7.
El sexo en
el matrimonio

En la mayor parte de las comunidades precolombinas que habitaban el actual territorio de la República Argentina, en materia de uniones conyugales solía primar el sentido común. Existía una institución sumamente útil para el éxito de la convivencia entre hombres y mujeres: el matrimonio de prueba. Hemos dicho ya que la mayoría de las culturas aceptaba la poligamia; pero, con independencia del número de esposas que pudiese tener un hombre, se establecía un tiempo, que variaba entre los distintos pueblos, para poner a prueba la avenencia de todos los integrantes del grupo familiar. Entre las culturas del actual Noroeste argentino este período se llamaba servinacuy. Aquí esta institución era fundamental, ya que en las tribus incaicas no se trataba de matrimonios enteramente poligámicos, sino que, por regla general, un hombre de posición acomodada podía tener varias concubinas, aunque una sola esposa. Si durante este tiempo de prueba la pareja consolidaba el vínculo, entonces sí se efectuaba el casamiento. Durante este lapso no existía compromiso legal ni formal, ni aunque llegaran a tener hijos bajo esta situación. Cabe agregar que entre estas culturas la virginidad no constituía sinónimo de virtud; al contrario, una mujer virgen resultaba sospechosa. A este respecto, Bernabé Cobo escribió:

La virginidad era vista como una tara para la mujer, pues el indio consideraba que solamente quedaban vírgenes las que no supieron hacerse amar por nadie.

Por más de una razón era inconcebible que alguien llegara virgen al matrimonio: en primer lugar, antes del casamiento, el hombre debía comprobar que la mujer pudiese llegar a satisfacerlo sexualmente. Y, por otra parte, era deseable para el esposo que otro se hubiera encargado de desvirgar a su futura esposa o concubina, no sólo porque este acto se consideraba poco grato, sino que era motivo de reproche el no haber tenido algún amante antes del casamiento. De modo que este matrimonio de prueba tenía como principal objeto comprobar si la esposa complacía plenamente al marido en el lecho conyugal. Más complejo se hacía este período en los pueblos netamente poligámicos. Si un hombre ya tenía una esposa o más y decidía casarse con otra, el lapso de prueba podía derivar en un conflicto. Pese a que era el hombre quien tomaba la decisión final, las demás mujeres podían tejer una sorda conspiración contra la nueva aspirante, influyendo de una u otra forma sobre el marido.

Hemos dicho ya que en las culturas del actual Noroeste argentino la cantidad de mujeres indicaba la posición social del marido, aunque la esposa legítima era sólo una y las demás, que solían vivir aparte, eran concubinas. El marido compartía el lecho con su esposa y, cuando quería tener sexo con alguna concubina, era él quien iba hasta el serrallo. Por regla general, el hombre mantenía sexo con una mujer a la vez y las relaciones orgiásticas eran más bien infrecuentes. Los hombres estaban en condiciones de casarse a partir de los quince años y las mujeres entre los trece y los quince. Los hijos de los monarcas gozaban de un régimen matrimonial diferente, ya que se casaban entre los cinco y los nueve años. Sin embargo, los tiernos esposos continuaban viviendo con sus padres hasta llegar a la edad de los ritos de iniciación.

Entre los mapuches también existían los rituales de nubilidad. A partir de la primera menstruación las mujeres estaban en condiciones de contraer matrimonio. Cuando un hombre quería casarse debía comprar la novia a sus padres. El precio de una mujer se cotizaba en cabezas de ganado o cueros. Los pehuenches, habitantes de las actuales provincias de Mendoza, sudoeste de San Luis, noroeste de La Pampa y la mitad occidental de Neuquén, celebraban una curiosa ceremonia prenupcial consistente en la simulación del rapto de la novia por parte del novio; de cualquier modo, los padres de la muchacha no tenían por qué preocuparse: esto se hacía una vez que el «rescate» ya había sido pagado. En las sociedades puelches y tehuelches, el adulterio de la esposa era castigado con rigor y, si existían agravantes, podía caber la pena de muerte para ambos adúlteros.

Las comunidades diaguitas eran eminentemente monogámicas y sólo los poderosos jefes, que ejercían una suerte de cacicazgo general, podían tener varias mujeres. Los huarpes, antiguos habitantes de la actual provincia de Mendoza, practicaban una férrea patria potestad sobre las hijas, a las que entregaban en matrimonio a cambio de animales y pieles. Esta cultura era fuertemente patriarcal y defendió su organización monogámica, aun cuando fue sojuzgada por los incas. Resulta llamativo que los huarpes, bajo la influencia incaica, hubiesen perdido su lengua, el milcayac, que reemplazaran sus ritos ancestrales por el culto al Sol, la Luna y el lucero y, sin embargo, mantuvieran indemne la monogamia. Los huarpes, al igual que muchas otras civilizaciones precolombinas, practicaban el levirato y el sororato. Esta primera institución reglaba que, al morir el marido, la viuda y los hijos pasaban a depender del hermano menor del difunto. El sororato otorgaba al varón, al enviudar, el derecho de casarse con las hermanas menores de la novia.