7
Ayleen se encontraba en una especie de encrucijada: no quería mostrarse descortés con lady Johana Morton —pues le había tendido la mano desde un principio—, pero tampoco podían ser amigas. Las razones eran obvias, aunque una de ellas las ignorase. Por eso, a menudo, debía poner excusas para no pasar más tiempo del necesario en su compañía. Y eso era duro. Johana había sido muy amable; la que más, y le estaba ofreciendo su amistad. Sin embargo, ¿cómo podía sonreír, escuchar sus consejos o tomar el té con ella cuando la había traicionado?
Lo peor de todo era no tener a nadie con quien hablarlo, ni siquiera con la fiel Adele —su ya queridísima ama de llaves—, que desde su llegada la había tratado como a una hija y la había escuchado y aconsejado. Lo sucedido en el bosque había sido demasiado íntimo y vergonzoso como para confiar su secreto. Si alguien llegaba a enterarse, su reputación quedaría por los suelos y se vería obligada a marcharse de Greenville para siempre. Ahora que se había establecido y que estaba empezando de nuevo debía proteger su honor por encima de todo.
¿Por qué de entre todos los hombres se había cruzado con el esposo de Johana?
Por supuesto, la culpa había sido de él. Ayleen era del todo inocente, pero esos episodios seguían dejándola en una situación poco halagüeña. La pobre Johana desconocía que su esposo fuera tan ruin y que tomara por costumbre asaltar a castas doncellas. El pueblo entero parecía desconocerlo. Se había dado cuenta, desde el día de la cena en casa de los señores Haggens, que todos le tenían en gran estima y consideración, sobre todo el magistrado. Solo el señor Been era la nota discordante.
Eso significaba que lord Jason Morton tenía dos caras bien distintas. ¿Sería eso cierto o todo era fruto de una confusión? Pero, ¿cómo podía serlo cuando sus labios se habían rozado ya dos veces distintas? No obstante, el beneficio de la duda estaba ahí: él había tratado de disculparse. Podía considerarse un gesto noble, si bien a Ayleen no le había quedado más remedio que dejarle claro al señor Morton que debía alejarse de ella.
Su cabeza era un mar de confusión y su corazón objeto de una lucha interna. Si no hubiera disfrutado tanto del primer beso… Si este no se hubiera quedado grabado en su memoria… Había algo en ese hombre que lograba confundirla: lo despreciaba a la vez que se sentía atraída.
Un condenado lío que no beneficiaba a nadie, en especial a ella.
Así que decidió salir a visitar a Milicent Clarewood con tal de distraerse de todos aquellos quebraderos de cabeza. Pasar la tarde tomando té en la vivienda familiar de los Clarewood y en compañía de varias mujeres del pueblo era lo que necesitaba, pero la repentina aparición del único hijo la tensó un poco.
Por suerte, Rupert Clarewood no dijo ni hizo nada que pudiera avergonzarla delante de las demás y ella se retiró antes de que las cosas cambiaran.
Habían pasado varios días desde la visita de los tres hombres, tiempo en el que había tratado de olvidarlos. Tampoco tuvo noticias de ellos hasta entonces, lo que supuso una fuente de tranquilidad. Mientras tanto, se había dedicado al bordado, que había abandonado desde la muerte de su padre, y a la lectura.
En su afán por encontrar el libro perdido reemprendió sus paseos por el bosque cuando las temperaturas lo permitieron. Cuando se arriesgó a llegar a la casita y no vio a nadie, se calmó lo suficiente como para atreverse a hacerlo de nuevo. Los días pasaron y ella se sintió más confiada. Esperaba que la ausencia fuera una muestra de celo y discreción por parte lord Jason Morton. Se sentía un poco culpable por alejarlo de un territorio que le pertenecía a él más que a ella, pero no lo suficiente como para renunciar a ese apacible y misterioso paisaje que la tenía subyugada. En ningún momento se permitió plantearse por qué, con toda esa campiña tan cerca, se empeñaba en pasear por ese bosque una y otra vez.
—Señorita Blake, qué gracioso haber coincidido.
Fueron la señora Smith y sus hijas las que llamaron su atención en plena calle. Ayleen ni siquiera habían reparado en ellas.
—Es toda una coincidencia —afirmó Ayleen, prestando atención a los tres rostros familiares. Solo así pudo fijarse en la elegancia de sus ropas, más propias de una fiesta que de un paseo diurno. Le sorprendió, pero no lo dejó entrever.
—Nosotras pensamos lo mismo —se atrevió a decir Violet.
—Vamos a la modista —añadió Jazmin, como si no quisiera quedarse sin decir algo.
—Espero que esté cómoda aquí —preguntó Rose Smith de repente mientras la tomaba del brazo—. Porque sería una lástima que no le gustara el lugar una vez instalada.
Lo comentó para llenar el vacío en la conversación, pero Ayleen se apresuró en responder.
—Lo estoy. Greenville y sus alrededores son espléndidos. Incluso en invierno.
En respuesta, las dos hermanas soltaron una risita propia de niñas.
—En los próximos días organizaremos otra reunión. —Aludía a las damas del té—. Por supuesto, está invitada —lo expuso como si le estuviera haciendo un enorme favor.
—Muchas gracias. Asistiré encantada.
—Aunque tal vez lady Johana ya se lo haya comentado.
Ayleen volvió a pensar que ella misma había interpuesto una barrera que la separaba de lady Johana.
Mostró una sonrisa comedida.
—No ha surgido la oportunidad.
—Hay que estar pendiente de todo. —El tono que utilizó era tan sufrido que Ayleen estuvo a punto de esbozar una mueca, pero se contuvo—. Ya verá cómo la haremos sentir de maravilla. —Sus hijas volvieron a soltar una risita. Empezaban a parecerle un poco ridículas—. El nuestro es un grupo muy selecto. Tengo entendido que ha sido presentada a otros de nuestros vecinos.
El cambio de tercio las sorprendió a todas.
—¿Cómo?
—¿No la invitó la señora Haggens a una cena en su casa? —La pregunta no estaba exenta de cierta acritud.
—Bueno… —Tuvo dificultades en responder, porque de repente se sentía incómoda—. La señora Haggens quería ayudarme a integrarme mejor en la comunidad.
—Solo hubiera debido decirlo y yo la hubiera ayudado. En ese caso solo hacía falta decirlo. Como ya debió de percibir, a nosotras no nos invitaron, no, pero no se lo tengo en cuenta. Henrietta se está haciendo un poco mayor y la pobre ya no presta tanta atención al protocolo como debería. Por supuesto, tengo el deber de recordárselo, pues no debe repetirse el fallo. Nuestra presencia esa noche hubiera mejorado el ambiente. —La señora Smith también tenía la costumbre de hablar y hablar sin cesar, algo que empezaba a detestar. Las hijas, en cambio, solo abrían la boca para corroborar a la madre—. ¿Es cierto que asistió el Duque?
—Así es. —Ayleen se sentía incómoda con ese interrogatorio.
—¡Oh! —exclamaron sus tres interlocutoras a la vez, pero fue su madre quien retomó la palabra.
—¡El Duque! Qué suerte tiene de haberlo conocido. Apenas nos regala con su presencia. Dígame, ¿cómo fue?
—Eh… apenas crucé un saludo con él.
—¡Qué decepcionante! —opinó Jazmin.
—Sí, una lástima —corroboró Violet.
—Es cierto, pero era de esperar. —Parecía que Rose Smith se alegrara de ello—. El duque de Redwolf es muy parco en palabras. Bueno, Violet tuvo una larga conversación con él el año pasado en una fiesta —declaró orgullosa—. ¿Verdad, hija?
—Cierto, mamá.
No sabía por qué pero ponía en duda la veracidad de esas palabras. Por lo que había podido observar esa noche, Ashton Morton, duque de Redwolf, miraba a todos los presentes con aire de superioridad, así que no se lo imaginaba manteniendo una charla, y además larga, con una joven que no tenía nada que decir salvo soltar risitas.
—¡Está tan ocupado! Por eso es un honor tenerlo entre nosotros.
—Sí, lo imagino.
—Es tan guapo y apuesto… —suspiró Jazmin.
—Sí, guapo y apuesto —repitió su hermana.
Las tres parecían un coro suspirando por el Duque. Ella no podía entender tal adoración. Resultaba un tanto bochornoso. También era curioso comprobar las extremas pasiones que este desataba. Unos lo adoraban y le admiraban mientras que otros lo desdeñaban con una superioridad rencorosa.
—¿No cree usted, señorita Blake? —la interpeló Rose Smith.
—Pues… no me di cuenta. —No era una completa verdad. Se había fijado en él, pero quedaba descartado alabar su hermosura o la falta de ella delante de nadie.
La incredulidad de las Smith fue patente. No obstante, la mayor de las tres volvió a la carga.
—Es comprensible que no haya reparado en él. Habrá estado bastante ocupada con otros…. menesteres.
La declaración la puso en alerta.
—No creo entenderla.
—No se haga la discreta conmigo, lo sé todo.
—Mamá está hablando del señor Horatio Plumbert —intervino Jazmin en cuanto se percató de su confusión.
—Y del señor Been —continuó la otra.
—Sin olvidar al comodoro Clarewood. —El rencor de Rose Smith era algo a tener en cuenta.
¿Cómo se habían enterado? ¿Es que en ese pueblo nada pasaba desapercibido?
—Yo no…
—No se haga la inocente con nosotras, somos de confianza. Sabemos que los tres fueron a visitarla a su casa. Cuéntenos, cuéntenos…
—¿Dónde han escuchado eso?
—¡Uf! Sería difícil de decir. Ya sabe, un vecino le cuenta a otro y así sigue. —Se encogió de hombros—. Alguien vio al señor Plumbert salir de su casa. Otro al Sr. Been. Ni qué decir que cuando apareció el comodoro Clarewood la noticia ya se había extendido. Cuando se supo lo de las flores, no cupo la menor duda de sus intenciones.
—La señorita Blake es muy afortunada —murmuró una de las chicas.
Esa afirmación no la ayudó a desembarazarse de un pesado malestar. Ella no había alentado nada ni dado muestras de interés. Ellos solitos habían decidido embarcarse en esa aventura.
—Debe sentirse dichosa —afirmó Violet con cierta admiración y envidia.
—No creo que sea para tanto —repuso ella a su vez.
—No sea modesta, mujer. —La señora Smith retomó de nuevo la palabra—. Es usted muy afortunada por contar con la admiración del señor Horatio Plumbert. Harán muy buena pareja.
Hablaba como si ya estuvieran prometidos. En cierto sentido, si se le hubiera ocurrido planteárselo, este hubiera sido el escogido, pero lo que más la molestaba era que ya había rechazado a los otros dos, casi como si no los mereciera.
—¿Y el señor Been? —preguntó más por curiosidad que por interés. Y añadió—. ¿Y el comodoro Clarewood?
—En cuanto al primero, creo que es normal estar interesada en él. ¡Es tan rico! Pero trate de no desilusionarse cuando descubra que es simple cortesía.
Ayleen meneó la cabeza en señal de incredulidad. Era como si considerara ridículo que un hombre rico la hubiera tenido en cuenta. En realidad, esperaba que fuera tal y como decía la mujer, pero la señora Smith no sabía que este había hablado de un futuro en común sin ningún género de dudas. Solo por la forma de mencionarlo interpretaba que era un candidato a tener en cuenta. ¿Quizás para una de sus hijas? Así pues, la consideraban competencia. El descubrimiento la asombró, aunque a Ayleen le interesaba bien poco. No pretendía rivalizar por sus atenciones y mucho menos por semejante personaje.
—Y el gentil Comodoro —continuó ajena a los pensamientos de su interlocutora—, adora la belleza femenina por encima de todo, ya sea de mayor o menor calidad.
A esas alturas de la conversación, Ayleen ya empezaba a vislumbrar el carácter de su interlocutora, por lo que la sutil pulla no la cogió desprevenida. Se estaba refiriendo a ella como perteneciente a una clase inferior. No lo había dicho con esas palabras, pero se intuía en el mensaje. Como no iba a permitir que la pisoteasen, no pudo evitar una réplica. No tenía ningún talento dramático ni ganas de enemistarse con nadie, pero una debía defenderse ante ataques malintencionados.
—¿Está diciendo que va por ahí cortejando a cualquier dama que se le cruza en el camino, que les regala obsequios florales y les declara su devoción eterna? ¿A todas? —preguntó con algo parecido al sarcasmo—. Debe estar muy ocupado.
Por el bochorno que mostró su rostro dedujo que ninguna de las jóvenes Smith había llamado su atención. Como no estaba en su carácter ser tan maliciosa supuso que debía disculpar su torpeza.
—Por supuesto que no —aseguró la feroz progenitora—. Algunas de ellas son gente respetable y viven con unos padres dispuestos a todo para defender su honor. No se atrevería a demostrar una conducta tan licenciosa.
¿Acababa de declarar que ella era una inmoral por vivir sola y que eso era el motivo de la conducta del Comodoro? ¡Menuda bruja!
Antes de que la sangre llegara al río, Ayleen trató de serenarse respirando profundamente.
—¿Quién sabe lo que mueve a esos inconstantes? —preguntó, guardándose el comentario mordaz que tenía en la punta de la lengua.
—Ha de saber que mis niñas han sido educadas con una distinción poco usual entre la burguesía.
—Se nota que lo ha hecho bien. —Lo dijo con desgana, para sacársela de encima, pero esta asintió como si ello fuera una gran verdad.
—Eso pensamos su padre y yo. —Echó un vistazo a sus hijas—. Son unas perlas entre tanto cardo borriquero —sentenció orgullosa.
La comparación la hizo sonreír.
—Entonces no les será difícil encontrar un pretendiente.
—En absoluto. Entre sus muchos admiradores abundan los de buena presencia y acaudalados.
—Me sorprende que no estén casadas ya —murmuró.
Ayleen solía ser cauta. Lo había sido desde siempre; era parte de su naturaleza. Le gustaba observar a la gente con detenimiento y tener trato antes de juzgar, pero la señora Smith estaba haciéndole perder toda la paciencia.
—Sencillamente no saben cuál escoger. —La mujer lanzó un suspiro final algo trágico.
—Pues espero que termine decidiéndose antes de que los caballeros se cansen de tanto esperar —apuntó con tono mordaz.
Y dicho aquello, se despidió de las tres, asegurando que tenía prisa.
En el trayecto de regreso trató de disculpar el comportamiento de la señora Smith. Al parecer, en aquel ambiente rural escaseaban los buenos partidos, por eso una cara joven y nueva, como la de ella, se convertía en el centro de todas las miradas. En su celo por ver casadas a Jazmin y Violet quizás había olvidado los buenos modales.
¿Quizás? Era mucho más que eso, se dijo, contradiciéndose. Ayleen ni siquiera estaba interesada en esos hombres, así que Rose Smith podía quedárselos a todos. Comenzaba a pensar que asistir a la cena de los Haggens no había sido un acierto, después de todo.
Al llegar a casa seguía teniendo presente las palabras de la señora Smith. Por mucho que tratara de olvidarlo, la enfurecía lo que esa mujer había tratado de insinuar. Ella tenía muy poca experiencia tejiendo relaciones sociales. Había estado demasiado aislada en Londres por la enfermedad de su padre y sentía que no se había defendido de forma adecuada. Hubiera podido contraatacar con alguna respuesta más mordaz.
Adele vio su gesto compungido y se preocupó, pero en ese momento quería estar sola y aclarar su mente. Por eso salió a pasear sin considerar siquiera que era una mala idea. Más tarde, cuando lo hizo, ya era un poco tarde.
Ayleen se acercó a la casita casi sin darse cuenta. Estaba tan absorta en sus propios pensamientos que no se percató del peligro que suponía adentrarse tan en el bosque. El crepitar de una rama seca la hizo volver a la realidad y por un momento titubeó. Solo cuando vio alzar el vuelo de un pájaro respiró tranquila. Se había encontrado dos veces con lord Jason Morton —una casualidad—. Tres veces sería excesivo. Por lo que sabía, él tenía un sinfín de obligaciones y tareas que atender y no podía hacerlo desde aquella casita abandonada en la profundidad del bosque. Con convicción, se dijo que no pasaba nada porque anduviera por ahí; no tenía por qué encontrárselo. Cuán equivocada estaba. Lord Jason estaba justo en el borde del camino, tan atento como podría estarlo un gato a punto de saltar sobre su presa. Y por supuesto, la presa era ella. No supo cómo reaccionar y solo logró balbucear unas cuantas incoherencias.
—Buenas tardes, señorita Blake —la saludó él, que en contraposición a Ayleen, parecía tranquilo y sereno.
Esa postura la enojó.
—¿Lo encuentra divertido o es que ha tomado por costumbre asaltarme en el camino, como si de un pasatiempo se tratara?
—Creo que está exagerando. Solo pretendía ser educado y comportarme con un mínimo de civismo.
—¡Educado! ¡Civismo! —exclamó repitiendo sus palabras—. ¿Qué sabrá de eso? Lo único que ha hecho desde que lo conocí es faltar al decoro. Y eso me hace llegar a la conclusión, lord Jason Morton, de que es usted un bárbaro.
Él se permitió una sonrisa.
—¿En qué sentido?
—Pues… —dudó— en el sentido que son todos los bárbaros. No sabe respetar a una dama —le aclaró para despejar sus dudas—. Le dejé muy clara mi postura el otro día. Este tipo de encuentros no son de mi agrado y añadiré, además, que son muy poco adecuados.
—No me ha dejado usted más remedio.
—¿Yo?
—Sí, usted. Yo pretendía disculparme por mi vergonzoso comportamiento aquí en el bosque y mi posterior modo de actuar en casa de los Haggens. Dadas las circunstancias, asumo que nuestra relación no puede ser amistosa, pero usted, señorita, no me lo permitió.
—¡Por Dios, estábamos en mitad de la calle! Y no se preocupe, recibí sus disculpas. Y ahora, si eso es todo… —Giró sobre sus talones dispuesta a marcharse, pero en aquel instante le oyó decir:
—Eso, huya, como hace siempre.
Esas palabras tuvieron un efecto paralizante y consiguieron detenerla. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? No tenía por qué darle explicaciones a un adúltero cuyo comportamiento dejaba mucho que desear. Cada vez más molesta consigo misma por permitir que le afectara todo cuanto dijese, se dio la vuelta y lo encaró.
Jason permanecía en el mismo sitio, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada intensa. Estaba tan apuesto con su abrigo oscuro, que por un momento olvidó sus diferencias. Era un hombre atractivo de ojos embriagadores. Todo un seductor, al parecer, porque estaba consiguiendo hacerla infringir sus propias convicciones. Si lo hubiera conocido bajo otras circunstancias se habría permitido fantasear y tal vez las cosas serían distintas, pero él era el hermano de un Duque, un hombre muy poderoso. Además, estaba casado. ¿Cuántas veces debía recordárselo?
—Que le quede claro que no estoy huyendo —aseveró en un intento por recobrar la compostura—. Simplemente me marcho.
Él no pareció entender la diferencia.
—Y eso es por…
—¿No ve lo inadecuada que es la situación? —lo atajó dejándolo con la palabra en la boca—. Su comportamiento es impropio.
—Y usted es una señorita que siempre hace lo que debe.
Sí, Ayleen era así. O por lo menos lo intentaba. Era lo que le habían enseñado. Su institutriz había insistido en que los hombres eran como Satanás y que debía cuidarse mucho de estar a solas con ellos, puesto que solo pretendían hacer pecar a las mujeres.
Jason Morton no se parecía en nada al demonio. Por lo menos en la forma, pero conseguía hacerla temblar, y no de miedo precisamente. Desde que lo conoció notaba un cosquilleo en el estómago que se volvía más o menos intenso dependiendo de la situación. Ella era una mujer inocente e inexperta que apenas sabía de las intrincadas relaciones entre hombres y mujeres, aunque en el pasado había escuchado las historias de sus amigas y podía reconocer los síntomas.
En su corta estancia en Greenville le habían sido presentados unos cuantos hombres que habían mostrado un interés nada halagador. Si en ningún caso los sentimientos eran recíprocos y ni tan siquiera habían conseguido despertarle ni el más mínimo interés, ¿por qué sí lo hacía Jason Morton? ¿Qué tenía él que les faltaba a los demás? Y lo más preocupante de todo. ¿Sería a eso a lo que se refería su institutriz? ¿Eran esos los peligros de la pasión?
Se vio asaltada por una terrible angustia.
—¿Usted no? —le preguntó—. Pensaba que era un caballero.
—Yo también —lo oyó mascullar por lo bajo—. No me siento orgulloso de comprobar que nos hemos equivocado los dos. —Se pasó una mano por el cabello en un gesto de exasperación—. Señorita Blake, discúlpeme por todo el mal que he podido causarle.
Ayleen valoró su arrepentimiento como sincero, logrando conmoverla. A pesar de todo, no podía ver a ese hombre como un rufián aprovechado, aunque a veces no podía evitar decírselo a modo de protección. ¿Cómo podía no creerle cuando la miraba con esos ojos que conseguían traspasar su alma?
—Aun así… —Quiso poner cierta distancia. Lo mejor era verse solo en los momentos en los que fuera estrictamente necesario.
—¿Qué más quiere que haga? ¿Pretende que se lo cuente a mi esposa?
Ayleen se asustó. Parecía dispuesto a hacerlo.
—¡No! —exclamó en una especie de súplica.
—Porque si usted me lo pide…
—¡Por Dios, no! ¿Es que se ha vuelto loco?
Aquella era una pésima idea. La peor. No podía permitir que lo sucedido llegara a oídos de Johana. Jamás. Con eso solo conseguirían herir a una mujer buena y su conciencia no se lo permitía. Si por el contrario, ambos callaban, el daño no iría a más y el matrimonio podría seguir como hasta entonces. En aquel momento se preguntó si de verdad le importaba tanto Johana o lo estaba haciendo por él, porque no quería ponerlo en un aprieto. ¿Sería eso? ¿Su fuero interno se empeñaba en defenderlo? Si era sincera consigo misma admitiría que era un poco de cada. Era mejor para los tres implicados que el asunto quedara enterrado para siempre. Sobre todo para su tranquilidad.
Jason la observó durante unos segundos en silencio. Lo que acababa de decir era cierto. Estaba dispuesto a confesar la verdad a su esposa si ella se lo pedía. Con ello pondría en riesgo su matrimonio, pero al menos los remordimientos desaparecerían. Aunque, ¿qué iba a contarle, que una desconocida lo había besado en el bosque? Porque esa era la pura verdad. En su delirio por la caída ella se había lanzado a sus brazos, apremiante. Aun así, Jason no la había detenido como debería hacer un caballero, más bien se había aprovechado de ello… y había deseado más. Por eso era difícil explicar el segundo beso. Eso lo hacía parecer infiel, aunque no había sido su intención. Había actuado por instinto y aquello era un error. Él era un hombre racional y cabal; siempre lo había sido. Lo era manejando el patrimonio de su hermano, lo fue al elegir una esposa y trataba de serlo día a día. Si pudiera volver a ese mismo punto esperaba asegurar que actuaría de otra forma. Ahora estaba en una posición difícil y la culpa lo carcomía. No era un desliz fácil de subsanar y las complicaciones iban mucho más allá. Lo que realmente le preocupaba eran los sentimientos que la señorita Blake empezaba a despertar en él, cada vez más intensos.
Siempre había considerado aquella casita como su refugio. Servía para encontrar paz y tranquilidad, para alejarse de todo, mas ahora iba por ella; para verla. Su mente divagaba hacia ahí con demasiada regularidad y no podía evitar dirigirse al mismo lugar donde la conoció. Sabía que no era correcto, que no debía pensar tanto en ella, pero escapaba a su dominio. No conseguía sacársela de la cabeza. Antes solía pasarse horas y horas encerrado en su despacho, aislado de todo sin inmutarse, pero ahora se sentía enclaustrado, inquieto. Los días sin verla le parecían eternos y estaba siendo más infiel en su imaginación de lo que realmente había sido. Y eso era lo más difícil de asumir, que los sentimientos fueran a más. La desesperación estaba pudiendo con él. No sabía qué hacer para ser el mismo Jason de antes, el devoto esposo. Era como si lentamente se desvaneciese. Lo que más temía era que no llegara a quedar nada.
¿Por qué actuaba con tanta insensatez? ¿Por qué era tan inconsciente? Él no era un hombre de grandes pasiones y, aunque Ayleen era muy bonita, su belleza no era comparable a la de Johana. ¿Qué le ocurría? Porque no era de esos hombres que buscan una aventura o una amante por placer. Antes de tomar la determinación de casarse había estado con muy pocas mujeres y era todo lo contrario a un libertino. Nunca se había dejado dominar por su libido, puesto que sus instintos primarios eran escasos en lo referente al sexo. Él prefería compartir con su esposa una relación basada en el amor en lugar de una gran pasión. Se sentía muy afortunado por lo que tenía. Además, creía en la fidelidad y el respeto. Entonces, ¿por qué de repente sentía esa urgente necesidad de verla, de hablar con ella? Incluso de tocarla. Había algo en esa mujer, en su ingenuidad, que le despertaba una necesidad de protegerla y cuidarla. Sabía que estaba sola, que no tenía familiares que velasen por ella —Johana se lo había contado en algún momento—. Ni siquiera estaba casada, puesto que había dedicado los últimos años de su vida al cuidado de su padre enfermo. ¿Venía de ahí su preocupación o había más y se engañaba? A pesar que Ayleen Blake no era una niña, y su cuerpo así lo atestiguaba, sabía por su modo de besar que ella no tenía experiencia en esos menesteres, que era bastante inocente. En definitiva, que era virgen. Ni siquiera le hacía falta comprobarlo, estaba seguro.
De repente, un espantoso pensamiento lo hizo flaquear. Santo Cielo, ¿desde cuándo le importaba que otra mujer que no fuera su esposa hubiera yacido o no con otros hombres? Aquello no era de su incumbencia y ella le había dejado claro que lo quería lejos de su vida. Aun así, por alguna inexplicable y angustiosa razón, no podía hacerlo.
Si en ese instante la señorita Blake tuviera una ligera idea de lo que poblaba su mente, echaría a correr hasta Londres como alma que lleva el diablo.
—Tengo una cosa para usted; algo que le pertenece —declaró de repente y con más brusquedad de la que pretendía. Ella no tenía la culpa de esos pensamientos indignos, propios de hombres miserables, pero así se sentía él, como un miserable.
Ella debió notar el cambio porque parpadeó confusa. Incluso se mordió el labio, aumentando la incomodidad que Jason sentía.
¿Entonces, por qué no era capaz de dar media vuelta y terminar con aquello de una vez? Se había disculpado con ella, que era lo único que podía hacer, pero en vez de eso se empeñaba en esperarla cada día durante horas en el camino ideando cualquier excusa para retenerla a su lado. ¿Con qué fin? ¿Dónde había quedado la honorabilidad del que tan orgulloso se sentía? Carecía de las respuestas satisfactorias.
—¿Para mí? —preguntó Ayleen con desconfianza.
Jason asintió.
—Sí, aunque lo tengo en la casita. Buscaba el momento idóneo para devolvérselo. ¿Me esperará? Será un momento.
—No creo que eso sea muy conveniente —opinó ella.
—Por favor. Por favor —repitió.
A ella le costó aceptar.
—Está bien.