8.
El sexo prohibido

Las interdicciones impuestas sobre la sexualidad no variaban drásticamente entre las diferentes culturas que habitaban el actual territorio argentino y los países limítrofes. Las mujeres mapuches, al igual que las puelches, tehuelches y las pampas, tenían prohibida cualquier actividad sexual durante el embarazo y hasta después del parto. Tampoco podían tener sexo durante el período menstrual. Este último tabú procedía de la creencia de que la sangre de la mujer era «mala», y por eso se expulsaba, en comparación con la del hombre que era «buena», símbolo de la vitalidad y la fuerza. De hecho, la sangre que se ofrecía a los dioses procedía de animales machos. Las culturas que habitaban la Patagonia creían que si los hombres tenían algún contacto con la sangre menstrual envejecerían rápidamente y la consideraban fuente de diversas enfermedades. Los machis preparaban pociones con esta sangre que, según creían, tenía poderes maléficos. Las mujeres debían abstenerse del sexo hasta pasado el octavo día del parto. Durante ese período, incluso los objetos que ellas tocaban no debían entrar en contacto con ninguna otra persona y tenían que bañarse junto con el recién nacido con mucha frecuencia, ya que consideraban que el agua poseía poderes purificadores. A diferencia de lo que ocurría en los pueblos incaicos, entre los mapuches estaban prohibidas las prácticas sexuales antes de partir a la guerra y durante el tiempo que ésta duraba. Los llamados araucanos daban gran importancia al juego de chueca, que consistía en partidos de veinte jugadores que, provistos de palos con forma de «J», debían trasladar una pelota de madera hacia el campo de los contrarios. Este juego tenía una gran importancia ritual y una partida podía extenderse, con pausas, desde luego, durante varias jornadas. En la semana previa a los partidos los jugadores tenían prohibido el sexo con tanto rigor como el que obligaba a la abstinencia de los guerreros antes de la batalla. Los mejores jugadores de chueca eran sumamente respetados y despertaban un gran interés sexual entre las mujeres.

En las civilizaciones de los Andes sureños, las mujeres casadas estaban prohibidas para los demás hombres y nadie, salvo sus maridos, podía abrazarlas ni tan siquiera tocarlas. Sólo podían bailar con otras mujeres y con varones que fuesen parientes. La esposa no podía recibir a ningún hombre en la casa mientras no estuviese el marido. Por otra parte, eran interdictas las relaciones sexuales entre parientes consanguíneos o muy cercanos. Sobre las mujeres solteras no pesaba ningún tipo de prohibición y los hombres podían tener sexo con ellas estuviesen casados o no; de hecho, el hombre casado gozaba de las mismas prerrogativas que el soltero.

Los mapuches tenían prohibido comer carne de pescado o de cualquier otro animal acuático; las mujeres embarazadas no podían ingerir animales contrahechos, ya que, según creían, podían transmitir estas deformidades al feto. Tampoco comían frutas gemelas ni huevos de dos yemas por temor a sufrir embarazos múltiples.

El adulterio por parte de las mujeres estaba considerado entre los crímenes más graves. El marido, según el corpus legal mapuche, era propietario de la esposa y, convertido en virtual juez, decidía la pena. El castigo, que recaía también sobre el hombre con quien había cometido adulterio, iba desde el simple pago del precio de la mujer hasta la muerte de ambos si eran sorprendidos in fraganti.

La violación, en cambio, no se consideraba un delito grave, siempre y cuando la víctima fuera una mujer adulta y soltera y, en la mayoría de los casos, no tenía mayores consecuencias legales.

En el siguiente texto, el jesuita Rosales describe cómo solían terminar estos virtuales juicios:

Con la facilidad que se casan deshacen también el contrato que como fue de venta, en enfadándose la mujer del marido, le deja y se vuelve en casa de sus padres y hace que le vuelvan la hacienda que le dio por ella: con que deshecho el contrato queda también deshecho el casamiento. Y también le suelen deshacer casándose con otro y volviendo al segundo matrimonio al primero la hacienda y las pagas que le dio por la mujer. Y lo mismo hace el marido, que en casándose de una mujer o en sintiendo en ella flaqueza alguna y que le ha hecho adulterio, no la mata, por no perder la hacienda que le costó, sino que se la vuelve a sus padres o se la vende a otro para recobrar lo que le costó. Y en materia de adulterio, aunque se pican los celosos, les pica más el interés, y no matan a la mujer ni al adúltero por no perder la hacienda, sino que le obligan a que paguen el adulterio, y en habiéndole satisfecho quedan amigos y comen y beben juntos.

En la mayor parte de las culturas precolombinas la homosexualidad no tenía ningún tipo de prohibición ni condena legal o moral y, como ya hemos visto, estaba investida de un cierto carácter mágico. Tampoco estaba penada la desnudez, aunque sí constituía una falta al pudor andar sin tatuajes, pinturas o untados de aceite sobre la piel.

Las mujeres solteras mapuches gozaban de una libertad absoluta; era usual que se bañaran acompañadas por hombres, entregándose a juegos entre pueriles y eróticos. En las fiestas se daban al sexo sin importar la presencia de otras personas. Por otra parte, estaba bien visto que los jefes y caciques exhibieran sus viriles impulsos en público. Era éste un acto de reafirmación de poderío. Famoso fue Cona, cacique de Temuco, por su exuberancia sexual. Según consta en las crónicas, podía pasarse la mayor parte del día copulando con un gran número de mujeres que, en fila, esperaban ser «atendidas» por el gran jefe. Se decía que su estado natural era la erección, la que sólo menguaba de a breves momentos, y que el descomunal porte de su miembro se debía a que su principal alimento era el órgano reproductor del huillín, una especie de nutria propia de la zona.

El marido podía prohibir a su mujer asistir a los bailes rituales que considerara obscenos. Esta actitud no tenía un carácter moral, sino que perseguía el sencillo propósito de evitar que su esposa pudiera sentir atracción hacia los bailarines más agraciados.

Entre los mapuches, los tehuelches, los puelches y los pampas, los ancianos no sólo eran respetados por su sabiduría y experiencia, sino también por sus conocimientos en materia sexual. A diferencia de otras culturas en las que los más viejos eran considerados casi sagrados, en tierras patagónicas eran objeto del deseo de las jóvenes mujeres solteras. El cronista Núñez de Pineda no pudo evitar su asombro ante la longevidad sexual de esta gente, cuya actividad duraba tanto como la vida.

Como hemos visto en el capítulo dedicado a los ritos de iniciación, en todos los pueblos naturales de América las núbiles recibían consejos de sus madres acerca de su futura sexualidad. No le otorgaban ninguna importancia a la virginidad y las jóvenes no recibían instrucción alguna para mantenerla. Tampoco se le daba entidad alguna a la castidad, y la promiscuidad no merecía desaprobación social. Podría afirmarse que el estado más deseable para una mujer patagónica era la soltería. Y si se casaban solía ser porque sus padres se beneficiaban con la venta de sus hijas a los futuros maridos. A partir del matrimonio, la disipada y liviana vida de soltera se convertía en un martirio: la mujer pasaba a ser propiedad del marido y ya no podía mantener relaciones con otros hombres. Además debía trabajar de sol a sol para su propietario y darle hijos para, de esa forma, seguir aumentando la mano de obra familiar. Es interesante considerar, a la luz de este régimen matrimonial, el estatus del aborto. En primer lugar hay que señalar que no estaba prohibido ni era condenable desde el punto de vista legal, social o moral, en tanto los hijos eran propiedad de sus padres. Los progenitores disponían a su antojo de la vida o de la muerte de su descendencia y no había persona o institución que pudiese intervenir en tales asuntos. Muchas veces el casamiento se determinaba por el embarazo accidental de una mujer. Como ya hemos visto, entre las mapuches, puelches y pampas, era mucho más grata la vida de las jóvenes solteras que la sacrificada existencia de las casadas. De modo que para evitar abandonar aquel estado de gracia y pasar a ser una suerte de esclava del marido, las mujeres podían apelar al aborto provocado por la ingestión de yerbas o mediante el uso de una vara.

Tampoco el estupro estaba considerado como un grave crimen y, a lo sumo, si los padres así lo decidían, el abusador podía enmendar la falta mediante una indemnización. Sin embargo, este último delito era sumamente inusual entre los mapuches. La zoofilia no merecía ningún tipo de condena, era practicada por casi todas las culturas precolombinas y muchas veces era un mero sustituto de la masturbación entre los pastores.

En cuanto al incesto, la única prohibición común a todas las civilizaciones eran las relaciones entre madre e hijo. En varias culturas estaba permitido a los jefes, y sólo como excepción, la unión con una hija. La mayor parte de los pueblos originarios condenaba la relación entre hermanos. Si en el marco de una familia poligámica la esposa mantenía relaciones incestuosas con un hijo del marido, le cabían las mismas penas que para el adulterio.

Éste era el panorama general de la vida sexual de las culturas que habitaban el actual territorio argentino hasta la llegada de los españoles. A partir de entonces, se inicia un capítulo escrito con sangre.