ve «un caballero cabalgando sobre el otro, en figura de aquel abominable y nefando pecado de sodomía». A la luz de estas evidencias, el cronista encuentra enteramente justificado el castigo divino que merecen estos idólatras:
Esta abominación es mejor para olvidarla que no para ponerla por memoria; pero quise hacer mención della por tener mejor declarada la culpa por donde Dios castiga estos indios e han sido olvidados de su misericordia tantos siglos ha.
Sin embargo, a pesar de que Hernández de Oviedo había decidido olvidar este pecado horroroso, evidentemente no consigue quitárselo de la cabeza, ya que vuelve sobre el asunto de manera obsesiva. Por momentos su repulsión parece convertirse en admiración; veamos, por ejemplo, esta descripción de un jefe aborigen:
el cacique Behechio tuvo treinta mujeres propias, y no solamente para el uso e ayuntamiento que naturalmente suelen haber los casados con sus mujeres, pero para otros bestiales e nefandos pecados; porque el cacique tenía ciertas mujeres con quien él se ayuntaba según las víboras lo hacen. Ved qué abominación inaudita, la cual no pudo aprender sino de los tales animales.
A continuación, el cronista ensaya una extraña teoría sobre la sexualidad de los reptiles:
Y que aquesta propriedad y uso tengan las víboras, escríbelo el Alberto Magno: De proprietatibus rerum, e Isidoro en sus Ethimologias, y el Plinio, en su Natural Historia, y otros auctores. Pero muy peores que víboras eran los que las cosas tales hacían, pues que a las víboras no les concede natura otra forma de engendrar. Y como forzadas vienen a tal acto; pero el hombre que tal imitaba, ved si le viene justo lo que Dios le ha dado, donde tal cosa se usó o acaeció.
Se diría, en fin, que Gonzalo Hernández de Oviedo creyó haber llegado a la mismísima Sodoma, ya que su descripción del Nuevo Mundo no difiere mucho de la ciudad bíblica, «aquella tierra sucia y culpada del pecado nefando contra natura, e idólatras».
Llama la atención el modo en que se escandalizaron los españoles ante la desnudez de los habitantes del Nuevo Mundo. Tal vez este punto sea el más comentado por todos los adelantados, viajeros y cronistas europeos. El clérigo Francisco López de Gomara en su Historia de Indias anotó: «Andar la mujer desnuda convida e incita los hombres presto, y mucho usar aquel aborrecible pecado hace a ellas malas». Tales afirmaciones sorprenden, sobre todo, si se considera que, por entonces, los muros del mismísimo Vaticano estaban siendo decorados con frescos que mostraban cuerpos íntegramente desnudos. El enigma se despeja a continuación del punto, ya que las notas continúan así: «Hay mucho oro (…)». Otra vez, con matemática precisión, se comprende claramente cuál era el propósito de estos dichos y qué había detrás del piadoso espíritu misionero.
Pero acaso quien más sorprenda con sus descripciones puritanas sobre la desnudez de los habitantes del Nuevo Mundo sea Americo Vespucci:
Ellos no tienen barba alguna, ni visten ningún traje, así los hombres como las mujeres, que salieron del vientre de su madre, así van, que no se cubren vergüenza ninguna.
Tal vez el Renacimiento deba su nombre a la pintura más emblemática de aquella época: El Nacimiento de Venus, de Botticelli. En su mismo título están los dos elementos que, sintetizados en uno, dieron muerte a la Edad Media: el renacer de la Antigüedad. Ahora bien, he aquí lo interesante del caso: ¿quién era la Venus que retrató Botticelli? Simonetta Vespucci. La hermosísima Simonetta no sólo mostraba su cuerpo enteramente desnudo al mundo, sino que, en su incierto afán de cubrir un poco sus partes, se acariciaba los senos con una mano y el pubis con la otra. Resulta llamativo que quien otorgara su nombre al nuevo continente se espantara de la desnudez de sus habitantes cuando la mujer de su primo Marco Vespucci se había convertido en el símbolo de la nueva sexualidad y aparecía en los lienzos de Botticcelli, para decirlo con las mismas palabras de Americo, sin cubrir «vergüenza ninguna».