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El convento y el burdel

Las relaciones entre las dos grandes instituciones que cobijaban a las mujeres, el prostíbulo y el convento, no eran sólo de carácter simbólico. Al contrario, solía establecerse un tránsito bien real entre uno y otro. De hecho, tanto en España como en sus colonias americanas surgió una suerte de patronato que reunía a ambas, a las que tenían aspiraciones de santas y a las otras: las Casas de Recogidas. Estos beaterios tenían el noble propósito de ofrecer una oportunidad a aquellas mujeres «arrepentidas» que habían caído en la prostitución. Por medio del trabajo y la oración, las pecadoras podían encontrar la redención y, finalmente, la salvación.

Así, las antiguas pupilas de los lupanares, las «alegradoras», tal como se las conocía por estas tierras, abrazaban la vida religiosa dispuestas a dejar atrás una existencia signada por el pecado. Sin embargo, las jóvenes rescatadas por la Iglesia pronto comprobaban que la vida en el convento no se diferenciaba en mucho de la del prostíbulo: ambos estaban regidos por una figura semejante que se designaba con el mismo nombre: la abadesa. Incluso, en la mayor parte de los casos, era mucho más estricta la disciplina en los burdeles que en los conventos. Así como las hermanas superioras debían cuidar con mano férrea que las antiguas prostitutas, llevadas por la fuerza de la costumbre, no huyeran de sus claustros para pecar, las regentas de las casas de citas tenían que vigilar que las pupilas no escaparan para dejar de hacerlo. En ambos casos, las mujeres llevaban una vida de clausura intramuros y se les prohibían las salidas. Con igual celo, rameras y beatas debían cuidar el vestuario: era tan importante para las primeras emperifollarse con joyas, usar escotes que dejaran ver la carne y apretar sus formas con ceñidores, como para las segundas mostrarse hermosas a los ojos de Dios, cubriendo sus curvas con holgados hábitos y sus cabezas con cogullas. Las meretrices no podían retirarse de los lupanares a causa de las deudas que les obligaban a contraer y lo mismo sucedía con las religiosas, sólo que en este caso las deudas eran de orden moral. Por otra parte, como hemos visto antes, en ambas casas reinaba un estado de disolución notable, aunque en el convento las prácticas extáticas estuviesen disfrazadas de actividad mística. Las semejanzas entre ambos tipos de mujeres podrían resumirse del siguiente modo: mientras unas se entregaban a las más inconcebibles orgías y oscuras ceremonias libertinas, en contadas ocasiones las prostitutas también lo hacían.

Sin embargo, la autoridad debía administrar con suma cautela la práctica del más antiguo de los oficios, ya que cumplía una función acaso más importante que la de las religiosas. En los albores de la historia de la prostitución existían normas muy estrictas, sobre todo en lo atinente a la discreción. Las Casas de Mancebía debían estar alejadas de los centros urbanos y, sobre todo, de los edificios que albergaban a la administración pública y, desde luego, a la curia.

Resulta sumamente interesante apuntar un dato que denuncia el injusto trato al que eran sometidas las mujeres. La Casa de Recogidas no sólo admitía prostitutas, sino también mendicantes. El cuadro social del Virreinato del Río de la Plata en el siglo XVIII no era precisamente próspero, las calles estaban repletas de indigentes y pordioseros, entre los cuales se contaba un gran número de mujeres. En el año 1735, a propuesta del síndico procurador general, se debatió en el Cabildo un asunto acuciante: los reiterados abusos sexuales que se cometían contra las jóvenes limosneras. Era imperioso poner término a tan horrendos crímenes, de modo que propusieron poner al corriente al gobernador para que tomara las medidas necesarias. Tanto fue el empeño de los cabildantes que la semana siguiente tomaron cartas el alcalde de segundo voto y el alcalde provincial de la Diputación. Sin embargo, y pese a todos los esfuerzos, no se tomó medida alguna. El abuso contra las mendicantes continuó sin que se hubiera encontrado una solución. Habiendo pasado un año, en 1736, los miembros del Cabildo insistieron con su preocupación. Nuevamente el procurador general hizo oír su voz indignada y solicitó, por intermedio del alcalde, una reunión urgente con el gobernador y el obispo. Tan fuerte sonó esta vez la exhortación que, por fin, consiguió que se tomara una medida ejemplar: para evitar los «escándalos públicos y las ofensas a Dios», se resolvió que pagarían con prisión… ¡las mujeres que pidieran limosna en la vía pública!

La Casa de Recogidas no sólo admitía prostitutas redimidas y mendicantes culpables de abusos cometidos contra ellas mismas, sino también a otra temible especie femenina: las «incorregibles», tal como las llamó el virrey Vértiz en un documento que lleva su firma.

En ella se recogen todas las mujeres de mal vivir, y entregadas al libertinaje y disolución; determinando el tiempo a proporción de lo que resulta por la averiguación o conocimiento que preceda, o por su reincidencia e incorregibilidad.

Resulta oportuno preguntarse quién decidía a qué mujer le cabía tal rótulo y, en consecuencia, era merecedora de ir a dar al asilo. No era necesario el fallo de un juez: bastaba con el simple testimonio de su marido. Veamos, por ejemplo, el caso de una tal Patrona Picabea, quien,

a pedido de Dionisio Aberasturi, se puso en la Real Carzel porque handava huida y se encontró anoche con su galán (el que hizo fuga) en casa de Dominga Albarez, la que también se puso en dicha Carzel, por encubridora.

En la extensa lista de mujeres admisibles en la Casa de Recogidas figuraban también «negras, indias y criadas puestas por sus amos». He aquí un expresivo testimonio:

Antonio García Leyba, Sargento de la Asamblea de Dragones y encargado en la Casa de Recogidas da parte a V.E. de aver entrado en dicha Casa Juana María Negra Esclava de don Manuel Caviedes, a pedimento de su amo, por que andava fugitiva más de ocho días y amancebada con un mulato.

Pero acaso lo más loable de tan humanitaria institución era que no costaba un centavo al erario público, ya que, como hizo notar el virrey Vértiz, las reas financiaban su propia «corrección», en la medida en que

se las emplea en trabajos propios de su sexo y hasta ahora han sido tan fructuosos, que con exceso han sufragado para todos los gastos, y su sustentación y vestuario: ella es obra útil, contiene manifiestamente el desorden, y no graba de modo al Público.