7.
Aires de Buenos Aires

Buenos Aires fue fundada por un sifilítico en fase terminal y su nombre no es más que una bella metáfora de sus inútiles esperanzas; los vientos porteños no tuvieron ningún efecto beneficioso en la quebrantada salud de Pedro de Mendoza quien, finalmente, murió antes de poder volver a pisar su patria. Los orígenes de la historia de Buenos Aires demuestran que su fundador carecía de todo interés por las nuevas tierras; el «adelantado», con su paso rengo y su cuerpo tullido, se abría camino entre las cortaderas con la única esperanza de encontrar la cura para su mal. Si la ciudad hubiese sido bautizada con la sombría decepción de la partida y no con el optimismo de la llegada, acaso Buenos Aires se habría llamado Malos Chancros. El cronista que acompañaba a Pedro de Mendoza, Ulrico Schmidl, en sus crónicas tituladas Viaje al Río de la Plata, apuntó que el capitán general de la campaña había dilapidado más de cuarenta mil duros en su quimérico viaje de curación y, lejos de encontrar los tesoros que suponía, descubrió que no había más plata que la del poético nombre del río, y que los supuestos yacimientos de oro eran sólo una afiebrada leyenda. Lejos de hallar un rico imperio como el mexica, el inca o vestigios del maya, cuyos templos desbordaban oro, plata y piedras preciosas, aquí se encontraron con los querandíes, unos humildes nativos que, cazadores y recolectores como eran, no tenían la fuerte organización estatal ni social de los pueblos de Mesoamérica y la zona andina. Los ánimos de los españoles, que a su llegada al Plata eran exultantes, pronto se convirtieron en fastidio: «Estos querandíes traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne…». Pedro de Mendoza no encontraba ni los remedios para su enfermedad, ni los tesoros de los que tanto había oído hablar. Entonces, lleno de odio, el adelantado elevó su índice apestado y

despachó a su propio hermano con 300 lanceros y 30 de a caballo bien pertrechados, para matar a todos esos querandíes y apoderarnos de su pueblo. Mas cuando nos acercamos a ellos había ya unos 4000 hombres porque habían reunido a sus amigos,

escribió Ulrico Schmidl. Lo cierto es que los querandíes ofrecieron una resistencia heroica y, de hecho, consiguieron sitiar a los españoles sumiéndolos en el hambre.

Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria, que por razón de la hambruna no quedaron ni ratas, ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra grande e inaudita miseria; hasta comernos los zapatos y los cueros todos,

recordaba el cronista. Pero al hambre también había que sumar el ya por entonces muy aplazado apetito sexual. Una de las grandes diferencias de la campaña del Río de la Plata con otras campañas de conquista fue que al comandante, dado su avanzado estado sifilítico y ante su imposibilidad objetiva para el ejercicio del amor, sólo le quedaba la alternativa de la guerra.

Esta particular visión de aquel a quien ya no le interesan los asuntos de la carne no era compartida por sus hombres, empezando por el propio cronista que, durante el largo periplo por América, había quedado prendado de la belleza de las nativas:

Las mujeres están pintadas en forma muy hermosa desde los senos hasta las vergüenzas, también de color azul. Esta pintura es muy hermosa y un pintor de Europa tendría que esforzarse para hacer ese trabajo. Las mujeres son bellas a su manera y van completamente desnudas.

Ulrico Schmidl no podía evitar dejar en evidencia sus apetitos que, claramente, competían con el hambre que sufrió durante el sitio. Sin embargo, ante los ojos impotentes de su comandante, debía apaciguarse. Él sabía, incluso, que podía dar un paso más para acercarse a las mujeres: «Pecan llegado el caso: pero yo no quiero hablar demasiado de eso en esta ocasión». El silencio del cronista tal vez sea más elocuente que sus palabras.

Pero la abstinencia del comentarista alemán era tal que, en algún momento del largo itinerario, se permitió mirar con otros ojos a los fornidos aborígenes: «Estos Mbayas son hombres altos, hermosos, guerreros», dijo y entonces, llamándose al orden y para que nadie dudara de su hombría, agregó que también «las mujeres son muy hermosas, y llevan sus vergüenzas tapadas del ombligo a las rodillas». Pero luego, dejándose llevar otra vez por sus impulsos, fue más allá y decidió no cerrarse a ninguna alternativa. O, mejor, por qué no, entregarse a ambas:

Estas mujeres hacen la comida y dan placer a su marido y a los amigos de éste que lo pidan; sobre esto no he de decir nada más por ahora. Quien no lo crea o quiera verlo, que haga e viaje,

agregó como quien publicitara un viaje de turismo sexual.

Las crónicas dejan muy en claro que para Don Pedro de Mendoza el sexo era cosa del pasado:

Regalaron a nuestro capitán tres hermosas mujeres jóvenes. Después que comimos en esa localidad, todo el mundo se acostó a descansar y dormir; pero primero se repartió la guardia para que la gente quedase protegida. Hacia la media noche, cuando todos estaban descansando, nuestro capitán perdió a sus tres muchachas; tal vez fuese que no pudo satisfacer a las tres juntas; si en cambio hubiera dejado a las mocitas entre los soldados, es seguro que no habrían escapado. En definitiva, hubo por ello un gran escándalo en el campamento.

Lo más probable era que el capitán, no pudiendo hacer nada no ya con tres, sino más bien con ninguna, tal como sugiere Schmidl, no hubiese conseguido retenerlas y, furioso con su propia impotencia, armó el escándalo de marras.

La conocida imagen de Juan de Garay clavando el madero en tierra durante el acto de la segunda fundación de Buenos Aires, acaso haya querido dejar en alto el honor español, habida cuenta de que el primer fundador, según consta, no tuvo la posibilidad de enterrar palo alguno.