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Juguetes sexuales
Los juguetes sexuales no son una novedad; de hecho, el consolador más antiguo data de unos 28 mil años. Se trata de un falo de unos veinte centímetros de largo por tres de ancho que imita, hasta en los más mínimos detalles, un auténtico pene. Se infiere que no es sólo una escultura, sino un utensilio de uso práctico, por cuanto está hecho en légamo, una arcilla extraída de los pantanos que se caracteriza por su extrema tersura. Pero además de la suavidad propia del material, está pulido de manera tal que fuera apto para ser introducido en los orificios del cuerpo sin causar daño o molestia.
En la antigua Grecia cualquiera podía comprar un olisbo, un miembro genital masculino tallado en madera o piedra y, en algunos casos, recubierto con cuero que imitaba la piel del prepucio. Su uso no se limitaba a las solteras, como se ha creído, sino que era tan requerido por mujeres como por hombres. En épocas del Imperio Romano aparecieron los diletti, consoladores de diferentes formas, tamaños y texturas que se lubricaban con aceite de oliva. Durante las orgías romanas el diletto solía amenizar la velada y auxiliar a las mujeres cuando los hombres caían extenuados a causa de la comida y el vino. Estos adminículos, clandestinos durante la Edad Media, volvieron a ver la luz pública con la llegada del Renacimiento alcanzando la factura artística propia de la época. En el lejano Oriente, en Catay y la remota Cipango, se han encontrado estos juguetes de miles de años de antigüedad, lo mismo que en el antiguo Egipto. En Oriente Medio y la antigua Mesopotamia se hallaron consoladores fabricados con excremento de camello cubierto por resinas sumamente resistentes y suaves al tacto. En la América precolombina también eran usuales estos elementos, tal como hemos visto, durante el esplendor de la cultura Moche. En distintos puntos del territorio que ocupara el Imperio Inca se encontró una infinidad de tallas con formas fálicas: vasijas, estatuillas, vasos o, simplemente, figuras que imitaban un pene real con sus testículos. Estas tallas no tenían una función exclusivamente ritual, como se ha creído, sino que, en muchos casos, tenían un claro propósito práctico. En todos los casos estos adminículos estaban fabricados por mujeres y, a juzgar por sus proporciones, se diría que eran dueñas de una voluptuosa fantasía. Pero además, a este claro componente erótico se le agregaba un elemento lúdico, tal como se desprende del testimonio de varios cronistas e, incluso, en épocas posteriores, de estudios historiográficos. Era frecuente que, cuando recibían la visita de hombres blancos que venían en son de paz, se los agasajara con manjares y chicha. Ahora bien, esta bebida les era servida en unas vasijas en las cuales, para poder beber, era necesario succionar a través de una cánula que imitaba un enorme pene, lo cual provocaba la risa de los anfitriones y el bochorno de los «agasajados». He aquí el testimonio de Arturo Jiménez Borja:
Quiero relatar una experiencia personal sucedida en Chulcanas, Piura. Fui llevado a casa de una famosa chichera y presentado por amigos comunes. Después que el hielo fue roto gracias a repetidos potos de chicha, la comunicación fue fácil y general. Uno de los presentes sugirió a la dueña de casa que ofreciera chicha en un recipiente especial que ella guardaba. La señora se hizo de rogar mucho, al fin accedió y ofreció Chicha, con mucha malicia, en un calabazo que tenía un largo pedúnculo a manera de falo. Incluso se le había grabado unas líneas para señalar el glande y abierto un orificio en el sitio del meato, pues por allí se debía beber. Lo festivo del asunto era que todos los presentes, comenzando por la dueña de casa, debían beber de él. Las carcajadas eran homéricas al libar cada bebedor. El jolgorio era más grande cuanto más respetable era el contertulio: el marido de la dueña de casa, el cura, el alcalde, etcétera.
Esta anécdota pone de manifiesto el hecho de que estos objetos no tenían en absoluto una función ritual, sino que, por el contrario, su uso en tiempos precolombinos era comparable al de los diletti de las orgías romanas, en las que se combinaban el placer de la bebida con el del sexo sin límites.
Veamos si aquí, en estas lejanas pampas, nuestros criollos y criollas tenían juguetes con qué divertirse. Como hemos dicho antes, la pacata sociedad porteña de la Colonia e incluso la de las postrimerías del siglo XIX se ha ocupado con escrúpulo de borrar las huellas de su vida sexual. Sin embargo, tras el disfraz del pudor se escondía la hipocresía; como suele ocurrir, los muy distinguidos miembros de las clases acomodadas condenaban en público aquello mismo que hacían en privado. Pese a los denodados esfuerzos por esconder la «basura» debajo de la alfombra, la historia, finalmente, consigue sacar a la superficie lo que se pretendía ocultar.
Hace poco tiempo, un equipo de arqueólogos bajo la dirección de Daniel Schavelzon hizo un descubrimiento revelador. En pleno centro de Buenos Aires, en el solar de la calle Bolívar 238, se llevaron a cabo excavaciones que devolvieron a la luz varios elementos, cuyo hallazgo seguramente no hubiesen celebrado los dueños de otrora. Los propietarios de la casa que allí se erigía hacia 1860 eran Manuel José Cobo y su esposa Josefa Lavalle. Los cónyuges descendían de familias sumamente distinguidas y sus apellidos denotaban un acendrado abolengo y una sólida posición social y económica. Vivían en la casa los seis hijos del matrimonio: Juan José, Dolores, Ernestina, Manuel José, Rafael y Ernesto. Según consta en los registros, la casa fue demolida alrededor del año 1900 y, en su lugar, fue construido un edificio. Las excavaciones dejaron al descubierto el viejo pozo de la basura y, dentro de él, una jugosa sorpresa. Según consta en el informe de Daniel Schavelzon,
además de lo doméstico habitual —poco y peculiar a su vez— hay objetos que son de tipo militar, otros son de uso intelectual (pinceles de artista, lápices, tinteros, telescopio, nivel óptico, portaobjetos de microscopio entre otros), muchos juguetes y muchísimas maderas de muebles, telas y cueros.
Hasta aquí, nada que pudiera escandalizar a ningún miembro de la aristocracia. Pero entre otros objetos habituales en estas familias, tales como «vidrios de botellas negras, verdes y de ginebra, lozas Pearlware y Whiteware, grès, porcelana, vasos, copas, pipas, frascos e incluso de perfumería», aparecieron elementos que permitieron afirmar que
a la fecha, no hay hallazgos similares en la arqueología argentina, lo que además fue ayudado por el excelente estado de conservación de todo el conjunto.
¿Qué fue lo que se encontró entre los candorosos juguetes infantiles de la muy respetable familia Cobo Lavalle? El primer hallazgo fue el de unas cuantas piezas pequeñas de porcelana con bajorrelieves, a primera vista ininteligibles. Sin embargo, cuando se las examinó a trasluz, se hicieron visibles unas deliciosas ilustraciones pornográficas. En la pieza que estaba más entera aparecía un grabado que mostraba al
hombre abajo y la mujer encima y ella toca una flauta que, en una escena digna de Las mil y una noches, produce la elevación del órgano sexual masculino.
Tal vez este hallazgo no alcanzara para ruborizar las mejillas de alguna señora de la sociedad. Pero eso no era todo, en otro nivel del pozo aparecieron «al menos tres objetos fálicos hechos de madera». Se trata de un descubrimiento sumamente original, ya que no existe registro de otros instrumentos semejantes en aquella época de la Argentina. Y no se trataba de un consolador, sino de tres. Evidentemente, el matrimonio Cobo Lavalle tenía una gran inventiva y nos obliga a imaginar todas las combinaciones que permitía el uso de estos tres artefactos. Pero, además, este múltiple hallazgo nos lleva a conjeturar que los adminículos en cuestión no fuesen tan raros y, tal vez, se hubiesen fabricado aquí. Resulta sumamente interesante comparar la fina factura de las porcelanas con la rústica confección de los consoladores para establecer algunas hipótesis.
De acuerdo con la conclusión de Schavelzon, las piezas de porcelana serían procedentes de Francia y fabricadas entre 1820 y 1850, lo cual se deduce no sólo por el contenido de las ilustraciones, sino por la calidad de los materiales. Las piezas fálicas, en cambio, estaban talladas en madera trabajada a mano y se encontraban en mal estado de conservación y fragmentadas. Luego de reconstruirlas se pudo comprobar que se trataba de tres objetos iguales de unos 17 centímetros de largo por 2,5 de ancho. Acaso se hayan reducido un poco a causa del desgaste producido por el paso del tiempo.
Existe mucha evidencia sobre el uso de consoladores en la Europa de aquel entonces: los grabados de Borel, las crónicas del Marqués de Sade, las de Casanova y Sader-Masoch dan cuenta de estos objetos. De hecho, en el Museo Erótico en París se exhiben estos artefactos que se fabricaban artesanalmente. Por lo general, los consoladores franceses eran de porcelana e imitaban hasta los más mínimos detalles de un pene real; presentaban, además, una novedad: provistos de una tapa posterior de caucho, en su interior podía cargarse agua caliente para que tuviesen una temperatura semejante a la que alcanza un pene erecto. Ahora bien, no existían razones económicas para que el matrimonio Cobo Lavalle se privara de aquellos finos adminículos franceses y tuviesen que usar, en cambio, consoladores de palo. De hecho, las piezas de porcelana con ilustraciones pornográficas eran europeas. Puede conjeturarse que era más discreto ingresar al país las pequeñas porcelanas con ilustraciones pornográficas, sólo visibles a trasluz, que los consoladores, cuyas formas eran indisimulables. Lo más probable es que esos toscos penes de madera hayan sido fabricados aquí. Se abren entonces dos posibilidades: que los hubiera tallado alguien de la familia o que hubiesen sido comprados. Esta última alternativa quizá sea la más plausible, ya que, al ser los tres iguales, puede pensarse en un precario modo de producción en serie.
De modo que es lícito conjeturar que el uso de juguetes sexuales en la vieja Buenos Aires estuviese más extendido de lo que pudiera suponerse.