3.
Sexo y confesión
Hemos visto cómo se desarrollaba la sexualidad dentro de los monasterios y los conventos. Veamos ahora cómo eran las relaciones que, en no pocas ocasiones, establecían los religiosos con las mujeres laicas, aprovechando el predicamento que sobre ellas tenían. El sacramento de la confesión constituía, acaso, la mayor herramienta de extorsión en el culposo espíritu de las fieles que asistían a buscar la absolución de sus pecados.
La Enciclopedia Católica define esta perversión como Solicitatio ad turpia o, dicho en castellano, «solicitación». Tal vez lo más grave de este delito resida en el aparente consentimiento de la víctima ya que, en términos estrictos, no puede hablarse de una violación. Y, por otra parte, dada la inmaterialidad del objeto de la extorsión, tampoco queda completamente clara la comisión de un delito. En resumidas cuentas, esta práctica llevada a cabo por algunos clérigos consistía en dar la absolución a cambio de favores sexuales luego de la confesión. Cabe señalar que las más propensas a dejarse caer en este engaño eran las púberes —en ocasiones casi niñas—, las mujeres menos instruidas y, en fin, todas aquellas que no tenían capacidad para comprender que las exigencias del cura eran un pecado superior al que ellas habían ido a confesar. Así, persuadidas de que era aquélla la única alternativa para redimir su alma, se entregaban inocentemente a las lujuriosas solicitudes del confesor.
En la mayor parte de los casos, los religiosos, hábiles para las prácticas oratorias y la persuasión, iniciaban un interrogatorio capcioso conduciendo a la víctima hacia un terreno fértil para sus intenciones. En muchas ocasiones, aun cuando la mujer en cuestión no hubiese acudido a confesar un pecado carnal o de origen sensual, pacientemente, el religioso lograba que ella «descubriera» sus secretos pensamientos lujuriosos. En rigor, la técnica consistía en incitar a estas mujeres inocentes, mediante situaciones hipotéticas, a hablar, a que se explayaran en sus fantasías y, una vez conseguido esto, hacerles sentir la gravedad de sus pecados. Así, entre excitada y amenazada, la víctima se entregaba por completo a las lúbricas peticiones del clérigo, que podían ser de orden meramente masturbatorio, exigir a la mujer que se tocase para contemplarla o, lisa y llanamente, concluir en una relación sexual completa. La mayor parte de los testimonios de la época, sin embargo, apuntaban a las prácticas de orden punitivo durante las cuales el cura castigaba físicamente a la víctima hasta alcanzar éste el momento del éxtasis. Existen alegatos en los que se señala que, aun habiendo accedido la mujer a la solicitación, el religioso no le concedía la absolución para conservar de este modo el dominio sobre ella.
Es oportuno señalar que por entonces la confesión no era tal cual se la conoce hoy. En sus comienzos, a partir del Concilio de Letrán, no existía la barrera física que impone el confesionario. El clérigo permanecía sentado y el penitente, de rodillas ante él, muy cerca de su sexo, debía declarar, en un susurro, todos sus pecados. De manera que el pecador podía asistir a la reacción que su relato suscitaba en la entrepierna del confesor. Era muy frecuente, incluso, que el cura sentara sobre su regazo a la penitente o aun que la llevara a su propio claustro. Si bien estas prácticas estaban desaconsejadas por el Manual de Confesores y Penitentes del padre Martín Azpilcueta, editado en 1556, tampoco estaban expresamente prohibidas. El confesionario es, en verdad, un instrumento muy moderno en comparación con la historia de la Iglesia; data del año 1565, pero fue utilizado por primera vez en Valencia en 1625. Sin embargo, y habida cuenta de que el sacramento de la confesión era la via regia para que los curas encauzaran sus impulsos sexuales, los religiosos de menor rango se resistían con uñas y dientes al uso de semejante artefacto que los separaba de sus hermosas penitentes. No fue sino hasta 1781, mediante insistentes ordenanzas y edictos, que el confesionario se hizo de uso riguroso. Sin embargo, con el tiempo y la costumbre, el sagrado mueble, lejos de convertirse en un obstáculo, se reveló como un escondrijo perfecto para que confesor y penitente pudieran hacer allí su fugaz nido de amor. Una crónica de la época refiere que una tal Gregoria de Durañona fue a confesarse y, con sorpresa, cuando esperaba el veredicto del párroco, vio cómo de pronto se abría la rejilla y asomaba una cabeza calva que, según se entiende, no era precisamente la testa del cura:
se avrió la dicha rejilla, e allí apareciéronse las partes deshonestas del prior e las puso frente a la cara de esta testigo y entendió que ansí vino en polución.
Aunque esto último parezca no más que un desagradable detalle, la eyaculación, de acuerdo con la Ley Canónica, constituía la prueba del delito y, al dejar su nefasta huella en suelo sagrado, tornaba imperioso purificar el recinto.
Es preciso indicar que, tanto en España como en sus colonias, la solicitación no estaba considerada un delito civil, sino que su juzgamiento estaba en manos de los tribunales episcopales y, posteriormente, pasó a competencia de la Inquisición. Por lo general este tipo de conducta solía ser mantenida en secreto y, si por alguna causa, se filtraba a la opinión pública, las penas solían ser más bien simbólicas; con reconocer la culpa, afrontar una multa o cubrir los gastos del juicio era suficiente. Si se comparan estas penas con las que solía imponer la Inquisición, tales como destierro, tortura, cárcel y hasta la pena de muerte en hogueras, se podría afirmar que la solicitación estaba más protegida que condenada por la Iglesia virreinal.
Presentamos aquí un curioso ejemplo de la condescendencia con que la autoridad consideraba el delito de Solicitatio ad turbia. En 1594 Martín del Barco Centenera designó obispo de Asunción a Rodrigo Ortiz de Melgarejo. A poco de asumir el cargo, acaso azuzado por el remordimiento de conciencia, el obispo elevó un escrito al comisario del Santo Oficio en el cual confesaba haberse entregado, en el pasado, al delito de solicitación, aprovechándose de varias mujeres. En la misma carta dice que había intentado presentarse ante el tribunal inquisitorial de Tucumán, pero el gobernador se lo había impedido por «carecer de otro clérigo en aquella ciudad». Por lo visto, tampoco el Santo Oficio otorgó importancia alguna a la confesión de Melgarejo, ya que ni siquiera contestó la misiva. Tiempo después, en ocasión de una visita de fray Ignacio de Loyola a Asunción, el obispo vuelve a la carga y confiesa nuevamente ante su superior su horrendo pecado. Ante la insistencia, Loyola pone en conocimiento del caso a los inquisidores de Lima, quienes se pronunciaron del siguiente modo:
En sus confesiones pareció un hombre demasiado de escrupuloso, y para mandarle parecer por sola su denunciación mil leguas de camino, no habiendo testificación contra él, como no la había ni oviera jamás si él no se denunciara, hubo mucha duda en la consulta.
Finalmente y por súplica del atormentado cura Melgarejo, el tribunal accedió, a regañadientes, a suspenderlo por un tiempo de las funciones de confesar mujeres.