16

Si antes de instalarse en Greenville alguien le hubiera advertido que los designios del destino la llevarían hasta la actual situación, con toda probabilidad Ayleen se hubiera alejado sin dudarlo. Era difícil de creer que una mujer tan anodina como ella hubiera acaparado la atención de cuatro hombres a la vez. ¿Qué tendría de especial? Reconocía que era bonita y su refinamiento y educación eran propios de una dama, pero distaba mucho de acercarse a la perfección, en cualquier sentido. Y su fortuna podía despertar interés en un hombre con una situación financiera comprometida. Sin embargo, todos parecían gozar de una buena posición. No era por dinero.

De ahí su turbación.

Dentro de unos días tendría lugar un festivo picnic celebrado entre sus conocidos. Con toda seguridad, el Comodoro y el señor Been querrían monopolizarla y no estaba dispuesta a ello. Había decidido que aprovecharía tanta concurrencia para darles un alto y hacerles saber que no se había planteado casarse con ellos, ni ahora ni nunca. Debía de ser rotunda y decidida, de otro modo el mensaje no les llegaría con claridad, pues esos hombres podían llegar a ser muy obtusos.

La situación con el señor Plumbert era distinta. Él era agradable, complaciente y cuando se olvidaba de su timidez resultaba ser un gran orador. Junto a él se sentía relativamente a gusto, aunque sin excesos. Jason no veía con buenos ojos que aceptara pasear con él de tanto en tanto. Decía que le daba falsas esperanzas.

Ayleen se mordió el labio. Tenía razón. Además, le estaba valiendo el desprecio de Juliet Been.

Había tardado bastante en darse cuenta del cambio que se produjo en la mujer y que solo parecía afectar a Ayleen. Cuando estaban con otras personas se mostraba más cauta, amistosa y la obsequiaba con sonrisas artificiosas. En cambio, cuando coincidían ellas dos, aunque fuera brevemente, su carácter se tornaba arisco, casi combativo. La amabilidad desaparecía por arte de magia. Jason le sugirió que tal vez estuviera celosa ante la perspectiva de tener que compartir las atenciones de su hermano con otra mujer. Al fin y al cabo llevaban muchos años conviviendo el uno con el otro y no tenían a nadie más.

Ayleen no estaba de acuerdo con aquella teoría. El señor Been trataba muy mal a Juliet. Si frente a todos la despreciaba y humillaba de un modo tan evidente, no quería imaginar cómo sería en privado. Era imposible querer tener a su hermano solo para sí, a no ser que estuvieran ante una relación malsana. Ella, en su lugar, trataría de escapar de sus garras.

Por eso se propuso averiguar el origen de la animadversión.

Unas semanas atrás, el señor Been, en un alarde de hospitalidad, organizó una merienda en su casa. Tanta generosidad y magnificencia servía para contrarrestar unas palabras del comodoro Clarewood, pero lo importante fue que Ayleen aprovechó para observar con disimulo los pasos de Juliet y analizó su conducta hasta dar con la clave. La joven había levantado una mano para tomar una galleta de calabaza y pasas del plato de porcelana que tenía más cerca cuando su mano chocó con la de Horatio Plumbert, que pretendía hacer lo mismo. La vio pestañear con cierta coquetería y su rostro adquirió un tono rojizo, sin embargo, el hombre no captó el sutil gesto. Murmuró una disculpa y prosiguió con la conversación que tenía entre manos. Había sido un gesto efímero, apenas perceptible, pero fue suficiente para que se diera cuenta de que Juliet Been amaba en secreto al señor Plumbert.

El descubrimiento la dejó un tanto contrariada. ¿Lo había interpretado bien o se trataba más bien de un juicio apresurado? ¿Estaría concibiendo esperanzas? De pronto todo cobró sentido y se dio cuenta de que el cambiante comportamiento de la joven tenía que ver con ello, pues estaba celosa de las atenciones que el señor Plumbert prodigaba a Ayleen.

¿Estaría él al tanto?, se preguntó entonces. Lo dudaba. No parecía un hombre tan despierto y sagaz, capaz de captar las astucias femeninas. Tuvo que reconocer que ni tan siquiera parecía compartir sentimientos parecidos. No había escuchado ningún tipo de cotilleo que los relacionara y él no demostraba inclinarse por ella. Aun así, las apariencias eran las apariencias y se sentiría terriblemente mal si por su culpa había contribuido a distanciar a la pareja. Si había alguna opción de que terminaran juntos tenía que asegurarse. Justo ese era el momento adecuado.

Aquella cálida mañana de agosto Ayleen había salido a pasear con el botánico. Lo prefería a estar encerrada en el salón, y estaba resultando ser bastante agradable. En realidad, le gustaría que ambos fueran amigos. Con uno al menos le bastaría, porque le resultaba imposible confraternizar con la señora Smith y sus hijas. Era evidente que la consideraban una rival y ahora sabía que Juliet también. A lady Strimble solo la toleraba en las reuniones de las damas del té, la señora Haggens era un tanto estridente y no le gustaban los paseos y Johana… era admirable, pero un hombre se interponía entre ellas.

Ayleen ladeó la sombrilla que la protegía del sol y miró a su acompañante de soslayo. Su frente ancha y despejada carecía de atractivo. Sin embargo era afable y bueno. No se detectaba en él ningún signo de maldad y para ella era atributo suficiente.

—Señor Plumbert, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto —dijo este alisándole el chaleco y mostrándose solícito.

—¿Qué piensa de la señorita Juliet Been?

—Válgame Dios. —El hombre abrió la boca y la cerró. Ayleen temió haber sido demasiado directa—. ¿Qué opino sobre ella? —arrugó la frente—. ¿Por qué lo pregunta?

—Verá… —murmuró dubitativa—. Ella y yo hemos estado pasando tiempo juntas y me gustaría saber qué opinión tiene de ella.

Horatio carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Le preocupa que no sea digna de su confianza?

No era precisamente lo que quería decir, pero si con ello conseguía que el señor Plumbert le contestase con sinceridad, le servía.

—Podría ser.

—Ah, ya. Hace bien. Uno no puede estar seguro de con qué clase de persona está tratando, pero yo no diría que su corazón sea traicionero. Tampoco es que lo sepa a ciencia cierta, apenas he tratado con ella. No obstante, es hermana del señor Been, en verdad un hombre antipático y, a mi parecer, mezquino y ruin.

—No creí que le tuviera en tan mal concepto.

Nunca lo había escuchado hablar mal de nadie y aunque ella opinaba del mismo modo era extraño escucharlo de sus labios.

—Trato de no juzgar ni de meterme en asuntos ajenos, pero algunas cosas son obvias —argumentó—. La señorita Been es de la misma sangre, al fin y al cabo. No estaría de más que tomara precauciones —le aconsejó al final.

Ayleen meditó un instante sobre lo que había dicho él de la familia Been. No se atrevía a preguntarle qué opinaba de la belleza de Juliet, puesto que había puesto dudas sobre su carácter. Ella no la creía tan mala como su hermano mayor, pero Horatio tenía razón, no era bueno confiarse. Por suerte, no había llegado a abrirle su corazón ni a revelarle ningún secreto indecoroso. La joven solo sabía de su vida lo mismo que sus demás amistades.

Se prometió que trataría a Juliet con un poco más de comprensión y paciencia que hasta ahora. Aunque iba a ser incómodo podía entender que se sintiera mal. A ojos del señor Plumbert era casi invisible y de un modo u otro tal circunstancia debía entristecerla.

—Gracias por sus palabras. Me ha sido de gran ayuda —dijo con toda la amabilidad que pudo.

Por lo menos había despejado todas sus dudas en cuanto a los sentimientos de su acompañante por Juliet Been.

Entonces se dio cuenta de que había conseguido sonrojarlo.

—¿De-de-ver-dad? —tartamudeó y ella asintió vigorosamente—. Es un honor que confíe tanto en mí.

Aunque el rubor todavía persistía en su rostro, Horatio se mostró un poco más seguro de sí mismo, incluso complacido. Después detuvo el paso y quedó mirando largamente al horizonte, con las manos enlazadas en la espalda, sin pronunciar palabra. Ayleen lo miró con fijeza, mas él no pareció darse cuenta. Estaba ausente, como hipnotizado. Se volteó y miró a Margueritte, que los seguía a cierta distancia para no dar de qué hablar a las malas lenguas. Encogió los hombros sin saber qué hacer. La criada, con un gesto, le dio ánimos.

—Señor Plumbert, ¿se encuentra bien?

Este reaccionó con lentitud y movimientos lánguidos. Esbozó una cálida sonrisa y centró toda su atención en ella.

—Últimamente he estado pensando mucho en mi vida —murmuró con cierta vacilación, obligándola a aguzar el oído. De repente, el botánico volvía a ser tan tímido como al principio, como cuando lo conoció, y aunque miraba un punto indefinido de su rostro, sus ojos no se encontraron. Sintió cierta pena por él, porque se trataba de un hombre bueno y en cierta medida le tenía aprecio—. Tengo treinta y ocho años —continuó él, consiguiendo que todos los sentidos de Ayleen se pusieran alerta. De repente tenía una sensación extraña— vivo con comodidad y satisfecho con mis estudios de botánica. No obstante, todavía no he encontrado una mujer que me inspire la confianza suficiente como para incitarme a formar una familia. Hasta ahora —recalcó.

—¿Qué quiere decir? —preguntó para ganar tiempo mientras su mente se afanaba en buscar una escapatoria que fuera digna para ambos.

No esperaba que Horatio reuniera el valor necesario para expresar los sentimientos que estaba a punto de confesarle. Por lo menos, no tan pronto y con unos rivales tan formidables como el Comodoro y el señor Been. Por supuesto que Ayleen sabía a dónde él quería ir a parar. Por eso quería impedirlo.

—Señorita Blake, déjeme expresarme con más claridad. Creo que usted y yo deberíamos casarnos.

—¿Casarnos? —repitió como una tonta.

La propuesta la dejó estupefacta aun sabiendo que estaba a punto de escucharla. Tanto, que la sombrilla estuvo a un paso de resbalar de su mano. Entonces la asió con fuerza deseando haber escuchado mal, pero su rostro debió contraerse tanto por la sorpresa que el señor Plumbert se afanó en añadir:

—Sé que no puedo compararme a la gallardía del comodoro Clarewood ni acercarme a la fortuna del señor Been. Solo soy un hombre sencillo al que le gusta la vida de campo. —Se quitó el sombrero y empezó a juguetear con él, con nerviosismo—. Señorita Blake, la he juzgado como una mujer llana, nada artificiosa, lejos de ambiciones que incluyan fama o reconocimiento. Es más, me atrevería a decir que desea justo lo contrario. Me he dado cuenta que la notoriedad la incomoda. ¿No es así?

Horatio giró levemente el cuerpo y se atrevió a mirarla a los ojos, esperando su respuesta.

Ella no tuvo más remedio que responder.

—Sí.

—Lo único que le pido es que me dé una oportunidad. Que piense bien en mi proposición, en cuáles serían las ventajas —habló tenso. Para él debía ser muy difícil expresarse en tales términos—. Yo no la amo, al igual que usted no lo hace conmigo, pero con el tiempo…. Ambos tenemos caracteres similares: somos humildes, preferimos evitar los conflictos y sentimos placer en la lectura. Tener alguien a nuestro lado, haciéndonos permanente compañía, nos haría bien.

Ayleen arrugó los labios.

—Su propuesta tiene sentido, señor Plumbert —debía reconocerlo—. Sin embargo….

—¿No desea la seguridad de un esposo? ¿Hijos?

—Sí, por supuesto —se afanó en añadir.

—¿Piensa que desmerezco como hombre en comparación con el comodoro Clarewood y el señor Been?

—¡No! —exclamó. No iba a dejar que pensara que su negativa tenía que ver con su hombría. ¿Pero cómo decirle que su corazón ya tenía dueño? Por mucho tiempo que pasara y por mucho empeño que le pusiera, jamás podría amarlo como se merecía—. Usted tiene mucha más talla que ellos, incluso que los dos juntos. Es bueno, amable y comprensivo. Cualquier mujer se sentiría afortunada por semejante propuesta. Pero yo…

Vaciló. Sus fuerzas se achicaron. No quería ser cruel con él ni desagradable. No obstante, no podía aceptar.

—Entiendo que sea una decisión importante —señaló con cierto toque de melancolía—. ¿Por qué no lo piensa con calma? Tómese unos días.

Ayleen asintió, aliviada. Agradeció que le diera un respiro, pero todavía tenía una negativa que darle y eso la ponía en un compromiso. Por eso, durante los tres siguientes días no pensó en otra cosa que no fuera en su propuesta y contra todo pronóstico, se tornó un asunto vital que debía analizar. Evitó y disimuló todo lo que pudo para no contárselo a Jason. Sabía que se enfadaría mucho si se enteraba de lo sucedido, por lo que resolvió que la ignorancia sería el mejor remedio para su carácter. Debía reconocer que los celos estaban haciendo mella en él. No poder gritar a plena voz el amor que ambos se profesaban lo mataba y Ayleen no quería darle un motivo para explotar. Tenía miedo de que un día no pudiera controlar su temperamento y terminara dando un puñetazo a cualquiera de sus pretendientes poniéndose en evidencia frente a todos.

Si eso sucedía sería una catástrofe y ya no podrían volver a estar juntos.

Por eso era mejor no tenerlo al tanto de la propuesta del señor Plumbert. Ni tan siquiera había revelado el contenido de la conversación a Adele o Margueritte, y eso que la joven criada insistió. Después del paseo se había dado cuenta de la tensión de su rostro.

Casarse. Un sueño lejano e inalcanzable. Jason Morton no era suyo y nunca jamás lo sería.

¿Qué le quedaba entonces?, se dijo. ¿Una vida extraña y agridulce, condenada a ser la amante? No era lo que deseaba para sí misma, pero al mismo tiempo no podía romper el lazo que les unía ni dejarle ir. Le amaba demasiado. Tampoco podía fugarse con él; no era una opción realista. Ashton Morton era un hombre de poder y no estarían seguros en ninguna parte del país, ni siquiera en el extranjero. Estaba convencida de que si lo hacían, el duque los perseguiría allá donde fueran y obligaría a Jason a volver con su esposa.

Mientras tanto, a Ayleen solo le quedaría recoger los pedazos de su corazón roto.

Esa noche y las demás que siguieron, en la intimidad de su alcoba, Ayleen lloró con desconsuelo. Sus expectativas eran muy pobres y sus ánimos estaban por los suelos. Sin embargo, no supo en qué momento exacto fue, en algún punto de esos tres días comenzó a aceptar la idea y se dio cuenta de que debía luchar contra el infortunio. Casarse con el señor Plumbert no era la peor solución, más bien todo lo contrario.

Él tenía razón. Ese matrimonio le daría unas ventajas de las que ahora carecía y tener hijos propios sería su mayor consuelo. Se volcaría en ellos y los amaría con todo su ser. ¿Pero sería posible una nueva vida junto a Horatio Plumbert? ¿Soportaría acostarse con él? Ese hombre no era su amado y sus besos y sus abrazos serían forzados, sin una pizca de amor. Con Jason había sucumbido mientras aprendía a ser una mujer y a amar como tal. Se entregó de lleno a él con tanta intensidad y tal grado de compromiso que nunca más sería posible tener lo mismo con cualquier otro.

Una vocecilla en su interior le dijo que debía darse una oportunidad para ser feliz y hacer caso omiso a lo que dictaba su corazón. Con el tiempo se olvidaría del amor que se profesaban y tal vez aprendiera a querer al botánico. O por lo menos a tenerle cariño.

No fue una decisión sencilla o para tomar a la ligera; su vida y la de las demás estaban en juego. Pero cuando supo lo que iba a hacer se convenció de que su posición sería inamovible. Por todo ello buscó a Horatio y, con un intenso dolor en el pecho por tener que renunciar a lo que más quería, aceptó su propuesta.

Le impuso dos condiciones que no pensaba discutir. La primera consistía en no divulgar la noticia de buenas a primeras. Le pedía un tiempo, un tiempo prudencial. Todavía no sabía cómo iba a confesarle su decisión a Jason y temblaba solo de imaginar su respuesta.

Era algo que debía planear con calma.

Mudarse a otro lugar tan pronto estuvieran casados era la segunda de las condiciones. No importaba a dónde, pero que fuera bien lejos. Para Ayleen sería imposible seguir viviendo en Greenville y volcarse en su matrimonio con Jason cerca. Sabía las dificultades que conllevaba el traslado. El invernadero y las plantas de Horatio serían todo un reto, pero ella no pensaba echarse atrás. Tenía motivos de peso, no se trataba de un vulgar capricho. O la aceptaba con todas las condiciones que había impuesto o no se casarían.

Horatio asintió y reflexionó en silencio durante unos segundos. Era un hombre cabal, pero en ningún momento le preguntó los motivos que le empujaban a pedírselo. No sabía si se debía a que confiaba en ella o, por el contrario, prefería seguir sumido en la ignorancia.

—¿Entonces estamos prometidos?

Era una pregunta sencilla y fácil de responder. Ella misma lo había buscado. ¿Entonces por qué sentía un nudo en el estómago?

—Sí. —Su voz apenas sonó audible y pensó que en un futuro no muy lejano debía empezar a manejar mejor ese tipo de situaciones, dejando de lado la angustia, los nervios y la timidez. Santo Cielo, iban a convertirse en marido y mujer. Debían buscar un punto en el que ambos se sintieran cómodos.

—Bien. —Horatio se levantó del sofá sin saber cómo debía actuar en las actuales circunstancias. Dio dos pasos hacia ella y pareció arrepentirse de lo que iba a hacer, porque volvió a sentarse en el mismo lugar que había estado. Después frotó las palmas de sus manos sobre las rodillas—. Esperaremos a que usted se sienta preparada para anunciar el compromiso. ¿Le parece bien? Luego fijaremos una fecha para la boda.

—Sí, gracias.

Eso fue todo. Horatio no trató de besarla; ni tan siquiera tomó su mano. No es que fuera un hombre frío, sino más bien cauto y prudente. Con el acuerdo sellado se daba por satisfecho. Sin embargo, tanta comprensión por su parte le hacía sentir terribles remordimientos. No quería engañarlo, aunque una total sinceridad quedaba descartada. ¿Debería confesarle que estaba enamorada de otro hombre, aun sin llegar a revelar su nombre? Sería lo justo, pero no se atrevía. Su futuro esposo llegaría al matrimonio creyéndola una mujer honesta, pero era mejor así, se dijo. Ayleen procuraría con todas sus fuerzas ser una buena esposa, pero ello no contribuyó a su paz mental, que debía dar con una solución definitiva respecto a la persona que más quería.

***

El día del picnic llegó demasiado pronto para su gusto y no se sentía con ánimos para disimular su tristeza ante todos. La tarde anterior estuvo a punto de confesárselo todo a Jason, puesto que desde el día en que Horatio habló de matrimonio y tras su resolución, le costaba encontrar la serenidad suficiente para dormir por las noches. Tanta desazón era debida a la culpa que la carcomía y ya no podía más. Estaba engañando a todo el mundo y así no era como había imaginado su vida. Pero entonces, Jason le habló del regreso de su hermana Claudia a Inglaterra y lo vio tan feliz que no fue capaz.

Estaba atrapada entre el amor, el deber y la lealtad y poco a poco empezaba a asfixiarse. Esperaba que por lo menos su futuro matrimonio le diera la paz que tanto necesitaba.

Ayleen alzó el rostro hacia el cielo, dejando que los rayos del sol acariciasen sus mejillas y le dieran placer. La ligera brisa de la tarde agitaba su cabello, pero al menos disminuía el sofocante calor veraniego. El ligero vestido de algodón en tonos rosados y verdes, con poco volumen, era adecuado para aquel picnic. Práctico y bonito a la vez. La señora Laurens, ya recuperada del parto, la tomó del brazo y sonrió. Habían tenido poco trato en los últimos meses debido a su embarazo, cuando su voluminosa barriga y sus pies hinchados entorpecían sus pasos. Por eso había prescindido de participar en las numerosas actividades organizadas por las damas del té. Era la primera vez, después de dar a luz, que ella y su esposo se tomaban un respiro de ese tipo.

Ese día ambas habían hecho buenas migas y Ayleen agradecía estar en su compañía. Había tratado de ignorar, en la medida de lo posible, a Jason, al señor Been, a Rupert Clarewood y a Johana, pero por distintas razones. En cambio, la señorita Been la ignoraba a ella y centraba toda su atención en Horatio. Al parecer había estado estudiando un poco de botánica y trataba de impresionar a su acompañante con sus recién adquiridos conocimientos, así que no dejaba de cotorrear.

Juliet no era bonita. Tenía el rostro y la nariz más afinados que la señora Laurens, pero lo peor de todo era el ostentoso sombrero que lucía. Estaba cargado de plumas que le daban mucho volumen, poco conveniente para la ocasión. De tanto en tanto debía esquivar las ramas de los árboles para no quedarse enganchada en ellas.

Por lo que había observado en el pasado solía ser una joven sobria y comedida. Ese tipo de coquetería femenina era un gasto superfluo para su hermano, pero se le había ido la mano en su esfuerzo por atrapar al señor Plumbert.

—Veo que usted también adora el verano —comentó la señora Laurens. Sus ojos brillaban de alegría, pero sabía que en el fondo se sentía un tanto culpable por haber dejado a su pequeño hijito con su madre—. Charles prefiere el otoño. Por la caza, por supuesto —añadió.

—¿Es buen cazador?

No pudo evitar echar un rápido vistazo hacia atrás, donde Charles Laurens conversaba con Jason, así como tampoco puedo evitar darse cuenta de la miraba furtiva que le lanzaba este último.

—Ojalá lo fuera menos —bromeó—. ¿Sabe cuántas aves es capaz de traer en una salida? ¡Demasiadas!

—¿Alguna dama estaba hablando de mí?

La abrupta interrupción consiguió desconcertarla brevemente. Ayleen levantó el rostro y se encontró al comodoro Clarewood revoloteando a su alrededor. La tomó del brazo, acercándola a él y distanciándola de la señora Laurens, que finalmente la soltó.

Ayleen no pudo disimular su irritación. Se estaba sobrepasando. Durante los últimos meses había soportado sus acometidas con entereza en nombre de la buena educación, pero no volvería a permitírselo.

—¿Por qué cree que haríamos tal cosa? —le preguntó con los ojos entrecerrados y guardándose para ella una respuesta mordaz. Entonces notó cómo la mirada del Comodoro se detenía en la curva de su cuello y después se humedecía los labios en una evidente muestra de deseo. O así se lo pareció a ella.

Que no fuera capaz de esconder tales sentimientos y los mostrara tan abiertamente hablaba muy mal de él. Por naturaleza, un caballero siempre era refinado y discreto, adjetivos que nada tenían que ver con el Comodoro.

—¿Acaso no es evidente? Mi amor… —dijo con una familiaridad que le desagradaba, pero que al parecer le gustaba atribuirse. A saber qué estaría pensando la señora Laurens de ellos. Era muy embarazoso—. Ahora —continuó él—, queremos estar solos. Señora…. ¡Que pase un buen día!

Clarewood tiró de ella por segunda vez y la hizo avanzar, alejándola del sitio y de la señora Laurens, que se había quedado desconcertada.

—Comodoro… —balbuceó en un fallido intento de resistirse. No entendía que hubiera osado tomarse semejantes atribuciones. ¡Cómo se atrevía!—. Eso ha sido muy grosero.

Él la obsequió con una sonrisa radiante, como si en verdad no hubiera hecho nada malo. Ayleen deseó poder borrársela de una bofetada. No estaba tan desesperada por encontrar marido como para aceptar sus atenciones. Se dio cuenta de que había tardado demasiado en ponerle un alto y ahora pagaba las consecuencias. Se alegraba de haber escogido a Horatio Plumbert entre todos. Era la opción más segura y reconfortante.

—No me agrada que traten de monopolizarla —adujo él como excusa—. Es demasiado bondadosa y se aprovechan de usted.

—No diga esas cosas. Solo estaba teniendo una agradable charla con la señora Laurens —le recriminó con cierto exasperación—. No tenía ningún derecho a dejarla plantada y llevarme a rastras.

—¿Por qué? Pensaba que le hacía un favor. Sea sincera, ¿acaso no prefiere mi compañía?

—¡No! —exclamó alterada, sin poder contenerse. Detuvo el paso.

Al parecer levantó demasiado la voz, porque todos comenzaron a mirarlos con una mezcla de curiosidad y deleite. Los ojos de la señora Haggens reflejaban picardía. No obstante, su grito captó un interés especial en Jason. Desde la distancia pudo ver cómo sus hombros se tensaban y una mueca se dibujaba en su rostro. Los observaba con la cautela de un felino. Sabía que si se lo pedía, correría en su auxilio.

Avergonzada, compuso una sonrisa falsa, bajó la voz y lo instó a continuar. Quería gritar de pura frustración. ¿Por qué no entendía? En ese momento no le encontraba ningún tipo de encanto. Era un hombre muy egocéntrico y ni su atractivo rostro ni su fama al servicio de la Corona resultaban halagadores. El Comodoro era pura fachada, deslumbrante al principio, vacío después. No deseaba ser grosera ni irrespetuosa, pero no le estaba dejando otra salida. No tenía ánimos para continuar soportándolo.

—Esto ha llegado demasiado lejos —murmuró más bien para ella misma que para él. Luego se recompuso y adquirió un tono mucho más firme y decidido—. Voy a ser bien clara, Comodoro. Piensa usted que somos la pareja ideal. Pues bien, le diré que no lo creo y que entre nosotros nunca sucederá nada, salvo una amistad. No me interesa en sentido romántico —hizo hincapié en aquello para que no quedara ninguna duda

Se dio cuenta de que él no supo muy bien cómo tomarse sus palabras. Por un momento titubeó. Era bien sabido que no estaba acostumbrado a aquel tipo de rechazo, pero Ayleen no podía permitirse el lujo de suavizar sus palabras. Era de vital importancia deshacerse de Rupert Clarewood para siempre. Le había ofrecido su amistad como muestra de cortesía, mas sabía que era un hombre orgulloso y que con total probabilidad no la tomaría.

—¿Bromea o es su forma de conseguir captar la atención de un hombre?

—Por supuesto que no —bramó, dejando traslucir su furia—. No soy tan frívola, ni me gusta que lo insinúe.

—¿Está diciendo que no me ama?

Que fuera tan obtuso venía a confirmar lo poco que tenían en común.

—Eso mismo. Ni una pizca.

Si no hubiera estado tan concentrada en su labor de romper sus esperanzas para con ella, su expresión de estupor le hubiera resultado cómica.

—¿Se ha vuelto loca? Ninguna mujer me ha rechazado nunca.

—Pues cuénteme a mí como la primera.

Clarewood movió la cabeza tratando de aclarar las ideas. Luego esbozó una sonrisa, para terminar transformándola en una sonora carcajada.

No había manera de que la tomara en serio.

—Siempre ha destacado por encima de las demás damas. Siempre —repitió—. ¡Le dije que su sentido del humor me fascinaba!

—Esto no es una competición, Comodoro —replicó categóricamente—. Me importan bien poco las demás porque no hay un usted y yo. Entiéndalo de una vez.

Desearía no estar hablando contra una pared y que de una vez por todas diera un paso hacia atrás.

—¿De verdad cree que va a encontrar un partido mejor? —Su rostro se tornó más frío y formal que de costumbre, como si le estuvieran insultado. Supuso que era inevitable que se lo tomara así.

—Puede que no, pero es mi decisión. Y le aseguro que es irrevocable.

¿Cuántas veces tendría que repetírselo? Su paciencia no era infinita.

—¿Es su última palabra?

—Lo es.

—¿Me deja por el señor Been? —preguntó, tocado por la vanidad masculina.

—¡Por supuesto que no! —Ambos le desagradaban por igual, pero no se lo dijo.

Para alivio de Ayleen, no tuvo que volver a insistir. Al parecer se había dado por enterado y el comodoro Rupert Clarewood, con el rostro circunspecto, la abandonó sin una mísera despedida. Se sentía airado. Sabía que había tocado su orgullo, y en un hombre que tenía mucho, aquel daño infligido era el mismo que si lo hubiera herido con una daga.

Pero Ayleen no se quedó sola por mucho tiempo. El señor Been ocupó el sitio dejado por el Comodoro casi de inmediato.

Había estado atento a la pareja desde el principio. Rezagado de los demás y con los brazos enlazados en la espalda caminaba prefiriendo su propia compañía mientras observaba todo y a todos con cierto aire de superioridad. Con la ausencia del duque de Redwolf se había tomado muy en serio ocupar el papel de regia autoridad. Solo cuando vio que Ayleen se había zafado del tonto de Clarewood se aventuró a tomar ventaja y se posicionó como escolta de la joven. Aunque no la necesitara.

Perfecto, pensó ella cuando lo tuvo a su lado. Para cuando tomaran la merienda ya se habría deshecho de los dos. No habría podido salir mejor ni siquiera planeándolo. Aunque el señor Been era un hueso mucho más difícil de roer y en su compañía se sentía sumamente inquieta. Era el más desagradable de todos y le faltaba la virtud de saber callarse a tiempo.

—Señorita Blake, no he podido dejar de observar el comportamiento de Clarewood. ¿La ha molestado? —preguntó con una estudiada complacencia.

Ayleen se sobresaltó. No esperaba que el hombre fuera tan agudo y perspicaz, pero no iba a darle el placer de la victoria. A lo mejor el Comodoro se había extralimitado. No obstante, no iba a hacerle quedar mal delante de su contrincante.

—En absoluto —dijo con aire descuidado, para no darle ninguna satisfacción—. A veces podemos tener puntos de vista distintos. Solo eso.

—Entiendo. La mediocridad en un caballero es repugnante.

Ayleen arrugó la frente, sin comprender por entero el significado de sus palabras. Solo sabía que había tratado de menospreciar al Comodoro. Por eso había obviado citar el rango de la Royal Navy. La superioridad con la que trataba a los demás no tenía límites. Se dijo que ella merecía a alguien mejor y, si no lo hubiera encontrado, a todas leguas preferiría la soledad antes que arder en el infierno que supondría su compañía.

—Sin lugar a dudas hay cosas peores en el carácter de un caballero y he sido testigo de cada una de ella: la soberbia, el desdén, la insolencia, la envidia, las injurias y la intolerancia —enumeró—. No sé cuál de ellas prefiero menos, pero le aseguro que la mediocridad me preocupa poco.

—Debe aprender a mostrarse más dura y crítica con los demás —le recomendó—. En esta sociedad, las personas huelen las debilidades y se aprovechan de ellas. Hay que dejar claro que uno está por encima y trabar amistad con los de su misma clase, como vengo haciendo. No me verá relacionándome con sirvientes o tenderos.

Ayleen apretó los dientes al oír tanto menosprecio. ¿Qué mal había en tender ese tipo de relaciones? Ayleen se sentía orgullosa de la unión que había entre Adele, Margueritte y ella. Habían sido un gran apoyo desde su llegada a Greenville. Además, aunque sabía que el señor Been no venía desde muy abajo, tampoco había nacido en una cuna de oro. Su padre había sido un abogado rural y tuvo que valerse de ahorros y préstamos para hacer estudiar a su hijo.

Cierto era que el señor Been había puesto todo su empeño en progresar y lo había conseguido. No obstante, su insufrible carácter desmerecía el esfuerzo. Ayleen llegó a preguntarse a cuántas personas había aplastado en el camino para lograr alcanzar sus desmesuradas ambiciones.

—¿No cree que eso sea cruel? No todos nacemos con las mismas posibilidades y si se puede ayudar a los más necesitados…

Él esbozó una sonrisa fría y despectiva.

—Es la ley de la vida. Solo el más fuerte sobrevive. Si usted me deja, yo le enseñaré el camino correcto.

Ayleen no tenía muy claro lo que el hombre pensaba de ella ni por qué la cortejaba. Ambos eran tan distintos como el día y la noche. La trataba con total condescendencia y la hacía parecer una bobalicona idealista.

—Oh, no, me parece a mí que no —le espetó con sequedad—. No soy un árbol torcido.

Ayleen poseía firmes convicciones y buen juicio. No deseaba transformarse en una mísera mujer víctima de la avaricia y el desdén. ¿Creería él que era fácil de manipular o dirigir, así como con Juliet?

—¿Por qué parece tan ofendida cuando mis intenciones son tan desinteresadas?

—¿Lo son? —preguntó con un deje de ironía. No creía que el señor Been supiera serlo ni aun proponiéndoselo.

—Lo que está queriendo insinuar y su modo de expresarse, me decepcionan —admitió en tono de amonestación. Y Ayleen sintió una ligera punzada de culpabilidad—. Pensé que era una mujer distinta a la que ahora estoy conociendo y aunque agradezco darme cuenta a tiempo, siento cierta tristeza porque nuestras almas no son afines.

—Creo que tiene razón, aunque no debe existir amargura entre nosotros. Al fin y al cabo somos vecinos.

Ayleen lo dijo en modo conciliador, aunque tenía claro que al romper las esperanzas del señor Been se exponía a la exclusión: él pasaría a encontrarla insignificante y a ignorarla, como hacía con la mayoría de las mujeres. Por suerte, cuando se casara con el señor Plumbert se marcharía bien lejos de él y de todos. A ciertas personas las echaría de menos, pero a otras no.

—Entonces, eso es todo.

—Eso es todo —repitió, encontrándose por fin a salvo.

Tras tantos inconvenientes, la tarde avanzó a un ritmo sosegado. Era liberador no tener a los tres caballeros persiguiéndola todo el tiempo. Ayleen se sentía mucho más ligera y no esperaba más sobresaltos. Jason se marcharía a Londres a la mañana siguiente con Johana. Y aunque le echaría de menos, se prometió que cuando su amado regresara a Greenville le confesaría todo y luego anunciaría su compromiso con Horatio. A lo sumo tardaría dos semanas, pero con la vuelta de Claudia era difícil estar segura. Tendrían tantas cosas de las que hablar… y seguro estaría cambiada. Había estado lejos durante muchos meses.

Una parte de ella tenía ganas y curiosidad por conocerla. A pesar de su juventud, puesto que no sería presentada en sociedad hasta la temporada siguiente, todo el mundo parecía coincidir en que era una muchacha muy madura y resuelta. Hablaban mucho y bien de ella. Y Jason le había asegurado que ambas harían buenas migas.

Durante la merienda, Ayleen permitió que Horatio la acompañara y le reveló en confidencia que el señor Been y el Comodoro no serían más una molestia, respondiendo el botánico con gran satisfacción.

Era un alivio tanto para él como para ella.

Más tarde le ofreció un vaso de limonada y Ayleen se lo agradeció con una sonrisa discreta. Fue un gesto que pasó desapercibido para todos los presentes, menos para alguien con dotes de observación y olfato para los chismes.

Sentada sobre un cómodo y enorme cojín color púrpura, la señora Haggens notó que el Comodoro volcaba su atención en Jazmin Smith, para deleite de su madre. Venía haciéndolo desde hacía más de una hora y era difícil encontrarle el sentido. Las dos únicas cosas en común en aquella pareja eran que ambos eran rubios e ingleses. Un hombre tan poético y apasionado como Rupert Clarewood no tenía nada que ver con aquella niña hueca. El señor Been, en cambio, se mostraba más serio y retraído de lo habitual y no parecía apreciar la compañía femenina.

Sintió curiosidad. Miró y pensó un poco en ello mientras daba un mordisquito al sabroso bizcocho de fresas. Aquel comportamiento no era normal. ¿Por qué esos tres pretendientes enamorados no estaban peleándose por la atención de Ayleen como hacían siempre? ¿Qué había cambiado? Ella se había esforzado mucho por buscarle a la joven tres pretendientes la mar de adecuados. ¿Y ellos habían dejado de mostrar interés?

Pensó que todos eran unos zoquetes desagradecidos.

El único que parecía poner un poco de empeño era el señor Plumbert. ¿Quién iba a decirlo? Siempre escondido tras tanta timidez había dado un paso adelante. Se mostraba mucho más seguro y confiado ocupando un lugar junto a Ayleen, como si le correspondiera, como si contara con un tácito consentimiento.

Arrugó la nariz. ¿Podría ser lo que se estaba imaginando? ¿Se habría librado una batalla del que había resultado vencedor? ¿El señor Plumbert?

Dejando el bizcocho restante en su plato de porcelana, quiso poner a prueba su presentimiento.

—Ayleen, querida. Señor Plumbert —Henrietta llamó a la pareja con una voz aterciopelada para captar su atención. Solo fue cuestión de suerte que los demás mostraran curiosidad—. Parecen muy bien avenidos. ¿Harán algún anuncio pronto? —trató de sonsacarles.

Su tono se había vuelto jocoso, pero por la reacción de aquel par se dio cuenta que había dado justo en el blanco. No puso sentirse más orgullosa tras haber confirmado sus sospechas. Además, podía atribuirse el mérito de haber contribuido a aquella unión.

Entretanto, Ayleen miró a la mujer con la boca abierta, preguntándose cómo diantres lo había adivinado. Trató de ocultar sus emociones, de no sobresaltarse ni perder la compostura, pero resultó del todo imposible. Sintió palpitaciones, se le resecó la boca y notó la lengua pastosa. Al mismo tiempo se le subió un intenso calor al rostro, señal inequívoca de sofoco. No pudo contestar; no podía. Alarmada, buscó a Jason. Se dio cuenta de que estaba alterado y que esperaba con anhelo a que ella lo negase. Debía tratarse de un juicio precipitado de la señora Haggens, pero en ausencia de respuesta cambió de opinión. Su mirada se tornó dura y penetrante, atravesándola como un afilado cuchillo.

—¿Y bien? —insistió Henrietta, muriéndose de la curiosidad—. Señor Plumbert, no me diga que todavía no se lo ha pedido.

El aludido emitió una tos nerviosa, juzgando si era prudente develar el secreto, puesto que había prometido aguardar durante un tiempo. ¿Qué iba a decir, entonces? No tendría mucho sentido negarlo ahora para anunciarlo unas semanas después.

—En efecto —confesó con la esperanza de que su prometida entendiera que era mejor hacerlo así—, he pedido a la señorita Blake que sea mi esposa y ella ha aceptado.

Por el contrario, Ayleen se sintió desfallecer. Todo estaba hecho ya y esperaba el fatal desenlace.

Maldita fuera. ¿Gritaría? ¿La acusaría de deslealtad en público? Eso no era lo que había planeado y ahora Jason estaría pensando lo peor de ella. Con justicia. Debía habérselo dicho antes y ahorrarle la humillación. En cambio lo había traicionado cruel y vilmente, aunque no había sido su intención herirle.

Se dijo que no era el único que sufriría. Ella sentía que estaba comenzando a morir.