15
—Señora Gordon, déjeme decirle que usted y su esposo hacen una linda pareja. Tan jóvenes y guapos… —comentó Felicity Ferris con naturalidad mientras contemplaba jugar a los niños.
Era una mujer de unos cuarenta años, menuda, rolliza y muy vivaz. A Ayleen le cayó bien desde el primer momento.
Ambas mujeres paseaban por las cercanías de la antigua abadía en ruinas que habían visitado hacía una hora. Jason y Aaron Ferris andaban unos pasos por detrás.
El matrimonio, que provenía de Leeds, había emprendido un largo viaje para visitar a la hermana de la señora Ferris, deteniéndose por un día en la aldea de New Haven.
—Gracias —respondió con rubor. Después de tanto tiempo escondiendo su relación con Jason, le costaba aceptar el cumplido.
—¡Brian, John, dejad de revolcaros sobre las hierba! —gritó con una voz tan enérgica que sus hijos mayores se apresuraron a obedecer—. Son buenos chicos, pero algo revoltosos —musitó antes de volver a dulcificar su rostro—. Y dígame, ¿cuánto hace que contrajeron matrimonio?
Ayleen casi se atragantó al escuchar la pregunta. Incluso le cogió tos, que se apresuró a disimular. Por supuesto, ella no era la señora Gordon ni Jason su esposo. Se trataba de una mentira en la que ambos se habían puesto de acuerdo antes de realizar aquel viaje.
La primera vez que Jason le propuso pasar un día entero juntos, lejos, fuera de cualquier mirada curiosa, ella se negó. La seguridad que le ofrecía la casita del guardabosques era tanta que se horrorizó ante la idea de ser descubiertos. El duque de Redwolf era muy conocido y por ende, Jason, su hermano. Solo con que alguien reconociera su rostro se arriesgaban a que su relación se desmoronara. Por mucho que le tentara la idea, no quería correr el riesgo.
Por supuesto, sabía que Jason tampoco lo quería. Le dijo que la sola idea de perderla le daba nauseas, pero llevaban meses viéndose a hurtadillas, dando excusas, buscando el momento idóneo para hacer el amor y empezaba a hartarse. Solo pretendía pasear con ella a plena luz del sol, tratarla como haría si fuera su esposa legítima. Y sobre todo, necesitaba alejarse, aunque fuera por unas pocas horas del día, de Greenville y de los dominios de Ashton. Por eso ideó un minucioso plan al que ella no pudo poner ninguna objeción. Así la convenció.
Todo empezó con una carta. Una carta de Ophelia Ward, una antigua institutriz de Ayleen que vivía retirada en una pequeña casita de Londres. En ella le relataba que en el último año su salud se había debilitado pidiéndole a su antigua pupila que le hiciera una visita.
Tan pronto la tuvo en sus manos, Ayleen enseñó la carta a Adele y Margueritte. ¿Cómo podía negarse a semejante demanda? Desde bien joven, su querida institutriz había sido una figura de suma importancia en su vida. Era de imperiosa necesidad que la muchacha se trasladase a la capital para averiguar su estado y tratar de mejorar sus condiciones de vida, si se diera el caso.
Todavía recordaba la reacción de las dos mujeres. Por supuesto, sus queridas empleadas estuvieron de acuerdo en aquella visita y no pusieron trabas a que viajara sola, pero ninguna de ellas sabía que dicha institutriz no existía. Era una invención fruto de la viva imaginación de Jason, al igual que la misiva, toda de su puño y letra, enviada desde el mismísimo Londres en uno de sus viajes para que todo el plan cobrara la mayor verosimilitud.
A primera hora de la mañana, Ayleen llegó a la estación de Aylesbury acompañada de Angus y subió al tren que debía llevarla a Londres, aunque en verdad ella se bajaría en New Halen, una aldea a la orilla del río Támesis, entre High Wycombe y Maidenhead. Era el lugar escogido por Jason para su encuentro clandestino por su discreción. Todavía se encontraban dentro de Buckinghamshire, pero él lo prefería antes de arriesgarse a pisar el Condado Real de Berkshire, pues la Reina Victoria solía residir en el Castillo de Windsor, así como su círculo social. Era bien sabida la amistad de la soberana con su hermano. Y si conocía a Ashton, también lo hacía con Johana. Su esposa y Ayleen no tenían ningún parecido físico.
Para evitar cualquier contratiempo, Jason se arriesgó y esperó hasta el último momento para subir al tren. La seguridad e invisibilidad que le ofrecía su carruaje era demasiado tentadora como para desaprovecharla. Una vez dentro, cada uno permaneció en un vagón distinto, como si se trataran de unos desconocidos. No se buscaron, ni siquiera con la mirada. El viaje hasta Londres duraba unas tres horas, pero ellos se bajarían mucho antes. Era parte del plan.
Solo cuando se encontraron a salvo en la aldea pudieron fundirse en un apasionado beso.
Después de eso, tratando de aprovechar el día al máximo, dejaron atrás la estación de tren, cruzaron un bonito puente de piedra y tomaron el camino que conducía hasta la cima de una loma.
Recordaba haber protestado. Enérgicamente.
Era una actividad que solían hacer por las propiedades ducales en Greenville. A veces hasta que le salían ampollas en los pies. ¿Era necesario montar toda esa farsa de Londres para terminar dando otro paseo?
No pudo evitar decepcionarse. Por alguna razón, esperaba un plan más emocionante.
Jason trató de calmar sus ánimos y le pidió que disfrutara del paisaje, que lo mejor estaba por llegar. Y tenía razón. Aunque la altura no era elevada, las vistas eran espectaculares: la aldea a sus pies se veía diminuta y el río Támesis serpenteaba entre los campos labrados. Pero sin lugar a dudas, lo que más le gustó fue la sorpresa que se encontró en la cima: una abadía de la época medieval en ruinas. Iban a explorarla cuando se encontraron con otros visitantes: la bulliciosa familia Ferris, formada por Aaron y Felicity, los padres y sus cuatro hijos.
Recordó con exactitud la presentación y lo fácil que había sido entablar amistad, aunque para ello tuvieron que fingir que eran los Gordon, un matrimonio de Surrey.
—Tres meses —respondió al fin, haciendo referencia al tiempo de casados. Era irónico que aquella mentira fuera lo más parecido a la verdad, pero era la única alternativa aceptable.
—¿Solo tres meses? Pero si son unos recién casados... —Palmeó su mano con complicidad y echó una mirada hacia atrás, donde estaban los hombres—. Ya decía yo que parecían muy enamorados.
Ante el comentario, las mejillas de Ayleen volvieron a tomar un color rojo intenso. Aunque la mujer estaba siendo muy amable, ella se sentía un tanto incómoda por haber tenido que engañarla.
—¿Usted cree?
—¡Por supuesto! Solo hay que ver la forma tan intensa en la que su esposo la mira. Como si quisiera… —En ese instante se detuvo, justo al darse cuenta de su reacción. Sin embargo, la señora Ferris había malinterpretado el motivo—. Oh, Dios, he conseguido avergonzarla, ¿verdad? Está roja como la grana.
—Yo… —balbuceó—. No, es solo que…
—Pensaba que estaba haciendo una observación obvia. Siendo tan jóvenes es normal estar enamorados, pero no he tenido en cuenta que a usted pudiera incomodarle.
—No es el caso —dijo en un vano intento por reconducir la situación.
No había nada malo en que notase que Ayleen y Jason se querían. Para ella era un motivo de orgullo. Después de tantos meses disimulando ante sus vecinos, tratando de que sus miradas no se cruzaran o que un gesto no la delatara, era un cambio satisfactorio. Por supuesto, cuando volvieran a Greenville, no podría permitirse el lujo de dejar sus sentimientos en evidencia.
—Sí que lo es —insistió, mientras se esforzaba por elaborar una disculpa—. Es usted una muchacha decente y yo una entrometida. No era mi intención importunarla. Mejor hablemos de otra cosa, ¿le parece?
Iba a responder afirmativamente a Felicity cuando los dos hombres se acercaron. Jason la tomó por la cintura y le dedicó una cálida sonrisa.
—El señor Ferris me estaba contando lo mucho que están disfrutando en este viaje.
—¿De verdad? Pensaba que sería un tanto agotador.
Solo de imaginarse el equipaje, los pasajeros y las millas que tenían por delante, a uno podía entrarle migraña.
—Esa era mi principal preocupación: estar encerrada tantas horas en el carruaje con mi esposo y los niños, pero el paisaje es tan rural que uno se entretiene contemplándolo —explicó—. Surrey está mucho más cerca, pero, ¿no les ha pasado lo mismo?
Ayleen asintió. Bueno, en verdad no venían de ese condado, pero ellos no tenían por qué saberlo. Para la joven, el campo ofrecía una especie de encanto mágico, como el de un antiguo cuadro. Era una mezcla de refugio y libertad. A ella le gustaba la vida sencilla y pacífica. Quizás todo transcurriera con una monótona calma, pero era uno de los grandes atractivos. En cambio, Londres le resultaba una ciudad sin alicientes: áspera y sombría. Bajo su luz solo podía marchitarse. Por eso pidió a su abogado que buscase una casa lejos de la ciudad. Había sido Greenville, pero hubiera podido fijar su residencia en cualquier otro lugar. Inglaterra era muy grande y ella solo pretendía salir de Londres para empezar una nueva vida.
Incluso hubiera podido marcharse a América. Por extraño que le sonase, Ayleen tenía una propiedad al norte de Nueva York, herencia de Geneva, su madre. Se había enterado justo después de la muerte de su padre, cuando el abogado leyó el testamento y le entregó las escrituras. Hasta entonces solo sabía que su madre había nacido en Estados Unidos y que dejó el país para casarse con Arthur Blake, al que conoció durante un viaje de negocios de este. No tenía más familia que la que comenzó a crear en Inglaterra, pero lastimosamente murió joven.
Marcharse a América había sido una opción, tras el fallecimiento de su padre. Al parecer, un abogado americano se encargaba de administrar la propiedad sin dejar que se echara a perder. Esa había sido la voluntad de Geneva Blake. No quería que su hija perdiera sus raíces.
Si Ayleen fuera una mujer de coraje o más decidida, la larga travesía no hubiera resultado un impedimento. Pero por aquel entonces no se sentía preparada para abandonar el país que la había visto nacer y tomó la decisión menos arriesgada.
Jason, que conocía la historia, le dijo que se alegraba de su decisión. Ayleen era inglesa de pies a cabeza y gracias a ello había podido conocerla.
Llegó a preguntarse si la vida en América sería más sencilla que en Inglaterra.
—Cielo, ¿me escuchas?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando Jason reclamó su atención. Cuando volvió a repetirle la misma pregunta, se dio cuenta que había estado demasiado abstraída como para comprender lo que quería decirle.
Pestañeó varias veces y levantó el mentón hasta poner los ojos a su altura.
—¿Sí?
Este le dio un ligero beso en la comisura de la boca.
—No me escuchabas.
—Por supuesto que lo hacía —murmuró, consiguiendo hacerlo sonreír.
—No, no lo haces. Ni siquiera te has dado cuenta de que estamos solos.
Ayleen miró a su alrededor. Él tenía razón. Los Ferris no estaban junto a ellos y ni siquiera lo había notado. Los niños habían dejado de jugar, aunque sus risas se escuchaban a lo lejos.
—¿Dónde están todos?
—Un poco más allá de la arboleda —le explicó Jason, mostrándole la dirección con un gesto—. Han traído comida para el almuerzo y nos han invitado.
Sí, recordó. En algún momento la señora Ferris lo había mencionado.
—¿Entonces, has aceptado?
—Son muy amables, pero no. Prefiero tomar una comida ligera en la posada, a solas, y luego… —Su sonrisa fue tan maliciosa que supo muy bien lo que pretendía. Era muy fácil. Una posada tendría habitaciones y estas, camas.
Ayleen decidió que no iba a contradecirle. También deseaba estar a solas con él. No obstante, debían hacer una cosa primero.
—No podemos irnos sin despedirnos. Sería muy grosero por nuestra parte.
Jason chasqueó la lengua. Ella siempre tenía razón.
—Está bien —concedió—. Pero que se trate de una despedida corta.
***
—¿Eres feliz? —murmuró mucho más tarde Jason cerca de su oído.
La pareja acababa de hacer el amor en una posada de New Halen. La cama era mucho más confortable de lo que estaban acostumbrados y ambos yacían desnudos, con los brazos y piernas enredados.
Ayleen le acarició el rostro con una calidez de la que solo ella era capaz y le sonrió.
—¿Cómo no podría serlo, tonto? —depositó un suave beso sobre sus labios—. Te amo. Estos tres meses han sido los mejores de mi vida.
Y era tan cierto como que respiraba. El Jason que estaba descubriendo era un hombre sencillo, abierto, sincero, maravilloso, que le demostraba día a día cuán importante era para él. No se trataba solo de gozar de un cuerpo, de saciar su pasión. Lo suyo iba mucho más allá. Sus almas estaban unidas.
Durante ese periodo de tiempo, le había hablado sin reparo de sus vivencias, de su infancia y de la familia. Ayleen le hacía todo tipo de preguntas porque lo quería saber todo de él y Jason no le ocultaba ningún secreto. Pensó que ya no podía concebir la vida sin él. Aunque no lo dijo.
—Lo sé —dijo con toda la seguridad del mundo, porque para él también lo habían sido.
Lanzó un breve suspiro de placer.
Aunque tenía montones de recuerdos dichosos en su vida, ninguno podía compararse con los que estaba creando con Ayleen. Eran intensos. Había descubierto que con ella siempre lo eran, pero no necesitaba más para ser feliz. Ni títulos, ni posición social, dinero, ni nada. Cuando la besaba así, tan suave y delicado, dejaba de pensar, su mundo se paralizaba. Dios, la amaba tanto que dolía… y eso estaba mal, muy mal. Pero ¿qué podía hacer por evitarlo, si ya había probado de todo? Al principio, las dudas, recelos y culpabilidad no les dejaron un instante de tranquilidad. Los remordimientos habían sido tan fuertes que pensó que llegarían a destruirlo, pero una vez aceptó la traición hacia Johana, se dijo que lo prefería antes de enfrentarse a la idea de perder a su amada. Sin embargo, el estar juntos nunca era suficiente y el tiempo se agotaba con demasiada prontitud. Cambiaría todo por estar con ella, libremente.
—Entonces, ¿no te arrepientes?
—¿De este día? Ni lo sueñes.
Era un recuerdo que siempre llevaría en el fondo de su corazón. Un pedacito de ella.
—Pero no podemos hacerlo más —dijo un tanto agitada—. Mis escapadas están empezando a preocupar a Adele. Dice que andar tanto no puede ser bueno.
—¿Y tú que le dices?
—Que es un modo de evitar a mis pretendientes —contestó—. Si no estoy en casa, ellos no se quedarán. Eso, a su manera, es un consuelo, incluso para ella.
—Debes deshacerte de los tres cuanto antes.
Ayleen le sonrió con cariño. Jason seguía estando celoso de ellos. Aunque sabía que no tenían ni una mínima oportunidad.
—Lo haré —le prometió—. He estado pensando en el tema desde hace mucho tiempo y no me atrevía, pero he llegado a la conclusión de que es lo mejor. Contra mi voluntad, esta situación se ha alargado demasiado. Tenía la esperanza de que con el tiempo se olvidaran de mí, o que por lo menos se dieran cuenta de mi falta de interés, pero creo que ha sido peor.
Ninguno de los tres hombres se había percatado de que en el corazón de la joven no había sitio para ellos. Es más, cuanto más distante se mostraba Ayleen, mucho más interesados parecían los tres. Eso le hizo preguntarse si en verdad no estarían motivados por un espíritu competitivo, porque la rivalidad entre Rupert Clarewood y el señor Been era más que evidente. No obstante, no quería seguir dándoles falsas esperanzas, sobre todo cuando ni siquiera había contemplado la idea.
—Debes ser tajante, de otro modo ni Rupert ni el señor Been se lo tomarán en serio.
—¿Y crees que no lo he intentado? Le dije al Comodoro que quizás no quisiera casarme y se echó a reír. Creyó que estaba bromeando.
Jason alzó una ceja.
—¿De verdad?
Ella asintió.
—Incluso alabó mi sentido del humor.
—No es mal tipo —admitió con cierta reticencia—, aunque pagado de sí mismo.
—Eso no será un problema para la mayoría de mujeres —arguyó—. O por lo menos es lo que tengo entendido. —Ayleen había escuchado numerosas historias sobre sus conquistas, tanto en el país como en el extranjero, y todas venían a confirmar lo mismo: allá por donde iba dejaba montones de corazones rotos—. Creo que su atractivo enmascara sus defectos.
—¿Estás diciendo que lo encuentras atractivo?
—Siendo objetiva, es algo que no puede obviarse. Dios lo ha dotado con un rostro hermoso y un vigoroso cuerpo que complacería a la mayoría de las mujeres, aunque tuvieran que tentar al escándalo. —Jason hizo una mueca de disgusto y Ayleen se apresuró a añadir—. Pero no es lo que busco. Mi impresión sobre él es que se sobrepasa con demasiada facilidad. No me interesa ninguno de los otros —concluyó—. Tengo junto a mí al hombre más hermoso y excitante de todos —dijo mientras deslizaba un dedo por el pecho desnudo de Jason—. No obstante…
Él la miró expectante mientras dejaba que Ayleen dibujara líneas imaginarias sobre su abdomen.
—¿Qué?
Gimió cuando notó la palma de su mano un poco más abajo, a escasos centímetros de su miembro.
—Sería legítimo recibir una recompensa por tanta devoción. ¿No crees?
Jason se dispuso a mostrarle cuán generoso y magnánimo podía llegar a ser. La tomó de los brazos y se los levantó hasta colocarlos en el cojín, justo por encima de su cabeza. Luego, se puso sobre ella.
Iba a besarla cuando de repente se acordó de algo que ella había dicho.
—¿A qué te referías?
Ayleen lo miró sin entender nada.
—¿De qué hablas?
—Clarewood. Has dicho que se sobrepasaba. ¿Es algo que has escuchado en las reuniones del té o… —entornó los ojos— lo has comprobado por ti misma? —Las mejillas de Ayleen se tiñeron de rojo—. Dios, ¿ha pasado alguna cosa más que deba saber?
—Tú mismo te diste cuenta esa noche en casa de los señores Haggens —le explicó. Gracias a Jason se había salvado de una situación comprometida.
—Pero algo me dice que no ha sido todo. —Ella notó un terrible malestar, pero no podía negarlo. No creía en las mentiras. Por lo menos no a las personas que uno amaba—. ¿Te ha besado?
—¿En los labios, quieres decir?
Jason soltó una obscena imprecación. Se incorporó con rapidez y se quedó quieto, pensando.
Ambos seguían estando completamente desnudos, pero apenas parecían notarlo.
—No es tan terrible como imaginas. ¿De acuerdo?
—Déjame juzgar a mí si lo es o no. —Se pasó la mano por el cabello con nerviosismo—. Continúa.
—Me he cuidado de poner distancia. No ha vuelto a suceder.
Ayleen tuvo el atino de omitir el mote que Adele le había puesto. Saberlo no iba a beneficiar a nadie.
—¿Quieres explicarme por qué has puesto tanto cuidado en ello? Solo de pensar que… —ni siquiera pudo terminar. La imagen de Clarewood tratando de aprovecharse de Ayleen le enfermaba. Sintió un sudor frío en las palmas de las manos.
—Un día vino a traerme flores —empezó a relatar, pero Jason parecía empeñado en interrumpirla.
—Sí, todo el maldito condado lo sabe.
—Pues —siguió ella como si nada—, lo acomodé al salón. Es lo que se espera en una visita, ¿no es cierto? —Esa había sido la parte incómoda y menos memorable, pero después el Comodoro le besó los nudillos de la mano y lo remató con un ligero beso de despedida. En los labios.
¡Ah! Se olvidaba de un momento especialmente bochornoso. Cuando había tenido la osadía de afirmar que ella lo deseaba, como si fuera un sentimiento natural. Hubiera querido fulminarlo con la mirada, pero si permaneció quieta en su asiento había sido por educación. O quizás porque estaba demasiado turbada como para rebatirle.
Eso era, en resumen, lo que Jason se había perdido.
Él no se alegró de escucharlo. Los músculos del rostro se contrajeron.
—¿Estás enfadado?
—Contigo no, amor. Contigo no. —Le tomó la mano y la apretó con cariño. Lo que había dicho era cierto. Era con Clarewood con quien deseaba tener unas palabras.
Resultaba imposible, se recordó. Hacerlo significaría enfrentarse a unas preguntas que no podía responder. En teoría, Ayleen no era nada para él más que una simple vecina, por lo que no tenía derecho a defender su honor. Si en cambio, se hubiera tratado de su prometida o esposa, las cosas serían distintas y no hubiera tenido miedo de enfrentarse a él, incluso con su fama.
Estaba harto de los pretendientes de Ayleen y sus excentricidades. No solo debía ver con sus propios ojos los esfuerzos de los tres por ganársela, sino que además todo el pueblo hablaba de ello. Cualquier conversación derivaba en lo mismo. Y Jason estaba sobrecargado. Su paciencia tenía un límite y no sabía cuánto tardaría en cruzar la línea y ponerlos en su sitio.
¿Desde cuándo tenía ese sentimiento de posesión tan arraigado?, se preguntó. ¿Y desde cuándo pretendía solucionar un conflicto a puñetazos? Él jamás había sido un hombre beligerante, todo lo contrario. Jason creía firmemente en el diálogo y la concordia, pero le dolía no poder reclamarla como suya y que toda la sociedad supiera que tenía su protección. Eso pasaba.
—¿Entonces me perdonas por habértelo ocultado?
—No hay nada que perdonar. —Sabía que lo único que había pretendido Ayleen era apaciguar sus celos, no echar más leña al fuego. Lo había hecho por su bien—. Venga, descansemos un poco, nos vendrá bien.
Jason se recostó otra vez junto a ella y los tapó. En pocos minutos su respiración se volvió más rítmica y pausada hasta que se durmió. Ayleen se asombró por lo poco que le costó hacerlo. En cambio, ella daba vueltas y vueltas sobre el colchón sin poder conciliar el sueño.
Su mente seguía vagando por los acontecimientos de ese día.
Se sentía orgullosa de haber podido pasear con Jason cogida de su brazo. Ojalá fuera un acto normal y cotidiano. Ojalá esa fuera su vida real y pudieran aceptar la invitación de los Ferris.
Tanto Jason como ella evitaban hablar sobre el futuro. Ninguno de los dos se sentía cómodo con ello. A pesar de la felicidad encontrada durante esos tres meses, para Ayleen no era una situación fácil de digerir. La única salida posible para estar juntos era seguir siendo amantes, lo que detestaba. Y para ello debía renunciar a muchas cosas, como formar una familia, que tanto empezaba a anhelar.
Jason le había asegurado que quería estar con ella y de verdad lo creía; sin embargo, no había garantía de nada. Al fin y al cabo Jason era hombre, sus voluntades eran volubles y podía llegar el momento en que la frustración diera paso a la fatiga. Ahora la amaba, pero… ¿lo haría siempre? ¿Qué sería entonces de ella? Por ello y mucho más, nunca podría convertirse en lady Ayleen Morton. Jamás. No mientras Johana viviera.
Si esta no fuera una buena persona, si no se hubiera portado tan bien con ella o si no le tuviera afecto… Pero Johana era amable y considerada. No eran íntimas amigas porque no la había dejado. Por eso no podía desearle ningún tipo de desgracia, ni herirla para poder conseguir su propia felicidad.
Ayleen sintió una presión en el pecho. Era angustiante.
Trató de serenarse, inspirando y expirando lentamente hasta que se le pasó. Miró a Jason, que seguía dormido plácidamente. Parecía tan feliz… Se acurrucó aún más a su lado, para sentirlo, para notar su calor. Iba a intentar retener como fuera esos momentos de felicidad para cuando los necesitase.
Al final, el cansancio pudo con ella. Se durmió, aunque no por mucho tiempo. Jason la despertó poco después.
Le dio un casto beso en la frente y se levantó para vestirse.
—¿Tienes prisa? —preguntó Ayleen estirándose sobre las sábanas—. Vuelve a la cama conmigo.
—No deberíamos.
—¿Por qué? Es nuestro día.
—Ayleen. Si vuelvo a meterme a la cama contigo estaremos hasta mañana.
—¿Y eso es malo? Podría decir que me he quedado en Londres…
—Amor —la interrumpió mientras se subía los pantalones—, Adele y Angus se preocuparían. Dentro de un rato estarán esperándote en la estación. Además, no traemos más ropa…
—No me importa. Jason… —musitó.
—No me lo hagas más difícil —le suplicó. Se acercó a la cama y se sentó en ella—. Por Dios, no es el momento. —Acarició su mejilla y deseó poder quitarle esa tristeza que reflejaban sus ojos.
—Nunca lo será —murmuró con pesadumbre—. Eso es lo que me duele.
—¿Crees que a mí no? Esta situación tampoco es fácil para mí. Odio mentir a Johana, a Ashton, tener que escabullirme para verte, no poder quedarme a dormir contigo ni siquiera una noche…
—¿Es que quieres terminar lo nuestro? —le preguntó de golpe.
Su corazón dejó de latir durante unos segundos que se le hicieron eternos. ¿La habría traído a New Halen para deshacerse de ella? ¿Sería eso? Esperó, impaciente, su respuesta.
—¡No! —contestó al instante—. Yo te amo y deberías saberlo. Te amo más que nada en el mundo y por encima de todo, pero cada día odio más esta situación. Hasta que te conocí creí tenerlo todo y ahora me doy cuenta de que mi vida estaba vacía, que me conformaba con poco. Aun así, estoy haciendo daño a mi esposa y es lo que menos deseo. —Se detuvo un instante para tomar aire—. Últimamente he estado pensando en algo… —confesó—. No me atrevía a decírtelo, pero quizás ahora sea el momento.
—¿De qué hablas? —Él no dijo nada y Ayleen esperó su respuesta.
—Vayámonos —le propuso al fin.
—¿Irnos? ¿A dónde?
—No me importa, pero lejos de aquí —su voz se estremeció—. Ayleen, dejemos todo atrás. Podemos empezar otra vez, tú y yo juntos. —Le alzó un poco la barbilla para que sus ojos estuvieran a la misma altura—. Mírame —susurró. Era muy importante que comprendiera lo crucial de aquella declaración. Podía cambiar sus vidas—. No sabes cuánto anhelo que digas que sí.
Jason se dijo que ojalá la hubiera conocido antes. Entonces nunca hubiera osado casarse con Johana. Pero todavía estaban a tiempo de ser felices. Tenían una oportunidad.
Ayleen trató de no echarse a llorar, pero no pudo contener las lágrimas. Era muy conmovedor escuchar esa propuesta de su boca. Y muy tentador. Por un momento tuvo un brillo de esperanza, sin embargo, duró poco y la cordura terminó por imponerse. Al fin y al cabo era una completa locura.
—No podemos —dijo con todo el dolor de su corazón—. No puedes.
—Ayleen…
—Qué más quisiera que poder decir que sí… pero tienes unas obligaciones con Johana y con tu familia. Debes honrarlos como se merecen y eso significa que no puedes desaparecer por mucho que quieras.
Ella no quería hablarle de ese modo. Era muy duro tratar de comportarse como una persona racional, sobre todo porque estaba traicionando a su corazón. Pero alguno de los dos debía hacerlo.
—Ayleen…
Jason se resistía a dejarse convencer.
—Eres un hombre honrado, lo sé. No me hagas cargar con más culpa de la que ya soporto. No podemos construir nuestra felicidad a costa de la desgracia de otros.
—¿Por qué? ¿Por qué no podemos ser unos malditos egoístas y mirar por nosotros?
—Porque te lo pido.
En ese instante no pudo contenerse más y empezó a llorar desconsoladamente. Ella quería dejar de ser Ayleen Blake, la solterona de Greenville. Lo deseaba con todo su ser. Nunca podría experimentar la sensación de sentirse casada con él, aunque no podía ir más allá. Si ahora lo separaba de su familia, de su vida, de todo lo que conocía, ¿no se lo reprocharía con el paso de los años? Era una carga demasiado grande.
Jason la abrazó con fuerza y trató de limpiarle las lágrimas. No era estúpido ni quería lastimarla innecesariamente. Comprendía su punto de vista. Lo malo era que no quería hacerlo. Como había dicho, prefería ser un maldito egoísta.
—Shhhh, cielo, no llores.
Últimamente pensaba mucho en el futuro. Se preguntaba qué sería de ellos y qué soluciones había. Él era partidario de marcharse porque estaba descubriendo que su actual situación era insostenible, aunque no era una decisión firme. No obstante, eso significaría romper con su familia, con el trabajo que tanto le gustaba y destrozar el corazón a su esposa.
Estaba dispuesto a correr el riesgo, pero ella no y sabía que en parte tenía razón.
Cerró los ojos. Se encontraba al borde del abismo. Dios, cuánto la amaba. Nunca hubiera podido imaginar que llegaría a querer así a alguien. Siempre tan controlado y racional… en eso se parecía a Ashton. Sin embargo, allí estaba, poniendo en jaque su futuro.
¿Qué debía hacer? ¿A quién debía escuchar?, se dijo.