7.
Querer no es poder

Como ya hemos consignado, toda práctica sexual que se apartara de la procreación, aun dentro del matrimonio, estaba considerada pecado de lujuria y, por lo tanto, podía constituirse en causal de divorcio. Sin embargo, en las antípodas de la lascivia, existía otra razón que podía determinar la separación, a saber: la impotencia. La imposibilidad de mantener sexo, en rigor, no parece apartarse del mandato paulista o de aquel que proclamara Gregorio Magno, según el cual el mayor estado de gracia al que podía aspirar un hombre era la castidad y la mayor virtud para la mujer, mantener la virginidad. De hecho, la Iglesia jamás se pronunciaría a favor de la obligatoriedad del ejercicio sexual. En última instancia, la unión de los cuerpos, siempre en función de la multiplicación, claro está, se trataba de un «débito», un término más cercano a la contabilidad que al amor conyugal. Entonces, llegaron a preguntarse muchos teólogos, por qué razón la forzada castidad que implicaba la impotencia habría de ser considerada un demérito y no una virtud. En última instancia, una buena esposa debería aceptar ya no con resignación sino con sincera alegría que su marido no presentara interés en los pecaminosos asuntos de la carne. Sin embargo, no poder no significaba no querer. Y allí, justamente, radicaba el problema.

Examinemos un caso acontecido en la Buenos Aires colonial que recopila Ricardo Lesser, autor, entre otros títulos, de Hacer el amor. Miguel Calvete y Cortés, viudo de treinta y un años, se casó con Catalina Lobo y Pallares, de trece. Cuatro meses más tarde, el padre de la joven esposa se presentó ante el obispo de Buenos Aires solicitando la nulidad del matrimonio, en razón de la manifiesta impotencia de su yerno. Ahora bien, el pecado en cuestión no residía en la presunta impotencia en sí, sino en las prácticas que pretendían suplir el impedimento de la cópula: tocamientos, frotaciones y caricias que se alejaban del débito marital que tenía por propósito la procreación. De modo que, de acuerdo con los dichos del padre de la tierna Catalina, semejante convivencia la obligaba a vivir en pecado y resultaba imperioso revocar aquel matrimonio. Con tales argumentos, Antonio Lobo solicitó al obispo que designara una suerte de comisión de comadronas para que llevaran adelante las pericias pertinentes con el objeto de que

vean y miren en la dicha mi hija si está corrupta como forzosamente ha de estar una mujer cuando su marido ha consumado el matrimonio con ella. Y, hallándola virgen, mande por sentencia dar por nulo e invalidado el dicho matrimonio, pues con esta diligencia evidentemente partirá la impotencia del dicho Miguel Calvete, porque no es posible haber consumado el matrimonio y ella estar virgen todavía. No pudiendo corromperla naturalmente, algunas veces intentó corromperla con los dedos.

Resulta sumamente interesante este alegato, sobre todo en sus últimas palabras: quedaba claro que el acto sexual, el célebre débito matrimonial, era, en efecto, un acto de «corrupción natural», aunque el mayor pecado, el imperdonable delito, residía en los perversos medios que tenían como único y evidente fin la consecución del placer: he ahí el inaceptable crimen.

Así, a instancias del propio padre de la joven Catalina, el juez aceptó que se llevara a cabo la humillante pericia. La comisión de matronas, luego de examinar con escrúpulo «las partes pudendas» de la muchacha, determinó que

habiendo procedido a lavar el cuerpo y partes secretas a la dicha doña Catalina Lobo y puesta y echada en un colchón hicieron la experiencia sobre si estaba doncella o no, con una candela de sebo del grosor necesario. Hallaron estar corrupta y penetrado el vaso según y como están las demás mujeres que cohabitan con sus maridos y que así no hizo demostración de sangre ni ninguna otra señal alguna de mujer incorrupta.

El resultado de las pruebas dejaba claramente establecido que Catalina no era virgen, de manera que el acusado parecía quedar libre de culpa y cargo. No sólo se veía restituido su honor, sino su mancillada virilidad: era evidente que Miguel Calvete honraba sus deudas maritales. De acuerdo con el dictamen de tan concluyentes pericias, el juez decidió que no existían razones que justificaran el divorcio. Sin embargo, la desautorizada esposa no estaba dispuesta a aceptar la decisión sin explicar las verdaderas causas de su pérdida de la virginidad. Según consta en el expediente, «la verdad era que el dicho su marido la había corrompido y continuado siempre en pagarle el débito», pero que jamás había consumado el matrimonio con ella. Es decir, su esposo le había hecho perder la virtud pero no precisamente de la forma «natural», sino con otros métodos. Para reafirmar las palabras de Catalina, el padre expuso de qué forma su yerno se aprovechaba de la juventud de su hija para pecar con ella:

como a niña de tan poca edad como a la sazón tenía, creyó y tuvo por cierto que a todas las demás mujeres las abrían y conocían sus maridos al principio con los dedos y otros instrumentos, según y de la manera que a ella corrompió el dicho Miguel Calvete con tan poca cristiandad y no como debía.

Es decir, no se trataba de no corromper a su hija, sino de corromperla como Dios manda: «metiéndole el miembro erecto». He aquí un padre católico y piadoso.

A instancias de su progenitor, ahora era Catalina quien pedía al juez que se practicaran las pericias necesarias sobre la anatomía del marido para probar su impotencia:

Vuelvo ante Vuestra Merced a reproducir de nuevo en este juzgado los mismos defectos que del dicho Miguel Calvete dije y alegué al principio de este pleito para cuyo remedio Vuestra Merced pido y suplico mande comparecer al dicho Miguel Calvete y con juramento declare si es verdad todo lo aquí contenido y si lo confesare pido que a mayor abundamiento le vean los médicos y cirujanos. Por ser tan pocos los que hay en este pueblo conviene al servicio de Dios Nuestro Señor que con los que hubiere se hallen presentes algunas personas de toda satisfacción y prácticos en esta materia para que sobre y en razón de él testifiquen luego con juramento lo que acerca de las partes ocultas del dicho Miguel Calvete hubieren visto, conocido y penetrado.

Y, yendo todavía más lejos, concluyó:

Jamás le ha visto ni conocido en todo este tiempo tener su natural miembro erigido, ni levantado, sino antes siempre muerto y caído.

Desde luego, el acusado no iba a permitir que le practicaran semejante prueba: con inflamada indignación declaró haber cumplido correctamente con sus deberes de esposo, tal como quedara oportunamente probado. De ninguna manera estaba dispuesto a admitir las infamias vertidas sobre su virilidad. La inculpación, dijo Miguel Calvete, no tenía otro fundamento que la inquina y la animadversión que le profesaban sus suegros. En su declaración, el ofendido esposo puso de manifiesto la ingratitud de los familiares de su mujer, a quienes

viéndoles pobres y en casa de alquiler y que les echaban de ella por no pagarlo, los acogí en mi casa, con tres hijos suyos, dándoles el sustento necesario. Y, por no poder sufrir la condición altiva, áspera y terrible, que conmigo tenía mi suegra, que es notorio en toda esta ciudad, y temeroso de que mi mujer, viendo esto en su propia madre, no fuese ocasión de libertad, traté de que buscasen casa donde habitaran y me dejaran en paz en la mía.

Sin embargo, y pese a los argumentos del marido, el juez dispuso que se llevara a cabo la pericia solicitada por la esposa. Tres médicos, cinco testigos y hasta el padre de Catalina asistieron para comprobar el funcionamiento del tan mentado órgano sexual del acusado que, a decir de los presentes, no lucía nada mal, pero… veamos cuál fue el veredicto:

Médicos y cirujanos dijeron que han visto las partes ocultas del dicho Miguel Calvete y lo que se puede juzgar en lo de fuera tiene buena compostura y formación y justa grandeza en los miembros genitales, cubiertos de pelos el ex-doton (escroto) que son las bolsas y en las demás partes convecinas y así se ha de creer tendrá suficiente para la cópula y fictos venéreos. Pero que hay algunas causas internas que no son visibles que podrían ser impedimento, así como destemplanza o apretura o torcimiento en los vasos espermáticos. Conviene se haga la prueba distinguiendo y viendo si hay algún defecto de éstos que causa la dicha impotencia. Aunque no se vean las causas interiores y secretas podemos sacarlas por discreción y se hará la experiencia que dice Avicenna que es la del agua fría metiendo el miembro dentro y, si no se encoge y arruga, es indicio de no enderezarse por estar relajado o tener destemplanza de frialdad, no comunicando su calidad al dicho miembro romo cosa pasmada y paralítica, que no siente su contrario.

El hecho es que, después de varias pruebas, incluidas frotaciones que el propio Calvete debió prodigarse, no parecía haber notorias reacciones. Uno de los médicos, dueño de un notable profesionalismo, lo examinó con escrúpulo «llevándolo a mi casa para certificarme, mejor de la verdad», luego de sopesar con sus propias manos el asunto que lo ocupaba, se expidió acerca de si había o no erección:

a lo que siento, no lo es, porque si lo fuera sustentara algún instante la naturaleza, el cual no lo hizo pues en soltándole de la mano se inclinaba y bajaba.

La comisión médica, sin embargo, no fue unánime: dos lo declararon impotente circunstancial y uno impotente propiamente dicho. Ante tan confuso panorama, el padre de la joven Catalina decidió entonces una prueba terminante que despejara toda sombra de duda:

Que se junten marido y mujer y asistan dos comadronas a ver los coitos y testificar la verdad, pues menos inconveniente es hacer esta experiencia, y más que las demás, pues de ello no resulta a su entender ofensa alguna a Dios Nuestro Señor, pues se pretende descubrir una verdad tan esencial y conveniente y de lo contrario resulta vivir los dos en mal estado.

Pero al obispo le pareció un exceso y no dio lugar a tan sensata y paternal petición. En cambio, determinó que testificaran algunas de las mujeres que cohabitaron alguna vez con Miguel Calvete y dejaran constancia de su controvertida virilidad.

El primer testimonio estuvo a cargo de «la negra María, al parecer de trece años», esclava de Don Miguel Calvete y Cortés. He aquí la trascripción del alegato:

—¿El dicho Miguel Calvete, su amo, la ha conocido carnalmente, cuándo y cuántas veces?

—Es verdad, dos veces, la una y primera vez en casa de Alfonso Caraballo, en tiempo que hacía vida maridable el dicho su amo con la dicha doña Catalina y que no sabe cuándo, pero en su mismo aposento estando su mujer ausente. Y la otra vez, en la casa de la tahona del dicho Alfonso Caraballo y que esta vez fue de noche y en su cama, estando ya la dicha doña Catalina en casa de sus padres después que se movió este segundo pleito.

—¿Las dichas dos veces que tuvo cópula con ella el dicho Miguel Calvete fue con el miembro natural y estaba duro, erecto y fuerte o blando o muerto? ¿Le penetró el vaso natural y seminó dentro?

—La primera y segunda vez seminó dentro de su vaso con su miembro natural muy fuerte y tan duro que no consintió que entrase más de la mitad en su vaso por no poder sufrir su grandeza y ser ella de pequeño vaso.

Un testimonio contundente que dejaba bien parado el honor de Don Calvete. Nótese, de paso, la extraña jerarquía de los pecados: no parece tener ninguna importancia el hecho de que el marido hubiese cometido adulterio con la negra María, probablemente porque fuera negra y esclava. Nadie reparó, siquiera, que, para negar un «delito», Miguel Calvete reconoció haber cometido otro peor. Pero aquí lo importante era lavar la afrenta a la virilidad. Y por si aún cabían dudas, todavía quedaban más testigos. Otra esclava, la negra Susana, se presentó ante el obispo y contestó todas las preguntas.

—¿Ha conocido carnalmente a Miguel Calvete?

—Conoce a Miguel Calvete desde que era soltero, antes de que se casara con la primera mujer, que le parece hará más de siete años. Y le conoció carnalmente una vez estando doncella y le quitó su virginidad.

—¿La vez que tuvo la dicha cópula con el dicho Miguel Calvete fue con su miembro natural y estaba erecto y fuerte o la corrompió con los dedos u otro instrumento?

—Fue con su miembro natural, no con otro instrumento. Y el dicho su miembro estaba erecto y fuerte, tanto que la lastimaba y no se atrevió a volver con él aunque la persuadió algunas veces y sintió que seminó dentro de su base y no le salió mucha sangre porque podía sufrir al dicho Miguel Calvete.

A juzgar por los testimonios, el infamado marido no sólo no era impotente, sino que era un verdadero toro, dotado de una virilidad excepcional. Pero como era de esperarse, el padre de la joven Catalina opuso que aquellos testimonios estaban viciados de nulidad por tratarse de esclavas que, desde luego, estaban dispuestas a decir lo que les ordenara su amo. El juez, en un fallo salomónico, dispuso que el matrimonio conviviera bajo el mismo techo durante tres años; en ese lapso tal vez encontraran la manera de congeniar. Los padres de Catalina, viendo que por ese camino no habrían de llegar a nada, decidieron cambiar la estrategia: presentaron al obispo la partida de nacimiento de su hija en la que constaba que, al momento de casarse, Catalina no tenía trece sino sólo diez años. De modo que al no haber alcanzado la edad mínima para contraer nupcias, exigían la nulidad del matrimonio. Acaso porque a esa altura el juez estaba harto de los litigantes y de agregar más páginas al medio millar de folios del expediente, finalmente decidió anular el casamiento. Miguel Calvete levantó la voz en señal de protesta, pero ya nadie ignoraba en Buenos Aires que era lo único que podía levantar y que los testimonios de sus esclavas eran tan flojos como su tan meneada virilidad.