11
Llevaba lloviendo doce interminables días. Lo sabía porque los había contado. Doce días en los que apenas había podido salir de la casa, pues el tiempo no lo había permitido. Sus paseos se habían visto drásticamente reducidos y ahora Ayleen se sentía enclaustrada. No era una sensación nueva; cinco años cuidando a su padre le habían producido el mismo efecto, pero creyó haberlo dejado atrás cuando se marchó de Londres. Antes se pasaba horas y horas pendiente de él; tanto que a veces perdía la noción del tiempo. Todos los días le parecían iguales y ya no sabía si se encontraba a lunes o martes. Aunque contrató una enfermera para que se ocupase de él, sentía que era su deber de hija estar a su lado, ayudándole a soportar sus dolores, dándole de comer, leyéndole o simplemente viéndole dormir. También lo hacía porque lo quería, pero había terminado por quitarle toda la vitalidad y perdiendo su juventud.
¿Pero quién no hubiera hecho lo mismo? Antes del accidente, Arthur Blake había sido un padre maravilloso, un referente para ella, cariñoso y comprensivo. Le dolía en el alma ver en lo que se había convertido: un ser incapaz de valerse por sí mismo. No solo fue menguando físicamente, sino también de espíritu. Y cuando él se fue y empezó a echarlo de menos, su abogado le aconsejó que esperara un tiempo para hacer cambios drásticos, el tiempo que se consideraba prudente para el duelo. Esa había sido la peor época. Sus amistades y las de su padre habían desaparecido, por eso nunca tenía visitas ni nadie con quien hablar y ella permaneció en el olvido, encerrada en aquella enorme casa que casi llegó a asfixiarla. Por eso ahora necesitaba grandes espacios abiertos y largas caminatas. En definitiva, quería gozar del sentimiento de libertad.
Mirando con nostalgia por la ventana del salón, Ayleen se dio cuenta que había dejado de llover y entonces vio su oportunidad. Rogando porque la lluvia no empezara de nuevo subió hasta su habitación y llamó a Margueritte para que le ayudara a ponerse uno de sus vestidos viejos, uno que soportara su paso por unos caminos llenos de barro y agua. No obstante, la criada trató de hacerla cambiar de opinión. No creía que fuera muy adecuado, pues el cielo todavía estaba cubierto por unas espesas y amenazantes nubes negras. Esta no contó con la determinación de Ayleen, que desestimó cada uno de sus argumentos. Por suerte para ella Adele, mucho más persuasiva, tenía la tarde libre y había aprovechado para ir a ver a su hermana. Se puso una gruesa capa y los guantes y corrió sorteando los charcos hasta perderse en las profundidades del bosque. Tan enorme eran sus ansias de libertad que caminó como nunca, sin temor alguno, dejando por primera vez atrás la casita del guardabosques y yendo más allá de lo que nunca se había permitido.
La lluvia no había sido la única razón de haber interrumpido sus paseos por aquella zona. Jason Morton y sus embriagadores besos tenían la culpa. Había pasado un mes desde el baile de primavera, tiempo suficiente para pensar largo y tendido, si bien su resolución venía siendo la misma: tenía que alejarse de él; aunque por supuesto, era más fácil decirlo que hacerlo. Evitarlo se le había dado relativamente bien. No había habido ningún otro baile o cena en la que pudieran coincidir. Sin embargo, ¿cómo podía olvidar su cálido rostro o su reconfortante abrazo? Había dejado de ser la dueña de sus pensamientos. Por mucho empeño que pusiera, le resultaba casi imposible borrar su rostro de sus pensamientos o dejar de sentir algo, y eso la sacaba de quicio.
Su comportamiento era del todo censurable, no estaba a la altura de las circunstancias y creía que en parte era su culpa por no haber puesto el suficiente ímpetu en alejar a Jason de ella. Por supuesto, Ayleen no tenía práctica en esos menesteres. Nunca había rechazado a un hombre, y menos a uno que le atrajera tanto. Hacerlo desistir estaba resultando un desafío.
No quería ser tan vulnerable. Lo odiaba, porque no podía permitírselo.
Ayleen exhaló un largo suspiro. Su vida en Greenville se estaba volviendo más complicada de lo que imaginó cuando decidió instalarse a vivir cerca del pueblo y a veces sentía que su situación era un tanto precaria: cualquier desliz por su parte terminaría por hundirla. No se trataba solo de Jason, sino de los pretendientes que se habían postulado. Para lo que Henrietta y las demás damas del té debería ser un motivo de orgullo y satisfacción, para ella se estaba volviendo una pesadilla, llegando a pensar que el único modo de zanjar el asunto de una vez por todas era siendo brusca y nada delicada: le diría al señor Been y al comodoro Clarewood que nunca jamás se casaría con ellos. Tampoco había tomado en consideración a Horatio Plumbert, ni se imaginaba siendo la esposa de este, un hombre mucho más tolerable que los otros. Los tres quedaban descartados.
¿Qué pensarían todos de ella si les rechazaba? Aparte de ser la comidilla del pueblo, la señora Smith sentiría una honda satisfacción, mientras que los demás la tacharían de ser una estúpida con aires de grandeza. Como si pretendiera alcanzar un mejor partido. Ciertamente, el señor Been y el Comodoro podían ofrecerle una seguridad económica envidiable y, aunque a estas alturas Ayleen había dejado de soñar con su príncipe azul, tampoco estaba tan desesperada. Por ahí debía haber algún hombre mejor.
Entonces notó las primeras gotas de lluvia que resbalaron por su frente y nariz. Alarmada miró hacia el cielo, que no presagiaba nada bueno. Como no se diera prisa, no llegaría a tiempo a casa. Echó a correr a trompicones mientras trataba de fijarse en dónde pisaba. La lluvia comenzó a intensificarse por momentos y sus esperanzas de salvación se quedaron en el lodo. Con su capa empapándose a una velocidad pasmosa, a Ayleen le costaba ver lo que había frente a ella. Se detuvo un segundo y se limpió la cara con la manga, pero fue un esfuerzo inútil, porque caía agua y más agua.
No supo en qué momento tomó conciencia de que cerca de ahí se encontraba la casita del guardabosques. Si tenía suerte y la puerta no estaba cerrada con llave podría guarecerse hasta que el chaparrón menguara. O en el establo, si era preciso. No era la mejor idea, dado los precedentes, pero sí la más efectiva, pues le iba a resultar imposible llegar hasta su hogar. Se afanó todo lo que pudo, pero tanto era su empeño que terminó resbalando y cayendo sentada frente a la puerta de madera. A rastras buscó la pared de la fachada y se apoyó en ella para levantarse, un movimiento fácil en apariencia, pero ahora sus ropas debían pesar el doble y le costaba moverse con soltura. Empujó la puerta con ímpetu hasta que esta cedió y la cerró tras de sí farfullando incoherencias. No quería seguir mojándose.
En ningún momento se había dado cuenta del humo que salía por la chimenea, ni del resplandor que el fuego producía.
Pestañeó. Había algo extraño en… Dio un brinco por el susto. ¡Santo Cielo! Jason Morton se encontraba en medio de la estancia desnudo de torso para arriba.
Durante unos segundos imperó el silencio, solo roto por el sonido amortiguado de la lluvia. Era imposible distinguir quién de los dos estaba más sorprendido.
—Señorita Blake —murmuró él después de recuperarse de la impresión.
—Yo… —balbuceó petrificada como una estatua—. Afuera llueve —trató de excusarse. Se había colado en una propiedad del duque de Redwolf como si se tratara de un vulgar ladrón.
—Ya lo veo. Supongo que buscaba cobijo.
Ayleen asintió sin poder apartar la vista de su vigoroso cuerpo. Lo examinó con una fría calma que debería avergonzar a cualquier dama con una mínima decencia. Era la primera vez que se encontraba en semejante situación, pero no sintió pudor ni bochorno.
—Usted también se ha mojado. —Más que una pregunta era una observación. Sus pantalones estaban húmedos.
Él sonrió.
—Somos unos insensatos por haber salido con este tiempo. —Entonces su sonrisa se transformó en un rictus severo—. Va a coger una pulmonía si no se quita todo eso —señaló la capa mojada—. Necesita secarse.
Titubeó. Una cosa era verlo a él con poca ropa y otra muy distinta era hacerlo ella.
—Solo la capa —accedió. Se convenció de que no había nada malo en hacerlo. Serviría para prevenir un mal mayor. No pensó en su cabello mojado ni en el resto de la ropa, sino que se limitó a forcejear con las cintas de la prenda atadas al cuello.
Como le costaba deshacerlas sin verse al espejo, Jason, dándose cuenta de su apuro, se acercó a ayudarla.
No pudo evitar dar un respingo cuando la tocó y empezó a invadirle un extraño nerviosismo. Hasta ese momento había permanecido serena, sin angustias ni sofocos. No era la situación más conveniente. Sin embargo, afuera diluviaba y no sacaba nada con lanzarle una sarta de reproches. Entonces recordó el baile, el beso en el jardín y las maravillosas sensaciones que él le producía. Cerró los ojos y esperó que él terminara.
—No será suficiente.
Ayleen levantó las pestañas y entornó los ojos. Jason llevaba la capa en la mano, aunque una parte de la prenda arrastraba por el suelo. Podía notar su cálido aliento sobre sus mejillas.
—¿Perdón?
—Su vestido también está mojado —anunció con una expresión críptica—. Y no digamos su pelo. No es nada bueno.
Aunque no era su intención, Ayleen estornudó, ilustrando su argumento. Si no hacía algo rápido terminaría por enfermar.
—No se preocupe, me secaré.
Se acercó a la chimenea y notó el calorcito de las llamas. Era una sensación agradable, aunque seguía estando mojada. La ropa empapaba se le adhería a la piel.
Lo vio tender la capa sobre el respaldo de una vieja silla y la arrimó a la chimenea, al igual que había hecho con sus ropas. Después se acercó al camastro y tomó una colcha de lana que había encima.
Se la tendió.
—Debe sacarse el vestido.
Ante tal petición, Ayleen reaccionó con calma y serenidad. Había escuchado mal. Él no le estaba pidiendo que se desnudase en su presencia. No, lord Jason no podía ser tan atrevido. Incluso a punto estuvo de soltar una risotada por su propia estupidez.
Ante su silencio, él volvió a repetir la misma frase y esta vez se dio cuenta de que sus oídos estaban perfectamente bien.
Sintió un miedo atroz. No porque fuera a hacerle un daño físico, sino porque se sentía vulnerable y no tenía ni idea de lo lejos que podría llegar si él se lo pedía. Su voluntad ya no era tan férrea como creía.
—¿Bromea?
—¿Cree que lo haría con algo así? —pareció ofendido—. No sea absurda. Lo digo por su propio bien. ¿Acaso quiere pasarse dos semanas en la cama enferma? Porque eso es lo que sucederá si no consigue secarse ya.
Ella titubeó. No sabía si obedecer sus órdenes o no hacerlo para sentirse más segura. ¿Estaba dispuesta a correr el riesgo?
—No voy a quitarme nada —aseveró tozuda. Era lo más conveniente.
Él no debió pensar lo mismo, porque soltó varios improperios.
—Le doy dos opciones: o lo hace usted o lo hago yo.
Su tono no parecía admitir réplica, pero ella estaba demasiado abochornada como para ceder.
—¡No se atreverá! ¡Canalla!
Ayleen se puso en un modo defensivo. Si hacía falta estaba dispuesta a pelear.
—Es por su propio bien, pero es demasiado necia para darse cuenta.
—No deja de repetir lo mismo. ¿Espera que me lo crea? Es usted un…
La palabra se le quedó atorada en la garganta. Con una rapidez que la dejó perpleja, Jason extendió los brazos y tiró de ella. Vio y notó su pecho duro, apenas salpicado de vello. La dejó fascinada. ¿Quién quería luchar ahora? Aun en la posición tan débil en la que se encontraba tuvo que hacer un esfuerzo considerable para no tocarlo. Después, él la giró sobre sí, dejándola de espaldas y forcejeó con su vestido hasta desabrocharlo.
—Ya está. —Lo escuchó murmurar, satisfecho. Ayleen creía que iba a tomarla allí mismo y no sabía si sentir miedo o excitación, pero de un modo abrupto, la soltó. Evitó pensar que aquello que sentía era decepción—. Ahora puede quitarse el vestido usted misma. ¿Quiere que me dé la vuelta? ¿Se sentirá así más segura?
Jason no se había aprovechado, pero seguía siendo muy autoritario.
—¡Por supuesto que lo quiero! —gritó aceptando al fin lo inevitable y con un deje de desesperación. Aquello no podía estar ocurriendo de verdad. Santo Cielo, ¿por qué habría decidido salir a pasear? ¿Por qué no había podido contenerse? Había sido una decisión errónea, como todas las que estaba tomando en lo referente a él. Le había pedido que se alejase de ella y al parecer, ninguno de los dos lo estaba cumpliendo.
Ella siempre había sido muy juiciosa y nada atrevida; incluso recibió halagos por ello. Actuaba según se esperaba que lo hiciese una dama, pero ahora estaba metida hasta el fondo en una situación demasiado vergonzosa. Se dio cuenta que a estas alturas era tan culpable como lord Jason, porque quizás en el fondo deseaba recibir sus atenciones.
Cuando consiguió deshacerse de su penetrante mirada, Ayleen se afanó en quitarse el vestido y el polisón, también mojado, para envolverse en la tela seca. Todavía sentía arder la espalda, justo en el lugar donde él la había tocado. Contó hasta diez antes de decirle que ya estaba lista. Sentía un potente desasosiego en su interior y le era imposible normalizar su respiración. Tenía los nervios de punta. Mucho se temía que no saldría indemne de aquella situación y que su corazón estaba demasiado involucrado.
Jason se dio la vuelta con una pasmosa lentitud. Empezaba a dolerle todo el cuerpo, incluso en los lugares más insospechados. Saber que la tenía frente a él cubierta con tan poca ropa estaba consumiendo toda su capacidad de controlarse. Ayleen se aferraba a la colcha a modo de escudo. Se había desecho del recogido y había tratado de secarse el cabello —que caía sobre sus hombros y su espalda con la gracia de una cascada—, lo mejor que había podido. Sus ojos, enmarcados por unas largas pestañas que brillaban húmedas, lo tenían cautivo y ya no pudo esperar más. Demasiados días de agonía y desesperación. La deseaba; simple y llanamente. No había modo de buscar subterfugios o de engañarse más. En algún momento, la atracción del principio se había transformado en un sentimiento mucho más poderoso. No solo quería reclamarla como suya, sino que también deseaba apartarla de la mirada libidinosa de otros hombres. Para siempre. En ese instante determinante, su mente se negó a pensar en su esposa, en la traición y el honor. Solo había dos cosas que le importaban: Ayleen y él.
Se acercó con lentitud, mirándola a los ojos y esperando un movimiento que demostrara que ella no sentía lo mismo, pero se mantuvo inmóvil, a la espera. Con suavidad, le pasó el pulgar por los expectantes labios, acariciándolos. Era extraño que los encontrara tan fascinantes y seductores. Besarlos debería ser pecado y en verdad lo era, aunque se trataba de una tentación demasiado fuerte como para resistirse. Dios era testigo de lo mucho que se había resistido. Sin embargo, él no era ningún santo y no sentía la necesidad de serlo. Su conciencia ya se había debatido suficiente. Entonces Ayleen entreabrió los labios en un tácito consentimiento. Eso fue todo lo que necesitó para proseguir su avance y capturar su delicada boca. Aunque ya la había probado, esta vez fue diferente a las demás y se lo tomó con calma. No había prisa y ella no parecía dispuesta a salir corriendo; por lo menos esta vez. No obstante, la boca de Jason se movía sobre la de ella con cautela. La poca experiencia de la joven podía resultar un obstáculo y lo que menos le apetecía era que terminara por echarse atrás.
Jason no era tan egoísta como para pensar solo en el placer propio. Deseaba que Ayleen lo apreciara y disfrutara, que terminara compartiendo el mismo ardor de él. Por eso se tomaba tantas molestias y trataba de aplacar un tanto su excitación, aunque esto último le estaba resultando sumamente difícil. Cuando lo juzgó oportuno estiró el borde de la colcha con cautela y dejó que resbalara al suelo. Sin reacción aparente ni quejas por su parte, la tomó en brazos y la depositó en el camastro, uno de los pocos muebles que quedaban en la casita del guardabosques. Sus bocas seguían tan unidas como antes y ella parecía tan relajada que incluso se permitía corresponderle con cierta timidez.
Ayleen era liviana como una pluma y tan bella que arrebataba el aliento. Ahora que la tenía entre sus brazos se permitió admirarla con detenimiento, tal como había querido hacer desde hacía tiempo. Lo que vio de ella le dejó sin respiración: su piel era tan fina y cálida que iba a saborearla toda. Iba a quitarle el corsé, la camisola y los calzones y una vez estuviera desnuda besaría cada rincón de su perfecto cuerpo. Dios, ¿desde cuándo la simple vista de un cuerpo conseguía excitarle de un modo tan irracional? Jason estaba a punto de estallar y, aunque se había propuesto actuar con paciencia, sentía unas inmensas ganas de hacerla suya y sentirse en su interior.
Hizo el primer movimiento. Le acarició un brazo y descendió hasta su muslo, pero para Ayleen eso debió ser demasiado puesto que saltó de la cama tan rápido como una gacela. Se detuvo en medio de la habitación con el corazón desbocado y vestida solo con su ropa íntima. Su cabello estaba revuelto y su pecho subía y bajaba por la agitada respiración.
Le pareció más arrebatadora que nunca y él más frustrado de lo que jamás se había sentido porque sabía que ahí había acabado todo. Ahora debía discernir qué hacer con toda esa excitación.
—¡No voy a convertirme en tu amante! —exclamó ella con una furia latente.
La vio temblar, pero no era de frío. Jason lo sabía, porque él se encontraba en el mismo estado.
—No te lo he pedido —argumentó un poco más calmado que ella. Sin embargo, su interior bullía.
—¡Serás osado, aprovechado! Niega que ibas a… a… Ya sabes —se interrumpió, roja como la grana. Para ella, tan inexperta en temas sexuales, debía ser difícil explicitarlo en palabras. Difícil y vergonzoso.
Jason se dio cuenta de que no podía dar más rodeos. Con su comportamiento había traspasado la línea de la moral y la decencia. Ya no había excusas que valieran: aquello no se trataba de un accidente. Si Ayleen no lo hubiera detenido, en estos momentos estaría muy dentro de ella, poseyendo su cuerpo y su alma. Así de bajos y primitivos eran sus instintos. Era como si la lógica y el razonamiento ya no formaran parte de su ser.
—Quería hacerte mía. Juro por Dios que lo sigo queriendo —confesó al fin. Ella tenía que escucharlo, aunque hiriera su sensibilidad—. Sé que estás muy confundida. ¿Crees que yo no, que no tengo sentimientos? Hasta que apareciste tenía una vida muy tranquila y agradable. Mi matrimonio iba bien, era perfecto. Quizás no conociera lo que es la pasión, pero me gustaba.
—¿Estás diciendo que esto es mi culpa?
Se levantó despacio para no asustarla más y fue acercándose con lentitud, deteniéndose a una distancia prudencial. Estaba tan desesperada por alejarse de él que creía que saldría corriendo bajo la lluvia vestida así.
—¿No lo ves? No tienes que hacer nada. Tu presencia es suficiente para turbarme, para enloquecerme y no sé qué hacer. He tratado por todos los medios de olvidarte y no ha funcionado. Seguía cerrando los ojos y viéndote, aunque no estuvieras de verdad; todo el tiempo.
—¿Pero y Johana? Tú has dicho que la amas.
Tardó un tiempo en responder, puesto que no había un modo sencillo de hacerlo.
—Quiero a mi esposa. Sí. Pero querer y lo que siento por ti son dos cosas distintas.
Ayleen pareció un tanto sorprendida porque él hiciese esa diferenciación. A lo mejor quería seguir creyendo que era un mujeriego sin escrúpulos pero, ¿cómo podía amar a su esposa si su cuerpo reaccionaba así ante otra?
—¿Y ahora, qué? —Lo miró con ojos suplicantes, tratando de hallar una respuesta. Parecía tan perdida como él.
—No lo sé.
—No puedes decirme todas estas cosas tan íntimas y esperar que me ablande. ¿Qué quieres que haga ahora, confesarte que no puedo dormir por las noches porque estoy pensando en ti? Eso sería más que inapropiado. Estaría clavando un puñal en el corazón de tu esposa.
—Entonces admites que sientes lo mismo.
—¡No! —lanzó un gemido lleno de angustia y se tapó la cara con las manos—. No voy a admitir nada porque no puedo entregarme a ti.
Jason la tomó de la cintura y la sostuvo sobre su pecho, en una especie de consuelo. Cerró los ojos y aspiró su aroma, perdiéndose en ella. Parecía tan natural tenerla así, como si se pertenecieran. Sin embargo, no había ninguna probabilidad de que lo suyo saliera bien. Como Ayleen había dicho, la traición hacia Johana tenía un peso demasiado grande. Mientras tanto, ella seguía con el rostro oculto, pero poco a poco fue relajándose y terminó enredándose en su cuello. Jason no pudo evitar tensarse. Su contacto y sus caricias hacían estragos en una parte muy concreta de su anatomía.
—Ayleen, si tú…
—¿Si yo qué? —le presionó ella.
Jason sacudió la cabeza, turbado.
—Dios, no puedo pensar con lógica y ya no sé si fiarme de mi cabeza o mis instintos. —Aun a riesgo de escandalizarla confesó que esperaba ser el hombre que tomara su virginidad, pero eso significaría romper todos los principios que él tanto amaba y dejarla a ella en la estacada, porque le resultaría casi imposible encontrar esposo y podría condenarla al ostracismo—. Te mereces algo mejor.
Necesitó de un minuto para serenarse y tomar una decisión que podría salvarla, aunque el dolor no remitió. Las ropas de ella seguían mojadas, así que lo mejor que podía hacer era vestirse y retirarse para que ella pudiera secarse con tranquilidad. El fuego de la chimenea se consumiría solo y la puerta podía dejarse sin llave.
Decidió no despedirse. Hacerlo escocía demasiado.
Afuera seguía lloviendo con la misma intensidad que antes, pero no le importó. Fue hasta el pequeño establo que había justo detrás de la casita y tomó el caballo que había traído consigo.
Cuando entró a su hogar se formó un verdadero revuelo. De su cuerpo resbalaba agua de la lluvia y allá por donde andaba dejaba huella. Incluso la alfombra se había humedecido. Una de las doncellas llamó al ayuda de cámara y este le quitó las botas de montar, ahora mucho más pesadas por el exceso de agua.
Entonces apareció Johana, tan bella y delicada como siempre, con el bordado en la mano.
—Jason, estás empapado. ¿Acaso has venido cabalgando? ¿Por qué no has tomado el carruaje?
Johana estaba preocupada por la falta de lógica de su esposo. Cuando quería era muy testarudo, pero debería cuidarse más de las inclemencias del tiempo. No solo estaba mojado, sino que también se había ensuciado con el barro y su aspecto era poco halagüeño.
—No me importa mojarme un poco.
—Aun así. Yo…
Él la interrumpió.
—Disculpa si no me entretengo dándote explicaciones —masculló con evidente disgusto—. No deseo coger una pulmonía.
Ella debió sentirse mal porque empalideció. Había sido una forma bastante grosera de hablarle, y además frente al servicio, mas Jason no se dio cuenta. Pasó junto a ella como una exhalación y fue a ponerse ropa limpia y seca.
Johana no quiso dejar las cosas como estaban. No era propio de su esposo actuar sin consideración alguna, y menos con ella. Recobró la compostura y se atrevió a seguirlo hasta su habitación, donde se lo encontró desnudo.
Se ruborizó un poco y apartó la vista. No debería tener tanto pudor. Había visto a Jason así muchas de veces, pero siempre en la cama, casi a oscuras y compartiendo la intimidad conyugal.
—Deberías ser más consciente de los riesgos que conlleva exponerse a una tormenta
No pretendía sermonearle, pero alguien tenía que hacerle ver los riesgos.
—¿Quieres dejar de atosigarme? —protestó alzando la voz.
Le lanzó una mirada furiosa.
—Estoy preocupada. Trato de adivinar qué te sucede y no me lo estás poniendo fácil. Últimamente has cambiado tus hábitos. No estás en el despacho cuando deberías, estás más irascible, sales a cabalgar con más frecuencia que antes; incluso con lluvia.
—Dime, ¿mi hermano se ha quejado o es que no confías en mí? —La pregunta fue formulada en un tono hosco que no le gustó nada.
—No seas absurdo. Por supuesto que lo hago.
Y no sabía por qué se lo echaba en cara. Siempre habían sido un matrimonio muy bien avenido, se tenían franqueza y se eran leales. Pero Jason estaba diferente. Sospechaba que había algún problema grave con la finca o con un arrendatario y no quería decírselo para no preocuparla. Era muy del estilo de su esposo tratar de ahorrarle un disgusto y arreglarlo solo. Ashton no debía de saberlo tampoco, porque hubiera intervenido.
—Pero aun así vigilas mis movimientos.
—Yo no hago tal cosa. —Johana se indignó, pero un momento después volvía a ser tan paciente y calmada como siempre—. Era una simple observación. —Y no entendía por qué lo ponía de tan mal humor. Entonces, un pensamiento cruzó por su mente. Fue un pensamiento angustioso—. Necesito que me confirmes algo, aunque no entres en detalles si no quieres. —Su esposo asintió—. Estás cambiado: distante e irritable.
—Yo no…
—No quiero insistir ni pelearme contigo. No me gusta nada hacerlo, pero necesito saber el motivo. ¿Se trata de un tema relacionado con el trabajo o es porque no logro quedarme embarazada?
Pudo ver como su esposo se quedó helado.
—¿De qué diantres estás hablando?
Ella trató de explicarse lo mejor que pudo.
—Llevamos casi tres años casados y todavía no he concebido. Alguna cosa debe estar mal en mí.
Johana pensaba a menudo en ello, pero nunca se había atrevido a verbalizado. Era un sentimiento hostil que iba menguando su confianza. Cuando se casó, creía que a estas alturas habrían tenido por lo menos un hijo y, aunque las cosas entre el matrimonio parecían ir bien, se preguntó si Jason no la estaría culpando por ello. Y Cielos, para Johana también era importante. Y si su desazón no fuera suficiente, hacía semanas que él no la visitaba a su alcoba. ¿Sería eso? ¿Se había hartado de ella porque no podía darle hijos?
La miró con intensidad, escrutándola y vio dolor reflejado en el rostro de su esposa. Solo él era causante. Se sintió miserable. Era un completo fraude.
En otra época hubiera hecho todo lo posible por desterrar sus temores y confusiones, pero no podía puesto que había dejado de ser el esposo que ella merecía.
—No sabía que pensaras eso —admitió—. Que no hayas concebido no significa nada. Muchas veces ocurre —dijo para aligerar su carga.
Un hijo. Ella deseaba un hijo. Debería habérselo esperado, aunque había estado tan abstraído en sus propios problemas que ni siquiera había contemplado la posibilidad. Siempre pensó que los niños llegarían. —Era una de las razones de buscar esposa—, pero no se había dado ningún plazo. Ahora le parecía prácticamente imposible.
—¿Entonces no crees que sea culpa mía?
—¡Por supuesto que no!
—Está bien, te creo. Podemos intentarlo de nuevo. ¿No te gustaría tener un bebé para la próxima primavera? —preguntó con un reflejo de esperanza.
Johana se acercó a él y le tomó de la mano. Jason sabía lo que le pedía. El significado de sus palabras era muy claro y sin embargo, irracionalmente, aquel roce y la propuesta le crisparon. Justo en ese momento no podía lidiar con ello.
—No entiendes por lo que estoy pasando. —Su constante lucha por hacer lo correcto, el no dejarse vencer por la pasión, tratar de que su matrimonio no se viera afectado... Era agotador y desquiciante—. Es mucha presión —se excusó mientras se apartaba.
—Si lo compartieras conmigo te sentirías más aliviado.
Aspiró hondo y se recordó una y otra vez que ella no tenía la culpa de lo que estaba sintiendo por Ayleen. Simplemente las cosas ya no eran igual. Y aunque tenía el deber de ocuparse de su esposa, de velar por ella, ya no la veía del mismo modo, ni tenía los mismos sentimientos. Por Dios, no quería acostarse con ella, quería hacerlo con Ayleen.
Su vida era un condenado lío y apestaba, por lo que tener un hijo juntos quedaba descartado. Sabía también que Johana no se tomaría bien un rechazo indefinido. En esos momentos lo toleraba y lo achacaba al exceso de trabajo, pero si Jason no conseguía quitarse de la cabeza a Ayleen y retomar sus obligaciones conyugales, ella terminaría por descubrir la verdad.
—Déjalo —murmuró al fin, agotado—. Esta conversación no tiene caso. Voy a terminar mis tareas. Nos vemos para la cena. —Jason zanjó el asunto y se despidió de su esposa. No podía evitar enfadarse ni ser un desconsiderado, porque una parte de él estaba sumamente frustrada por desear más de lo que tenía. Aquella vida junto a Johana, antes tan idílica, ahora era le resultaba aburrida y vacía. Era como si sus sueños y anhelos hubieran muerto, o por lo menos cambiado, ya que deseaba una nueva vida al lado de otra mujer.
¿En qué lío se había metido?