Epílogo

1968

Si París en primavera era romántico, pensó Claire, en otoño lucía una belleza igual de encantadora. Y que removía también cosas nuevas. Porque después del tradicional mes de vacaciones de agosto, cuando la ciudad estaba extrañamente tranquila, septiembre marcaba el principio de un nuevo año escolar y cultural. Y luego, en octubre, llegaba la vendimia.

Salió del funicular y se puso a caminar hacia Montmartre. Había pasado toda la mañana intentando tomar una decisión, pero sin éxito. Quizá, pensó, si me emborracho un poco, sabré qué hacer.

Le encantaba Francia. Eso estaba claro. Durante todos los años que llevaba viviendo en Estados Unidos, siempre seguía lo que iba pasando allí. No todo era feliz.

Después de que De Gaulle aportara cierta estabilidad al país tras la guerra, Claire se sintió muy contenta de ver que Francia volvía a la democracia. Dada la enorme riqueza del país, su economía daría fruto bajo casi cualquier Gobierno. Le pareció que los franceses podían permitirse un generoso Estado del bienestar. Y la nueva Comunidad Europea, gracias a Dios, parecía poner fin a las guerras entre Francia y Alemania para siempre. Pero la política interna de la Cuarta República resultaba algo vergonzosa. Los mecanismos del modelo parlamentario francés se dispusieron de mala manera: en diez años hubo veinte Gobiernos. De Gaulle se negó a tener nada que ver con ellos.

El resto del Imperio francés se desmoronó. En el norte de África, Argelia se rebeló. Muchos colonos franceses querían mantener el territorio, y hubo prácticamente una guerra civil. En Indochina, Francia fue expulsada de sus colonias. En una de ellas, Vietnam, los problemas de la insurgencia comunista se habían convertido en una pesadilla también para Estados Unidos. Luego, cuando Nasser nacionalizó el canal de Suez en Egipto, y Francia y Gran Bretaña tramaron un plan para la intervención militar a espaldas de Estados Unidos, se vieron obligados a retirarse; su reputación como potencias mundiales quedó en entredicho, quizá para siempre.

Hasta 1958, la crisis de Argelia no llevó a su fin a la Cuarta República. Entonces, ese hombre extraño, esa estatua solitaria que era Charles de Gaulle, volvió de su retiro para tomar las riendas del poder.

Claire tenía sentimientos encontrados hacia De Gaulle. Su Quinta República estaba muy cerca del modelo norteamericano, presidencialista. Solo su prestigio había hecho posible que Francia aceptase una Argelia libre. Él había glorificado a la resistencia francesa y había promovido el mito de que solo un puñado de franceses fueron colaboracionistas. Se comportaba ante el mundo como si Francia fuese todavía un gran imperio. Y así el país recuperó cierta dignidad.

Y también algo de gloria. André Malraux, luchador de la resistencia y escritor a quien De Gaulle había nombrado ministro de Cultura, estaba muy ocupado transformando los sucios y viejos edificios de París en algo esplendoroso y radiante que deleitase al mundo entero. Notre Dame tenía mejor aspecto que cuando se construyó.

Sin embargo, a pesar de toda su gloria, a Claire le parecía que algo del espíritu personal de De Gaulle había contagiado a la sociedad francesa: orgullosa, xenófoba y socialmente muy conservadora. Y eso que él no carecía de humor y sabía apreciar el tradicional caos regional de la antigua Francia. Una vez dijo: «¿Cómo se puede gobernar un país que tiene doscientos cuarenta y seis tipos de queso?».

Pero una cosa era amar a Francia (visitarla cada año o cada dos años) y otra alterar su vida. El mensaje de Esmé era indignante. «Ven inmediatamente», le decía. Qué cara más dura. Claro, para él era muy fácil. Esmé era libre. Podía hacer lo que quisiera.

Ella lo quería mucho. Aunque no se conocieron hasta que fue a visitar a su madre, habían llegado a intimar bastante a lo largo de los años.

Siempre había sido una relación muy fácil. Era tan joven cuando perdió a sus padres que Roland y Marie fueron lo más parecido a unos padres que conoció. Siempre llamaba a Marie «abuela», y la cuidaba tan devotamente, a medida que se iba haciendo mayor, que, a pesar de su diferencia de edad, se trataban casi como hermanos. Ella era su confidente.

Hasta la adolescencia él no supo la verdad.

De niño, Esmé pensaba que Marc Blanchard era una especie de tío honorario. Roland fue quien decidió que no supiera más.

—Este pequeño necesita que su vida sea más sencilla, no más complicada aún —decía.

Y tanto Marie como Marc estuvieron de acuerdo.

Pero cuando Esmé tenía trece años y Marc se puso gravemente enfermo, decidieron que había que contarle la verdad.

—Así que de repente me encontré con otro abuelo —le dijo Esmé a ella—. Y supe que compartía la sangre de mi abuela y tuya, mi querida Claire, cosa que me hace muy feliz. Creo que fue entonces —añadió— cuando empecé a darme cuenta de que la vida es misteriosa.

Marc vio mucho a su nieto durante el último año de su vida. Le enseñó sus cuadros y le habló de la tía Éloïse, que fue quien empezó la colección, y de los viejos tiempos, cuando visitaba a Monet en Giverny. Cuando murió, le dejó tanto las obras de arte como su considerable fortuna.

Roland vivió cinco años más después de aquello. Falleció, en paz, un día de verano, en el château, que Esmé heredó. Como heredero ilegítimo no podía ostentar ningún título, pero se quedó con todo lo demás. Al parecer, la fortuna le había sonreído.

Pero no demasiado. Todavía había cosas que su familia le había ocultado.

—Sabía que Louise era hija de Marc y de una de sus modelos —le dijo a Claire en una de sus visitas—, que fue educada por unos padres adoptivos ingleses de clase media y que dejó una herencia. Sabía que había sido una heroína de la resistencia, como mi padre. Pero luego, cuando tenía veinte años, empecé a notar que la gente a veces me miraba de una manera rara. Era como si supieran algo que yo no sabía. —Meneó la cabeza, irónico—. Tenía un recuerdo vago de los primeros años de mi vida, claro. Suponía que mi madre regentaba una especie de hotel. Pero cuando investigué un poco más, descubrí que lo que dirigía era uno de los burdeles más famosos de París.

—Y eso, supongo, fue toda una conmoción para ti —apuntó Claire.

—Sí. Al principio. Hice que mi abuela me diera todos los documentos que tenía sobre mí. Lo descubrí todo sobre mi madre, incluida cuál era la familia de su madre, que se llama Petit.

—¿Y fuiste a verlos?

—Sí. Habían repudiado a la madre de Louise y no teníamos nada que decirnos. Pero me alegro de haberlo averiguado todo. De hecho, me ha resultado muy útil.

—¿Por qué?

—Ha supuesto una suerte de liberación. ¿Sabes?, a menudo los hijos ilegítimos sienten que tienen que abrirse camino por sí solos en el mundo. Especialmente, si hay algo vergonzoso en su origen. ¿Habría conquistado Inglaterra Guillermo el Conquistador si hubiera sido legítimo, y no el nieto de un curtidor que apestaba a orina? Quién sabe. Probablemente no. —Se encogió de hombros—. Pero, hasta entonces, yo siempre había pensado en mí mismo como…, bueno…, como el hijo bastardo de Charles de Cygne, pero heredero de sus propiedades, hijo de dos héroes de la resistencia. Mi lugar en la vida estaba claro. Pero, de repente, mi identidad no estaba tan clara. Y eso fue bueno. —Asintió—. Puedo comprender a esas estrellas de cine que van a Hollywood y se reinventan a sí mismas. Poder hacer eso te da una gran libertad. De modo que yo me he reinventado a mí mismo completamente.

—¿Como qué, Esmé?

—Como marginado. Es maravilloso. Procedo de las callejuelas del Faubourg Saint-Antoine. Mi madre era puta y dueña de un burdel. Y también soy medio aristócrata. Es una historia revolucionaria. El hijo de las calles se apodera del château. Me estoy volviendo muy famoso. Ahora edito una revista. Me han hecho una entrevista en televisión. —Sacudió la cabeza—. Lo siento por los aristócratas, porque, por muy buenos que sean en lo que hacen, nadie se los toma muy en serio, cosa bastante injusta. Pero, al ser un intruso, a mí probablemente me tratan mejor de lo que me merezco.

Era un chico muy divertido y tenía los pies anclados en el suelo. A Claire eso le gustaba.

Y aquella primavera se portó maravillosamente con ella, cuando murió su madre.

No fue ninguna sorpresa. Siempre había animado a Marie a visitar Estados Unidos, a pesar de su edad, para poder conocer a sus nietos. El último verano, Marie pasó un mes maravilloso con ella, pero le dijo con toda franqueza:

—No creo que volvamos a vernos, querida. Se tienen presentimientos con esas cosas, ya sabes.

Su madre vivió con su fiel ama de llaves en el apartamento de la calle Bonaparte hasta el final. Esmé la llamaba casi a diario. Un día de la primera semana de mayo, solo unas horas después de hablar con Claire por teléfono, murió en paz. Cuando su hija llegó a París para el funeral, Esmé ya se había hecho cargo de todo. Su madre tenía muchos amigos y admiradores. Y luego estaba también la familia francesa, claro.

No veía a menudo a los otros Blanchard. Desde los tiempos en que ella y su madre llevaban Joséphine, siempre le había parecido que su primo Jules era bienintencionado, pero aburrido. Su hijo David, en lugar de seguir el negocio de la familia, había retomado la profesión de sus antepasados: era médico. A Claire le resultaba más fácil hablar con él, y su mujer y sus hijos eran encantadores. De alguna manera, le consolaba saber que la familia de su madre todavía seguía presente en París y en la vieja casa de Fontainebleau.

Se quedó diez días más para ocuparse de la casa.

Sin embargo, en su estancia sucedió algo inesperado.

Aquel fin de semana, una discusión sobre las condiciones universitarias que había ido subiendo de tono se convirtió, de repente, en una enorme batalla en el barrio Latino. El apartamento de su madre, en la calle Bonaparte, quedaba fuera de la zona de los tumultos, pero no muy lejos.

La noche del funeral de su madre fue la peor. Enormes multitudes de estudiantes arrojaron pavés (gruesos adoquines que arrancaban de las antiguas calles) y lucharon con la policía que había ocupado la Sorbona. Había barricadas por todas partes, coches ardiendo; la terrorífica policía antidisturbios o CRS blandía sus pesadas matraques, que hirieron gravemente a varios jóvenes manifestantes. Al cabo de unos días, los sindicatos y los trabajadores de las fábricas de Francia se habían unido al conflicto. Una huelga general paralizó todo el país. Incluso parecía que el general De Gaulle podía caer de un momento a otro.

Pero donde había que estar era en el barrio Latino. A los estudiantes les permitieron que ocuparan la universidad. Noche tras noche, Esmé y ella vagaron juntos por el barrio. Bajaban por la calle Bonaparte hasta la iglesia de Saint-Germain-des-Prés; tomaban café y coñac en Les Deux Magots. De hecho, vieron a Jean-Paul Sartre yendo y viniendo por allí más de una vez. Fueron a la Sorbona, escucharon a estudiantes, trabajadores y filósofos planear una nueva comuna de París, un mundo nuevo y mejor. Podían ser marxistas, idealistas en todo caso. Y es que, después de todo, eran los entusiastas herederos de la Revolución francesa. ¿Y en qué otro lugar podía darse esa mezcla de retórica, filosofía e ingenio francés, salvo en el viejo París?

Era el momento de ser joven. Antes de que pasara mucho tiempo, Francia volvería a reelegir de nuevo al conservador De Gaulle. Si las protestas contra el reclutamiento para la guerra de Vietnam habían promovido un cambio social en Estados Unidos, Claire tenía la sensación de que algo similar pasaría en Francia.

Y se alegró de estar allí para verlo.

Fue justo cuando estaba a punto de volver a Estados Unidos cuando Esmé le lanzó la idea.

—Ojalá pudiera verte más a menudo. Y es obvio que tú disfrutas mucho cuando estás aquí. Ahora que la abuela ya no está, necesitas una excusa para volver. ¿Por qué no te compras un pequeño pied-à-terre aquí, en París? Puedes permitírtelo…

—No tendría sentido hacerlo si no fuera a pasar algo de tiempo aquí. Al menos dos o tres meses al año —señaló ella.

—¿Y por qué no? Nada te lo impide.

—Pues no, en realidad no.

Una vez en Estados Unidos, les habló del tema a sus hijas. Ellas le dijeron que estaban muy ocupadas con sus propias familias, así que no podrían utilizar demasiado aquel lugar.

—Pero hazlo si eso te hace feliz, mamá —le dijeron.

Pero, como la mayoría de la gente que ha sido madre, a Claire no le era fácil hacer las cosas solo para sí misma. Así que volvió con Phil.

Frank y ella se habían ido alejando poco a poco. Una vez que sus hijas habían crecido, ya en los años cincuenta, se divorciaron. Frank se volvió a casar. Ella había tenido algunas relaciones discretas, pero nada realmente satisfactorio. Se concentró en su trabajo.

Y se ganó una buena reputación. Escribió tres libros de arte que tuvieron muy buena acogida, así como dos obras de ficción basadas en vidas de artistas. No solo se vendieron bien en Estados Unidos, sino que también se publicaron en Francia, donde recibieron muy buenas críticas. Aquello la colmó de felicidad.

Y entonces encontró a Phil. O más bien él la encontró a ella.

Phil era su amigo. Ahora también era su marido. Ella no podía ser más feliz. Por encima de todo era su amigo. No era alto y guapo como Frank. Era más bien regordete. No tenía unos ojos que hicieran que le fallaran las rodillas. Tenía los ojos castaños, amables y divertidos. Era médico y se había jubilado recientemente. A sus hijas les gustaba. Y eso era importante. E igual de importante: a su madre también. Después de llevar un año entero con él, pero sin haberse casado aún, Marie le dijo:

—He dejado a Phil un legado en mi testamento, cariño, y me ha parecido que tenías que saberlo. He decidido dejarle ese cuadro de Saint-Lazare con nieve. El de Norbert Goeneutte.

—Pero siempre me ha gustado mucho ese cuadro —exclamó ella.

—Sí, cariño. Lo sé.

Cuando Claire le preguntó a Phil qué pensaba sobre la idea de tener un pied-à-terre en París, él fue muy directo.

—Creo que deberías hacerlo —dijo—. Tienes familia allí.

—No me importa demasiado la familia de Jules. Y si Esmé quiere verme, puede coger un avión. Él es libre y tiene todo el dinero del mundo. Y yo soy mucho más feliz estando aquí contigo, ya sabes.

—¿Quieres decir que no me llevarás nunca a París?

—No durante meses seguidos. Tú no hablas francés.

—Pero puedo aprenderlo. Sería un buen proyecto.

—No te voy a pedir que hagas eso por mí.

—La oferta sigue en pie.

Pero ella se olvidó de la idea. Pasó un verano de lo más agradable, navegando, con sus nietos y con Phil.

Y entonces Esmé, con su cara dura y su sentido del humor, le envió un telegrama: «Ven inmediatamente».

—Esto es ridículo —dijo ella.

—¿Por qué no vas? —le contestó Phil.

Era perfecto, por supuesto. Encantador. No había palabras para describirlo. Estaba en la misma isla de la Cité. Tenía un pintoresco salón con vigas antiguas. Dos dormitorios. Por un lado, se podía disfrutar de vistas sobre el Sena; por el otro, un atisbo de los aéreos arbotantes. Era romántico. Era divertido. «Puede estar en la Rive Gauche o en la Rive Droite andando solo cinco minutos», les había señalado el agente cuando ella y Esmé lo visitaron.

—Es viernes —dijo Esmé—. Te llevaré a cenar esta noche. Luego podemos ir al château a pasar el fin de semana. Ya les he dicho que querrás volver a verlo el lunes. Puedes pensártelo hasta entonces.

—¿Ya habías planeado todo esto?

—Sí —dijo él.

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Cenaron en el barrio del Marais. A Claire aquella parte de París siempre le había parecido interesante. Desde los tiempos en que el rey Enrique IV ordenó construir aquella encantadora plaza de ladrillo, la Place Royale, el Marais había albergado muchos de los hôtels de los grandes aristócratas, como los llamaban. Pero cuando la corte se trasladó a Versalles, los nobles ya no necesitaron sus mansiones de París, así que muchas se fueron deteriorando. Poco a poco, la aristocracia se fue yendo al barrio de Saint-Germain.

Muchas de aquellas grandes y viejas mansiones se dividieron en pisos. Parte de la zona se convirtió en un próspero barrio judío; otros lugares se llenaron de gente más pobre, alguna procedente de las colonias francesas. Esas calles, para bien o para mal, tenían una dudosa reputación, sobre todo de noche. Sin embargo, una vieja plaza conservó intacto su mágico encanto. La antigua Place Royale se llamaba ahora Place des Vosges. Los apartamentos de sus tranquilas mansiones de ladrillo eran los favoritos de las estrellas internacionales y los artistas con dinero. Era muy chic.

Y fue en un tranquilo restaurante, bajo las antiguas columnatas, donde Esmé y Claire disfrutaron de una apacible cena. Hablaron de los viejos tiempos, cuando ella trabajaba en Joséphine y conoció a Hemingway, a Gertrude Stein y a muchos otros. Y Esmé le dijo que él mismo estaba pensando en comprarse un apartamento en la Place des Vosges. Al parecer, André Malraux iba a limpiar toda la zona y a restaurar las antiguas mansiones. Estaban planeando construir un enorme y nuevo centro cultural en la esquina sudoeste del Marais, que sería como una especie de catedral modernista.

Pero tuvo mucho cuidado de no mencionar, en absoluto, el tema del pied-à-terre.

Al día siguiente fueron en coche al château. Esmé no pasaba allí tanto tiempo como hubiera debido. Estaba demasiado atareado con su vida en París. Pero el lugar ya tenía quien se ocupara de él.

Claire había oído hablar de Laïla, la niña judía a la que rescataron en la guerra, pero no la conocía. Encontró a una mujer encantadora, de treinta y tantos años. Laïla se había casado hacía poco con un veterinario local. Ambos habían convertido una de las salas de los establos en un despacho estupendo y una clínica veterinaria. Además, se habían construido también un piso grande para ellos. Aquello era conveniente para todo el mundo.

—Laïla es parte de la familia —le explicó Esmé—. Sabe mucho más del château que yo mismo. Mantiene todo este lugar funcionando a la perfección.

Cuando Laïla llevó a Claire a dar una vuelta y le habló del mobiliario, quedó claro que dominaba el tema casi como una profesional. En realidad, cuando le enseñó a Claire su tapiz favorito, el del unicornio, casi se podría pensar que le pertenecía.

Claire pasó un fin de semana muy tranquilo en el château, disfrutando del aire del campo. Luego Esmé la volvió a llevar en coche a París. Al separarse de ella, le recordó que tenían una cita para ver el piso de la isla de la Cité a la mañana siguiente, pero dijo que él no pensaba acompañarla.

—Te veré a la hora de cenar —dijo—. Para entonces puedes darme el veredicto.

Claire bajó del funicular y atravesó las calles de Montmartre. Solo había estado allí una vez, para el festival del vino. Hacía ya mucho tiempo. Sin duda había mucha más gente el fin de semana, pero, aun así, rebosaba actividad. El pequeño viñedo de la parte de atrás de la colina parecía encantador. Por debajo de este, las calles del viejo Maquis parecían ahora muy respetables. Pero toda la colina mantenía aún una atmósfera luminosa, íntima, como de pueblo. Probablemente se remontaba a tiempos medievales o incluso de los romanos. El vino de aquellas uvas no era demasiado bueno, pero ella encontró sitio en una mesa del Lapin Agile, donde unos hombres le dieron una calurosa bienvenida e insistieron en compartir su botella de vino con ella.

Solo le costó un par de copas sentirse verdaderamente como en casa.

¿Eran todos de Montmartre?, les preguntó.

No, se echaron a reír, eran de la fábrica de automóviles de Boulogne-Billancourt. Pero su capataz sí que era de allí.

Era un hombre bajo y robusto, pero que parecía muy amable. Su abuelo había vivido en el Maquis cuando era joven.

—Había que ser duro para vivir en el Maquis —dijo uno de los tipos, y se oyó un coro de afirmaciones. Sí, había que ser duro.

Ella ya estaba un poquito borracha cuando les dio las gracias y siguió subiendo la colina. Quizás estuviera borracha, pensó, pero eso no la había ayudado en absoluto a decidir qué hacer con el pied-à-terre.

¿Hablaba en serio Phil cuando le dijo que quería aprender francés?

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Media hora más tarde, Marcel Gascon caminaba por la amplia escalinata ante la gran basílica blanca del Sacré Coeur. Era una tarde preciosa, el sol iluminaba las torres de Notre Dame, la distante cúpula de Los Inválidos y la graciosa curva de la torre Eiffel.

Había unas cuantas personas por allí, pero se fijó en una mujer que estaba sentada sola, mirando la ciudad. Era la mujer que, hacía un rato, había compartido un vino con los chicos. Parecía elegante, distinguida.

Él habría preferido que los chicos no hubiesen hablado tanto de lo duro que era vivir en el Maquis. Era cierto, claro. Pero, por lo que decían, parecía que todo el mundo que procedía de allí fuese burdo, hasta estúpido.

Se acercó a la mujer y se quedó de pie a su lado. Ella levantó la vista y sonrió.

—Subo aquí cada año, madame, para ver la vista.

—Es muy bonito.

Él señaló hacia la torre Eiffel.

—Nunca parece la misma, la torre. Cambia con la luz. Como esos impresionistas. Ya sabe. Pintaban la misma cosa con luces diferentes. Siempre distinto.

—Es cierto —dijo Claire.

—Está hecha de hierro, pero parece muy delicada. Es masculina, pero también femenina.

Se encogió de hombros.

—Es muy observador, señor. Estoy de acuerdo con usted.

Oui —dijo Gascon, complacido consigo mismo—. Esa es indestructible —continuó, satisfecho de sí mismo—. Como un barco, sortea todas las tormentas. —Hizo una pausa—. Mi abuelo construyó esa torre —añadió, sin poder evitarlo.

—¿De verdad? Qué bien. Debe de estar usted orgulloso, señor.

Oui, madame. Buenas tardes.

Claire le vio alejarse. Luego contempló el paisaje.

Había tomado una decisión. Sería mejor que telefoneara a Phil. Disfrutaría mucho enseñándole a hablar francés.