8.
Orígenes
de la prostitución
en la Argentina
La historia de nuestro país, desde sus orígenes, está fuertemente vinculada con la prostitución y las enfermedades venéreas. Como ya hemos consignado, el fundador de la ciudad de Buenos Aires trajo ambas cosas consigo: la primera, a bordo del barco y la segunda, la sífilis, en su propia sangre. En el acto fundacional de la ciudad, celebrado a orillas del Río de la Plata, además de los tripulantes y los doscientos esclavos negros, había doce prostitutas. Este último hecho pretendió ser borrado de la historia, ya que transgredía al menos tres cédulas reales: la promulgada en 1509 que prohibía el arribo al Nuevo Mundo de aquellos que no podían exhibir un modo de vida lícito; en segundo lugar, la Real Orden que impedía el tráfico de blancas y, por último, la ley, tantas veces violada, que vedaba a las mujeres embarcarse. De hecho, el propio Pedro de Mendoza y su hermano, como dijimos antes, viajaron ambos acompañados por mujeres.
Existen muy pocos documentos que hayan dejado testimonio de la actividad prostibularia en la América hispana; podría decirse que se trata de un silencio elocuente. De hecho, la mayor prueba de que el más antiguo de los oficios estaba sumamente extendido en el territorio de la actual República Argentina, son las numerosas leyes que se promulgaron para poner coto a esta actividad, entre muchas otras, la que ordenó la fundación de la Casa de Recogidas en Buenos Aires y varios monasterios en diversas ciudades, cuyo cometido era reencauzar a las mujeres que caían en la prostitución. A diferencia de lo que sucedía en las zonas del noreste, habitadas por guaraníes, donde los españoles se amancebaban con treinta o cuarenta concubinas, en Buenos Aires era notoria la escasez de mujeres; los hombres vivían en un estado de permanente hostilidad, azuzada por la disputa por mujeres, fueran españolas o nativas. Literalmente, los hombres se mataban por las mujeres; en los expedientes de la época encontramos varios ejemplos: el propio Domingo de Irala hizo colgar y castrar a un hombre que pretendía la misma mujer que él; la cuñada de Juan de Garay, Isabel Contreras, y su amante, el padre Becerra, fueron asesinados al ser sorprendidos en la cama por el marido de ella; existe, en fin, abundante material sobre duelos y reyertas acaecidos en razón de la carencia femenina. De modo que en las tierras aledañas al Río de la Plata la prostitución surgió como una verdadera necesidad social. Resultó evidente a las autoridades que la fundación de burdeles era imprescindible para aplacar los ánimos y permitir la convivencia. En rigor, no se habilitaron locales con ese fin específico, sino que, para mantener convenientemente disimulada esta actividad, se aprovechó el natural lugar de reunión y esparcimiento que frecuentaban los hombres: las pulperías.
La más antigua pulpería de Buenos Aires fue la de Pedro Luy y se estima que data de 1603. El cálculo del crecimiento de la prostitución, a falta de datos más precisos, puede deducirse del incremento de las pulperías: hacia 1670 había ocho, en 1729 se contabilizaban noventa, en 1792, ciento veinte y en 1810 el número trepó a seis mil. Como siempre sucedió a lo largo de la historia, el ejercicio de la prostitución por momentos era severamente perseguido y, por otros, cautamente promovido por las autoridades, haciendo equilibrio entre la necesidad social del momento y la tolerancia moral del régimen. De manera que las pulperías fueron objeto permanente de controles, reglamentaciones y normativas. Para evitar utilizar la figura de prostitución se apelaba a recursos menos rígidos, tales como modificar los horarios, seleccionar a los parroquianos y evitar los «tratos ilícitos», carátula imprecisa que podía encontrar diferentes sentidos según el caso, sin mencionar explícitamente el meretricio. Así, en los momentos en que las normas se tornaban más rígidas para con las mujeres públicas, éstas debían mudarse de las pulperías a cuartos de alquiler, casas privadas clandestinas o, lisa y llanamente, las calles o descampados. Las fiestas populares, en especial los carnavales, eran los días más propicios para que las prostitutas ofrecieran sus servicios disimuladas entre la alegre multitud.
Tal como hemos visto, el crecimiento de esta actividad hacia fines del siglo XVIII fue ciertamente notable, de modo que las autoridades tomaron medidas más severas, si no para erradicarla, por lo menos para morigerarla en forma sustancial. Las figuras legales con que se perseguía la prostitución eran el «escándalo público», la «amistad ilícita», la mancebía, el adulterio, el estupro y el «robo de esclavas con el fin de prostituirlas». El incremento de la prostitución trajo consigo otros problemas, a saber, el nacimiento de niños que luego eran abandonados y el crecimiento dramático de las enfermedades venéreas, particularmente la sífilis y la blenorragia.
Existían prostitutas negras, indias, mulatas, mestizas y blancas y, salvo excepciones, en términos generales, en ese orden cotizaban de manera creciente. Y las que menos cobraban, en la medida que resultaban más «accesibles», eran las más expuestas a contraer enfermedades de transmisión sexual. Cabe consignar que la prostitución no era una actividad ejercida por propia voluntad de las mujeres, sino que éstas eran obligadas y explotadas de forma inhumana por rufianes y proxenetas de distinta laya. En algunos casos por los dueños de las pulperías, en otros por traficantes de negros, amos entregadores o por tratantes de blancas y por apropiadores de indias.
Con el advenimiento de Vértiz al Virreinato se fundaron el Protomedicato y la Casa de Corrección; el primero no sólo regulaba la actividad médica, por entonces de muy baja calidad, sino que atendía la emergencia sanitaria producto de la explosión de las enfermedades venéreas, mientras que la segunda acogía a las mujeres que estaban dispuestas a abandonar el bíblico oficio. Sin embargo, ninguna medida podía poner coto a la prostitución, la cual iba cambiando de lugares y los lugares de nombre; entrado el siglo XIX, ya no sólo eran las pulperías las que albergaban a las rameras, sino que, con la aparición de los cafés, inspirados en los de Francia, el ejercicio se trasladó a estos nuevos lugares de encuentro social (dicho sea de paso, Napoleón implementó en Francia la inspección médica sanitaria para prevenir las enfermedades venéreas). A los lugares frecuentados por los sectores más populares en que se daban cita las prostitutas menos cotizadas, negras e indias, se los llamó «quilombos», por deformación de aquellos sitios en los que se hacinaban los esclavos.
A comienzos del siglo XIX aparecen los primeros conventillos, casas compuestas por cuartos contiguos que compartían baño, agua e iluminación y albergaban personas que no pertenecían a una misma familia, hecho ciertamente novedoso. Este tipo de casa resultó muy conveniente para el ejercicio de la prostitución, ya que por una parte los cuartos daban entera privacidad a los encuentros sexuales y, por otra, la disposición de pasillos, escaleras y patios permitía que los clientes pudiesen entrar y salir de manera furtiva. Por lo demás, la habitación servía de vivienda y lugar de trabajo y era ciertamente económico costear la renta. De esta forma, el ejercicio de la prostitución fue acercándose desde las pulperías, que estaban en áreas rurales, al centro de la ciudad en virtud de la aparición de los cafés y los conventillos.
En este punto es preciso mencionar un hecho realmente notable: resulta sorprendente la profusión de documentos que han dejado los cronistas españoles acerca de la vida sexual de los pueblos originarios e incluso del comportamiento de los conquistadores. Ya bajo la forma de la condena frente a los pecados de los nativos, ya como crónica llena de asombro o como crítica a sus compatriotas, los cronistas no tuvieron ningún pudor a la hora de hablar de sexo. Por paradójico que pudiera parecer, a medida que el poder eclesiástico retrocede dejando lugar al poder secular, el lenguaje se torna más pudoroso. Sucede que al catolicismo, sobre todo el medieval, se lo puede acusar de muchas cosas, aunque no de puritano. Ya hemos dicho que el sexo ha sido una verdadera obsesión para la Iglesia. Acaso ninguna otra institución en la historia de la humanidad se haya ocupado tanto de los asuntos de la carne. En contraste con la abundancia de los apasionados documentos que han dejado los religiosos españoles, los comentaristas, juristas y autores laicos nacidos en este suelo no han sido tan osados como aquéllos; al contrario, resulta sumamente difícil reconstruir varios aspectos de la vida íntima de los argentinos durante los siglos XVII y XVIII. Andrés Carretero, historiador e investigador, autor de Prostitución en Buenos Aires, menciona que los censos tomados entre 1802 y 1836 no sólo no reflejan el número de mujeres que se dedicaban al más antiguo de los oficios, sino que no aluden siquiera a la prostitución. Existen apenas unos pocos nombres de mujeres que han debido entregar su cuerpo para conseguir el sustento propio y acaso el de su familia, en virtud de un triste acontecimiento: el padre de Leandro N. Alem, oficial de policía, llevó a cabo una razzia en la casa de citas de María Casao, arrestó a María Díaz, Brígida Bustamante, Florentina Lescano, Marcela Losa y Norberta Acosta. Sin embargo, no consta que se haya apresado a los rufianes que las explotaban. Un verdadero acto de valentía policial detener a un grupo de mujeres desarmadas. Al menos, la existencia de este expediente permite conocer la identidad de aquellas que, con su sufrimiento, construyeron también la historia argentina.