Capítulo dieciocho
1914
El 7 de septiembre de 1914, la ciudad de París fue escenario de uno de los más curiosos espectáculos que se hayan visto nunca en la historia de la guerra.
Thomas Gascon se encontraba en compañía de su hijo menor Pierre y de Luc en la parte de arriba de los Campos Elíseos para presenciarlo, casi en el mismo lugar donde, un cuarto de siglo antes, había asistido al paso del cortejo funerario de Victor Hugo. La procesión de ese día tenía un carácter muy distinto, y la persona a la que se esforzaba por ver no era Édith, sino su hijo Robert.
Y es que el ejército francés se iba a la guerra.
En taxis.
Durante el verano de 1914, en Europa reinaba la paz. Mientras observaba con recelo cómo aumentaban las dotaciones del Ejército y la Marina de la vecina Alemania, Francia también se armaba. En caso de que se reanudaran las hostilidades con el país teutón, su plan de batalla era avanzar hacia el este y recuperar Alsacia y Lorena. La palabra que inspiraba su estado de ánimo era «atacar». Atacar para vengar el honor de Francia. Hasta el momento, no obstante, la tensa paz de Europa se mantenía gracias a su complejo entramado de alianzas.
Entonces sucedió algo imprevisto: el asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo. En principio no parecía que aquello tuviera nada que ver con Alemania y Francia. No obstante, cuando Austria declaró la guerra a los serbios, Rusia asumió la defensa del país eslavo. Alemania, aliada de Austria, se vio obligada a declarar la guerra a Rusia. Rusia, por otra parte, era aliada de Francia. Para evitar dos frentes simultáneos de guerra, Alemania resolvió arremeter sin dilación contra Francia para neutralizarla. El alto mando alemán ya disponía de un detallado proyecto, el Schlieffen Plan, para desbaratar las defensas francesas.
Por otra parte, cabía la posibilidad de que el poderoso Imperio británico saliera en defensa de Francia, con quien estaba vinculada por la Entente Cordiale. No era seguro, con todo, ya que era un acuerdo bastante vago en lo que se refería a hostilidades.
En ese sentido hubo un factor desencadenante, relacionado con Bélgica.
El pequeño Estado belga, constituido a raíz de la reorganización de Europa posterior a la caída de Napoleón, estaba regido por una modesta monarquía constitucional y todos los países de Europa reconocían como inviolable su neutralidad.
Las nutridas fuerzas francesas permanecían, listas para atacar, al sur de la frontera belga. El ejército alemán no tenía ningún deseo de subir para enfrentarse a ellas. Si cruzaban la frontera belga, podían dirigirse directamente hasta Francia sin obstáculos. La idea era imposible desde el punto de vista diplomático, e impensable desde un punto de vista moral, pero representaba una perfecta maniobra militar.
En agosto, el rey belga y su Gobierno recibieron una nota de Alemania, redactada con un tono de lo más diplomático. Su mensaje era muy claro:
Vamos a tener que atravesar su país y ocuparlo de manera transitoria. Cuando terminemos, podrán recuperarlo. Esperamos que no les moleste. Llegaremos dentro de un par de días.
A los belgas sí que les molestó, de modo que replicaron que iban a luchar. El alto mando alemán no había contemplado la posibilidad de que aquel apacible y pequeño reino pudiera ser tan valiente.
Gran Bretaña tenía un sólido tratado con Bélgica, que la obligaba a defender dicho país en caso de ataque. Sin dilación, Gran Bretaña entró en guerra.
De esta manera, a principios de agosto de 1914, se desmoronaron todas las inestables estructuras erigidas para mantener la paz de la vieja Europa. Nadie podía haber previsto que las cosas se iban a desencadenar de ese modo.
A primeros de septiembre, Thomas Gascon estaba ante un dilema. Pese a la demora provocada por la férrea resistencia belga, el ejército alemán ya estaba en Francia; su vanguardia se encontraba a menos de noventa kilómetros de París. Todos los parisinos sabían lo que aquello significaba.
—Va a pasar lo mismo que en 1870 —opinaba la mayoría—. París no va a resistir. Hay que irse mientras se pueda.
El Gobierno abandonó de forma precipitada la capital para dirigirse a Gascuña y al gran puerto de Burdeos, con la esperanza de hallar refugio allí.
Thomas Gascon había observado con indignación como los automóviles de los altos funcionarios pasaban a toda velocidad, dejando atrás los carros y las carretillas de los pobres.
—Incluso si nos marcháramos —le decía a Édith—, no sé adónde podríamos ir.
Después ocurrió algo extraordinario. Fue su hijo mayor, Robert, quien llevó la noticia a casa.
A sus dieciséis años, el hijo menor de Thomas, Pierre, ya era más alto que su padre. Era un chico guapo, con una cara pecosa que guardaba cierto parecido con la de su madre. Cuando la gente veía a Thomas y a Robert juntos, en cambio, siempre sonreía, porque Robert era una reproducción exacta de su padre.
—Yo tengo más pelo que tú —le señalaba muy ufano Robert a Thomas.
Su tío Luc le decía entonces que no se hiciera ilusiones, porque esa diferencia no iba a durar.
—Ahora tienes el mismo aspecto que tenía tu padre cuando estaba trabajando en la estatua de la Libertad, así que, dentro de veinticinco años, vas a estar como está él ahora —le advertía su tío.
Thomas y Robert tenían la misma fortaleza física, el mismo amor por el trabajo al aire libre e incluso el mismo sentido del humor. Desde que Robert se hizo mayor, la gran afición de padre e hijo era salir juntos a tomar una copa en un bar.
A los dieciocho años, a Robert lo habían convocado para hacer el servicio militar. Ahora estaba en la reserva.
—El general Joffre está reagrupando los efectivos. No quiere claudicar —informó con entusiasmo a su familia—. Los británicos están con nosotros en el flanco norte. Joffre cree que podemos hacerlos retroceder en el río Marne. Nos van a llevar a todos al frente para emprender una ofensiva. ¿Iréis a verme cuando me vaya mañana? A algunos soldados les han puesto camiones —añadió con una sonrisa—, pero yo voy a coger un taxi.
Fue una maniobra extraordinaria. Habían convocado al frente a diez mil reservistas, y el Ejército solo disponía de medios de transporte para cuatro mil. La solución fue trasladar a los demás en taxi.
Una década atrás, los habrían llevado en coches de caballos, que todavía abundaban en las calles de París, al igual que en todas las ciudades del mundo occidental. No obstante, la empresa Renault había fabricado un excelente vehículo de motor, el Renault AG, que se había convertido en el modelo favorito de taxi de la ciudad. Para aquella patriótica tarea se utilizaron seiscientos, que tuvieron que realizar el trayecto de ida y vuelta dos o tres veces.
El Renault AG era un gracioso vehículo de reducidas dimensiones. Parecía como si hubieran colocado el habitáculo de los pasajeros de un coche de caballos encima de unas ruedas más pequeñas y le hubieran adjuntado un motor en la parte delantera. Aquel cálido día, la mayoría de ellos habían retirado la capota y viajaban al descubierto.
La primera flota de taxis dio la vuelta al Arco de Triunfo ante los aplausos de la multitud antes de enfilar, ocupando tres y hasta cuatro carriles, los Campos Elíseos en dirección al Louvre, donde giraría hacia el este camino del frente.
Los jóvenes se veían sumamente apuestos con sus quepis, sus chaquetas azules y pantalones rojos, casi iguales que en los gloriosos días de Napoleón. Con gallardía, agitaban las manos y saludaban desde sus taxis. Aquel fue un acto lleno de colorido, de estilo, genuinamente francés. Los parisinos, que habían estado aterrorizados y dispuestos a huir tan solo unos días antes, parecieron cobrar nuevos ánimos con aquel animado y estrambótico desfile lleno de brío y osadía. Cuando la primera docena de taxis surgió del Arco de Triunfo y empezó a descender a toda velocidad por los Campos Elíseos, los vítores se hicieron ensordecedores.
Thomas miraba con gran atención. Robert se encontraba en uno de los taxis, pero no había forma de saber en cuál. Le había dicho dónde iba a apostarse, para que mirara hacia él, siempre y cuando pudiera colocarse en la parte derecha del taxi.
En varias ocasiones cogió el brazo de Pierre, creyendo haberlo entrevisto, y Pierre se disponía a saludarlo, pero al final Thomas se daba cuenta de que se había equivocado. Pese a que él también tenía ganas de saludar a su hermano, se notaba que empezaba a aburrirse.
Pero por fin lo vio. Esa vez sí estaba seguro. Robert iba sentado en la parte de atrás del taxi y miraba por la ventanilla.
—¡Robert! —gritó tan alto que sin duda podían oírle desde la avenida de la Grande-Armée—. ¡Bravo, Robert!
Agitó los brazos con frenesí desde el borde de la acera, y Pierre y Luc también saludaron. Les pareció que el joven del taxi alzaba la mano correspondiendo como podía a sus efusiones, pues probablemente iba demasiado apretado en el coche, que en cuestión de un momento ya se había alejado.
—Yo creo que era él —dijo Thomas.
—Por supuesto que lo era —confirmó Luc.
—¿Nos ha visto? —preguntó Pierre.
—Estoy seguro de que sí —contestó Luc.
—Vosotros marchaos —dijo Thomas, advirtiendo que tanto él como Pierre se disponían a irse—. Yo me quedaré un poco más. —Todavía mantenía la mirada pendiente de los vehículos que seguían desfilando.
—¿Estás seguro? —inquirió su hermano.
—Es por si acaso no fuera él, ¿sabes? —respondió en voz baja Thomas.
—Sí era él —insistió Luc.
Thomas no replicó nada. Luc y Pierre se fueron, pero él se quedó donde estaba, escrutando cada taxi que circulaba por la calzada: quería asegurarse de que Robert no pasara sin tener a nadie pendiente de él. Al fin y al cabo, uno nunca sabía lo que podía ocurrir en el frente. En varias ocasiones saludó al paso de los vehículos donde creyó ver a alguien parecido a su hijo.
Pese a que el gentío comenzó a mermar, él permaneció allí otra hora hasta que al final pasó un taxi con un solo pasajero, un anciano caballero con sombrero de copa. Ya no hubo ningún coche más.
Al llegar a casa, Pierre le dio el recado de que Luc quería verlo en el restaurante, de modo que volvió a salir hacia allá.
Sentado en una mesa, Luc le indicó que tomara asiento antes de servirle una copa de vino.
—He estado pensando, hermano —le confesó Luc—. Esta gran ofensiva del Marne es como una apuesta, que tanto puede salir bien como no.
—Es posible.
—Si no da resultado, los alemanes podrían entrar aquí en menos de una semana. ¿Qué harías entonces?
—No lo sé. ¿Qué harás tú?
—Servirles comida. ¿Para qué sirve, si no, un restaurante?
—No me lo había planteado así.
—Pero ¿y si los contenemos en el Marne, o en algún otro punto del este de Francia? Todo el mundo cree que esta guerra va a ser breve, se decante del lado que se decante. Si están en lo cierto, no nos queda más que esperar, pero ¿y si se alarga? ¿Qué va a ocurrir entonces?
—Quizá Pierre tenga que ir a luchar.
—Y no solo los muchachos como Pierre. Habrá un reclutamiento general. He oído a más de un oficial hablando del asunto. Tú, con más de cincuenta años, eres demasiado viejo, pero a mí seguramente me van a enrolar.
—¿Tú crees?
—Sí. Por eso he tomado una decisión. Esperaré un poco, pero si detenemos el avance de los alemanes, me voy a presentar como voluntario.
—¿Por qué?
—Los voluntarios reciben un trato más favorable y tienen más posibilidades de conseguir un mejor destino. Con los que esperan a que los llamen y van obligados al ejército, tienen menos contemplaciones. Estas cosas suelen funcionar así. —Miró, abstraído, a su hermano—. Si ello ocurriera, Thomas, quiero que tú y Édith os hagáis cargo del bar y el restaurante.
—Pero yo no me dedico a eso.
—Thomas, si la guerra se alarga, la situación podría ponerse muy difícil. No creo que la gente construya mucho entonces. Además, tú ya no estás en la flor de la edad. Podría haber escasez de comida. Acuérdate de lo que pasó durante el asedio de París de 1870. La gente pasó hambre. Con el bar, tienes más posibilidades de salir adelante. Y después de la guerra, sea quien sea el ganador, todavía será tuyo.
—No sé, Luc —respondió, dubitativo, Thomas—. No es mi estilo de vida, y Édith…
No era necesario acabar la frase. No era solo que a Édith nunca le hubiera gustado Luc. Desde el terrible secreto de aquel asesinato, los dos hermanos también se habían distanciado entre sí. Aunque nunca lo expresaron, ambos lo sabían. Incluso estando ausente Luc, Thomas era reacio a involucrarse en sus negocios, y no tenía ningunas ganas de convertirse en socio suyo.
—No te preocupes, es probable que me maten —señaló con ironía Luc—. No sería el primero —añadió en voz queda.
Thomas se llevó una sorpresa al ver el entusiasmo con que reaccionó Édith cuando le habló del asunto aquella noche.
—Mientras Luc no esté —insistió.
—Pensé que no querrías aceptar —apuntó.
—¿Por qué? Es mejor que lo que tenemos ahora.
—Luc cree que podría morir en la guerra.
—Asegúrate de que te deje el negocio a tu nombre, de que haga un testamento en regla.
Thomas tenía sus reticencias, pero cuando al día siguiente, un tanto apurado, le comentó a su hermano lo que había dicho Édith, Luc afirmó que tenía razón.
—Dale esto a tu mujer —dijo, entregándole una copia de su testamento, junto con el nombre de su abogado.
No tardaron en tener noticias de la gran batalla librada junto al río Marne. La pequeña banda de gentiles aviadores, equipados con endebles biplanos, proporcionó al mando francés la información de que las fuerzas alemanas apostadas fuera de París estaban divididas en dos grupos. Las tropas francesas y británicas, reforzadas por los soldados llegados de París en taxi, afluyeron en masa hacia la brecha formada entre ambos.
Los encarnizados combates dejaron un terrible número de bajas, pero, al cabo de menos de una semana, los alemanes retrocedieron hacia el noreste, hasta la línea formada por el río Aisne, en las regiones de Picardía y Champaña, donde se atrincheraron. París estaba a salvo.
Las noticias de las bajas supusieron un duro golpe. En una sola semana de combate, hubo ochenta mil muertos. Dado que en tales circunstancias no era fácil hacer un recuento preciso, al principio no se informó a todas las familias de los fallecidos.
Una semana después de la batalla, cuando todavía no tenían noticias de Robert, Luc Gascon se presentó como voluntario. Se lo había pensado bien y había tomado la decisión.
Estaba claro que Alemania no podía invadir Francia tal como tenía planeado. Ahora el káiser se vería además obligado a librar una guerra en dos frentes, en las llanuras de Francia y de Flandes por el oeste, y en Rusia por el este. Luc sospechaba que la guerra sería larga y que pronto se iban a necesitar más reclutas.
El centro de alistamiento se componía de varias casetas de madera erigidas para tal propósito cerca de la Gare de l’Est. Allí encontró un nutrido grupo de hombres que aguardaban charlando en corros antes de incorporarse a la corta fila que finalizaba en la puerta. Como no tenía prisa, se detuvo a observar la escena.
Había hombres de toda clase. La mayoría parecía tener de treinta a cuarenta años. Los más jóvenes debían de haber sido llamados a filas más tarde y se encontraban seguramente en la reserva. Aunque había algunos obreros, abundaban más los oficinistas o dependientes, que en general iban vestidos con traje y algunos tocados con sombrero de paja o de fieltro. Llevaba unos minutos mirando cuando vio una cara que le resultaba conocida.
¿Quién diablos era? Era alguien a quien había visto hacía mucho, estaba seguro. Luc se enorgullecía de no olvidar nunca una cara. Aun así tardó un tiempo en caer en la cuenta de quién se trataba.
Era aquel extraño individuo que estaba apostado aquella noche, hacía mucho, en la calle des Belles-Feuilles. El hombre que pretendía matar a aquel oficial del Ejército, Roland de Cygne, el mismo a quien había conseguido sacar una bonita suma de dinero en el Bois de Boulogne. Ahora se acordaba, se llamaba Le Sourd. Sí, eso era.
Luc se planteaba si debía esconderse cuando cayó en la cuenta de que aquel hombre tal vez ignoraba qué papel había jugado él en aquel incidente. «Además, nunca me vio —se dijo—, aparte de en el Moulin Rouge». Curioso por naturaleza, sintió el deseo de saber en qué clase de persona se había convertido Le Sourd y por qué había acudido al centro de alistamiento. Se acercó con cautela, de manera que Le Sourd pudiera verle la cara.
Tal como preveía, no dio la menor señal de reconocerlo.
Se colocó a su lado para trabar conversación.
—¿Qué, va a dar el paso también?
—Sí.
—Corre el rumor —comentó afablemente— de que cuando empiecen el reclutamiento general, llamarán a todos los de menos de cuarenta y cinco años.
—Sí, eso he oído.
—¿Y qué edad tiene, si se lo puedo preguntar?
—Cuarenta. ¿Y usted?
Luc realizó un breve cálculo mental. Le Sourd tenía que estar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Seguramente mentía para poder ir a combatir. Por eso había decidido presentarse voluntario en lugar de esperar al reclutamiento general, porque, en ese momento, comprobarían escrupulosamente los datos de cada cual y era probable que rechazaran a quienes superasen el límite de edad. Entonces, en cambio, aceptarían a cuantos se presentaran, siempre y cuando estuvieran en forma, sin hacer más preguntas.
—Yo tengo treinta y nueve. Y, dígame —prosiguió—, siento curiosidad por saber qué le llevó a alistarse, yo mismo le he dado muchas vueltas a la cabeza.
—Yo soy socialista —respondió encogiéndose de hombros—. Si el káiser alemán gana la guerra, será algo negativo para nosotros.
La explicación tenía su lógica. El conservador emperador alemán tenía una tendencia autoritaria mucho más marcada que el Gobierno francés, más escorado a la izquierda. La mayoría de los sindicatos y organizaciones socialistas francesas habían llegado a la misma conclusión y habían prestado de inmediato su respaldo al Gobierno. Como expresión de solidaridad nacional, se habían concedido importantes cargos gubernamentales a varios socialistas.
—Entonces es como yo. Soy un patriota y socialista —afirmó Luc. Aunque no era cierto, los años pasados detrás de la barra del bar le habían enseñado dos cosas: que si manifestaba su acuerdo con alguien, esa persona lo creería, porque así lo deseaba; y aparte, se mostraría mucho más locuaz. Por su parte, no le habría costado nada argumentar sus posturas socialistas, porque eran tantas las personas que le habían expresado sus opiniones políticas que era capaz de reproducirlas de manera automática—. Yo también fui seguidor de Jean Jaurès.
Jean Jaurès fue el líder de la clase obrera francesa, una monumental figura de intachable honradez, querido por todos los socialistas y hasta por muchos conservadores, asesinado por un fanático de extrema derecha aquel verano. Todo París lamentó su muerte. Era una buena manera de obtener una inmediata aceptación.
Le Sourd asintió con la cabeza antes de continuar.
—He visto a tantos jóvenes camaradas, buenos sindicalistas, socialistas e incluso anarquistas… ir al frente que… me siento mal quedándome atrás, con toda sinceridad.
Luc lo miró un instante. Con los años había escuchado tantas historias que solía descubrir fácilmente cuándo alguien mentía. Si su instinto no le fallaba, Le Sourd decía la verdad.
—¿Tiene familia? —preguntó.
—Una esposa. Me casé tarde, pero tengo un hijo, que aún es un niño.
—¿No le da reparo dejarlos?
—Sí. Yo perdí de pequeño a mi padre. Era de la Comuna. No es bueno quedarse sin padre. Por otra parte, pensé: «¿y si mi hijo tiene que vivir sometido al káiser porque yo me negué a luchar?».
—Sí, es eso. Yo tengo sobrinos y siento lo mismo.
¿Era posible que aquel hombre casado todavía mantuviera aquel extraño proyecto de venganza contra De Cygne? Parecía improbable. Luc no veía además que la guerra pudiera facilitárselo. Incluso en el supuesto de que, por azar, a Le Sourd le tocara la misma compañía o regimiento que al aristócrata, este no tardaría en enterarse, de modo que descartó la idea.
—¿Vamos a alistarnos, camarada? —dijo Le Sourd.
—Vamos.
Al llegar al mostrador, un joven oficial anotó sus datos. Parecía casi un niño. Le Sourd dijo que tenía cuarenta años y, aunque el oficial le dedicó una breve mirada, no prestó mayor importancia al detalle, o bien era tan joven que cualquiera con más de treinta y cinco años le parecía incluido en la misma categoría de edad.
Con Luc, curiosamente, puso más esmero y buscó su nombre en un enorme archivo que había encima de la mesa.
—Los médicos lo reconocerán —dijo antes de hacerlo pasar.
Queridos padres y hermanos:
Estoy vivo y con buena salud. He estado cavando trincheras desde la gran batalla, de la que habréis oído hablar. Por favor, enviadme unos guantes bien fuertes si podéis, porque quizá tenga que estar bastante tiempo en esta trinchera.
Gracias por ir a despedirme, papá. Te vi moviendo los brazos como un desaforado en los Campos Elíseos, pero me dio un poco de vergüenza saludarte yo también.
Os quiere mucho a todos vuestro hijo,
ROBERT
Marc Blanchard no se esperaba aquella propuesta de su hermano. En realidad le resultaba bastante inoportuna, pues, pese a que tenía ya cuarenta y cinco años, estaba pensando en alistarse.
—¿Y papá? —contestó—. Él podría hacerlo mucho mejor que yo.
—No quiere —repuso Gérard—. Ya se lo he pedido.
Hacía más de cinco años que Jules Blanchard se había retirado por fin a Fontainebleau. Todavía conservaba el gran piso del bulevar de Malesherbes, pero cada vez iba menos.
—El gerente de los almacenes y dos de mis mejores empleados se han ido a la guerra. No pude impedírselo —prosiguió Gérard—. Necesito ayuda y quiero a alguien de la familia. Si algo me ocurriera a mí…
—Tienes un aspecto muy saludable.
—Es posible, pero de todas formas…
—James podría encargarse. Él es abogado y una persona mucho más competente que yo.
—Tu hermana y tu cuñado están en Inglaterra. No pueden venir.
—¿Ya se lo has preguntado?
—Por supuesto. Sabía que tú no querrías ocuparte de esto. Tú tienes tu propia vida…, aunque me imagino que, si esta guerra se alarga, todo podría quedar un poco limitado.
Marc había obtenido un moderado éxito en su carrera. Todos los años recibía un par de encargos de retratos. Cuando alguna galería montaba una exposición de su obra, la visitaban una multitud de personas de buena posición y los cuadros se vendían. Tenía talento, pero no era un genio. De haber querido, podría haberse convertido en director de un museo o de una escuela de arte, o podría haber montado una galería, pero le repelía el trabajo administrativo. En lugar de ello, mientras mantenía su propio trabajo, realizaba funciones de crítico y promotor de la obra de otros, lo que hacía de él una figura indispensable en el panorama del arte y una persona con muchos amigos. A raíz del estallido de la guerra, se había planteado ofrecerse al Gobierno como artista de guerra.
Y ahora su hermano quería que lo ayudara a dirigir el negocio de la familia.
—Podrían reclutarme —adujo Marc—. Seguramente soy lo bastante joven todavía.
—Ya he obtenido una exención para ti —replicó Gérard—. El negocio de la venta al por mayor forma parte del esfuerzo bélico. Ya hemos empezado a suministrar comida para las tropas. —Hizo una pausa—. Necesito que comprendas lo de la venta al por mayor, pero tu cometido principal sería ocuparte de que los almacenes sigan funcionando…, si es posible.
—¿Joséphine? ¿Cerrarías Joséphine?
—Ya sé que te gusta ese almacén. A papá le partiría el corazón si tuviéramos que cerrarlo, pero, si la guerra dura mucho, va a ser difícil vender prendas de moda. Mantener a flote Joséphine sería casi imposible. Soy consciente de que yo no podría conseguirlo, porque no tengo talento para eso, pero quizás a ti se te dé mejor. —Miró a su hermano con cierta sorna—. Creo que, si te aplicas, podrías dirigir bien Joséphine.
—Pero tendría que trabajar para ti —objetó Marc, sosteniéndole la mirada.
—Trabajaríamos juntos. Aunque sí, yo tomaría las decisiones definitivas en cuestión de inversiones. La gente va a sacrificar sus vidas, Marc —señaló con calma—. Este sería tu sacrificio. Aunque no te guste la idea, no te mataría. Además, quiero conservar el negocio para la próxima generación.
—Te daré una respuesta mañana —prometió Marc.
Al cabo de una hora, se encontraba en el piso de su tía Éloïse. Esta no se sorprendió al verlo llegar.
—Supongo que Gérard ha hablado contigo —se adelantó.
—Me apoyarás si me niego, ¿verdad? —dijo él.
—En absoluto —contestó con firmeza. Luego sonrió—. Yo te quiero mucho, Marc, pero eres un egoísta. Y estamos en guerra. Debes aceptar de inmediato.