6.
Los ritos de iniciación
Lejos de las Casas de las Escogidas, cuyos vestigios se han encontrado en el Noroeste argentino, en el extremo sur del continente, los selk’nam, antiguos habitantes de la remota y aislada Tierra del Fuego, tenían normas muy rigurosas en cuanto al comportamiento sexual. Desde muy pequeños eran separados los niños de las niñas, evitando así cualquier contacto entre ellos. Esta separación era más severa aún cuando se acercaban a la pubertad. A partir de los cuatro años las niñas debían ir siempre vestidas y ocultar sus genitales, aun para dormir, con una pequeña prenda triangular llamada sa. Los varoncitos podían andar desnudos, siempre y cuando no se exhibieran ante las niñas. Durante los juegos, los varones púberes corrían desnudos, rodaban en el suelo amontonados y, fingiendo pelear, podían darse suaves golpes en los genitales. Algunas veces se orinaban los unos a los otros, compitiendo por ver quién tenía mejor puntería y alcance, comparando, de paso, el tamaño de sus «armas» para futuros «combates». Al contrario, las niñas tenían una actitud de recato y sus juegos estaban despojados de toda connotación sexual. Si acaso dos jóvenes de sexo opuesto eran sorprendidos juntos, aun sin tener contacto físico alguno, eran severamente castigados.
Los selk’nam no podían tener sexo hasta alcanzar la edad admisible. Las niñas se convertían en mujeres a partir de la menarquia y el ingreso a esta etapa vital se celebraba con un ritual de iniciación sumamente importante en la dinámica de este grupo. El rito se extendía por la misma cantidad de días que duraba el período menstrual. La niña debía quedar recluida y vigilada en su choza. Su madre, acompañada por las mujeres más allegadas al círculo familiar, le hacía vistosos tocados y pintaba sus mejillas y pómulos con rayos blancos que se extendían hasta la frente rodeando los ojos. Así arreglada, la instruían sobre todos los asuntos relativos a los quehaceres de una esposa y las obligaciones que le esperaban en adelante. Luego de enseñarle algunos rudimentos de cestería, tejido y de revelarle secretos para la preparación de alimentos, llegaba el momento crucial: la instrucción sexual. Las mujeres, pero principalmente la madre, explicaban a la núbil cómo debía proceder para complacer a un hombre, de qué manera se concebían los niños, cómo era el parto y qué cuidados había que prodigarle al crío durante los años de lactancia, que solían ser dos o tres. Pero también le aconsejaban sobre cómo elegir un marido y asegurarse, también ella, el placer del sexo: «No tomes por esposo a un muchacho que tenga un pene demasiado pequeño o demasiado grande», tal la recomendación de una anciana que recoge Martín Gusinde en su estudio de esta cultura.
Los varones de la sociedad fueguina también tenían su rito de iniciación. Entre los diecisiete y los veinte años, los adolescentes debían sortear una serie de duras pruebas para entrar en la adultez. Bajo las rigurosas condiciones que imponía el clima de la isla, privados de comida y de descanso durante largos períodos, los jóvenes debían mostrar sus habilidades para la caza, construir sus armas, aprender a usarlas y cuidarlas tanto como a sus presas. Sólo después de atravesar estos rituales, hombres y mujeres estaban en condiciones de ejercer la sexualidad.
A diferencia de lo que ocurría en la sociedad fueguina originaria, en los Andes patagónicos los mapuches formaban familias eminentemente poligámicas. La posición social y el prestigio de un hombre estaban dados por el número de mujeres y cabezas de ganado que poseyera. Ahora bien, en este caso, a diferencia de otras culturas regidas por una suerte de organización nobiliaria, un hombre pobre podía escalar socialmente a partir de la obtención de esposas, ya que éstas eran la principal fuente productiva y, sobre todo, reproductiva. A medida que se engrosaba el grupo familiar con mujeres e hijos, también crecía la economía doméstica. Sexualidad y economía estaban integradas al concepto de feminidad. Las esposas no eran un «gasto» para los maridos, como en las sociedades del Noroeste, sino un aporte de mano de obra y su vientre era la factoría de nuevos trabajadores. De modo que entre los mapuches había aún más motivos para celebrar la entrada en la adultez de las niñas. Sus ritos de iniciación también se llevaban a cabo dentro de los toldos e incluían ayuno, reclusión y la compañía de las mujeres más cercanas. Aquí los hombres no sólo no estaban excluidos de los festejos, sino que agasajaban a la núbil con danzas y obsequios. Este mismo ritual se llevaba a cabo entre los pampas, los tehuelches, los pehuenches y los puelches. De hecho, todas las culturas precolombinas que habitaban el actual suelo argentino celebraban ritos de iniciación con mayores o menores variantes.
Como hemos podido ver, muchas de las categorías relativas a la sexualidad y el marco legal que las contienen, varían de acuerdo con cada cultura. Ahora bien, es necesario preguntarse si algunas normas y leyes de cada comunidad originaria pueden entrar en colisión con el Derecho de la Nación, o si las pautas éticas y morales básicas son comunes a todas las culturas que habitan este suelo. Un buen ejemplo de esta polémica es un hecho que aconteció en Salta en el año 2005 y que se relata a continuación de acuerdo con las crónicas periodísticas.
Teodora Tejerina, residente en la misión wichí Tronco Mocho, cercana a la ciudad de Tartagal, denunció a su concubino, José Fabián Ruiz, por el abuso sexual de su hijastra de 9 años. La niña quedó embarazada y dio a luz a un varón. El acusado tenía 28 años y también era miembro de la comunidad Wichí. El hombre fue detenido, pero luego se vio beneficiado por la nulidad del proceso ordenada por la Corte de Justicia de Salta. La mayoría de los Ministros determinó que el hecho constituía una pauta étnica y cultural del pueblo wichí.
La Senadora Nacional Sonia M. Escudero se pronunció en contra de lo dictaminado por la Corte de Justicia de Salta. La legisladora abogó por producir cambios en las ancestrales costumbres de los grupos indígenas y expresó su opinión favorable de crear programas educativos para enseñar a las futuras comunidades aborígenes a convivir en la sociedad argentina y respetar sus leyes. «Además estas costumbres no se cambian enviando a la cárcel a los indígenas», agregó.
Por el contrario, Octorina Zamora, autoridad de la comunidad Wichí Honhat Le les, ha denunciado a los miembros de la corte salteña diciendo que «es una aberración pensar que el pueblo wichí acepta el abuso sexual de las niñas como una costumbre ancestral». Argumenta que «los wichís son educados a través de la religión y los mitos, y que hay uno en el que se prohíben las relaciones incestuosas y prematuras». Opina que lo que se está haciendo es «defender a un violador», y el gran riesgo es que este tipo de delitos cuyas víctimas son menores wichís sigan quedando impunes bajo el manto de responder a supuestas «costumbres ancestrales». Luego Ruiz fue procesado por abuso sexual con acceso carnal reiterado. Sin embargo, sus abogados presentaron en septiembre un recurso extraordinario federal por el cual la causa se derivó a la Corte Suprema de la Nación.
Cabe señalar que el Inadi (Instituto Nacional contra la discriminación, la xenofobia y el racismo), cuyo dictamen no es vinculante pero sí un antecedente a favor de los grupos indígenas que se han visto de alguna manera discriminados por la Corte salteña, se pronunció fuertemente en contra del máximo tribunal provincial argumentando que el fallo que había declarado nulo el procesamiento de Ruiz «resulta discriminatorio hacia las niñas y mujeres wichís de la Argentina pues omite aplicar principios fundantes del derecho internacional de los derechos humanos». Consideró que está apoyado en una visión sexista, estereotipada y racista.
Más allá de la resolución judicial del caso, resulta interesante observar cómo, más que un presunto choque cultural, lo que se produjo es una inversión de los puntos de vista de ambas culturas: mientras los abogados del acusado, hombres pertenecientes a la ley y al derecho «blancos», defienden a su cliente alegando que la violación no es un delito para los wichís, los representantes de la comunidad originaria repudian el hecho alegando que, de acuerdo con sus costumbres, el abuso sexual es un crimen aberrante. Conviene agregar que, así como en efecto, los wichis desde siempre condenaron la violación de menores, con frecuencia sus mujeres y sus niñas fueron víctimas de las peores vejaciones por parte de los «civilizados» conquistadores, quienes, además, los despojaron de todo cuanto tenían, confinándolos en pequeños y míseros asentamientos como los de Tronco Mocho. Son estas mismas condiciones de hacinamiento y miseria las que propician la degradación humana.
FUENTES: Resolución Corte de Justicia de Salta. Página/12. Agencia Télam.