Capítulo dos
1883
El día había empezado mal. Su hermano menor, Luc, había desaparecido.
Thomas Gascon quería a su familia. Su hermana mayor, Adèle, se había casado y se había ido a vivir con su marido, y su hermana menor, Nicole, siempre estaba con su mejor amiga, Yvette, cuya conversación le resultaba de lo más aburrido. Luc, en cambio, era especial. Era el benjamín de la familia, el gracioso pequeñín del que todos estaban prendados. Thomas, que tenía casi diez años cuando su hermano nació, había sido su guía, filósofo y amigo desde siempre.
Luc, en realidad, faltaba desde la tarde anterior, pero como su padre les había asegurado que el niño estaba con sus primos, que vivían a poco más de un kilómetro de allí, nadie se había preocupado. No obstante, cuando se disponía a ir al trabajo, Thomas oyó gritar a su madre.
—O sea, ¿que no sabes seguro si está en casa de tu hermana?
—Pues claro que está allí —respondió su padre desde la cama—. Fue allí ayer por la tarde. ¿Dónde iba a estar si no?
El señor Gascon era un hombre tranquilo. Se ganaba la vida acarreando agua, pero no era muy de fiar. «Trabaja lo imprescindible, ni un segundo más», solía comentar su mujer. Él le habría dado la razón porque, a su manera de ver, esa era la única actitud razonable. «La vida es para vivirla. Si uno no puede ni sentarse a tomar un trago de vino…», solía decir, y con un gesto, expresaba la futilidad de afanarse con otras ocupaciones. Tampoco era que bebiera mucho, pero lo de sentarse sí era importante para él.
En ese momento se presentó, descalzo y sin afeitar, poniéndose la ropa, listo para replicar, pero su mujer cortó en seco la conversación.
—Nicole —ordenó—, ve corriendo a casa de tu tía a ver si Luc está allí. —Después se volvió hacia su marido—. Pregunta a los vecinos si han visto a tu hijo. ¡Vergüenza debería darte! —añadió con enojo.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Thomas.
—Ir a trabajar, por supuesto.
—Pero… —A Thomas no le hacía ninguna gracia tener que irse sin saber si le había ocurrido algo a su hermano.
—¿Acaso quieres llegar tarde y que te echen del trabajo? —preguntó con aspereza su madre—. Eres un buen chico, Thomas —añadió, cambiando de tono—. Seguramente tu padre tiene razón y está en casa de tu tía. No te preocupes —insistió, viendo que su hijo dudaba—. Si hay algún problema, mandaré a Nicole a buscarte. Te lo prometo.
Así pues, Thomas emprendió el descenso por las calles de Montmartre.
Aunque estaba preocupado por su hermano, de ninguna manera quería perder el trabajo. Antes de convertirse en aguador, su padre había sido siempre un labrador, que tan pronto tenía trabajo como no. La madre de Thomas había querido que este tuviera un oficio, y gracias a ella había llegado a ser herrero. Aunque no era muy alto, Thomas era fuerte y robusto, y tenía buena vista. Había aprendido deprisa y, pese a que aún no había cumplido los veinte, los hombres de más edad siempre lo acogían con agrado y buena disposición para enseñarle.
Hacía una bonita mañana de finales de primavera. Llevaba una camisa abierta, una chaqueta corta y unos holgados pantalones, ceñidos con un cinturón ancho. Sus botas de obrero iban acumulando el polvo de la calle. Solamente tenía que caminar cuatro kilómetros.
La geografía de París era muy simple. A partir de la forma ovalada del primer asentamiento en las orillas del Sena en torno a la isla central, la ciudad había ido ampliándose con los siglos, rodeada de muros que se fueron construyendo en una serie de óvalos concéntricos cada vez más extensos. Hacia finales del siglo XVIII, justo antes de la Revolución francesa, la urbe estaba rodeada por una muralla, que tenía fines fiscales, situada a unos tres kilómetros del Sena, en cuyas puertas había barreras controladas por los odiados recaudadores de impuestos. Fuera de este gran óvalo había un inmenso anillo de arrabales y pueblos, entre los que se contaba, por el este, el cementerio del Père Lachaise, y, por el norte, la colina de Montmartre. Desde la Revolución, la impopular muralla fiscal había sido derribada, y, justo antes de la reciente guerra con los alemanes, una vasta sucesión de fortificaciones exteriores había abarcado en el nuevo recinto incluso los arrabales. No obstante, muchos de ellos, en especial Montmartre, seguían manteniendo su antigua apariencia de poblaciones aparte.
Al pie de la colina de Montmartre, Thomas atravesó la desaseada plaza de Clichy y enfiló un largo bulevar que seguía en dirección suroeste, siguiendo el trazado de la antigua muralla fiscal, con las afueras de la ciudad a la izquierda y el pueblo de Batignolles a la derecha. De vez en cuando pasaba traqueteando un tranvía tirado por caballos, pero, al igual que la mayoría de los obreros, él casi nunca gastaba dinero para subir a los tranvías y omnibuses, cuyos caballos apenas iban más deprisa que él mismo caminando a paso vivo.
Al cabo de media hora, llegó junto a una elegante verja de hierro, a través de la cual se veía la verde extensión del parque Monceau. Aquel antiguo jardín real se había convertido en un elegante espacio público junto al cual había prosperado un lujoso barrio. En torno a su extremo sur se alzaban las impresionantes mansiones de la alta burguesía, pero su rasgo más fascinante estaba arriba, en medio de la verja del lado norte.
Se trataba de una construcción que parecía un pequeño templo romano. De hecho, era la antigua garita de los recaudadores de impuestos a la que habían agregado una cúpula rodeada de columnas clásicas. A Thomas le gustaba aquel pequeño templo que, además, anunciaba que ya estaba a punto de llegar.
Tras cruzar el bulevar, caminó unos cincuenta metros en dirección norte y torció a la izquierda para entrar en la calle de Chazelles.
Una generación atrás, aquella era una modesta zona de talleres y huertos. Después habían comenzado a aparecer pequeñas casas de dos pisos con mansardas y, desde que el barón Haussmann había comenzado a hacer pasar sus grandes vías públicas por allí, ya empezaban a proliferar los edificios de seis pisos. El proyecto en el que trabajaba Thomas Gascon se llevaba a cabo en el número 25 de la calle de Chazelles. Se trataba de una gigantesca figura truncada que sobresalía por encima de los tejados, envuelta en metal y rodeada de andamios. Era tan alta que hasta se veía desde el otro extremo del parque Monceau.
Era la estatua de la Libertad.
Los talleres de Gaget, Gauthier et Cie ocupaban un gran solar que se prolongaba hasta la parte de atrás. Había varios espaciosos cobertizos, una fundición y una grúa móvil. En el centro se encontraba el enorme torso que coronaría la estatua.
Thomas se dirigió al cobertizo de la izquierda. Aquel era el lugar donde los artesanos elaboraban los frisos decorativos destinados a la cabeza y la antorcha. Aunque le encantaba verlos trabajar, él entraba sobre todo porque su capataz, que era calvo y corpulento, solía estar allí a primera hora de la mañana, y le agradaba saludarlo con un educado «Bonjour, monsieur», aunque fuera para recordarle su existencia.
Aquella mañana, no obstante, el capataz parecía inquieto. El señor Bartholdi estaba con él. El creador de la estatua de la Libertad presentaba el aspecto del artista de moda que era, con su cara de finos rasgos, su frente despejada y su ancha corbata de lazo. Llevaba años trabajando en aquella idea. En un principio había concebido una estatua parecida que se habría erigido en la entrada del canal de Suez, la puerta de entrada a Oriente. Aquel proyecto no se llevó a cabo, pero después había surgido otra magnífica oportunidad. A través de una cuantiosa suscripción pública, el pueblo de Francia encargaba un regalo destinado a Estados Unidos, que se levantaría junto a la bahía de Nueva York, la puerta de entrada a Occidente. A raíz de aquello, el señor Bartholdi se había convertido en uno de los artistas más célebres del mundo.
Sin atreverse a interrumpirlos, Thomas se apresuró a salir y entró por la puerta del cobertizo contiguo.
La construcción de aquella magnífica estatua diseñada por Bartholdi planteaba un considerable problema. ¿Cómo había que construirla? La solución inicial, propuesta por el gran arquitecto francés Viollet-le-Duc, había sido construir la estatua en torno a un enorme pilar de piedra, pero aquel prestigioso personaje había muerto sin dejar más precisiones y nadie sabía qué hacer. Al final, se había incorporado al proyecto un ingeniero de puentes que se había ofrecido a construir un armazón para la estatua.
El ingeniero había asumido el reto casi de la misma forma en que habría afrontado la construcción de un puente. La estatua iba a ser hueca. En lugar de un pilar de piedra, el eje central lo constituiría una torre de vigas de hierro. El armazón exterior consistiría en un enorme esqueleto de hierro al que se fijaría la fina plancha de cobre que formaría la parte externa o piel. En el interior, una escalera en espiral permitiría subir hasta la plataforma de la diadema que iba a servir de mirador.
El ingeniero también había dispuesto la construcción de la estatua en varias piezas a la vez. La mano derecha sostenía una gran antorcha encarada al cielo, mientras que la izquierda asía unas tablas de la ley en las que se iba a grabar la Declaración de Independencia. Esa era la mano que tenían encomendada Thomas y su cuadrilla.
Ese día trabajaban con él dos obreros serios y barbudos de cincuenta y tantos años. Lo saludaron cortésmente. Uno de ellos le preguntó por su familia.
A Thomas no le pareció muy indicado explicar que su hermano menor había desaparecido. Le pareció incluso que podría traer mala suerte, porque el hecho de decir algo podía hacer que se cumpliera.
—Están bien —respondió, resuelto a concentrarse en su trabajo.
La mano era tan enorme que encima de la palma y los dedos extendidos podrían haberse sentado una docena de hombres. El núcleo lo componía un sólido armazón de recias barras de hierro, rodeado de decenas de largas y finas tiras de metal, a la manera de unas correas. De cinco centímetros de ancho, estaban dispuestas muy cerca unas de otras, siguiendo con exactitud los contornos del modelo de Bartholdi. Así, cuando estuvieran todas prendidas, el resultado parecería una gigantesca mano de mimbre.
Su fijación suponía una paciente y ardua labor. Durante más de una hora, los tres hombres trabajaron en silencio, sin pausa, hasta que los interrumpió la visita matinal del capataz.
Todavía iba con el señor Bartholdi, y también lo acompañaba otro caballero.
Pese a que era un socio quien solía encargarse de la supervisión de los trabajos de ingeniería de los talleres, ese día había acudido el ingeniero en persona.
Si Bartholdi era la viva estampa de un artista, el ingeniero era asimismo un digno representante de su profesión. Mientras que Bartholdi tenía una cara alargada y poética, parecía que el dios Vulcano había forjado en su fragua la cabeza del ingeniero, comprimiéndola en un torno. En aquel hombre todo era compacto y ordenado… Su pelo y su barba recortados al milímetro, su ropa, sus movimientos… Y rebosaba energía. Sus ojos, algo saltones, tenían además un brillo del que cabía deducir que también él era capaz de soñar.
Junto con Bartholdi, pasó varios minutos inspeccionando la inmensa mano, dando golpecitos a las finas tiras de hierro, efectuando mediciones, hasta que al final dispensó un gesto de aprobación al capataz.
—Excelente, señores —elogió. Estaban a punto de irse cuando el ingeniero se volvió hacia Thomas y comentó—: Tú eres nuevo aquí, ¿verdad?
—Sí, señor —confirmó Thomas.
—¿Y cómo te llamas?
—Thomas Gascon, señor.
—Gascon, ¿eh? Tus antepasados debían de ser de Gascuña, ¿no?
—No lo sé, señor. Supongo que sí.
—Gascuña. —El ingeniero permaneció pensativo un instante y luego sonrió—. La antigua provincia romana de Aquitania. El cálido sur, la tierra del vino. Y del coñac también… No nos olvidemos del armañac.
—Ni de Los tres mosqueteros —apuntó Bartholdi—. D’Artagnan era gascón.
—Exacto. ¿Y cuáles son los rasgos más destacados del carácter de tus paisanos, señor Gascon? —prosiguió alegremente el ingeniero—. ¿No son conocidos por su caballerosidad y su sentido del honor?
—Se dice que son muy jactanciosos —intervino el capataz.
—¿Y tú eres jactancioso, señor Gascon? —preguntó el ingeniero.
—No tengo nada de que jactarme —respondió con sencillez Thomas.
—Ah —dijo el ingeniero—. En ese caso quizá yo pueda ayudarte. ¿Por qué crees que estamos construyendo la estatua de esta manera precisamente?
—Supongo que para que después se pueda desmontar y llevar al otro lado del Atlántico —respondió Thomas, que sabía que una vez que la hubieran terminado allí, en la calle de Chazelles, prendiéndole la piel de cobre con remaches transitorios, la podían desarmar y volver a montar en Nueva York.
—Así es —concedió el ingeniero—, pero aún hay otro motivo. Esta estatua va a estar en la punta de la bahía de Nueva York, expuesta al viento, que la va a empujar como si fuera una vela de barco. Si fuera completamente estática, sufriría una tensión enorme. Aparte, los cambios de temperatura harán que el metal se expanda y se contraiga, y eso podría provocar resquebrajaduras en la piel de cobre. Por eso, en primer lugar, he construido el interior a la manera de un puente metálico, para que pueda moverse, lo justo para aliviar la tensión. Y, en segundo lugar, he previsto que las placas de cobre batido que forman la piel vayan remachadas, cada una por separado, con estas tiras de metal. Las placas de cobre van sujetas a la armazón, pero no entre sí, de tal manera que cada placa pueda deslizarse, justo un poco, sobre la de al lado. De esta manera, la piel nunca se agrietará. Aunque no se aprecie a simple vista, la estatua de la Libertad se estará moviendo siempre. En esto radica la labor de ingeniería, ¿comprendes?
Thomas asintió.
—Perfecto —prosiguió el ingeniero—. Ahora puedo explicarte por qué podrías estar orgulloso como para jactarte. Verás, gracias a estas previsiones de ingeniería y a vuestro meticuloso trabajo en su realización, esta estatua nuestra durará siglos. La verán millones y millones de personas. No te quepa duda, muchacho, esta será la construcción más famosa en la que habremos participado nunca tú o yo. Eso es algo de lo que ambos podríamos jactarnos, ¿no crees?
—Sí, señor Eiffel —dijo Thomas.
Eiffel le sonrió. Bartholdi le sonrió también. Incluso el capataz sonrió. Thomas Gascon se sintió muy contento.
Justo entonces vio a su hermana Nicole parada junto a la puerta.
Intentaba llamar su atención, aunque no se atrevía a entrar. Se encontraba en ese periodo en que sus piernas parecían finas como palos; su cara, pálida con unos enormes ojazos, se veía muy vulnerable. Si su madre la había enviado hasta allí, podía ser que Luc se hubiera perdido, o que le hubiera ocurrido algo peor.
Pero vaya momento para llegar. Si al menos se esperara hasta que se hubieran ido el capataz y las visitas… Pese a percibir su mirada suplicante, procuró fingir que no la veía.
El capataz, sin embargo, se dio cuenta. Al advertir la breve distracción de Thomas, se volvió de inmediato y se quedó mirando a Nicole.
—¿Quién es?
—Mi hermana, señor —respondió, consciente de que no valía la pena mentir.
—¿Por qué te viene a interrumpir?
—Mi hermano menor ha desaparecido esta mañana, señor. Creo que debe de haber…, no sé.
Con cara de enojo, el capataz hizo señas a Nicole para que se acercara.
—A ver, ¿qué pasa? —inquirió con brusquedad.
—Mi madre me ha mandado a buscar a Thomas, señor. No encontramos por ninguna parte a mi hermano Luc. Han ido a llamar a la policía.
—Entonces no necesitan a Thomas. —La animó a alejarse con un gesto.
La niña se quedó boquiabierta. Thomas dio un involuntario paso hacia ella, pero enseguida se contuvo.
No podía perder aquel trabajo. La dureza del capataz era normal. Quizá si le hubieran planteado la cuestión en privado… Pero delante del señor Bartholdi y el señor Eiffel tenía que mantener la disciplina.
Si Nicole se fuera deprisa, de una vez… Pero no se iba. Se le había empezado a desencajar la cara, como si se fuera a poner a llorar.
—¿Qué le digo a mamá? —preguntó.
Iba a decirle que se fuera cuando el señor Eiffel intervino.
—Yo creo que, por esta vez…, de manera excepcional…, nuestro joven amigo debería ir a buscar a su hermano. Pero mañana por la mañana lo esperamos aquí, señor Gascon, para llevar a término esta gran obra. ¿Está usted de acuerdo? —consultó al capataz.
El capataz asintió con un hosco ademán.
—Ve, pues —autorizó a Thomas.
Este le habría dado las gracias como se merecía, de no haber sido porque su hermana ya había echado a correr.
Vista desde lejos, la colina de Montmartre no había cambiado mucho desde el periodo romano. Durante siglos se habían cultivado allí viñas, de las que se ocupaban en la Edad Media las monjas, aunque a aquellas alturas los viñedos habían sido sustituidos por edificios o por terrenos baldíos. Con todo, se había producido una agradable novedad. Cerca de la cumbre se habían concentrado unos cuantos molinos de viento, que, con sus aspas accionadas por el viento, conferían una pintoresca imagen a la montaña.
Sin embargo, al aproximarse más, saltaba a la vista que en Montmartre reinaba un gran desbarajuste. A causa de las empinadas laderas, el barón Haussmann había desdeñado urbanizarlo y todavía mantenía una parte de su aire rural. En lugares donde Montmartre había tratado de acicalarse, no obstante, al final parecía haber renunciado, y sus retorcidas y pendientes calles se interrumpían de repente, dando paso a caminos de tierra, cobertizos y cabañas de madera dispuestos a la buena de Dios un poco por todas partes.
El sector de peor fama en aquel barullo lo constituía la barriada situada justo al otro lado de la colina, en el flanco noroccidental. La llamaban el Maquis, el matorral, el páramo, el lugar de miseria. La casa donde vivían los Gascon era una de las mejores. Era un sencillo edificio cubierto con tablas de madera, con un balcón arriba que le confería cierto aire de destartalado chalé suizo. Una escalera exterior comunicaba con el primer piso, que ocupaba la familia.
—¿Dónde habéis mirado? —preguntó Thomas en cuanto llegó.
—Partout. —«Por todas partes», respondió su madre—. Ha venido la policía. —Con un encogimiento de hombros, dio a entender que no esperaba gran cosa de ellos. Sentado en un rincón, con el balancín para transportar los cubos de agua al lado, el señor Gascon permanecía callado y cabizbajo—. Deberías ir a trabajar —le dijo su mujer en voz baja.
—Que se queden sin agua en tanto no encontremos a mi hijo —contestó con aire desafiante.
Thomas adivinó que su padre pensaba que el pequeño Luc estaba muerto.
—Tu tía le dio un globo ayer por la tarde y lo mandó para casa —explicó la madre a Thomas—, pero no llegó. Ninguno de los niños de la escuela lo ha visto. Uno ha dicho que sí, pero después ha cambiado de idea. Si alguien sabe algo, no lo dice.
—Voy a salir a buscarlo —dijo Thomas—. ¿De qué color era el globo?
—Azul —repuso su madre.
Thomas se detuvo fuera. ¿Sería capaz de encontrar a su hermano? Trató de convencerse de que sí. No parecía que tuviera mucho sentido volver a mirar en el Maquis. Más abajo, las afueras de la ciudad se prolongaban hacia el norte por el arrabal de Saint-Denis, pero, que él supiera, su hermano nunca se aventuraba por allí. La pequeña escuela pública a la que lo hacía ir su madre y casi todos los sitios que Luc conocía quedaban en la parte alta de la colina. Thomas emprendió, pues, el ascenso.
El Moulin de la Galette quedaba en la cresta, justo encima del Maquis. Era uno de los dos molinos propiedad de una familia de empresarios que habían montado allí una guinguette, un bar con una pequeña pista de baile. La gente acudía desde la ciudad para disfrutar de bebida a buen precio y de su rústico encanto, y Luc frecuentaba el lugar. Cantaba canciones para los clientes, que le daban propina.
El camarero estaba fregando el suelo.
—La policía ya ha estado aquí —dijo—. Luc no vino anoche.
—Es probable que llevara un globo azul.
—No vi ninguno.
Thomas recorrió varias calles, deteniéndose aquí y allá para preguntar, sin éxito, si alguien recordaba haber visto a un niño con un globo el día antes. Aunque era difícil no dejarse vencer por el desaliento, siguió perseverando. Al cabo de media hora, salió a la gran explanada desde la que se divisaba la ciudad, donde, detrás de una alta valla de madera, estaban construyendo la enorme basílica del Sacré Coeur.
Thomas tenía siete años cuando los alemanes asediaron París. Se acordaba de los grandes cañones instalados en lo alto de la colina, de las pugnas que hubo para hacerse con su control y de los terribles enfrentamientos entre los comuneros y los soldados enviados desde Versalles. Su padre había tenido la precaución de mantenerse al margen del conflicto, aunque también era posible que su pasividad estuviera motivada tan solo por la pereza. En cualquier caso, al igual que la gran mayoría de los trabajadores, no veía con agrado aquel gran monumento triunfal que representaba el orden católico que la nueva República conservadora erigía allá arriba para dominar la ciudad. Sin embargo, sí que había algo que lo fascinaba: no el significado del colosal templo, sino más bien el procedimiento que se seguía para su construcción.
Precisamente por ese motivo, al contemplar aquel solar de Montmartre, lo invadió el miedo.
La colina estaba compuesta principalmente de una piedra blanda denominada yeso, que poseía dos cualidades. La primera era que se disolvía con facilidad en el agua y constituía, por lo tanto, un material poco idóneo para un edificio de tales dimensiones. La segunda era que, al calentarse, se podía triturar fácilmente para producir yeso blanco en polvo. Por eso, la colina de Montmartre constituía una cantera en la que se venía excavando desde hacía siglos.
Al emprender los trabajos de construcción del Sacré Coeur se constató que, aparte de ser blando, el terreno estaba tan horadado con túneles y galerías que, de haberse colocado directamente encima el edificio, es probable que la montaña entera se viniera abajo, engullendo el templo en sus entrañas.
La solución, muy francesa, había sido una ambiciosa combinación de elegancia y lógica. Se excavaron ochenta y tres gigantescos pozos, de más de treinta metros de profundidad, que se rellenaron de cemento. A la manera de una enorme caja, de una profundidad casi equivalente a la altura de la iglesia, se construyó la cripta que serviría de plataforma. Aquella fase había durado casi una década. Al final, hasta las personas opuestas al proyecto, ironizaban al respecto: «No es Montmartre lo que sostiene la iglesia, sino la iglesia la que sostiene Montmartre».
Thomas iba todas las semanas a observar la marcha de las obras. A veces, algún obrero lo dejaba pasar para ver de cerca las excavaciones y el incipiente edificio. Incluso ahora que se había iniciado la construcción de la iglesia, el lugar era un caos lleno de barro, de zanjas y pozos. Mirando los altos tablones de la valla, se le ocurrió una horrible posibilidad. ¿Y si habían arrojado el cadáver de su pobre hermano por allí? Pasarían días antes de que lo descubrieran, suponiendo que no lo hubieran recubierto ya. ¿Y si lo habían arrastrado hasta el interior del laberinto de túneles de abajo? Había itinerarios para penetrar allí, pero una vez dentro no era difícil perderse. ¿Estaría Luc allí, en los oscuros recovecos subterráneos de la montaña?
No, no. No debía pensar eso. Luc estaba vivo, esperando a que lo encontraran. Lo único que tenía que hacer era darle vueltas a dónde podía estar.
Fue hasta la esquina de la calle de abajo. París se desparramaba ante su vista. Por encima de los tejados despuntaba de vez en cuando una dorada cúpula o un campanario. En la isla principal del Sena, las torres de Notre Dame eran las que se elevaban con mayor ímpetu. Encima de ellas, todavía reinaba, imperturbable, sin transmitirle ningún indicio, el cielo azul.
Intentó rezar, pero Dios y sus ángeles también permanecieron mudos.
Al cabo de un poco, volvió a reanudar el camino por la calle que rodeaba la colina en dirección oeste. Allí había algunas casas, más cuidadas, con pequeños jardines. El callejón comenzó a descender bajo una empinada pendiente llena de arbustos, flanqueada por el muro de un jardín.
—Psst. Thomas. —El susurro venía de arriba, de entre las matas. El corazón le dio un vuelco. Miró entre los arbustos, pero no vio nada—. ¿Estás solo? ¿Hay alguien en la calle? —Era la voz de Luc.
—Nadie —aseguró Thomas.
—Voy a salir.
Al cabo de un momento, Luc estaba a su lado. Ambos tenían los mismos ojos de color castaño claro, pero mientras que Thomas Gascon a los nueve años ya era corpulento y fornido, su hermano Luc era un niño delgado. El joven obrero de piel atezada tenía unas facciones ordinarias y el cabello castaño empezaba a clarearle ya en la frente. Su hermano tenía la piel más clara, el pelo largo y moreno, y la nariz aquilina. Aquella apariencia de italiano la había heredado de la madre de su padre, que había emigrado de Toulon a París.
Aunque estaba sucio y tenía el cabello alborotado, su aspecto no era tan malo.
—Tengo hambre —dijo. Había estado escondido toda la noche—. Iba a esperar para bajar al final de la tarde, cuando volvieras del trabajo —explicó.
—¿Por qué no fuiste a casa? Papá y mamá están preocupadísimos.
Luc sacudió la cabeza.
—Dijeron que me esperarían, que me iban a matar.
—¿Quiénes?
—Los de la banda de los Dalou.
—Ah. —Aquello era grave. De entre las diversas bandas de chicos que proliferaban en el Maquis, los Dalou eran los peores. Si le habían dicho a Luc que lo iban a matar, podían acabar haciéndole daño. Y también eran muy capaces de estar esperándolo toda la noche—. ¿Qué les hiciste? —preguntó Thomas.
—La tía Lilly me dio un globo. Me los encontré en la calle y Antoine Dalou me dijo que se lo diera, pero yo le contesté que no. Entonces Jean Dalou me tiró al suelo y me lo quitó.
—¿Y después?
—Me puse a llorar.
—¿Y qué más?
—Cuando se iban, tiré una botella rota al globo, que reventó.
—¿Por qué hiciste eso?
—Para que ellos tampoco se pudieran quedar con él.
Thomas sacudió la cabeza.
—Fue una tontería.
—Entonces se pusieron a perseguirme. Antoine Dalou cogió unas piedras para tirármelas y yo eché a correr. Me dio una vez, en la espalda, pero me escapé. Ellos siguieron buscándome. Jean Dalou gritó que me iban a matar y que no llegaría vivo a casa. Así que me quedé por aquí. Pero a ti no te van a atacar, porque te tendrán miedo.
—Yo te puedo acompañar a casa —convino Thomas—, pero ¿después qué?
—No sé… ¿Me puedo ir a vivir a América?
—No. —Thomas lo cogió de la mano—. Vamos.
Después de dejar a Luc en casa, Thomas volvió a salir.
No le costó encontrar a los Dalou. Estaban en las proximidades de su cabaña, en la otra punta del Maquis. Aquella reducida banda se hallaba reunida casi al completo: Antoine, que tenía la misma edad que Luc y una cara enjuta como un hurón; Jean Dalou, un poco más agraciado y un par de años mayor, y que ejercía de cabecilla de la banda; Guy, de la familia Noir, su primo, un chaval de expresión desconsolada, capaz de repartir unos mordiscos terribles; y dos o tres más. Thomas abordó la cuestión sin rodeos.
—Mi hermano no hizo bien al hacer estallar el globo —dijo a Jean Dalou—, pero vosotros tampoco teníais por qué quitárselo.
Nadie hizo el menor comentario.
—De todas formas, el asunto está concluido —prosiguió Thomas—. Pero deja a mi hermano en paz, o me enfadaré.
No fue Jean Dalou, sino Antoine el que replicó.
—Yo guardé la botella rota que tiró. La va a volver a recibir en plena cara.
Thomas avanzó instintivamente hacia él. Entonces, Jean Dalou gritó: «¡Bertrand!». Un momento después, se abrió la puerta de la cabaña y por ella salió un joven. Thomas lanzó una muda maldición. Se había olvidado del hermano mayor de Jean.
Bertrand Dalou tenía más o menos la misma edad que Thomas. Trabajaba de manera esporádica en la construcción. Tenía una espesa mata de pelo castaño, grasiento e impregnado de polvo, que casi nunca se lavaba. Miró con furia a Thomas mientras Jean Dalou gritaba:
—Su hermano le tiró una botella rota a Antoine y ahora él ha venido a pegar a Antoine.
—¡Embustero! —exclamó Thomas—. Mi hermano se ha pasado la noche fuera de casa y hasta lo ha estado buscando la policía, porque estos niños le dijeron que lo iban a matar. Yo he venido a decirles que lo dejen en paz. ¿Preferís que lo haga la policía?
Bertrand Dalou escupió en el suelo. La verdad no tenía ninguna importancia y ellos lo sabían. Lo que estaba en juego era el honor, y en el Maquis solo había una manera de resolver aquellos asuntos. El joven empezó a desplazarse en círculo y Thomas lo imitó.
Thomas nunca había peleado con Bertrand, pero, puesto que era un Dalou, sabía que no debía jugar limpio. Lo que quedaba por aclarar era si tenía alguna técnica.
Su primera arremetida no fue muy sutil. Se abalanzó contra él y le lanzó un puñetazo a la cara, que lo tiró hacia atrás mientras le dirigía una violenta patada a la entrepierna. En lugar de protegerse con la pierna, Thomas la esquivó de un salto y, agarrando la pierna de Bertrand, la impulsó hacia arriba haciéndole perder el equilibrio. Sin embargo, Dalou era rápido, y Thomas apenas pudo propinarle un puntapié antes de que se levantara de nuevo.
Un momento después, habían reanudado el forcejeo. Bertrand intentó hacerle caer, pero Thomas resistió y logró descargarle un seco y duro puñetazo debajo del corazón que lo desestabilizó el tiempo suficiente como para poder agarrarlo por el pescuezo. Empezó a apretarle el cuello, pero el tremendo puñetazo que Dalou le dio en el ojo lo tomó desprevenido y lo obligó a soltarlo.
Volvieron a girar en círculo. Thomas sentía el pálpito de la sangre en el ojo y sabía que pronto se le iba a hinchar. No era conveniente que la pelea durase mucho.
Dalou dio prueba de astucia en la siguiente acometida. Se abalanzó hacia Thomas con la cabeza por delante, como si fuera un ariete con el que pretendía derribarlo. Hasta el último segundo, Thomas no vio la mano que surgió con dos dedos proyectados que podrían haberle vaciado las cuencas de los ojos. Con la velocidad del rayo, interpuso el puño delante de la nariz, de tal modo que los dedos de Bertrand toparon tan solo con sus nudillos.
Viendo como retrocedía su contrincante, Thomas se preguntó a qué argucia iba a recurrir. No tuvo que esperar mucho. La mano de Bertrand desapareció de repente en el bolsillo. Antes de que la sacara del todo, Thomas ya sabía lo que significaba. Si no quería que las cosas se pusieran feas, tenía un segundo para reaccionar. Entonces vio la navaja.
Thomas lanzó un puntapié. Gracias a Dios, era bastante rápido. La mano de Dalou salió proyectada con violencia y la navaja voló por los aires. Con un grito de dolor, Dalou elevó la mirada, para ver dónde iba a caer. Ese fue su error.
Era hora de poner fin a la riña. Lo ideal era otra patada, rápida y potente. Thomas pasó a la acción, sin perder un instante. Su pesada bota de obrero golpeó con tal ímpetu la entrepierna del mayor de los hermanos Dalou que lo levantó del suelo y lo mantuvo en vilo, como a un pelele, antes de que se desplomara.
Thomas empezó a rodearlo, sin perderlo de vista, listo para atacar, pero no fue necesario. Bertrand Dalou no se levantó.
Todo había acabado. Se había restablecido el orden, según las normas que regían en el Maquis. La banda de los Dalou no volvería a importunar a su hermano menor.
En casa de los Gascon estuvieron muy contentos esa noche. Cuando Thomas había regresado, su madre se había inquietado por su ojo, que se estaba poniendo morado, pero su padre había comprendido enseguida. «¿Asunto liquidado?», preguntó. Cuando Thomas asintió, no añadió nada más. Después, tras anunciar que iba a preparar una copiosa cena, su madre se fue con Nicole al mercado. Luc estuvo durmiendo un par de horas.
A última hora de la tarde, el olor del guiso llenaba el interior de la vivienda, y mucho antes de la puesta de sol, ya se habían sentado a disfrutar del banquete. Primero había sopa de cebolla, que no por ser la comida del pobre era menos deliciosa. Había asimismo barras recién compradas en la panadería para acompañar el guiso de la señora Gascon. Normalmente, este consistía en pies de cerdo, verdura y el condimento del que dispusiera en ese momento. Aunque barato, el plato era muy saludable. Ese día, no obstante, había pedazos de buey nadando en una salsa que era mucho más espesa que la que solían comer. Después hubo Camembert, queso de cabra y un gruyer bastante duro, regados con vino tinto barato.
Recuperado ya de su aventura, Luc los divirtió con una imitación de Antoine Dalou con la que se partieron de risa. Thomas les habló de su conversación con el señor Eiffel y les contó lo que había dicho de la estatua de la Libertad.
—Yo quiero vivir en América —declaró de repente Luc.
El anuncio suscitó un coro de protestas.
—¿Y nos vas a dejar a todos aquí? —preguntó su madre.
—Quiero que vengáis conmigo —dijo Luc. Nadie quería ir.
—Estados Unidos es un gran país, no cabe duda —reconoció el señor Gascon—. Allí tienen de todo, ciudades grandes…, no tanto como París, desde luego…, pero sí grandes lagos, montañas y praderas que no se acaban nunca. Si el país de uno no es bueno…, si uno es inglés, alemán o italiano…, y si uno no es rico…, alors…, seguramente es mejor irse a Estados Unidos. Pero aquí, en Francia, tenemos de todo. Tenemos montañas…, los Alpes y los Pirineos. Tenemos grandes ríos como el Sena y el Ródano. Tenemos inmensos terrenos de cultivo y bosques. Tenemos ciudades, catedrales y ruinas romanas en el sur. Tenemos toda clase de climas. Tenemos los mejores vinos del mundo. Y tenemos trescientas clases de queso. ¿Qué más se puede desear?
—No tenemos ningún desierto, papá —adujo Nicole.
—Mais oui, chiquilla. De eso también tenemos. —El señor Gascon ahuecó el pecho como si él mismo hubiera protagonizado la hazaña—. Cuando tenía tu edad, Francia fue a África y conquistó Argelia. Allí tenemos todo el desierto que queramos.
—Es verdad —admitió Thomas entre risas.
—Pero, en América, la gente no pelea —rebatió con convicción Luc.
—Pero ¿qué dices? —exclamó su padre—. Si en América no paran de luchar. Primero lucharon contra los ingleses, después contra los indios, después entre ellos. Son peores que nosotros.
—Tú te quedas con nosotros y no te quejes —dijo afectuosamente su madre.
—Con tal de que Thomas me proteja —precisó Luc.
—Eso, brindemos por eso —propuso el señor Gascon, mirando con orgullo a su hijo mayor.
Y por ello brindaron.
Al levantarse a la mañana siguiente, Thomas fue a ver a su hermano.
—Tú eres muy gracioso, ¿sabes? Deberías aprovechar esa cualidad y hacer reír a la gente. Así, hasta los Dalou te apreciarán.
Cuando llegó al trabajo, el capataz ya lo estaba esperando.
—¿Encontraste a tu hermano?
—Oui, monsieur.
El capataz le observó el ojo.
—¿Ves lo suficiente para trabajar?
—Oui, monsieur.
El hombre se limitó a asentir. Más valía no hacer preguntas a la gente del Maquis.
Thomas trabajó en silencio todo el día. El señor Eiffel no acudió.
El sábado siguiente por la mañana, observando a los tres pequeños Blanchard colocados en fila frente a ella en la explanada de delante de la catedral de Notre Dame, la tía Éloïse pensó que a su hermano Jules y a su mujer les habían ido bastante bien las cosas.
El mayor, Gérard, de dieciséis años, era un chico estable y decidido, de cara angulosa, que sin duda llegaría a convertirse en socio de su padre un día. Ella debía confesar que prefería a su hermano menor, Marc. Ese iba a ser alto y apuesto como su padre, aunque de constitución más delgada. Lo que le gustaba de él era su tendencia intelectual e imaginativa. También era cierto que era irregular en su trabajo en la escuela y que se distraía bastante. «Pero no tienes que preocuparte por él —le decía a Jules cuando este le expresaba su preocupación—. A los trece años, los niños suelen ser distraídos. Y nunca se sabe, quizás algún día llegue a hacer algo destacado como artista o escritor y se haga famoso».
Luego estaba la pequeña Marie. La tía Éloïse consideraba que, con ocho años, era difícil evaluar su carácter. En cualquier caso, era amable y cariñosa, de eso no cabía duda. ¿Y cómo habría sido posible no caer rendido ante aquellos ojos azules, aquella masa de rizos dorados y aquellas encantadoras formas regordetas que, dentro de unos años, se transformarían en una espléndida figura?
No obstante, la tía Éloïse creía haber detectado un defecto de carácter en uno de los tres hermanos. No se trataba de algo grave, pero sí preocupante. Ella, de todos modos, no había comentado nada al respecto porque, si estaba en lo cierto, quizá se llegara a corregir. Además, tal como se recordaba a sí misma, nadie era perfecto.
Mientras tanto creía que su función en la familia era fomentar su afición por la cultura. Por ese motivo, en su visita a la isla de la Cité, aquella mañana los había llevado primero a visitar la exquisita Sainte-Chapelle.
A Marc le atraía la elegancia y esbeltez de su tía, así como su bagaje cultural. En medio del elevado espacio de la capilla, bañado con la suave luz filtrada por sus grandes ventanales, contemplando las bóvedas góticas pintadas de azul y oro, se había sentido conmovido por la belleza del lugar.
—Es como un casco todo incrustado de joyas ¿verdad? —comentó en voz baja la tía Éloïse—. Eso se debe a que cuando el rey Luis IX, a quien ahora llamamos san Luis, fue a las Cruzadas hace seiscientos años, el emperador de Bizancio…, que debía de andar necesitado de dinero…, le vendió algunas de las reliquias más importantes de la cristiandad, como un pedazo de la santa cruz y la propia corona de espinas. Luego san Luis construyó esta capilla, a la manera de un gran relicario, para acoger estos sagrados tesoros. Como ya sabéis, para construir las catedrales como Notre Dame se solía tardar siglos, pero la Sainte-Chapelle se terminó en solo cinco años. Por eso es tan perfecta y con un estilo tan homogéneo.
—¿Cuáles eran las otras reliquias? —preguntó Marc.
—Un clavo de la cruz, una milagrosa túnica que había llevado el niño Jesús, la lanza que traspasó su costado, unas cuantas gotas de su sangre, un poco de leche de la Virgen María. Y también el bastón de Moisés.
—¿Tú crees que eran auténticas?
—No sabría decirlo. En cualquier caso, la capilla era una de las más hermosas que se construyeron nunca. —Calló un instante—. Sin embargo, y es una lástima, durante la Revolución, este magnífico lugar quedó completamente destruido. Los revolucionarios, que estaban en contra de la religión, arrancaron todos sus revestimientos… La Sainte-Chapelle quedó convertida en una ruina. La Revolución tuvo su lado bueno, pero la destrucción de esta capilla no fue acertada. —Se volvió hacia Marc, apuntándolo con el índice—. Por eso es importante, Marc, sobre todo en tiempos de guerra y de tensión, que haya personas con cultura y sensibilidad humanista que protejan nuestra herencia.
¿Por qué siempre le dirigía aquellos comentarios a él y no a su hermano? Marc había reparado en cómo Gérard encaraba los ojos al cielo con expresión de aburrimiento. Él creía, sin embargo, que, en el fondo, no estaba aburrido. Estaba celoso porque la tía Éloïse demostraba tener mucho mejor concepto de él que de Gérard.
—Por fortuna —prosiguió con entusiasmo la tía Éloïse—, no es tan fácil destruir del todo las cosas hermosas…, por lo menos no en Francia. El famoso arquitecto Viollet-le-Duc restauró la Sainte-Chapelle, restituyéndole, como vemos, todo su esplendor. Es una maravilla, casi un milagro. —Volvió a dirigir una mirada de aprobación a Marc—. Como puedes comprobar, mi querido Marc, por más negro que parezca el panorama, nunca debemos darnos por vencidos. Mientras haya artistas, arquitectos… y mecenas…, y tú podrías ser todo eso…, hasta se pueden conseguir milagros.
Ahora se encontraban delante de las imponentes torres de Notre Dame. A su lado había una enorme estatua ecuestre del emperador Carlomagno. Con el sentimiento de no haber prestado suficiente atención a Gérard en la Sainte-Chapelle, la tía Éloïse señaló que, justo antes de nacer él, habían derruido todos los edificios medievales del viejo París.
—Hasta entonces, Gérard, Notre Dame estaba rodeada de casas de puntiagudos tejados y oscuros callejones…, tal como se describe en El jorobado de Notre Dame —añadió.
—Me alegro de que las echaran abajo —dijo con hosquedad.
La tía Éloïse trató de analizar su reacción. ¿Había percibido un desafío en su voz? ¿Acaso se imaginaba que ella debía estar prendada de cualquier pintoresco resto de la Edad Media? ¿Le estaba dando a entender que le gustaría derribar su propia sensibilidad, igual que el barón Haussmann con sus cuadrillas de demolición?
—Estoy de acuerdo contigo, Gérard —convino, sonriente—. En primer lugar, delante de la catedral quedaba solo un espacio muy estrecho que, además, estaba plagado de locales de mala fama. Y, en segundo lugar, cuando las derruyeron, esas viejas casas estaban prácticamente podridas, y la gente vivía en ellas como ratas. Ahora, en cambio, disponemos de este magnífico espacio —concluyó, abarcando con un gesto la explanada.
Pareció que Gérard se había quedado sin argumentos. Ahora le tocaba centrarse en la pequeña Marie. Cuando se volvió hacia ella, la tía Éloïse advirtió que la niña parecía contrariada.
—¿Te pasa algo, chérie? —preguntó.
—No, tía Éloïse —aseguró Marie.
El terrible incidente se había producido después del desayuno. Marie reconocía que ella había tenido su parte de culpa, por haber sido tan tonta como para dejar su diario en la mesa de su dormitorio. Normalmente lo tenía cerrado con llave en un cajón. De todas formas, Gérard tampoco tenía por qué entrar en su habitación cuando ella no estaba y ponerse a leerlo.
El hecho no habría tenido tanta importancia de no ser porque acababa de plasmar allí un secreto que por nada del mundo habría querido que supiera nadie. Estaba enamorada de un compañero de colegio de Marc.
—Por lo que se ve, hermanita, ya tienes secretos en tu vida —había comentado él con crueldad.
—Eso no es asunto tuyo —había gritado ella, ruborizada.
—Todos tenemos secretos —había replicado él, devolviéndole el cuaderno con cierto desprecio—, pero los tuyos no son muy interesantes. Quizás habrá algo mejor que leer cuando seas mayor.
—No se lo digas a nadie —exclamó ella.
—¿A quién se lo iba a decir? —replicó con frialdad—. ¿A quién le iba a importar?
—¡Vete! ¡Te odio!
Mortificada y furiosa, había estado llorando hasta hacía una hora, cuando la tía Éloïse había ido a recogerlos.
La tía Éloïse se planteó con qué podría distraer a Marie. Se le ocurrió una historia que, aun sin ser lo más adecuado para una educada niña de ocho años, si la alteraba un poco podría servir.
—Hay una historia fantástica, muy romántica, relacionada con este lugar. ¿Conoces el cuento de Abelardo y Eloísa? —Marie negó con la cabeza—. Muy bien. —La tía Éloïse dirigió una severa mirada a los dos muchachos—. Mientras cuente la historia, Gérard y Marc, no me vais a interrumpir. ¿Entendido?
»Hace mucho tiempo, Marie —comenzó—, en la Edad Media, justo antes de que construyeran esta catedral de Notre Dame, aquí había una vieja iglesia muy grande, mucho menos bonita. Y también había otra cosa importante. ¿Sabe alguien qué es?
—La universidad —repuso Marc.
—Exacto. Antes de que la trasladaran a la Rive Gauche, a la zona que ahora se denomina la Sorbona, la Universidad de París, que en realidad era un colegio para sacerdotes, ocupaba unos cuantos edificios aquí en la isla de la Cité, junto a la antigua catedral. Y en la universidad había un filósofo llamado Abelardo que daba unas clases tan espléndidas que venían alumnos de toda Europa para escucharlo.
—¿Qué edad tenía? —preguntó Marie.
—No era viejo —contestó, con una sonrisa, la tía Éloïse—. Vivía en la casa de un prestigioso sacerdote llamado Fulberto, donde también residía la joven sobrina de este, Eloísa.
—¿Era guapa? —quiso saber Marie.
—Sin lugar a dudas. Aunque lo más importante era que esa tal Eloísa era una muchacha de extraordinaria inteligencia. Sabía leer en latín, griego e incluso en hebreo. Asistía a las clases de Abelardo. Como no es de extrañar, aquellas dos extraordinarias personas se enamoraron una de otra. Se casaron en secreto y tuvieron un hijo, al que pusieron por nombre Astrolabio.
—¿Astrolabio?
—Un instrumento para calcular la posición de las estrellas. Reconozco que es un nombre un poco extraño, pero eso demuestra la naturaleza cósmica de su amor. El tío de Eloísa, Fulberto, se enfadó mucho, sin embargo, y castigó a Abelardo y los separó. Abelardo se tuvo que ir, aunque siguió siendo un célebre filósofo, y Eloísa se hizo monja y acabó siendo una notable abadesa. Ella y Abelardo se escribieron unas cartas extraordinarias. Fue una de las mujeres más destacadas de su época.
—¿Y seguían estando enamorados? —preguntó Marie.
—Con el tiempo, Abelardo se fue enfriando. Los hombres no siempre son considerados.
—No, es verdad —acordó con convicción la niña, lanzando una mirada a Gérard.
—Pero a los amantes los enterraron juntos, y ahora están en el Père Lachaise.
—¿Y a ti te pusieron Éloïse por ella? ¿Te pareces a ella?
—No, me pusieron Éloïse como a mi abuela. —La tía Éloïse sonrió—. Y mi vida ha sido bastante diferente. Esta historia es, sin embargo, muy famosa y nos muestra que, aunque no podamos ser felices todo el tiempo, aun así podemos llevar una vida fructífera en todos los sentidos.
Marc observó con atención a su tía. Le había hecho gracia la manera en que había alterado la historia. El castigo que había infligido Fulberto a Abelardo había sido mucho más terrible. Había contratado a unos matones para que castraran al gran filósofo. Aquel tipo de cosas no eran, sin embargo, apropiadas para los oídos de la pequeña Marie.
Sabía, asimismo, que la tía Éloïse había contado otra cosa que tampoco era del todo cierta. Un año atrás, su padre le había dicho: «Tu tía quería casarse con un hombre que ahora es un escritor de renombre, pero él se casó con otra. No le digas que te lo he contado. Aunque tuvo otros pretendientes, nunca encontró a ninguno que le interesara. —Su padre se encogió de hombros—. Es una mujer atractiva, pero demasiado independiente».
Marc sabía que su tía tenía amigos pintores y escritores. Cuando había demostrado algún talento para dibujar en la escuela, siempre era su opinión la que más le interesaba. No le costaba imaginarse a la tía Éloïse como una abadesa de la Edad Media, o como una de esas mujeres del siglo XVIII que tenían salones a los que acudían las grandes figuras de la Ilustración. ¿Habría tenido amantes? De ser así, jamás nadie en la respetable familia Blanchard había hablado de ello.
Les bastó un corto paseo para llegar al Petit Pont, donde se detuvieron a contemplar el agua. La tía Éloïse volvió a intentar trabar conversación con Gérard.
—La isla de la Cité parece un barco en medio del río, ¿no?
—Supongo.
—¿Sabías, Gérard, que, en el escudo de París, la ciudad aparece representada como un barco? ¿Te acuerdas de su lema en latín? Surgit nec mergitur: pese a la tempestad, el barco sigue navegando. Nunca naufraga. Esa es exactamente la historia de París.
Gérard se encogió de hombros. La mayoría de los parisinos estaban orgullosos de su ciudad y de sus tesoros. La gente venía de todo el mundo para verlos, pero la verdad era que a él aquello le traía sin cuidado. Era consciente de que la tía Éloïse y Marc lo despreciaban por ello. Seguro que, algún día, la pequeña Marie también compartiría aquella misma actitud. Bueno, que pensaran lo que quisieran. Él sabía lo que iba a hacer con su vida. Iba a dirigir el negocio de la familia.
Nadie más de la familia podía hacerlo. Su abuelo lo había captado, justo desde el principio. «Gérard es el más sensato», les había dicho a todos, cuando el crío apenas tenía diez años. Marc no tenía la madera necesaria. Era como la tía Éloïse, cargado de ideas y de distracciones inútiles. Al ser una niña, a la pequeña Marie no había que tomarla en cuenta. Para sus adentros, Gérard pensaba que incluso su padre no estaba del todo a la altura.
Jules Blanchard había aguardado hasta que murió su padre para hacer realidad su sueño. Tres años atrás, había abierto unos grandes almacenes de lo más elegante. Había tenido el descaro de elegir un edificio del bulevar Haussmann, situado detrás de la Ópera de París, a unos metros tan solo de los grandes almacenes Printemps. Al igual que en Printemps, vendían ropa de alta calidad a unos precios fijos que resultaban asequibles para la clase media; contaban con algunas colecciones de las que tenía la exclusiva. Había puesto al establecimiento el nombre de Joséphine.
¿Por qué Joséphine?, había preguntado su familia. Por la emperatriz Joséphine, por supuesto, había explicado él. Había sido la esposa de Napoleón, tenía un origen exótico y, aunque su carácter dejaba algo que desear, siempre había destacado por su elegancia. Era un nombre perfecto, aseguraba.
Jules había pedido un cuantioso crédito para financiar la empresa. También había que reconocer que la suerte se puso de su lado, porque, justo un año después de la apertura de Joséphine, la sede del poderoso emporio Printemps había quedado arrasada por un incendio y aún la estaban reconstruyendo. Gracias a aquella transitoria neutralización de su principal competidor, Joséphine iba viento en popa. «No hay que desperdiciar las ocasiones que se le presentan a uno», apuntaba alegremente Jules.
Gérard, por su parte, no estaba impresionado. Él detestaba la venta al por menor. El negocio de venta al por mayor, que su padre había conservado, gracias a Dios, generaba ingresos, mientras que el de venta al detalle los consumía. Los mayoristas podían prestar dinero. Los minoristas pedían créditos. El local de un mayorista era un sencillo y funcional edificio que duraba toda la vida. Unos grandes almacenes eran una especie de escenario de teatro. A su hermano, Marc, le gustaba aquel glamuroso establecimiento, y Gérard se horrorizaba solo de pensar que un día quisiera dirigirlo. Aquello era algo que había que impedir como fuera.
Gérard tenía un plan muy simple. Un día, cuando su padre se retirara o falleciera, si es que los grandes almacenes no los habían arruinado ya para entonces, tenía previsto deshacerse de ellos. De ser posible, los vendería; si no, los cerraría.