1.
Sexo y propiedad
En la primitiva Buenos Aires de Pedro de Mendoza había muy pocas mujeres españolas; el fundador, de hecho, había traído a la suya, María de Dávila, aunque, a juzgar por el estado de salud del adelantado, su compañera debió oficiar de enfermera más que de amante. La mayor parte de los conquistadores daba rienda a sus impulsos apropiándose de nativas. Pedro Hernández, cronista de la época, refiere los conflictos que se suscitaban a causa de las disputas por las mujeres. El abyecto dominio impuesto sobre los naturales hizo que las querandíes se convirtieran no sólo en una suerte de bien de uso, sino, además, en moneda de cambio. Los españoles compraban y vendían indias, ya para satisfacerse, ya para capitalizarse, como si se tratara de mercancía. Las escasas españolas, tomadas por legítimas esposas, eran motivo de reyertas que terminaban muchas veces en derramamiento de sangre; los celos se apoderaban de maridos y amantes y sobran ejemplos de crueles ajusticiamientos por mano propia. El conquistador Domingo de Irala, enceguecido por los celos, colgó a un tal Diego el Portugués y no precisamente por el cuello: «lo colgó de su natura, de lo cual quedó muy malo o lastimado». También las violaciones eran moneda corriente; cuenta Pedro Hernández que el muy humanista Francisco Palomino «rompió a una muchacha que tenía en casa, de edad de seis o siete años, hija de su manceba». Conviene recordar que los motivos que esgrimieron con más insistencia los españoles para llevar a cabo la Conquista, fueron las salvajes costumbres de los nativos. En contraste, quedan claros los muy elevados principios morales del tal Palomino. Y así, entre abusos, tráfico humano, asesinatos y violencia de toda clase, se fue multiplicando la población porteña a medida que se extendía el mestizaje, situación ésta que no difería demasiado de lo que sucedía en Córdoba, Tucumán y el Alto Perú.
Afianzada la Conquista y estableciéndose poco a poco la Colonia, comenzaron a llegar mujeres de distintos puntos de Europa, principalmente de Andalucía. Llegaban jóvenes solteras, pero también las esposas de los adelantados de mayor y menor rango. Así las cosas, los jefes tenían sólo una esposa legítima, española, pero se servían de cuantas aborígenes quisieran o pudieran. Esta modalidad no sólo tenía el propósito de dar curso a una vida de placeres novedosa e impensable en Europa, sino que se trataba de una cuestión de Estado, de un modo de asegurar la propiedad de la tierra, la producción y el dominio por parte de la Corona española. Y aunque esta forma de vida entrara en colisión con la doctrina de la Iglesia, si había que optar entre las Sagradas Escrituras y la escritura de bienes, no había mucho que pensar. De hecho, para que las tierras quedasen en pocas y selectas manos se sancionaron las Leyes del Toro, que establecían que los hijos naturales tenían derecho al sustento y la educación, pero no a la herencia. Esto facilitaba tres cosas: en primer lugar, extender la sangre española sobre las nuevas tierras; en segundo, establecer una variante del feudalismo, por cuanto el hijo mestizo pasaba a ser una especie de vasallo que trabajaba la tierra pero no la heredaba y, por último, gozar de una licencia legal para fornicar fuera del matrimonio sin que se considerara adulterio. A propósito, resulta interesante la defensa que ensayó Francisco de Aguirre, conquistador de Chile, Santiago del Estero y gobernador de Tucumán, al ser juzgado por el obispo de La Plata por proferir apología del amancebamiento: «se hace más servicio a Dios en hacer mestizos que el pecado que en ello se comete». Cabe señalar que Francisco de Aguirre tuvo más de cincuenta hijos naturales, sólo en Chile y Tucumán.
Para consolidar la usurpación de la tierra, los conquistadores debieron contravenir varios preceptos bíblicos e, incluso, muchos principios «naturales», mimetizándose con aquellos a los que sojuzgaron sangrientamente. Los españoles manifestaban su repugnancia por las prácticas incestuosas de los nativos, pero veamos cómo procedían los adelantados en el Nuevo Mundo. El derecho canónico prohibía las uniones hasta el cuarto grado de parentesco. A partir del Concilio de Letrán se circunscribe hasta el segundo. Ricardo Rodríguez Molas señala que si se considera que por entonces
el actual territorio argentino no superaba posiblemente los quince mil habitantes europeos o mestizos de ese origen y que en séptimo grado de computación canónica se suman 10.687 parientes consanguíneos, son indudablemente obvios los posibles lazos de parentesco en un ámbito donde fueron escasos, hasta comienzos del siglo XVIII, los nuevos aportes inmigratorios.
De este modo, concretándose las alianzas financieras por vía del matrimonio, los miembros de la pequeña clase social dominante constituían una suerte de familia única, endogámica e incestuosa. Éste fue el modelo que dio forma al tipo de familia oligárquica ulterior. Si se examina el surgimiento de las primeras ramas del árbol genealógico sembrado en suelo argentino, se verá con claridad este tipo de uniones: la descendencia de Juan de Garay, segundo fundador de Buenos Aires, se unió a la de Jerónimo Luis Cabrera, fundador de Córdoba. Hernandarias de Saavedra, quien sería gobernador del Río de la Plata, contrajo matrimonio con Gerónima de Contreras, hija del fundador de Buenos Aires, concretándose así un latifundio que superaba los dos millones de kilómetros cuadrados. La hermana de Gerónima se casó con Gonzalo Martel, hijo de Jerónimo de Cabrera y al enviudar ésta se unió a Pedro García Redondo, teniente gobernador de Buenos Aires. A su vez, Pedro Luis de Cabrera, hermano de Martel, contrajo matrimonio con la hija de Diego de Villarroel, fundador de Santiago del Estero. Antonia Cabrera, hija de esta unión, se casó con Cristóbal de Garay y Saavedra, gobernador del Paraguay. Ahora bien, Juan de Cabrera, hermano de Antonia, contrajo nupcias con Mariana Garay y Saavedra, hija esta última de Juan de Garay y Juana de Saavedra, cerrándose en sí mismo este curioso círculo familiar. Pero las intrincadas ramas de este árbol no finalizaban aquí: los lazos entre las familias Garay, Hernandarias y Cabrera, que de hecho termina siendo una sola y gran familia, se enlazan una y otra vez hasta unir, literalmente, los dominios que se extendían desde Buenos Aires hasta Salta.
Ahora bien, con el correr del tiempo y conforme la apropiación de las tierras se iba consolidando, los hijos ilegítimos pasaron de ser una ventaja a convertirse en un problema para esta suerte de pequeña realeza que constituía la clase dominante. Los mestizos, despreciados y utilizados, a medida que se multiplicaban en forma horizontal y descendente, comenzaban a verse a sí mismos como una fuerza silenciosa pero creciente y, aunque al principio no reclamaran derechos, íntimamente aspiraban a tenerlos. Acaso ésta fuese la más remota semilla que, tiempo después, junto con otros factores, haría germinar las raíces independentistas. Dos fuerzas opuestas se sintetizaban en el espíritu mestizo: por una parte la sangre autóctona los unía al suelo y a la estirpe aborigen, pero, por otra, su sangre española y la piel aclarada los confrontaba con la tragedia del bastardo.
El repudio a los hijos ilegítimos dio lugar a la fundación de dos instituciones emblemáticas de Buenos Aires: el prostíbulo y la Casa de Niños Expósitos. De esta manera, los hombres podían dar rienda suelta a sus viriles impulsos por fuera del matrimonio sin temor a tener que hacerse cargo de criatura alguna.