5
Jason se asomó a la ventana y echó un vistazo rápido. Hacía dos días que amenazaba con lluvia y parecía que por fin se decidiría a descargar. Tomó el último bocado del desayuno sin ni siquiera sentarse, impaciente por comenzar con sus quehaceres diarios. Antes volvió mirar por la ventana, pero esta vez no se fijó en el estado del cielo, sino que se limitó a contemplar el sereno paisaje que había ante sus ojos. Aunque la vista era preciosa, en primavera y verano se tornaba sublime. La parte de atrás de la casa, en donde estaba situado el comedor de desayunos, daba paso a un jardín bien cuidado y abierto, en dirección a la zona boscosa de la propiedad ducal que ocupaba cerca de mil acres. En realidad, Carmine’s Place era una extensa propiedad dedicada al cultivo. De una parte se ocupaban él, contratando a campesinos para que las trabajasen, pero había otras parcelas que se arrendaban. En otros tiempos, la propiedad se prolongada hasta llegar a Greenville, pero los anteriores duques habían ido vendiendo pequeñas porciones.
La casa que compartía con su esposa no era tan grande como la mansión de su hermano, aunque a Jason le encantaba vivir allí. Disfrutaba de todas las comodidades sin tener que soportar la presión que se le requería al primogénito. Su vida se regía por la paz, la tranquilidad y una rutina perfecta que no cambiaría ni por todo el oro del mundo.
—Me marcho ya, no sea el caso que se ponga a llover. —El comentario iba dirigido a Johana, que acababa de entrar—. Que disfrutes del día. —Se le acercó y le dio un suave beso en la mejilla y la dejó allí plantada sin haber podido pronunciar palabra.
Lo cierto era que Jason se sentía culpable, pero no le apetecía responder las preguntas que de seguro llegarían.
La noche pasada, después de la cena en casa de los Haggens, en lugar de irse a sus respectivas habitaciones, Johana se le acercó con un beso y una insinuación clara en la mirada que no estaba seguro de poder responder.
Por regla general, el matrimonio dormía en habitaciones separadas y sus acercamientos íntimos eran los justos y normales, sin ningún tipo de apasionamiento desbordado: Jason se daba por satisfecho con mantener relaciones dos o tres veces al mes. Ambos disfrutaban de caricias y abrazos y hacían el amor en la oscuridad de su habitación. No obstante, pocas veces conseguía contemplar el cuerpo de Johana en todo su esplendor; tan suave y hermosa que quitaba el aliento, pero a la vez, un tanto recatada. A ella le resultaba difícil y algo bochornoso exponerse de ese modo, aun delante de su esposo.
Él siempre solía tomar la iniciativa. Si se salían de ese parámetro era cuando, como en la noche anterior, las tornas cambiaban. Sin embargo, esa vez no pudo; no se sentía con ganas. Intentaba aferrarse a la idea de que era culpa de la intempestiva hora y no por la constante imagen que se repetía en su cerebro: Ayleen Blake.
Se dijo que no tenía sentido achacarlo a una mujer que apenas conocía y cuyos encuentros habían sido tan abruptos. Ella lo había besado e insultado de todas las formas posibles. Por supuesto, su propio comportamiento dejaba mucho que desear y debía muchas disculpas por ello.
Le irritaba también recordar la escena que tuvo que interrumpir con Rupert. El comodoro Clarewood se estaba sobrepasando, tomándose tales libertades con la joven ¡y con la habitación llena de gente! Había oído rumores sobre las largas manos de ese sujeto, pero nunca había sido testigo de ello. En aquel instante sintió un terrible deseo de levantarse y darle un buen puñetazo en el rostro, pero no quería montar una escena y avergonzar a la señorita Blake. Lo único que se le ocurrió fue llamarlo en un tono que no pudiera dejar de advertir. Cuando le invitó a jugar a naipes con él como una mera excusa, este no se dio por aludido. El rostro de alivio que mostró Ayleen Blake le hizo ver que había hecho lo correcto y se sintió bien. Por una vez, le podía mostrar su caballerosidad.
¿Por qué volvía a pensar en ella una y otra vez? ¿Qué tenía esa mujer que conseguía que no pudiera evitar prestarle atención? Incluso la había estado observando durante la cena, lanzándole miradas furtivas disimuladas.
Había comprendido casi de inmediato lo que la anfitriona pretendía invitando a esos tres pimpollos solteros. No estaba nada de acuerdo en la elección, pero la mente de Henrietta Haggens era todo un misterio para él. El leve malestar que sintió al verlos desfilar delante de la joven fue ignorado y descartado de inmediato. Solo Horatio Plumbert se había comportado con distinción; consecuencia de su timidez, lo sabía, pero los otros dos… Tampoco sabía si ella se había sentido atraída por alguno de ellos —y la verdad, no quería saberlo—, ya que se mostró amable y comedida en todo momento, pero si lo que decía Johana era cierto, la joven no tenía muchas opciones y a la larga se vería forzada a escoger.
De todas formas, ¿por qué debería importarle? Era su vida; que hiciera con ella lo que quisiera.
Sin perder más tiempo tomó su caballo y, como casi cada mañana, galopó hacia Carmine´s Place, la casa donde había nacido y crecido y que ahora pertenecía a Ashton por derecho propio. Para él era una suerte poder seguir viviendo allí y tener su propio hogar. No obstante, le tenía un gran apego a la enorme mansión, sobre todo por los recuerdos de la niñez.
Cuando se casó, su hermano hizo lo que pudo por convencerlos a ambos de vivir en la casa grande. Aunque se lo agradecía de todo corazón rehusó el ofrecimiento. Jason prefería una casa más pequeña y acogedora, mucho más acorde con sus sencillos gustos; una casa a la que pudiera llamar hogar. Como era difícil llevarle la contraria a su hermano, este sugirió una alternativa: les cedía una porción de terreno más al norte en donde había una pequeña casa en desudo y lista para reformar. Sus dimensiones eran perfectas, pero fue reticente a la hora de aceptar.
—¿Y cuándo te cases? —le preguntó a Ashton en cuanto se lo sugirió—. Quizás a tu esposa no le agrade vernos rondar por aquí.
—La tierra es mía y yo decido lo que me place —respondió sin darse cuenta de lo pomposo que parecía—. Ella aceptará lo que yo decida que es mejor para mí.
Sin más ganas de discutir, y por el simple hecho de que se moría de ganas por aceptar, claudicó.
Aunque podía llegar cruzando el bosque en línea recta, lo cual solía hacer a menudo por ser el trayecto más corto, esa vez enfiló el sendero de entrada de su hogar hasta dar con el principal, dejando la fachada de su casa a sus espaldas. Cuando llegó al cruce torció a la izquierda, pues en caso contrario, el camino de tierra —flanqueado por viejos robles, abedules, hayas, fresnos y demás flora variada que conformaban el bosque— lo llevaría hacia la gran puerta de hierro forjado que daba acceso a la propiedad.
Siguió al trote y la vio aparecer ante sus ojos. Con la fachada principal de ladrillos rojos, Carmine’s Place era magnífica. Monstruosamente majestuosa. Elevada sobre un pequeño montículo, se asemejaba a una enorme mole de clase y distinción señorial.
El camino se ensanchó alejando a los árboles y dando paso a arbustos de por lo menos cinco pies de altura recortados con una simetría perfecta. Se acercaba a una grandiosa circunferencia en cuyo centro se alzaba una fuente. Los carruajes solían detenerse a los pies de un gran porche de piedra de cuatro arcos, pero él dirigió al caballo a su derecha, hacia los establos.
—Buenos días, lord Jason. —Clay, el mozo de cuadras, tomó las riendas. Era un poco más joven que él y había pasado toda su vida entre las caballerizas de la casa siguiendo los pasos de su difunto padre. El hombre era sensato y cabal y sus manos hacían maravillas con los caballos.
—Buenos días. —Echó un vistazo a las cuadras llenas—. Veo que ya los tienes cepillados y brillantes —comentó refiriéndose a los caballos.
—Por supuesto —asintió complacido—. Y lo mismo haré con Pecado, que hoy parece más nervioso que de costumbre.
—Creo que necesita correr un poco. Tal vez puedas darle una vuelta.
—Sí —afirmó pensativo el mozo—, creo que lo haré.
Se despidió y cruzó el patio en dirección a una de las entradas traseras justo en el mismo instante que empezaba a llover a cántaros. El señor Lonkstow, el mayordomo, le abrió la puerta, aunque no entraba dentro de sus obligaciones el tener que esperarlo.
—No sé cómo lo hace para estar en ambas puertas a la vez —lo saludó Jason.
Siempre regio y solemne, inclinó la cabeza con deferencia, sin permitirse responder. En cierto sentido, era la persona ideal para ejercer de mayordomo de Carmine’s Place. Le iba bien a la casa y a su hermano, pues mostraba un celo desmesurado por las formalidades. Además, tenía un gran talante para manejar los asuntos de los sirvientes.
En los últimos tiempos, Jason se había acostumbrado a no oírle hablar más de lo necesario; y en cierta forma era comprensible, pues hacía poco más de un año que su esposa, la antigua ama de llaves, había fallecido. Le había afectado mucho.
—Su Gracia está en la biblioteca —le notificó sin necesidad de que preguntara.
No tenía la intención de hablar con su hermano hasta más tarde, pero si el señor Lonkstow le informaba dónde estaba su hermano era una señal inequívoca de que Ashton quería hablar con él.
Aunque sabía cuánto le disgustaba que entrara sin ser anunciado, Jason lo hizo de igual forma, pues uno debía aprovechar las pocas ocasiones en que podía irritarlo.
—Buenos días. ¿Me llamabas? —preguntó incluso antes de verlo. Dirigió su mirada hacia las estanterías y en efecto, allí estaba, tan impecable como siempre.
—No creo haberlo hecho. —Con paso indolente se sentó en la silla detrás de su escritorio.
—Bueno —adujo imitándole, aunque sentándose enfrente—, es posible, pero aunque esa no haya sido tu intención es lo que ha sucedido. No te lo he comentado en otras ocasiones, pero he formulado una interesante teoría sobre todo este asunto.
—¿De verdad? Estoy impaciente por oírla.
Ignorando el tono sarcástico se puso más cómodo.
—Pues verás, seguro que has bajado temprano por la escalera con ese aire tan divertido que sueles lucir. Sí, ya sabes —indicó cuando vio la incomprensión en los ojos de Ashton—, ese posado arrogante que luces como una segunda piel. —La referencia no hizo ningún efecto, así que siguió—. Habrás preguntado al señor Lonkstow por mí sabiendo que no habría forma de que ya hubiera llegado. Cómo no, él es capaz de leer entre líneas cada uno de tus comentarios de un modo que me da escalofríos —añadió— y ha interpretado correctamente que deseabas hablar conmigo. Así que tan pronto he llegado me ha comunicado que requerías mi presencia.
—Estoy impresionado —expuso Ashton en un tono que indicaba todo lo contrario.
—Lo imagino. —Jason sabía que no lo estaba. Era una de las tonterías que solía lanzarle para ver si era capaz de alterarlo, lo cual no ocurría muy a menudo.
—Claudia ha escrito.
El brusco cambio de tema lo tomó desprevenido, pero le reafirmó la impresión que tenía sobre lo que acababan de hablar.
Le enseñó la carta y Jason se inclinó parea verla.
—¿La has leído? —este asintió—. ¿Qué dice? ¿Cómo está?
—Léela tú mismo.
—No, hazlo tú; tienes un don para la oratoria. —No pudo evitar pincharle un poco y se arrellanó en la silla.
Claudia, la buena y dulce de su hermana Claudia. Pese a la diferencia de edad, once años en su caso y poco más de doce con Ashton, los tres formaban una familia muy unida. Como la benjamina había sido también la más consentida, si bien podían dar gracias porque no llegara a convertirse en una joven descerebrada que solo pensaba en gastar toda su asignación. Con diecisiete años y a punto de convertirse en toda una mujer había emprendido, con el beneplácito de su hermano mayor y tutor, un largo viaje con su tía Mildred, la cuñada viuda de su difunto padre. Esta y el tío Richard habían tenido cinco hijos entre los que se encontraban Marianne, la mayor; luego la seguían Ryan, Juliet, Helen y la pequeña Angy, de la misma edad que su hermana.
El Marqués de Hansberg, casado con su prima Helen, debía realizar un viaje al continente en el que también los acompañaría su suegra y su joven cuñada y, en vistas del aburrimiento de Claudia en casa, la invitaron a ir con ellos. Las dos primas se mostraron entusiastas. Ambas eran las mejores amigas y pronto volverían a Londres para hacer su presentación en sociedad. Antes, no obstante, tenían mucho que ver y disfrutar.
Hacía más de tres meses que se habían marchado y esa era su sexta o séptima carta —quizás más—; ya no llevaba la cuenta. Esa hermana suya era una prolífica escritora epistolar.
Se dispuso a escuchar el relato.
Queridos hermanos:
¡Seguimos en París!
Estoy muy contenta porque al fin estoy aprovechando todos esos elegantes y deliciosos vestidos por los que Ash pagó tanto dinero, aunque he de decir que mi falta de escote deja mucho que desear. Por supuesto, todos creen que es así como debo llevarlos; incluso Helen. Hace unos días tuve que recordarle que solo hace un año y medio que está casada y ya habla como las viejas matronas —por lo que soltó una palabrota que ni siquiera yo me atrevo a poner por escrito—. ¿La habrá aprendido de su esposo? Lo ignoro. También hice hincapié en el hecho de que antes de casarse se quejaba de lo mismo, pero justo en ese instante tuvo un ataque de amnesia. Qué oportuno.
¿Os dije en mi última carta que estamos alojados en un gigantesco y opulento palacio del siglo XVIII que pertenece a algún conocido de Hansberg? Carmine’s Place palidece en comparación.
Sí, sí, ya sé lo que pensáis, ellos también se ríen cuando lo llamo así, pero es imposible llamarlo por su nombre cuando es tan serio —sí, tan serio como tú, Ash—. Además, antes de enamorarse de Helen tenía una reputación tan terrible… Es muy bochornoso no poder cambiar esa maldita costumbre, pero ¿qué le vamos a hacer? Al marqués no parece importarle.
Antes de que se me olvide: Jason, estabas equivocado; París me está decepcionando. Hemos ido a varias fiestas —diurnas, por supuesto— y comprobé con desagrado que las francesas son demasiado estiradas y —no puedo creer que esté a punto de escribir esto— descocadas.
Tía Mildred me está obligando en este instante a deciros —en contra de mi voluntad— lo traviesa que fui con esas parisinas cuando por casualidad tropecé con una piedrecita y lancé todo el pastel encima de sus vestidos nuevos. No podríais ni imaginaros lo que son capaces de chillar. Al parecer, nadie me creyó cuando pedí disculpas por ser tan torpe —es verdad, lo soy—. ¿Qué culpa tenía yo de que la joven en cuestión fuera la que dijera que las inglesas somos feas, sosas y vulgares? Siempre he dicho que todo el mundo es libre de dar su opinión.
Aunque París no es una ciudad tan maravillosa como me habían contado —mi objetividad parece haberse evaporado tras ese incidente—, Angy está encantada y la encuentra muy romántica. Aunque en el caso de nuestra prima se debe más a la presencia de Robert, el cuñado de Helen. Esos dos tortolitos no paran de lanzarse miradas ardientes. ¡Ay, qué envidia! Creo que está esperando un poco a pedirle la mano, más que nada para que ella disfrute de su presentación.
Mientras nosotras nos estamos divirtiendo, Hansberg debe asistir a esas tediosas reuniones diplomáticas que solo vosotros dos entenderéis. Todavía no sabemos cuál será nuestro próximo destino, pero tía Mildred cree que será Italia.
Pero bueno, basta de hablar de mí. ¿Cómo están mis dos hermanos favoritos? Espero que no trabajéis demasiado. Echo de menos a Johana. Decidle que encontré un regalo que le encantará. Estoy impaciente porque lo abra.
En fin, creo que he de terminar ya, porque Angy acaba de salir del salón con Robert y nuestra tía está poniéndose nerviosa. Creo que voy a seguirles para impedir que hagan algo que provoque otro ataque a tía Mildred.
Os quiere,
Claudia.
Su hermano volvió a doblar el papel devolviéndolo al interior del sobre.
—Vaya con nuestra hermanita —sonreía solo de imaginarlo—. Lo está disfrutando
—Es verdad. Pensé que el viaje le vendría bien. La tía Mildred y nuestras primas son muy buena influencia para ella.
—Dios es testigo de que nosotros hemos hecho lo que hemos podido —indicó Jason.
Claudia, como pequeña de la familia, era la que había sufrido más la ausencia de sus padres. En Carmine’s Place no tenía amigos y ellos no podían afincarse en Londres de forma definitiva, por lo que su familia paterna era de una ayuda inestimable. Además, nada de lo que la joven relataba en su carta le parecía extraño. Claudia era así, tan diferente de ellos como la noche y el día. Ella era alegre y vital donde Ashton permanecía inmutable, así como tenía la necesidad de estar rodeada de gente y bullicio cuando Jason prefería la tranquilidad del campo. En el físico tampoco se parecían. Su melena negra y rizada la diferenciaba del pelo claro de Jason y el rubio de Ashton; al igual que los hoyuelos, de los que ellos carecían, que la hacían parecer adorable. Solo sus ojos, de un verde intenso, y su altura, se equiparaban a las de ellos.
—Incluso fuera de casa —añadió Ashton tras unos instantes de reflexión— sigue mostrándose impetuosa. Espero que eso no se convierta en una costumbre.
—Son cosas propias de la edad —la defendió.
—Una pequeña indiscreción puede convertirse en un verdadero escándalo, no lo olvides. No obstante, creo que tienes razón en advertir que son cosas de jovencitas. Espero y deseo que cuando se case madure. Acabará siendo una mujer más maravillosa de lo que ya es —añadió con afecto.
Jason asintió, mostrando su acuerdo.
—¿Y tú? —le preguntó de repente, malicioso—. ¿Cuándo piensas casarte y concebir al preciado heredero?
—Lo que yo hago con mi vida no es asunto tuyo —replicó el otro desabrido.
—¡Oye! —exclamó fingiéndose ofendido—. Solo me preocupo por tu bienestar. Sé de buena tinta que la reina Victoria te ha hecho insinuaciones sobre ese tema. —Como su hermano no se dignó a contestarle, siguió pinchándole—. No puedes evitar ser su Duque favorito y sabes lo mucho que le agradan las bodas. No me extrañaría que te obligara a casarte con una mujer de noble abolengo. —Aunque era cierto lo que decía, no lo pensaba en serio. Solo era una excusa más para mortificarle.
—No puede obligarme a casarme —soltó con desprecio—. Nadie puede.
—Venga Ash, no seas tan quisquilloso. Sabes que eres dueño de tu vida y que nadie puede decirte qué hacer con ella —su tono se había vuelto grave—, pero sí es cierto que no comprendo por qué tardas tanto en decidirte a buscar esposa —reflexionó unos instantes—. ¿Es que esperas casarte por amor? —Nunca se le hubiera ocurrido, pero a lo mejor su hermano escondía una vena romántica.
Su bufido despreciativo contradijo ese pensamiento.
—Te creía más inteligente, Jason. Me sorprende constatar tales pensamientos en ti. ¿Amor? ¿Qué es el amor? Sexo rodeado de ideales tontos y romanticismo absurdo.
—Así pues, ¿no crees en él? —No pensaba que fuera tan frío al respecto.
—¿Tú sí? —contraatacó este.
—Yo quiero a Johana —adujo con calma, ya que el inocuo tema que había sacado a relucir se había convertido en algo más serio.
—Lo sé, pero no es de eso de lo que hablo. Cuando la gente habla de amor, se refieren a ese sentimiento escrito en los libros que te coge por el pescuezo y te arrastra hacia límites insospechados…
—Eres todo un poeta —se burló, interrumpiéndolo.
—… Y eso no existe —continuó él—. Lo que es real es lo que hay en tu matrimonio: dos personas con intereses comunes que se quieren y respetan siendo capaces de permanecer juntos sin llegar a odiarse.
En alguna otra ocasión, él mismo había hecho una definición parecida de su matrimonio, pero en esos momentos un extraño malestar anidó en su pecho. Lo que antes le había parecido perfecto había sonado demasiado vacuo y aburrido. Lo ignoró.
—Entonces, ¿no te casarás nunca? —preguntó. Estaba muy interesado en su respuesta.
—Nunca es mucho tiempo, pero si te digo la verdad, siendo quien soy y ostentando esta posición —se señaló refiriéndose al título de duque y demás tratamientos a menor escala—, ¿de qué me sirve estar casado?
—Vaya —silbó en señal de respeto—. Nunca pensé que lo tuvieras tan claro. —de repente se le ocurrió una pregunta—. ¿Y el sexo?
Ashton alzó las cejas con altanería.
—¿Qué pasa con él? Puedo pasarme la vida siendo tan discreto como lo soy en la actualidad.
—Pero tener esposa tiene ventajas; como hacerte compañía…
—En ese caso, me presento a una fiesta para que todas las mujeres revoloteen a mi alrededor —lo interrumpió con una confianza en sí mismo aplastante.
—… Hacen de anfitrionas en tus fiestas… —Jason no desistía.
—Con tu esposa me basta.
Jason ignoró ese comentario sonriendo y alzando una ceja a su vez.
—… Y te dan descendencia —finalizó—. Y no te atrevas a decirme que no te gustan los niños, porque sé que es mentira. Te encantan —afirmó. Ashton escondía esa faceta a los ojos de los extraños. Solo los más allegados sabían cómo adoraba a los críos.
—Puede —se encogió de hombros como si la cuestión no fuera con él o careciera de importancia—, pero no son indispensables. —Al parecer se había convencido.
—¿Y el heredero? —insistió.
—Tú eres mi heredero —afirmó queriendo zanjar la cuestión.
Lo miró con tal cara de horror que Ashton se echó a reír. No obstante, Jason tenía eso muy presente y no quería ni planteárselo.
—No si puedo evitarlo —aseguró.
—También tus hijos podrían serlo —sostuvo Ashton.
—Imagina que Johana y yo no tenemos —apuntó con naturalidad. Era una posibilidad tan real como cualquier otra.
Su hermano le lanzó una extraña mirada que lo hizo sentir incómodo, pero no dijo nada.
—En ese caso, siempre queda nuestro primo.
—¿Ryan? —preguntó boquiabierto.
—¿Tienes otro? —replicó el mayor de los Morton—. No sé por qué te extrañas tanto. De hecho, es lo que ocurriría llegado al punto.
—Pero… —no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa al imaginarlo—, ¿te lo imaginas?
Ambos se echaron a reír sin poder evitarlo.
—Si eso sucediera —dijo Ashton entre carcajadas—, nos mataría.
—No podría, ya estaríamos muertos —se rieron más fuerte aún.
Después de varios minutos de hilaridad descontrolada consiguieron tranquilizarse.
—Para que él lo fuera —su hermano retomó el hilo de la conversación—, nosotros tendríamos que haber muerto sin descendencia. Francamente, es poco probable.
—Sí, casi imposible. Pero creo que ostentar el título y el peso que eso conlleva acabaría con él. ¡Con cualquiera aparte de ti! —añadió al final—. No sabes cómo me alivia que tú seas el mayor. —Se levantó y su hermano le imitó—. Bueno, después de esta instructiva charla dejaré que atiendas tus asuntos ducales mientras yo voy a hacer el trabajo de verdad —bromeó.
—¿Tomarás conmigo el almuerzo? —preguntó el mayor. Había recuperado la seriedad típica en él—. Hay algunos asuntos de negocios sobre los que deberíamos discutir.
—Es una posibilidad nada remota.
—Pues le diré al señor Lonkstow que avise a la cocinera —declaró dándolo por hecho.
—¿Seguro? Ya sabes cómo se llevan esos dos. Son la comidilla del servicio. —Jason esbozó una sonrisa mitad divertida mitad preocupada.
—Lo sé. Mi ayuda de cámara me insinuó algo.
—¿Intervendrás? —preguntó curioso.
—Mientras no influya en la calidad de su trabajo, no. Más adelante, ya veremos.
—Bien, me marcho. El despacho y sus papeles me esperan.
Y lo dejó allí solo mientras su mente ya estaba en todas las tareas que tenía por delante.
Sus quehaceres abarcaban amplias y diversas actividades. No solo era el administrador de las tierras y de la casa —cuyos trabajos, en realidad, solían hacerse por separado y por dos personas distintas—, sino que a veces ejercía un poco de la abogacía que su padre tanto se había preocupado que aprendiese. No obstante, tenían un abogado en Londres que se encargaba de todo en general. Él solo utilizaba sus habilidades de tanto en tanto.
Su trabajo no consistía solo en llevar las cuentas. Era el responsable de la gestión de fincas: se ocupaba de las explotaciones, sacando el mejor provecho de los cultivos; atendía las quejas de los inquilinos; cobraba rentas; y además rentabilizaba el patrimonio con inversiones, en las que, por cierto, tenía buena mano. En cuanto a la casa, era él quien se encargaba de todas las compras, contrataciones, despidos y pago del personal al servicio de Carmine’s Place. Por supuesto, recibía un salario; o mejor dicho, dos. Ashton no permitía que desempeñara dos ocupaciones y no se le correspondiera a cambio. Si a todo eso sumabas la herencia que le correspondía como un Morton, se podía decir que vivía mejor que muchísimos nobles de alta alcurnia.
En realidad no tenía que trabajar. Su padre, en su día, se había encargado de dejar intacta la dote de su madre para repartirla entre los hijos menores —en este caso Claudia y él mismo—, ya que el primogénito heredaría todo lo vinculado al título. La cantidad aportada era descomunal incluso dividida, pero Jason no se imaginaba yendo ocioso por la vida. Era verdad que el trabajo le ocupaba gran parte del tiempo del que disponía, pero él disfrutaba de ello. Además, no lo hacía todo solo. Para ello contaba con la inestimable y eficaz ayuda de Tim, el segundo hijo de una familia de los alrededores venida a menos desde una generación atrás. Tenía estudios, contaba con una buena cabeza y era astuto, por lo que lo hacía ideal como ayudante. A la larga, Jason planeaba dejarlo a cargo de la administración de la casa, ya que lo consideraba preparado para ello. Por el momento, trabajaba mucho, viajaba otro tanto por el mismo motivo y se limitaba a descansar el resto del tiempo.
A última hora de la mañana tuvo que desplazarse al pueblo. Como había dejado de llover dejó a Tim y a un nuevo ayudante en otros asuntos y cogió una de las calesas para desplazarse con más comodidad, ya que seguía nublado. No encontró a su hermano e informó al señor Lonkstow de que al final no le daría tiempo para que desayunaran juntos.
En Greenville visitó a unos arrendatarios que estaban sufriendo unas graves desavenencias. Habló con ellos y trató de suavizar las cosas. Despuéstllos desaviniencias.aban sufriendo los cultivos,nue esperarlotamiento utilizó el servicio postal para enviar cartas a Londres y charló con algunos de los vecinos del pueblo. Solo le quedaba por ver si el juez Haggens estaba en casa, así que dirigió sus pasos a la calle principal con rapidez mientras saludaba con la mano a un transeúnte al que conocía. Fue un error no mirar hacia delante y no tuvo tiempo de echarse para atrás cuando tropezó con otra persona. Cuando se dio cuenta ya la tenía encima. Ayleen Blake chocó contra él y todos los paquetes que esta llevaba en los brazos cayeron desparramados al suelo.
—¡Oh! —exclamó ella.
—Déjeme ayudarla. —Jason se apresuró a recogerlo todo intentando impedir que se estropearan en el suelo todavía mojado, pero ella tuvo la misma intención y sus manos, cubiertas por guantes, se tocaron. Ella saltó hacia atrás como si se hubiera quemado. Sus ojos quedaron suspendidos unos segundos hasta que Ayleen apartó la vista con rapidez. No obstante, el daño estaba hecho. Jason notó que algo lo atravesaba. El repentino nudo en su estómago volvió a parecer, pero fingió que no lo sentía. Cuando tuvo en sus manos todos los paquetes, los sujetó impidiendo que ella los cogiera—. Lamento mi torpeza —se excusó.
Levantó la mirada para observarla con atención. Esa vez lucía un primoroso vestido ajustado en tonos tierra y ocres con una hilera de botones abrochados desde el cuello hasta más abajo de su cintura. Un sombrero, los guantes y un pequeño bolsito marrón colgado de su muñeca completaban el atuendo. El paraguas que ella llevaba todavía estaba en el suelo.
La veía más bella de lo que estuvo en la fiesta de la noche pasada, aunque no sonriera. El rubor de sus mejillas y el rápido movimiento de sus manos dejaban patente su incomodidad. Jason aseguró su propio sombrero y miró a ambos lados de la calle. Nadie les hacía el más mínimo caso. A su vez, ella recogió su paraguas y extendió los brazos para tratar que le devolviera los bultos.
—Démelos —exigió sin llegar a acercarse—. Mi transporte está cerca.
Jason no iba a dejar pasar esa oportunidad. Lo mínimo que podía hacer era disculparse por su reacción en casa de los Haggens y por otras cosas.
—No, permítame acompañarla. Yo se los llevaré.
Sabía que, en otras circunstancias, ella hubiera aceptado, pero tratándose de él…
—No, no. —Ayleen trató con todas sus fuerzas de no cruzarse con su mirada.
—Por favor, señorita Blake —suplicó—. No quiero avergonzarla más, pero necesito disculparme.
«Y así poder quedarme unos minutos más junto a usted».
El pensamiento fue tan repentino que se quedó momentáneamente aturdido.
Comenzó a andar para evitar esa línea de pensamientos y así obligarla a seguirle. Ella, reticente, no tuvo más remedio que hacerlo. Mantuvo el paso a su lado pero no lo miró en ningún momento. Cualquiera que se hubiera fijado en ellos solo vería a alguien tratando de ayudarla mientras iban en busca de la calesa.
—Lo siento si anoche se sorprendió cuando fingí no conocerla —continuó tratando de escoger las palabras y no terminar por ahuyentarla.
Por un segundo, el paso de Ayleen se detuvo, pero lo renovó con más vigor.
—No deseo hablar de eso —musitó colorada.
—Pero es necesario. No quisiera que unos malentendidos…
—¡Malentendidos! —Sulfurada, se detuvo y lo miró. Acto seguido pareció arrepentirse de hacerlo y siguió caminando.
—Lo que trato de decirle —siguió en tono conciliador—, es que lo mejor era fingir que esa era la primera vez que nos veíamos.
—¡Mejor para usted!
—Para los dos —afirmó contundente. Se detuvo de golpe, obligándola así a mirarlo—. Otra actitud hubiera suscitado comentarios que podrían haberla puesto en una situación vulnerable. No deseo que eso suceda.
—Resulta conmovedora su preocupación por mí, una total y absoluta desconocida —agregó mordaz—, pero hubiera tenido que pensarlo antes de, antes de… —no pudo ni pronunciarlo por las imágenes que su mente conjuraba—, ya sabe.
Jason suspiró. No sería fácil obtener su perdón, pero la mujer resultaba obtusa a más no poder.
—Señorita Blake. —Puso una mano en su brazo.
—¡No me toque! —Ella saltó como un conejo asustado.
—Pues logre dominarse. No queremos montar un espectáculo en plena calle. ¿Cierto?
A escasos metros de la calesa, Ayleen se detuvo y lo miró a los ojos. No mostraba la vergüenza y el desespero de hasta ese momento. Vio decisión en ellos, pero él lo tomó como un desafío.
—Espero con todo mi corazón que no vaya por ahí haciendo lo mismo a cada mujer que ve.
—Fue un desafortunado incidente —murmuró avergonzado. Nunca había actuado de aquella misma forma.
—Pues no lo parece —indicó Ayleen—. Ni su esposa ni yo nos merecemos esto. Así que, por favor, a partir de ahora, le pido que no me dirija la palabra a menos que sea estrictamente necesario.
Jason asintió. Había requerido mucho valor para decírselo, estaba seguro. La mujer le parecía más interesante a cada segundo que pasaba; y misteriosa también. No obstante, se esforzó por conservar el buen juicio que le quedaba y asistió conforme. Había sido un episodio aislado, una enajenación momentánea. A partir de ese momento, no volvería a pensar en la señorita Blake. Con total determinación dejó los paquetes en el vehículo y se despidió con un gesto de cabeza.
No vio cómo ella lo siguió con la mirada hasta que desapareció antes de azuzar al caballo y alejarse de allí lo más rápido posible.