Capítulo diecisiete
1637
Ocurrió un atardecer de diciembre, suponiendo que hubiera ocurrido. Algo pasó entonces. De eso no cabía duda. Sin embargo, Charles de Cygne no estaba seguro de qué. ¿Acaso lo habían engañado sus ojos? No había forma de saberlo, pese a que del desenlace de aquello dependía el futuro del reino de Francia.
Todo comenzó en la antesala donde había estado esperando. Con la luz de la lámpara, desde el otro lado de la ventana veía las desnudas ramas de un arbolillo combadas por la fuerza de un viento de diciembre. Luego se abrió la puerta y apareció un lacayo.
—Su eminencia quiere verlo.
Charles de Cygne salió al corredor. Al cabo de un momento, entró en un gran vestíbulo del que partía una escalera de piedra.
El palacio del cardenal Richelieu era magnífico. Había decidido construirlo cerca del Louvre, para no estar lejos del rey. Y aquello era muy cómodo para todos, pues, desde hacía casi dos décadas, era él quien gobernaba Francia en realidad.
La gente temía a Richelieu. Quizá los dirigentes debían inspirar temor. En todo caso, en esto era un maestro. Charles tenía treinta años y una familia a su cargo. Un día heredaría la propiedad familiar de su padre, Robert, pero, mientras tanto, las recompensas que Richelieu le había dado por sus servicios suponían unos ingresos por los que estaba sumamente agradecido.
Le gustaba creer que entre él y Richelieu había cierto grado de comprensión mutua. Ambos eran aristócratas franceses. De todas maneras, Charles se había dado prisa en averiguar qué cualidades valoraba más el cardenal: la rapidez, la precisión y, sobre todo, la discreción. Richelieu estaba al tanto de todo cuanto ocurría en Francia. Sus espías estaban por todas partes. Trabajando para él, Charles había manejado mucha información confidencial, pero nunca revelaba nada. A veces la gente le hacía preguntas sobre su trabajo, pero aunque fueran personas a las que conocía y en quienes creía poder confiar, siempre cabía la posibilidad de que fueran enemigos de Richelieu, que tuvieran un interés en algún asunto concerniente al cardenal, o que fueran espías que él mismo hubiera contratado para ponerlo a prueba. Nunca se sabía. Por eso, nadie nunca le había sacado nada, ni una palabra.
Comenzó a subir las escaleras. Al llegar arriba, entró en un salón.
Con sus grandes patios y delicadas arcadas, el palacio del cardenal tenía un aire italiano. En el ala oriental, se habían iniciado las obras para construir una bonita sala de teatro privada.
En el salón, unas cuantas personas esperaban para ver al cardenal. Pasó de largo hasta la puerta del otro extremo, en donde le franquearon el paso de inmediato. Consciente de las miradas de envidia de quienes estaban esperando, pasó a otra sala. La estancia estaba vacía, pero de una puertecilla del rincón opuesto, surgió alguien.
No era una figura imponente. Se trataba de un simple monje, de cierta edad. A Charles le pareció, además, que no tenía buena cara. Al ver a De Cygne apenas pestañeó.
Era el padre Joseph, la eminencia gris que acompañaba como una sombra al cardenal. Era una conciencia ambulante, un hombre parapetado en el silencio y cuya misteriosa naturaleza resultaba inquietante.
El padre Joseph y el cardenal compartían un ambicioso proyecto. Debían debilitar la influencia de la familia Habsburgo. Francia quedaba encajonada entre España, por el sur, y el sacro Imperio romano germánico y los Países Bajos, por el este. Todos bajo control de los Habsburgo. Por ello el interés de Francia radicaba en reducir la amenaza que estos representaban.
Richelieu podía despertar simpatía o no, pero nadie podía poner en duda su devoción por Francia. Esa era una de las razones por las que De Cygne estaba orgulloso de servirle. Sin embargo, el padre Joseph era un caso distinto. La inquina que el viejo monje sentía contra los Habsburgo tenía otro origen. La familia no quería embarcarse en una guerra contra Turquía. Su renuencia era comprensible. Turquía estaba en las fronteras de su imperio. ¿Para qué iba a querer levantar conflictos tan cerca de su territorio? El padre Joseph, por su parte, quería que toda la cristiandad emprendiera una nueva Cruzada contra los musulmanes turcos. Esa era su obsesión. Primero debilitar a los Habsburgo, para que después Francia capitaneara, como en los viejos tiempos, las fuerzas de Occidente contra el poder musulmán. Personalmente, Charles consideraba la idea de una Cruzada como un supremo desvarío, un proyecto que solo acarrearía la ruina de su país.
En una ocasión, Richelieu lo había hecho pasar cuando el padre Joseph estaba con él.
—El padre Joseph quiere que Francia asuma el mando de una nueva cruzada contra los turcos, De Cygne. ¿Qué os parece?
Para entonces ya había aprendido las reglas de supervivencia, gracias a Dios. Primero dedicó una profunda reverencia al monje antes de responder.
—Mis antepasados fueron caballeros cruzados, eminencia. Se cree incluso que descendemos de Roland, el compañero de Carlomagno que murió luchando contra los musulmanes en España.
Fue una respuesta hábil, que parecía decirlo todo sin llegar a decir nada. El monje pareció satisfecho, en todo caso. Richelieu reaccionó con una sonrisa.
Regla número uno de la supervivencia: jamás hay que decir lo que uno piensa realmente.
Así pues, aquella tarde se inclinó con respeto al pasar junto al anciano monje. Realmente, el padre Joseph tenía mal aspecto. Quizá iba a morir pronto. No sería algo malo, pensó Charles.
Al franquear la puertecilla por la que había asomado el sacerdote, encontró al cardenal escribiendo una carta.
—Tomad asiento, mi querido De Cygne —dijo en voz baja—. Enseguida termino.
Charles se sentó en silencio. El despacho del cardenal era espacioso y acogedor, pero sin llegar a ser suntuoso. Las paredes estaban llenas de estantes con volúmenes encuadernados en cuero, pues Richelieu era un gran coleccionista de libros. Podría haber sido un despacho del Vaticano. Promotor de la nueva Academia Francesa, amante de las artes y sutil diplomático, Richelieu parecía más italiano que francés.
Desde su sillón, Charles lo observó. Alto, elegante y guapo, de rostro enjuto que terminaba en una pulcra barba puntiaguda. Por su mirada, se diría que siempre estaba cavilando algo. Como tantas veces en épocas pasadas, se dijo De Cygne, Dios había otorgado a Francia la persona idónea cuando más la necesitaba.
Cuando aquel simpático bribón de Enrique IV murió asesinado por un loco en 1610, su heredero era todavía un niño; entonces, la viuda de Enrique, María de Medici, había asumido la regencia del pequeño Luis XIII. Era extraño que una Medici italiana fuera estúpida, pensó Charles, pero lo cierto era que a la reina madre le faltaba inteligencia y había gobernado mal. De hecho, en su opinión, solo había hecho tres cosas buenas por Francia: había sido la mecenas de un gran pintor, Rubens; había construido para sí misma un precioso palacete, llamado Luxemburgo, situado más o menos a un kilómetro al sur del río, al oeste de la universidad; y había sido ella, de acuerdo con su consejo, la que había solicitado la participación de Richelieu en el Gobierno real.
Luis XIII había tardado un poco en asumir el poder, pero, aunque había solventado con bastante eficacia algunas rebeliones, la administración diaria del reino le parecía tediosa y había ido descargando cada vez más su peso en Richelieu. Era lo mejor que podía haber hecho. Durante dos décadas, ambos habían formado un fabuloso equipo.
El cardenal terminó la carta. Antes de sellarla, la leyó con atención. Parecía cansado.
¿Qué ocurriría cuando el cardenal se retirara? No era viejo (apenas pasaba de los cincuenta años), pero no gozaba de buena salud. El día anterior había hecho un comentario que indicaba que él mismo contemplaba la posibilidad de su fin terrenal.
—¿Sabéis, De Cygne? En mi testamento he legado este palacio al rey. Me ha parecido lo más sensato. —Exhaló un suspiro—. Aunque hemos alcanzado grandes logros, nunca ha habido tiempo para abordar como es debido las finanzas del país. Esta es la gran tarea que queda pendiente.
Pero ¿quién podía asumir su relevo? Aunque aún no había ningún candidato destacado, la persona que mejor impresión le había causado al cardenal en los últimos años era un joven italiano dotado de una habilidad especial para la diplomacia. Mazarino no era noble. Se rumoreaba incluso que era medio judío, pero su inteligencia impresionaba a Richelieu, que lo consideraba como un futuro hombre de Estado.
Charles, por su parte, había advertido que Mazarino parecía tomar como modelo al cardenal; por ejemplo, se cortaba el pelo y la barba exactamente igual que él. Tenía, con todo, su propia personalidad. Le gustaba el juego y ya se había ganado las simpatías tanto del rey Luis como de su esposa.
¿Sería Mazarino su nuevo señor? Charles de Cygne lo ignoraba, pero, por el momento, lo que deseaba es que Richelieu viviera aún muchos años.
El cardenal plegó la carta y, tras dejar caer un poco de cera caliente en el papel, aplicó una ligera presión sobre ella con el sello de su anillo.
—Amigo mío, quiero que vayáis al Louvre —dijo en voz queda—. Debéis solicitar, en mi nombre, que os conduzcan hasta la reina. Hacedme el favor de entregarle esta carta en mano…, solo en sus manos. Una vez que esté en su poder, no es necesario que aguardéis una respuesta, pero tened la bondad de volver aquí para hacerme saber que habéis cumplido esta pequeña misión. —Esbozó una sonrisa—. Si os confío personalmente este encargo, es porque el contenido de esta carta es delicadísimo.
Al salir del palacio, Charles se envolvió bien con la capa. Caía una fina lluvia acompañada de un viento racheado. Afrontando el horrible tiempo invernal, cruzó la plaza situada delante del palacio del cardenal. Frente a él se elevaba, oscura y solemne, la larga mole del lado norte del Louvre. A través de la lluvia, vio la tenue luz de las lámparas surgida de una puerta lateral.
Los centinelas lo conocían. Cuando hubo anunciado el motivo de su visita, un joven oficial lo condujo por salones y galerías hasta los aposentos de la reina.
Mientras caminaba en silencio, tuvo tiempo para pensar.
Ana, la hija del rey Habsburgo de España, se había casado con el rey Luis XIII de Francia cuando ambos tenían catorce años. La suya fue la típica boda dinástica, destinada en ese caso a limar las tensiones existentes entre su familia y el reino de Francia.
¿Cómo habría vivido la experiencia?, se preguntó Charles. No debió de haber sido fácil para ella, porque, cuando se conocieron, Luis XIII de Francia estaba aquejado de un raro trastorno médico: tenía una doble hilera de dientes. Quizá por ello, o tal vez por otros motivos, padecía una terrible tartamudez. Si la muchacha había encontrado desagradables aquellos defectos, ¿cuál no habría sido el sufrimiento de aquel adolescente de catorce años?
Cuando ambos tenían dieciocho años, concibieron un hijo, pero nació muerto. Lo mismo volvió a ocurrir tres años más tarde, y otra vez cuatro después, y luego, al cabo de cinco años más, lo mismo. Era ya 1631. No hubo más novedades. Corría el rumor de que cuando dormían en la misma cama, su esposa ponía una almohada entre ambos.
Charles sentía lástima por el rey. La gente se quejaba de que siempre estaba de caza. «Seguramente lo hace para alejarse de ellos, el pobre», lo excusó Charles. No parecía que tuviera amantes, aunque no estaba claro si era por piedad, falta de inclinación o temor a que las mujeres lo encontraran repulsivo.
—Se ha acostado con un par de jovencitos —le habían contado los compañeros de caza del rey.
Tal vez era eso lo que el rey Luis prefería. O quizás había recurrido a los hombres porque había renunciado a las mujeres.
Fuera como fuese, o sintiera lo que sintiese su mujer, el resultado era que Francia no tenía heredero.
Bueno, en realidad, no era del todo cierto. Estaba el hermano menor del rey, Gastón, pero sería un desastre como monarca. Además de estar siempre conspirando contra Luis y Richelieu, era informal, embustero, desleal, y además tampoco tenía un hijo varón. Gastón era pues la última persona que cualquier cortesano responsable querría ver instalada en el trono de Francia.
No era de extrañar que, sintiendo flaquear su salud, Richelieu hubiera realizado en secreto gestiones para proporcionar un heredero a Francia. Un tiempo atrás, había convencido a la pareja real para que reanudaran su vida marital, y ellos habían acatado su petición. Ese tipo de cosas se podían saber, y Richelieu tenía constancia de ello. Sin embargo, por el momento, no había habido ningún resultado.
Solo cabía rezar.
Llegaron a los aposentos de la reina. Tras una breve espera, le abrieron la puerta.
Ella lo recibió en una antesala contigua a su dormitorio. Iba en camisón. Al parecer se disponía a acostarse. No obstante, le dirigió una cordial sonrisa cuando se inclinó ante ella.
—Buenas noches, señor De Cygne. Siento que os hayáis mojado viniendo a verme. ¿Traéis una misiva privada del cardenal?
Pese a su estricta educación española, tenía un aire pícaro muy atractivo. Era una mujer guapa, no cabía duda, comprobó Charles. Tenía unos grandes ojos pardos, un leve tono rojizo natural en el pelo, un pecho rotundo y una piel perfecta. Sus manos eran especialmente hermosas. Durante apenas un segundo su cara dejó entrever que estaba pensando en lo delicioso que sería compartir lecho con ella, pero enseguida bajó la mirada. Si la reina se dio cuenta, probablemente no se dio por ofendida.
—Debía entregarla en persona, majestad, en vuestras manos.
—En ese caso os doy las gracias, señor. Buenas noches —se despidió, volviendo a sonreír.
—Majestad. —Ofreciéndole una nueva reverencia, empezó a retirarse.
Mientras retrocedía, la puerta del dormitorio de la reina se abrió lentamente, cosa que le permitió percibir un atisbo de un gran cuarto iluminado con una tenue luz de velas.
Y entonces vio al hombre. Fue solo un fugaz vistazo, porque enseguida agachó la mirada, fingiendo no haber visto nada. A la luz de las velas, había captado la fugitiva imagen de un hombre.
Podría haber sido el rey Luis. Tenía entendido que este se había ido de caza, pero tal vez fuera él, sí. Lo malo era que, por lo que pudo percibir en aquel breve instante, habría jurado que la cara era la de alguien que conocía.
Mazarino, el italiano. Le había parecido que era él.
Había estado en Italia no hacía mucho. A su regreso, Richelieu lo había vuelto a mandar fuera con una nueva misión. Charles no pensaba que Mazarino estuviera en París.
Al cabo de diez minutos, volvía a encontrarse en la oficina de Richelieu.
—Ya está cumplido el encargo, eminencia. He hablado con la reina y le he entregado yo mismo la carta.
—Muy bien. ¿Habéis visto algo más?
Charles titubeó un segundo tan solo. ¿Qué sabía el cardenal? ¿Qué respuesta quería? En caso de duda, se imponía la discreción.
—La reina se acababa de retirar. Ha salido a recibirme en la antecámara. Después de entregar la carta, me he ido. Eso es cuanto puedo decir, eminencia. Creo que estaba a punto de acostarse.
—Eso mismo deberíais hacer vos, De Cygne. Id a casa con vuestra esposa y vuestro hijo. ¿Qué edad tiene ya el pequeño Roland?
—Siete años, eminencia.
—Me alegro de que tengáis un hijo. Es buena cosa que un hombre tenga un hijo. —El cardenal calló un instante—. Esperemos que el rey tenga el suyo, dentro de no mucho tiempo. Eso es lo que necesitamos.
Charles lo observó con atención, pero Richelieu ya se había puesto a escribir otra carta y no volvió a levantar la vista.
Nueve meses después, cuando entre el júbilo general se anunció el nacimiento del hijo de Luis XIII de Francia, a quien llamaron también Luis, Charles recordaba aquella extraña noche. Todo el mundo aseguraba que el nacimiento del pequeño era un regalo de Dios, y sin duda lo era.
Así nació Luis XIV, un niño sano y vigoroso. Richelieu experimentó un gran alivio.
Y Charles de Cygne no dijo ni una palabra a nadie.
1665
El Pont Neuf era un lugar curioso. Cuando Enrique IV lo mandó construir, quería un simple y elegante puente despejado, sin casas a los lados, que abarcara el cauce entero del río de lado a lado, utilizando la isla de la Cité como plataforma central. Quería algo bonito.
Después, la gente acudió en tropel, de todos los callejones, tabernas y oscuros antros de la ciudad. Entonces, en lugar de una estrecha vía de paso comprimida entre edificios, encontró una ancha plataforma abierta, con una estupenda vista del río y su tráfico, que ofrecía suficiente espacio para divertirse.
Cantantes, danzarines, músicos, acróbatas, malabaristas, vendedoras de bebedizos, ladrones, predicadores… Todos se daban cita en el Pont Neuf. Cualquiera que cruzara el puente en un día soleado podía dar por seguro que se toparía con alguna distracción que lo haría llegar tarde adonde se dirigiera.
Entre aquellos artistas del espectáculo y villanos destacaba un hombretón, bastante bien parecido en realidad, con una espesa mata de pelo negro, que llevaba una bufanda roja en el cuello y pronunciaba improvisados discursos que interrumpía continuamente para insultar a algún viandante. Cuanto más rico e importante parecía este, más vigorosos y acerados eran sus improperios. No hubiera sido digno de un buen espíritu galo si sus víctimas no le hubieran arrojado un par de monedas por insultarlos…, con la condición de que lo hiciera de manera ingeniosa. Siempre existía, con todo, la posibilidad de que alguien dejara de percibir el humor del ataque y tratara de castigarlo. Aquello causaba también muchas risas, porque aquel hombre era fuerte como un toro.
—Yo ya era muy grande cuando nací —explicaba—. Por eso mi padre me puso Hercule, como el héroe de la Antigüedad. Después de dar a luz, mi madre me llamó Salaud. Desde entonces respondo a los dos nombres.
Su especialidad era la lógica. Partía de cualquier proposición, propuesta a veces por el público (cuanto más absurda mejor). Entonces, con una extravagante lógica y una infatigable yuxtaposición de razonamientos, intercalados con insultos contra cualquiera que le llamara la atención, demostraba que la estrafalaria proposición debía ser cierta.
—Yo soy el moderno Abelardo —proclamaba—, pero soy superior en dos sentidos. Mi lógica es mejor que la suya, y tengo dos pelotas. —Entonces, a la mujer bonita más cercana, tanto si se trataba de una simple transeúnte como si de una elegante dama en carruaje, le proponía—: Permitidme, señora, que os suministre la prueba absoluta de mi afirmación.
Por otro lado, si alguien lo enojaba se mostraba despiadado. Una vez que un joven noble pasó a su lado dirigiéndole una mirada de desprecio, Hercule Le Sourd se vengó declamando a voces una improvisada composición:
Por mi ingenio dice que no paga
este noble cargado de abalorios.
Mucho lucir, pero, bajo tanto envoltorio,
¡todos los días también él caga!
Y cuando el joven hizo ademán de desenvainar la espada, lo zahirió con esta pulla.
—Ahora desenfunda la espada. De día la lleva al costado. De noche, entre las piernas. Y es que siempre precisa tener algo a mano.
Cuando no hacía sus números en el Pont Neuf, se ganaba la vida como zapatero. Ese era su oficio, que practicaba en su pequeño taller, a su propio ritmo. Siempre que el tiempo fuera bueno, iba al Pont Neuf, donde ganaba tanto dinero con su facundia como arreglando zapatos.
En una ocasión, tras tomarse a mal sus chanzas, un joven petimetre desenvainó la espada y le propinó un profundo tajo en el brazo. Aunque habría podido hacerlo arrestar, Le Sourd no lo denunció.
—Yo nunca recurro a la justicia —explicaba a su público—. Soy un filósofo.
Seis meses después, el joven petimetre desapareció.
Sin embargo, en aquella cálida tarde de verano de 1665, Le Sourd, el filósofo, sentía, cierta inquietud.
Aquella era la cuarta vez que el carruaje se detenía cerca de él en el puente.
Estaba cerrado. Saltaba a la vista que pertenecía a una persona con dinero, pero no mostraba escudo de armas ni ningún distintivo que permitiera identificarla. Lo conducía un cochero sin lacayos. Como en anteriores ocasiones, se paró en el lado sur del puente, a una distancia que permitía escuchar sus alocuciones a través de una estrecha abertura de la puerta. Aunque había una cortina, tenía la sensación de que alguien lo observaba desde el interior.
¿Quién lo estaría observando? ¿Algún aristócrata que lo encontraba divertido, pero que no quería revelar su identidad? Tal vez. ¿Un espía? También podía ser.
El cardenal Mazarino tenía espías por doquier. Seguro que entre el gentío había habido más de uno, pero ¿quién sabía si sus informes habían despertado la curiosidad de tan alto personaje?
En todo caso, la persona del carruaje no podía ser el propio Mazarino. Cuatro años atrás, después de haber gobernado tanto tiempo como su mentor Richelieu, él también había muerto sin disfrutar de la vejez, a los sesenta años. Igual podía ser otro poderoso caballero. Podía ser incluso… De solo pensarlo le sobrevino un leve temblor. Podía ser el propio rey.
¿Iba a moderar el tono por ello? ¿Iba a pulir su manera de expresarse o a tomar la precaución de no insultar al Gobierno… por si acaso?
No. Él era Hercule Le Sourd. Que lo detuvieran si se atrevían. Aquello era el Pont Neuf y él era su monarca filósofo.
Haciendo caso omiso del carruaje, inició una diatriba contra los vicios de los nobles. Después, no contento con ello, añadió que si el joven Luis XIV fuera un hombre, los colgaría a la mayoría de la farola más cercana. Mientras hablaba, lanzó una ojeada a la carroza, pero nadie se movió ni dijo nada.
Cuando, una hora después, acabó, el vehículo seguía allí. Echó a andar en dirección a la Rive Gauche, cosa que lo obligaba a pasar a su lado. Cuando llegó a su altura, el cochero le tocó ligeramente el hombro con el látigo.
—Entra —le dijo.
—¿Para qué?
—Alguien quiere hablarte.
—¿Quién?
En ese momento, la puerta de la carroza se abrió y Hercule Le Sourd se llevó una gran sorpresa.
Geneviève d’Artagnan siempre había comprendido cuál era su situación en la vida, desde niña. Su familia era noble, pero no tenían dinero.
Su hermano disponía de diversas alternativas claras. Podía casarse con una heredera. Aunque no fuera noble, él mantendría su título y podría transmitirlo a sus hijos. También podía abrirse camino en el mundo y recuperar así su fortuna. No podía ejercer ninguna clase de comercio, por supuesto, ya que los aristócratas lo tenían prohibido. Sí podía, en cambio, hacerse soldado o entrar al servicio del rey en algún cargo que le procurara tal vez fama y fortuna, y casarse con una mujer rica.
Para las muchachas como ella, no había opciones. Estaba obligada a casarse con un noble, a ser posible rico.
Si se casaba con un hombre que no perteneciera a la aristocracia, perdería automáticamente su condición de noble y sus hijos nacerían plebeyos. Por más rico que fuera su marido, se vería relegada socialmente. Las puertas de la sociedad quedarían cerradas para ella y sus descendientes, que no tendrían casi ninguna posibilidad de alcanzar una posición de categoría al servicio del rey. La nobleza contaba. Lo era todo.
En Francia había, con todo, una posibilidad de sortear aquel problema. El rey podía conceder un título nobiliario a alguien rico en recompensa por sus servicios, aunque muchas veces la espera podía durar décadas. Además había numerosos cargos oficiales que conllevaban un título nobiliario. Lo más simple era comprar el título.
Las familias nobles solían ir adquiriendo títulos a lo largo de los siglos. A menudo iban asociados a las propiedades que les habían sido concedidas o que habían adquirido. Esos títulos se podían vender, de manera totalmente legal. De este modo, un hombre rico podía acceder a la nobleza comprando un título; si su esposa procedía de una familia aristócrata y tenía parientes deseosos de mantener la prosapia familiar, entonces sus hijos se adaptarían con tanta facilidad al título nobiliario adquirido por su padre burgués que pocas personas recordarían siquiera que habían estado a punto de quedar expulsados de la clase a la que pertenecía su madre.
La hermana de Geneviève, Catherine, se había casado con un rico mercader, pero este no había demostrado ningún interés en acceder a la aristocracia. Por más que lo lamentasen, Geneviève y su hermano no podían hacer nada para remediarlo. Geneviève se había casado con un noble.
Perceval d’Artagnan provenía de una rama menor de la antigua familia Montesquiou d’Artagnan, que, mucho tiempo atrás, se había diferenciado optando por utilizar solo la apelación de «D’Artagnan».
Geneviève había logrado una buena posición al casarse con Perceval. Este tenía suficiente dinero para mantener un bonito castillo en Borgoña y una casa en París. Estaba muy orgulloso de su añejo linaje, que se remontaba a un antiguo dirigente de Gascuña que vivió siete siglos atrás. Durante aquel mismo siglo, un pariente lejano había adoptado también el nombre de d’Artagnan, cosa que no había sido del gusto del marido de Geneviève.
—Ese individuo no es más que un espía y un secuaz de Mazarino —le había dicho con desprecio después de su boda.
En los últimos tiempos, no obstante, aquel D’Artagnan había ascendido en el escalafón de los servidores del rey hasta convertirse en capitán de los prestigiosos mosqueteros; gozaba de una gran acogida en la corte. A partir de ese momento, Geneviève advirtió que su marido comenzaba a referirse a él como «mi pariente D’Artagnan, el mosquetero».
Cabía pensar, pues, que Geneviève disponía de cuanto quería. Gozaba de comodidades, de una buena posición. Además, tras una docena de años de matrimonio tenía dos hijos vivos, un niño y una niña, sanos y fuertes. Había solo un problema.
Tenía un marido que no hacía nada.
Siempre había sido una persona de firmes opiniones. La principal de ellas había sido, desde el principio de su matrimonio, la importancia de la vieja aristocracia.
—Esta constante degradación de los antiguos privilegios feudales empezó con Richelieu —se quejaba—. De él, que era noble, podía esperarse otra cosa. Quieren convertir al rey en un tirano centralista. En cuanto a ese advenedizo de Mazarino… —El plebeyo cardenal italiano le inspiraba la más viva repugnancia.
Las dos rebeliones de la Fronda que se habían producido justo antes de su boda habían llevado la situación a un punto crítico. Primero la baja nobleza y los parisinos se habían sublevado contra los nuevos impuestos; después, las rancias familias de la alta nobleza habían seguido su ejemplo. La plebe había entrado en el Louvre. A Mazarino lo habían expulsado de París.
Sin embargo, el orden había sido restablecido. Mazarino volvía a estar al frente del Gobierno, apoyado por la madre del joven rey (que mantenía una relación tan estrecha con el cardenal que casi parecían marido y mujer). Luis XIV, a quien Mazarino trataba como a un hijo, había llegado a la mayoría de edad. Tras la muerte del cardenal, en 1661, había asumido con mano firme las riendas del poder.
Si algo estaba claro, pensaba para sí Geneviève, era que, tanto si le gustaba a su marido como si no, habiendo querido a Mazarino como a un padre y habiendo sido testigo del caos originado por la Fronda, el joven Luis XIV no tenía intención de dejar Francia en manos de la vieja aristocracia feudal. Estaba decidido a dirigirlos con mano de hierro. Ya podía despotricar tanto como quisiera su marido, pero lo cierto era que vivía en el pasado.
Y además no hacía nada. Pasaba el tiempo en su propiedad. Cazaba. Paseaba por París. Y ahí acababa todo. Su única ocupación era ser un aristócrata, y nunca se le había ocurrido que tuviera que hacer algo más en la vida.
—¿Sabes, Catherine? —comentó una vez a su hermana—. A veces pienso que hiciste bien al casarte con un mercader. Él al menos tiene algo que hacer.
—Trabaja porque está obligado.
—Es posible, pero trabaja. Un hombre debe trabajar. Yo por eso lo respeto.
—¿Y no respetas al señor D’Artagnan?
—No. Ya no. Eso vuelve las cosas… complicadas.
—Lo lamento.
—Quizá podrías prestarme a tu marido de vez en cuando.
—¿Y qué diría el señor D’Artagnan? —contestó su hermana con una carcajada.
—Bah. Así al menos todo quedaría en familia.
—Pues siento decirte que no puedes tomar prestado a mi marido y, por favor, no lo intentes.
—Descuida. —Geneviève exhaló un suspiro—. Mon Dieu, Catherine, qué aburrida estoy.
Hercule Le Sourd vio a una bella mujer de pelo rubio dentro del carruaje. Por las trazas, supuso que era una aristócrata. Cuando la dama le indicó que se sentara frente a ella, dudó un momento. Después aceptó, movido por la curiosidad.
—Cierra la puerta —le dijo.
Hercule obedeció y el carruaje se puso en marcha de inmediato.
—Os he estado escuchando, varias veces —declaró la mujer.
—Ya me había fijado, pero suponía que era un hombre…, un espía del Gobierno, tal vez.
—Supongo que podría ser una espía del Gobierno —concedió ella, riendo—. Seguro que algunas son mujeres. Qué emocionante.
—¿Qué queréis?
—Sois bastante inteligente, señor. Si no lo fuerais, las cosas que gritáis resultarían bastas y soeces, pero vuestros discursos son muy ingeniosos. ¿Los ensayáis?
—Algunas partes las compongo, pero voy inventando cosas sobre la marcha, tal como se me ocurren.
—¿Sabéis leer y escribir?
—Un poco.
—Oyéndoos hablar, con toda esa filosofía, se diría que sois instruido.
—Yo iba mucho al barrio Latino y escuchaba hablar a los estudiantes en las tabernas. Allí lo aprendí todo, porque me interesaba, supongo.
—¿Qué más hacéis?
—Soy zapatero.
—¿Y cómo os llamáis?
—Hercule Le Sourd.
La dama se echó a reír.
—Qué combinación más graciosa, como de medio héroe y medio ladrón.
—Nunca he tenido que robar. ¿Y cómo os llamáis vos?
—No os lo voy a decir, señor.
—Como os plazca.
Le Sourd la observó con aire pensativo. Ya sabía lo que quería.
Cuando era más joven, había estado casado. Su mujer había fallecido hacia tres años y le había dejado a su cuidado un niño de cinco años. Él y su hermana vivían en la misma calle, justo al sur del barrio universitario, cerca de la factoría de los Gobelins, donde se confeccionaban tapices. Dado que su hijo se encontraba como en casa con los críos de su hermana, Le Sourd no había sentido la necesidad acuciante de buscar otra esposa. El magnetismo personal de que hacía gala en el Pont Neuf resultaba atractivo para las mujeres, así que durante los dos años anteriores había mantenido una serie de romances sin renunciar a su independencia. Entre sus conquistas se contaban las esposas de varios prósperos mercaderes. Aquella aristocrática dama era, sin embargo, toda una novedad para él.
Decidió esperar a ver qué hacía ella.
—Debéis de tener hambre después de tantos esfuerzos —comentó—. ¿Querréis cenar conmigo?
—Si la comida es buena —respondió.
Al parecer, el cochero sabía adónde tenía que ir. Estaban en la Rive Droite, al este del Louvre. Al poco, el carruaje torció a la izquierda, en dirección al Marais. Por un momento se le ocurrió pensar que aquella mujer podía ser una demente. Él era lo bastante fuerte para ganar un forcejeo con ella y el cochero, pero ¿y si le daba por envenenarlo?
La mujer pareció adivinarle el pensamiento.
—La vida está llena de riesgos.
—¿Vamos a vuestra casa? —preguntó.
—No —respondió mirándolo con fijeza—. No me atrevo. Habladme de vos.
Él se encogió de hombros. No tenía gran cosa que ocultar. Le habló de su familia, menestrales pobres en su mayoría.
—Dicen que descendemos de un importante criminal que acabó en la horca, hace mucho.
—¿Creéis que es verdad?
—En eso confío. Desde entonces hemos procurado esquivar a la justicia.
Le contó que su mujer había muerto y que tenía un hijo.
—Pero no os habéis vuelto a casar.
—Aún no.
—Preferís ser independiente.
—¿Qué os hace pensar eso, señora?
—¿Os habéis oído despotricar en el Pont Neuf? —replicó ella, sonriendo.
A través de las cortinas, se percató de dónde estaban. Habían entrado en la Place Royale, construida por Enrique IV en el corazón del Marais. Allí se detuvieron. Oyó bajar al cochero y después se abrió la puerta.
—Vamos a cenar —anunció la dama. Y dirigiéndose a Le Sourd, indicó—: Si tenéis la amabilidad de bajar un momento, montaremos la mesa.
El cochero fue a la parte de atrás de la carroza. De un compartimento sacó una estrecha mesa con patas que se plegaban, como un caballete. Le Sourd advirtió con sorpresa que iban a introducirla en el carruaje. Mientras el cochero se ocupaba de tal menester, se distrajo mirando alrededor.
No cabía duda de que aquella plaza era el lugar más encantador de París. Con sus cuatro lados iguales compuestos por una perfecta combinación de ladrillo y piedra, las mansiones adosadas daban una placentera vista de verdes hileras de copas de árboles recortadas que acotaban los retazos de césped. A la altura de la calle, las arcadas de redondos arcos convertían el conjunto en una especie de inmenso claustro.
No era de extrañar que todo el mundo olvidara pronto que la intención del rey Enrique era que aquellas casas se alquilaran a familias de trabajadores. Al ver la calidad de la plaza, los ricos se la habían reservado para ellos mismos. El común de los ciudadanos podía todavía entrar al menos en sus tranquilos soportales y disfrutar de la paz que ofrecía el lugar.
Tras haber montado la mesa en el interior de la carroza, el cochero sacó un cesto de mimbre del mismo compartimento y dispuso las viandas encima. Luego extrajo un cubo de madera, fue a una fuente y lo llenó para dar de beber al caballo. Estaba claro que habían concertado que se fuera a una taberna y dejara comer solos a su dueña y su invitado.
—Venid —lo llamó la dama en voz baja—. Comamos.
El invento era muy práctico. La mesa ocupaba el sitio donde él se había sentado hacía unos minutos. Sin embargo, ahora, al sentarse al lado de su anfitriona, quedaba sitio suficiente para comer con holgura.
—Mi marido ideó la mesa y la mandó hacer a un carpintero —le informó—. Es su única contribución a la humanidad.
—Y funciona —observó Le Sourd, para hacerle justicia.
La cena, compuesta de judías, pato, un excelente vino, diversos quesos y fruta, fue perfecta. Sin especificar su nombre ni dónde vivía, la mujer habló en términos generales de su familia y del castillo donde iba a vivir, para dejar claro cuál era su posición.
Le Sourd se preguntó si haría aquello con frecuencia. En cualquier caso, el cochero, en cuya discreción la dama confiaba a todas luces, parecía saber exactamente lo que debía hacer.
—Me siento como si estuviera participando en un ritual —señaló.
—Un ritual que se celebra en muy raras ocasiones, señor. Solo cuando los astros están alineados de una manera muy particular.
—En ese caso me siento honrado.
—Si no estáis a gusto, os podéis ir, por supuesto.
—Prefiero quedarme.
Cuando hubieron terminado, le preguntó si había observado cómo se colocaban la mesa y el cesto en el compartimento de atrás. Le Sourd respondió que sí.
—En ese caso, tal vez tengáis la bondad de volverlos a poner en su sitio.
Guardó las cosas en el cesto. Le costó un momento accionar el pestillo que permitía plegar la mesa. Después fue cuestión de un par de minutos ponerlo todo en su sitio.
Miró a su alrededor. En aquel tranquilo crepúsculo, todo parecía dormido. Casi nadie transitaba por la plaza.
Volvió a subir al carruaje y cerró la puerta.
Ella se había quitado el vestido y había dejado al descubierto un espléndido cuerpo. Entonces le cogió la mano para atraerlo hacia sí.
El cochero tardó más de una hora en volver.
Era el mes de octubre cuando Geneviève le dio la noticia a su hermana.
—¿Lo sabe tu marido? —preguntó Catherine.
—Se lo he dicho.
—¿Cree que el hijo pueda ser suyo?
—No. Es imposible.
—Explícame qué ocurrió.
Geneviève se lo contó todo.
—¡Tú estás loca! —gritó Catherine.
—Lo sé. —Geneviève sacudió la cabeza—. No puedo creer que lo hiciera.
—¿Por qué? ¿Fue por el riesgo? ¿Por el peligro?
—Sí. Eso lo volvía excitante. Estaba aburrida y quería vivir algo emocionante.
—¿Sabe Perceval lo que hiciste? ¿Eso de ir por la calle así y…?
—No. En eso le mentí. Él cree que fue algo que ocurrió de manera repentina…, un momento de locura, ya sabes.
—¿Y qué va a hacer?
—Proteger el honor de la familia, por supuesto. ¿Qué iba a hacer si no?
1685
Perceval d’Artagnan observó a su hija Amélie. Era un hombre de estatura mediana, de prominente barriga y una calvicie que quedaba cubierta por la larga peluca que llevaba según la usanza de la época. Fuera quien fuese el verdadero padre de Amélie, pensó D’Artagnan, le había legado una bonita mata de pelo castaño oscuro. Por lo demás, se parecía mucho a su madre.
La propia Amélie no sospechaba nada, desde luego. Pensaba que él era su padre y lo quería como tal. Él vivía la situación con una desgarradora dualidad.
¿Cómo no iba a querer a la preciosa chiquilla que acudía corriendo con toda inocencia para poner su mano en la suya? ¿A la niña que había llevado a hombros y a la que le había enseñado a montar a caballo? Devota y cariñosa, poseía las cualidades que habría deseado en una hija. La quería por lo que era.
Solo a veces, cuando estaba solo, dejaba aflorar la inmensa rabia y el odio que guardaba en el corazón, pero no contra la niña, sino contra su esposa.
Geneviève no había vuelto a serle infiel. Lo había jurado y él estaba seguro de que no iba a faltar a esa promesa. Durante los veinte años anteriores habían vivido en una relativa armonía, como la mayoría de las parejas casadas. Entre ambos había nacido cierto afecto, sobre todo debido a la bondad con que él trataba a la pequeña Amélie. Sin embargo, durante aquel tiempo, él había aprendido otra triste verdad: el tiempo cura las heridas pequeñas, pero solo puede servir de venda para las grandes, que continúan sangrando por debajo.
Y ahora Amélie estaba enamorada. Aún no había cumplido los veinte años. Su madre, que había descubierto sus sentimientos el día anterior, le había pedido que hablara con ella.
—Hija mía, sabes bien que no puedes casarte con ese hombre —declaró con firmeza, pero sin rigor.
Ella lo miró, apenada.
—¿Tiene intención de pedir tu mano?
—Me quiere. Estoy segura de que me quiere.
Él sacudió la cabeza, sonriendo con afecto. Aunque todo aquello era absurdo, sabía que Amélie sufría.
Si la hermana de Geneviève no se hubiera casado con un comerciante, nada de aquello habría pasado. En ese caso, lo más probable era que Amélie nunca hubiera conocido a Pierre Renard, pero, claro, cuando iba a casa de sus primos, se encontraba con toda clase de personas como él, con quienes nunca se habría relacionado en su propia casa.
Pierre Renard era un agradable y apuesto hombre de veintisiete años. Aunque no era el primogénito, su familia era más bien rica. Cualquier joven podía haberse enamorado de él.
Sin embargo, no podía casarse con Amélie.
En primer lugar, era protestante. Hasta finales del reinado de Enrique IV, sus antepasados habían sido buenos católicos, pero entonces su abuelo se había casado en segundas nupcias con una protestante y se había convertido. El padre de Pierre, que había amasado una considerable fortuna, no había vuelto a abrazar la fe católica. D’Artagnan ignoraba si, a sus diecinueve años y enamorada por primera vez, Amélie se imaginaba que podría devolver a su marido a la verdadera fe o si planeaba convertirse en una hereje ella misma. De todos modos, no valía la pena averiguarlo, dada la existencia de una segunda objeción, peor aún que la de carácter religioso. Pierre Renard no era noble.
—No puedo permitirte que pierdas todos los derechos que te da tu nobleza, hija —le dijo—. Cuando seas mayor, me agradecerás haberte salvado a ti y a tus hijos de una terrible y permanente degradación.
Si bien era cierto que la salvaba de su inconsciencia, también lo movía otro propósito no menos importante. Fueran cuales fuesen las circunstancias de su nacimiento, llevaba su nombre. El honor de su familia estaba en juego. Nadie que llevara el apellido D’Artagnan se iba a casar con un plebeyo.
—Debes quitarte de la cabeza a ese joven, Amélie, y no debes volver a verlo.
Cuando se fue de la habitación, vio que estaba a punto de echarse a llorar, pero no había nada que hacer.
Su hijo y su hija mayor estaban casados, por fortuna, con personas de nobles familias como la suya. Aparte, sabía que era hora de buscarle un marido a Amélie. Aquel incidente sirvió para recordárselo.
La carta que había recibido aquella mañana no podía ser más oportuna, así que resolvió responder sin dilación.
Los días siguientes fueron penosos para Amélie. Cuando confesó a su madre que estaba enamorada de Pierre Renard, no se lo había contado todo.
Las cosas se habían desencadenado a partir del momento en que confió sus sentimientos por Pierre Renard a su prima Isabelle. Esta se lo había contado a su hermano, Yves, que había descubierto por boca de Pierre que estaba enamorado de Amélie, pero, puesto que ella era aristócrata y católica y él no podía renunciar a su fe protestante, pensaba que no tenía ninguna posibilidad. Isabelle le había transmitido dicha información a Amélie.
—Si me lo pidiera, probablemente me fugaría con él —apuntó Amélie.
—Pero ¿y su religión?
Era muy cierto que, en los últimos años, la vida se había vuelto difícil para la comunidad de hugonotes. Luis XIV creía en aquel antiguo dicho: «El pueblo debe seguir la fe de su rey». A él le gustaba el orden y, en un país católico, los protestantes eran un nido de potenciales desórdenes. No había más que recordar los anteriores disturbios ocurridos en Francia y en muchos otros países.
El Edicto de Nantes firmado por el rey Enrique IV había protegido a los hugonotes durante más de ochenta años, pero, en ese momento, el Rey Sol no paraba de presionarlos para que se convirtieran. Incluso había empezado a alojar soldados de caballería en las casas de los protestantes. Así les había amargado la vida, y todo indicaba que las persecuciones no habían hecho más que empezar.
—Tendrías que estar loca para hacerte protestante ahora —le dijo Isabelle.
Pero Amélie estaba demasiado enamorada como para que aquello le importara.
Asimismo, le tenía sin cuidado si perdía su condición de noble. Si se fijaba en la vida que llevaban sus primos, consideraba que eran bastante felices, sin tener que plegarse a las cargas sociales y a las prohibiciones con las que los aristócratas pagaban el orgullo por su abolengo y la menor carga de impuestos.
Tuvo, con todo, el buen tino de no decírselo a sus padres.
No obstante, pensaba en Pierre. No podía apartarlo de su pensamiento. Deseaba estar con él, hablar con él.
Qué tonta había sido al confesarle el secreto a su madre… Estaba casi segura de que sus primos ya habrían puesto al corriente a Pierre de lo que sentía por él. Si no le hubiera confiado nada a su madre, podrían haberse visto con Pierre en casa de sus primos, igual que antes. Ella podría haberle dado pie a que se declarara. Podrían haber encontrado una solución. Incluso si él le hubiera dicho que su amor era imposible, habría sido algo. Al menos podría haberle dicho que la amaba.
Sin embargo, ahora se iba a quedar con la duda. Como sus padres le habían cortado el contacto con sus primos, no tenía noticias de ellos. Abrigaba la alocada esperanza de que él apareciese, de que se presentara en la casa para ver a su padre y pedirle su mano. Aunque se la negara, el gesto habría representado muchísimo para ella. Sabía que era un desatino. La casa de su padre quedaba a escasa distancia, por el oeste, del palacio del Cardenal, ahora llamado Palacio Real. Desde su ventana miraba con melancolía la calle Saint-Honoré, por si acaso él pasaba por debajo. Si acudía a la ventana con una escalera, habría bajado por ella. La idea era más disparatada aún, pero no podía evitarlo. Aquellas eran las tristes ensoñaciones que ocupaban sus días.
Un viernes de mediados de octubre, su madre entró en su habitación y la miró de una manera extraña.
—Hay noticias de las que deberías estar al corriente, Amélie. El rey tomó ayer una decisión de peso. Va a revocar el Edicto de Nantes. El lunes se aprobará la ley.
—¿Y qué supondrá eso para los protestantes? —preguntó Amélie.
—Se verán obligados a ser católicos. El rey ha empezado a enviar tropas a todas las carreteras principales del país para impedir que los hugonotes escapen.
—Entonces Pierre Renard va a ser católico.
—Sin duda. Eso no te servirá de nada, Amélie —le advirtió con tristeza—. De todas maneras no es noble.
El lunes, se firmó la revocación.
Dos días más tarde, su tía Catherine fue a verlos, acompañada de Isabelle. Amélie se llevó a su prima a un lado para pedirle noticias de Pierre Renard.
—¿No te has enterado?
—No.
—Pierre Renard ha desaparecido. —Isabelle la cogió del brazo—. Más valdrá que te olvides de él, Amélie. Toda la familia se ha ido. Nadie sabe dónde están, y no creo que vaya a volver.
En toda Francia ocurrieron hechos similares. Algunas familias reaccionaron de inmediato, otras aguardaron meses. Para unas y para otras, el Edicto de Fontainebleau, como pasó a llamarse el mandato real, les hacía imposible la vida.
Todas las iglesias protestantes debían ser destruidas; todo encuentro religioso de signo protestante, aunque se tratara solo de un pequeño grupo en una vivienda particular, era ilegal. Quienes participaran en ellos verían incautadas todas sus propiedades. Todo hijo nacido de padre protestante debía ser bautizado en la fe católica y enviado a escuelas católicas. El incumplimiento acarrearía una cuantiosa multa: quinientas libras. Los ministros protestantes disponían de dos semanas para renunciar a su fe o abandonar Francia. Si pasadas las dos semanas los detenían, los mandarían a galeras. Los demás miembros de la congregación protestante que intentaran abandonar Francia serían arrestados. Los hombres irían a parar a galeras y a las mujeres las desposeerían de todas sus propiedades.
La medida era totalitaria; su efecto, rotundo. Un siglo atrás, la masacre del día de san Bartolomé había sido horrenda, pero la maquinaria del Estado centralizador de Luis XIV era mucho más concienzuda. El Edicto de Fontainebleau acabó con los protestantes. Al no tener opción, muchos abrazaron el catolicismo. Se decía que en torno a un millón de personas se habían convertido.
Pese a todo, de forma casi milagrosa, cientos de miles lograron escapar. Tomando caminos apartados, caminando por los bosques, ocultos en carros y barcazas, cientos de miles de personas consiguieron cruzar las fronteras de los Países Bajos, Suiza o Alemania. Otros zarparon en los puertos de las localidades de predominio hugonote antes de que el rey pudiera impedirlo. Francia era demasiado grande y los hugonotes demasiado numerosos. Como sucedió con la masiva emigración de puritanos que partieron de Inglaterra hacia Estados Unidos, cincuenta años antes, el país perdió en torno a un dos por ciento de su población, incluidos algunos de sus ciudadanos más preparados, que acabaron por contribuir a la prosperidad de sus países de acogida.
La familia Renard no se equivocó al organizar rápidamente su huida. Desaparecieron con discreción, sin decirles ni una palabra ni a vecinos ni a amigos. Un mes después, llegaron a Londres, donde la comunidad hugonote creció de forma considerable en poco tiempo.
Una semana después de la promulgación del Edicto de Fontainebleau, Perceval d’Artagnan llamó a Amélie para hablar con ella.
—Tengo noticias que darte, hija mía —anunció—. Ha surgido una gran oportunidad, algo que podría transformar por entero tu vida.
A continuación le explicó que la señora de Saint-Loubert, una pariente lejana de la familia, bien relacionada en la corte, le había escrito no hacía mucho para informarle de que había un puesto vacante que tal vez le interesara. Él le había respondido.
—Y está todo arreglado. Vas a ir a Versalles —concluyó, sonriente.
—¿A Versalles, papá? —preguntó, atónita, Amélie—. Yo creía que detestabas la corte.
Tenía razón, desde luego. D’Artagnan había constatado durante los veinte años anteriores cómo se iba cerrando la garra con que el Rey Sol atenazaba Francia. El cardenal Richelieu había sido el mentor del cardenal Mazarino, quien a su vez había dejado a un experto sucesor: el supervisor general de finanzas Colbert. A lo largo de veinte años, este había organizado una burocracia de plebeyos que poco a poco iban apoderándose de la Administración francesa.
Mientras la corte permaneció en París, el proceso no fue tan perceptible. El rey había efectuado mejoras en el Louvre y había emprendido la construcción del espléndido hospital de los Inválidos para los veteranos de guerra. La medida resultó popular. La vida social se mantenía como de costumbre. Los aristócratas tenían sus mansiones. Corneille, Molière y Racine llenaban los teatros. Y si cada vez eran más los burócratas que se encargaban de las tediosas minucias del engranaje del Gobierno, los aristócratas seguían suministrando oficiales al Ejército. Sobre ellos recaía el honor de la batalla. Podían luchar y morir por su rey, a la antigua usanza, vanagloriarse de su valor, conquistar la gloria como los héroes de los tiempos feudales y mirar por encima del hombro tanto a los burócratas como a la clase mercantil.
Luego la corte se había trasladado a Versalles. Aunque solo habían transcurrido tres años, la transformación había sido completa. Todo aquel que deseara un ascenso o acceder a un cargo debía abandonar París y vivir allí bajo la supervisión del rey. Hasta los valientes soldados, después de haber participado en las campañas del verano (puesto que la guerra todavía era, gracias a Dios, una actividad de caballeros, que debía llevarse a cabo en la temporada estival), se veían obligados a alquilar una vivienda en Versalles en invierno, para poder llamar la atención del rey y conseguir una posición de mando para el año siguiente. Además, se tenían que quedar allí todo el tiempo. Podían visitar sus fincas en caso de necesidad, pero si se iban una semana a París sin permiso, el rey se percataba y sus posibilidades de capitanear las tropas se esfumaban. Pese a la escasa simpatía que le inspiraban el rey y su manera de actuar, D’Artagnan debía reconocer su astucia. Con sus métodos, Luis XIV tenía sometidos a todos sus súbditos.
—Es verdad que no me gusta Versalles y que yo mismo no tengo ningunas ganas de ir —le confesó a Amélie—, pero para ti representa una magnífica oportunidad. El puesto que nos ofrecen es más de lo que podíamos esperar. Serás una de las damas de honor de la delfina, la nuera del propio rey. Aparte, creo que te sentará bien cambiar de aires —señaló con una cariñosa sonrisa.
De todas formas, el asunto estaba decidido. Tres días después, Amélie se puso en camino hacia la corte de Versalles.
Roland de Cygne observaba la carta, consciente de que debía responderla. Sin embargo, no tenía ningunas ganas de hacerlo.
Hacía unos meses que había comunicado la triste noticia de la muerte de su esposa a su primo Guy, de Canadá. Aquella era la primera vez que le escribía desde hacía años.
A principios de siglo, su abuelo había mantenido una correspondencia regular con su hermano Alain. Los dos se profesaban un gran afecto, que no mermó pese a las tres mil millas de océano que los separaban. Robert había mantenido durante mucho tiempo la esperanza de que a su hermano menor las cosas le fueran bien en Canadá, que accediera a un prestigioso cargo que le procurara riqueza, para después regresar a Francia y fundar una segunda rama de la familia. Y tal vez mantuvo vivo ese sueño hasta que él mismo dejó este mundo.
Sin embargo, las cosas habían ido de otra manera. No era que a Alain le hubiera ido mal. Había recibido una sustancial donación de tierras, pero estas reclamaban toda su atención si quería llegarles a sacar algún provecho. A su debido momento, pidió a su hermano que le encontrara una esposa de noble familia que estuviera dispuesta a compartir la dureza de la vida en la frontera. No había sido tarea fácil. Al final, Robert encontró a la hija menor de un aristócrata venido a menos y cuya propiedad había quedado reducida a las dimensiones de una granja. La chica aceptó casarse con aquel noble propietario de una vasta finca en el salvaje continente. Tras su llegada a Canadá, Alain había escrito a su hermano una carta en la que lo felicitaba por su excelente elección y le aseguraba que eran muy felices juntos.
La siguiente generación había seguido con la correspondencia. Roland recordaba que su abuelo hablaba de sus primos canadienses como si un día él fuera a conocer a aquella parte de la familia. Después de la muerte de su abuelo, su padre Charles había mantenido viva la relación, en cumplimiento de un deber familiar. Roland y su primo segundo, Guy, intercambiaban cartas de vez en cuando, sobre todo para anunciar algún importante acontecimiento familiar.
Guy de Cygne sabía por ello que Roland y su esposa solo habían tenido una hija que había llegado a la edad adulta y que se había casado hacía tiempo con un noble de Bretaña. También estaba al corriente de que sus dos hijos varones habían fallecido cuando todavía eran niños, que Roland tenía entonces cincuenta y cinco años y que era viudo. Era muy poco probable que se volviera a casar y fundara de nuevo una familia.
Pese a que Guy de Cygne estaba enterado de que su primo de Francia había recibido una herida en combate, ignoraba los detalles. No sabía, por lo tanto, que a Roland le habían partido la nariz y que le había quedado una cara un tanto repulsiva, lo cual hacía aún más improbable que lograra hallar esposa a edad tan tardía.
Lo único que sabía con certeza era que, tal como estaban las cosas en ese momento, a la muerte de Roland, su propio hijo Alain sería el único varón De Cygne que quedaría, lo que lo convertiría en heredero de la propiedad familiar.
La carta que Roland tenía delante no provenía de Guy, sino de su hijo Alain, un joven de veinte años, que le comunicaba la triste noticia del fallecimiento de Guy y le preguntaba si deseaba que fuera a Francia.
La pregunta era pertinente. Si el joven iba a ser el representante de la familia en Francia, tendría mucho que aprender.
Desde esa perspectiva, Roland debería convocarlo de inmediato para que acudiera a su lado, pero se resistía a hacerlo. Una profunda y primitiva voz interior lo urgía a luchar, a no darse por vencido. «Aunque no tenga muy buena presencia, todavía conservo mi nombre y mi riqueza. Aún me quedan diez años, o tal vez más», se decía.
La señora de Saint-Loubert era una mujer de mediana edad de cara alargada y grandes ojos azules. Su madre y la madre de D’Artagnan habían sido primas. Su marido, el conde, tenía un modesto cargo como superintendente de minas, pero aspiraba a seguir ascendiendo, de modo que, para ayudarlo en su promoción, ella había trabado amistad con una gran cantidad de personas en la corte. Poseían una pequeña casa en la ciudad, donde Amélie pasó la primera noche. A la mañana siguiente, la señora de Saint-Loubert anunció que iba a llevarla a la corte.
—No está previsto que veas a la delfina hasta mañana. No tienes de qué preocuparte, por cierto. Sé de buena tinta que tú eres la única candidata que van a tomar en consideración por ahora, así que lo único que debes hacer es ser educada, y el puesto será para ti. De todas maneras, no está de más que te empieces a familiarizar con la corte antes de conocerla. Tú quédate a mi lado y observa.
Su aderezo llevó horas. El vestido de Amélie era precioso. Se componía de una falda con armazón de satén jaspeado con ribetes de seda y una sobrefalda recogida a los lados y que caía en una corta cola por atrás. La recia seda era de un color beis tornasolado cercano al rosa que le sentaba muy bien. El jubón, muy ceñido, iba decorado con bonitos lazos y cintas, y bordes de encaje en el cuello y mangas. Era la prenda más femenina que imaginarse pueda. El peluquero de la señora de Saint-Loubert pasó dos horas componiéndole un peinado lleno de tirabuzones y cintas según la moda del momento. Su vestido, al menos, era aceptable.
—Es mejor que el de muchas damas de la corte. No todo el que vive aquí es rico, ¿sabes? Estás muy bonita. Vamos.
Lo primero que sorprendió a Amélie cuando se acercaron al vasto palacio fue la gran cantidad de gente que se aglomeraba en torno a la entrada.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Todos cuantos desean ver al rey.
—¿Cualquiera puede entrar en el palacio?
—Sí, y así lo hacen.
En ese preciso momento, pasó a su lado una silla de manos.
—¿Quién es? —preguntó Amélie.
—Es difícil saberlo. Todas las sillas de manos son de alquiler. Solo la familia real tiene permitido disponer de sillas propias.
Después de la gran escalinata, entraron en la vasta Galería de los Espejos. Estaba abarrotada de toda suerte de personas, tanto aristócratas como mercaderes.
—Nos quedaremos un poco aquí, en el fondo —anunció su guía—. A nosotros no nos interesa llamar la atención del rey, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los presentes. Lo que quiero es que te fijes muy bien en todo.
Esperaron un poco. Amélie observó la vasta sala revestida de espejos. Era tan larga que, con tanta gente reunida allí, no alcanzaba a ver los extremos. Únicamente percibía la larga sucesión de candelabros de cristal que pendían del techo, que estaba adornado con pinturas.
De repente, se hizo el silencio en la inmensa galería. Se acercaban unos lacayos acompañados de varios gentilhombres. La densa multitud se dividió de manera milagrosa en dos, como el mar Rojo, apretándose hacia los lados para dejar un amplio pasillo en el centro.
Al cabo de un momento, llegó el séquito real.
—El rey va a misa exactamente a esta hora todos los días —susurró la señora de Saint-Loubert—. Se puede deducir la hora que es por estas cosas.
El rey iba en cabeza. Tenía, desde luego, una figura imponente. Tocado con una gran peluca negra y vestido con una chaqueta cubierta de ricos bordados avanzaba por la galería con paso rápido y a la vez majestuoso. Tenía la cara afilada, la nariz un poco aguileña y los párpados caídos. Amélie se percató, no obstante, de que bajo aquellos párpados entornados sus ojos lo escrutaban todo. También advirtió algo más. En parte, el rey debía su estatura a los tacones de sus zapatos, cosa que comentó discretamente con la señora de Saint-Loubert.
—Lleva tacones para parecer más alto. Siempre va así —confirmó esta con un susurro.
—No parece tan terrorífico.
—No te equivoques nunca con él, cariño. El rey es la persona más cortés de Francia. Hasta se lleva la mano al sombrero para saludar a las fregonas. Pero su poder es absoluto. Hasta sus hijos le tienen pavor. —Señaló a un hombre vestido de jesuita que caminaba tras él—. Ese es su confesor, el padre La Chaise. —Amélie se dio cuenta de que la gente sonreía al sacerdote—. Es amable con todo el mundo —le dijo su amiga—. Si el rey es el hombre más temido de la corte, La Chaise es el más querido.
Detrás iba un corpulento individuo rubio de rasgos germánicos que mostraba las primeras señales de que aquel físico tan imponente podría acabar siendo el de un gordo.
—Ese es el hijo mayor del rey, el delfín. Lo llamamos el Gran Delfín, por lo alto que es. La dama que verás mañana es su esposa… Ah, y detrás de él puedes ver al duque de Orleans, el hermano del rey, y a su esposa.
A continuación pasó una bella señora, vestida con gran sencillez, de cuyo cuello colgaba una cruz de diamantes.
—Desde que murió la reina, la amiga del rey, madame de Maintenon, lo tiene tan acaparado que corre el rumor de que se han casado en secreto, aunque nadie lo sabe de cierto.
Después vio a una dama que en tiempos debió de ser muy hermosa. Si bien su rostro conservaba aún vestigios de esa belleza, por su manera de caminar se deducía que se le habían hinchado las piernas.
—Madame de Montespan, que fue la más importante de las amantes del rey. Le dio varios hijos, y los ha legitimado a todos.
—¿Puede hacer eso?
—Me extraña que no lo sepas. Él puede hacer lo que quiera. Bueno, casi todo. Ya sabes que elige los obispos franceses. No permite que lo haga el papa.
Una vez que hubo pasado el cortejo, la protectora de Amélie decidió realizar una inspección general del palacio y el recinto.
—Por allí está el ala norte, donde tendrás tu habitación, si es que la delfina te acepta. Pero eso ya lo podremos ver mañana.
Al comprobar que Amélie ignoraba los usos de la corte de una forma poco común para una muchacha de la aristocracia, la señora de Saint-Loubert se preguntaba si no habría cometido un error al proponer que fuera a Versalles. No obstante, teniendo en cuenta que otras con mucha menos educación y modales que Amélie se habían abierto camino allí, se puso manos a la obra y empezó a explicarle quiénes eran los principales personajes de la corte, sus lazos de parentesco y su posición en la jerarquía.
La lista era larga y las relaciones tan complejas que Amélie casi perdía la cuenta. Estaban los hijos que el rey había tenido con la difunta reina, y luego con sus amantes. Después estaban los hijos de otras ramas de la familia real, tanto legítimos como ilegítimos. Aparte estaban, por supuesto, los numerosos descendientes de los distintos linajes reales, legítimos o naturales, cuya ascendencia se remontaba a varios siglos atrás. Por lo general, a los hijos de las amantes del rey los casaban con representantes de las más nobles familias e incluso a veces con miembros de la propia familia real.
—No te preocupes, si prestas atención, pronto te irás formando una idea más clara —la tranquilizó la señora de Saint-Loubert.
En lo referente a la jerarquía, tuvo que exponer un principio fundamental.
—Los príncipes de sangre vienen después del rey en cuestión de rango. Eso está claro. Ahora bien, una cosa es el rango y otra el poder. Su hijo mayor y su hermano están en la cumbre del árbol, pero no participan en el Gobierno. El rey ni siquiera les deja asistir a las reuniones.
—Pero ¿por qué?
—Para mantener todo el poder en sus manos. Para no dar ocasión a que se conviertan en rivales, diría yo. ¿No harías tú lo mismo?
—No lo había pensado.
—Si necesita un favor, recurre a las amantes. Es más que conocido que sobre un rey ejercen más influencia sus amantes que su esposa.
—¿Y su antigua amante, madame de Montespan? ¿Es importante?
—Acude a verla cada día. Le tiene mucho cariño. Pero no sé si sabes que hubo un gran escándalo… Bueno, tú eras demasiado joven. El caso es que se dijo que había utilizado veneno para deshacerse de otra amante. Nunca se llegó a probar nada. Estoy segura de que no es verdad, pero desde entonces ha pesado sobre ella una especie de sombra de sospecha.
—Tengo la impresión de haberme metido en un peligroso laberinto.
—Todas las cortes son así.
Mientras regresaban del palacio, Amélie sintió que le invadía cierta aprensión por aquel lugar.
A la mañana siguiente volvieron al palacio para ver a la delfina. Amélie conocía ya su historia.
—No es una de las bellezas de la corte —le había dicho la señora de Saint-Loubert— y, sin embargo, parece que fue del agrado del delfín. Tienen tres hijos, pero el último parto, que fue este año, la dejó delicada de salud, o al menos eso afirma ella.
El apartamento del delfín era amplio, luminoso y aireado. No fue, empero, en esa zona donde encontraron a la delfina.
Pese a que era por la mañana, la pequeña habitación estaba a oscuras, con las cortinas corridas. Una doncella italiana las hizo pasar. La esposa del campechano príncipe que Amélie había visto el día anterior no tenía buen aspecto. Pese a que sabía que solo tenía veinticinco años, le dio la impresión de que aquella enfermiza mujer era mucho mayor. Sentada en un sillón, la delfina indicó con desmayado gesto a Amélie que tomara asiento en una pequeña silla dorada.
Solo al acercarse tomó conciencia de otra característica de la esposa del delfín: era sumamente fea. Tenía manchas en la piel, los labios pálidos como una anciana, los dientes picados y las manos de un color rojo muy poco natural. Lo más impresionante de todo era su abultada nariz.
La pobre dama tenía un físico tan poco agraciado que Amélie agradeció que su mentora ya hubiera hecho mención de ello. Eso le sirvió para mantener una expresión impasible.
La delfina le ofreció un pedazo de pastel. Dado que habría sido descortés rehusarlo, pese a que no le apetecía, Amélie lo comió mientras la delfina la observaba. «Pese a su fealdad, la delfina es muy puntillosa a la hora de comer. No soporta tener cerca a otras mujeres que no sean cuidadosas comiendo —la había avisado la señora de Saint-Loubert—. Tú no tienes por qué preocuparte, porque tus modales en la mesa son excelentes».
Puesto que no salió ninguna miga de la boca ni dejó caer nada al suelo, la delfina pareció darse por satisfecha.
Le preguntó si sabía leer y escribir, si tenía buena letra. Luego le mandó escribir unos cuantos versos que conociera con la pluma, la tinta y el papel que trajo la doncella italiana.
Amélie cumplió la orden y transcribió unos elegantes versos religiosos de Corneille. La elección del texto y su letra suscitaron, al parecer, la aprobación de la dama.
«La delfina es bastante instruida y habla correctamente tres idiomas. Tampoco es que vaya a esperar eso de ti, quédate tranquila», le había informado asimismo su mentora.
A continuación la conversación se centró en su familia.
¿Quiénes eran sus padres? Amélie respondió con nombres y apellidos. ¿Y sus abuelos? Amélie contestó de igual modo. ¿Y sus bisabuelos? También alcanzó a responder. ¿Y los padres de estos? Amélie dio los nombres de los dieciséis.
—¿Son todos nobles? —quiso saber la delfina. Amélie confirmó que sí—. Eso está bien. Es algo importante —aseguró.
«Debes tener presente —le había explicado la señora de Saint-Loubert la noche anterior— que aunque tú pienses que tu padre se preocupa mucho por la cuestión de sus antepasados, eso no es nada en comparación con la atención que dedica al asunto la realeza alemana, y, como confío en que sabrás, la delfina es una princesa bávara. Puede que te aceptara si no tuvieras suficiente pureza de sangre, pero te haría la vida imposible. Hasta a madame de Maintenon la trata como a una criada porque su ascendencia es imperfecta. —Sonrió—. Ya lo había consultado con tus padres; si no, no te habría traído aquí. Habría sido demasiado cruel. Por cierto, yo, en tu lugar, no diría que mantienes una relación estrecha con aquellos primos tuyos que perdieron la nobleza».
¿Y tenía primos en París?, preguntó con tono cordial la delfina. Amélie se disponía a responder alegremente que sí, el sobrino y la sobrina de su madre, por quienes sentía mucho cariño, pero justo entonces, por la gracia del Altísimo, se acordó de las instrucciones y sorteó aquella terrible trampa.
—Debo confesar con sonrojo que alguien de la familia de mi madre se casó de un modo desafortunado —se apresuró a contestar—. Creo que tuvieron hijos, pero no sé nada de ellos. —Con aquella monumental mentira, desaparecieron como por ensalmo sus queridos primos Isabelle e Yves.
—Muchas familias padecen desgracias. Tu familia se ha comportado de manera correcta —aprobó la princesa. Luego se volvió hacia la señora de Saint-Loubert, que había permanecido de pie en un rincón, cerca de la puerta—. Creo que servirá —dijo—. ¿Querréis enseñarle dónde quedan sus habitaciones? —Después se dirigió a Amélie—. Ven mañana por la mañana, después de la misa. Por cierto —añadió—, como yo nunca salgo, no tendrás nada que hacer. Pero no te importará. —Aquello último lo dijo como si fuera una orden.
Amélie y su valedora se retiraron en silencio.
—No me habíais dicho que era tan fea —se quejó Amélie—. Por poco no se me altera la cara. ¿Cómo pudo encontrarla atractiva su marido?
—Pues, por lo visto, así fue. Contra gustos no hay nada escrito.
El ala norte estaba destinada al alojamiento de la multitud de aristócratas que desempeñaban labores de una u otra clase en el palacio. También había algunos aristócratas venidos a menos que, si alguna vez cumplieron funciones en la corte, eran ya demasiado ancianos para ejecutarlas. Y también podían encontrar algunas reliquias de cortesanos de otra época. Algunos de los cortesanos más opulentos disponían allí de viviendas bastante elegantes. No obstante, pese a las grandes dimensiones del palacio, el espacio escaseaba, de tal modo que, a base de subdivisiones y redistribuciones, los pisos superiores se habían convertido en los más aristocráticos bloques de apartamentos del mundo.
Después de subir las escaleras hasta el último piso, el que había justo antes del desván, enfilaron un pasillo hasta llegar a una puerta que había sido cortada con pericia por la mitad, de tal forma que la hoja de la izquierda giraba hacia un lado y la de la derecha hacia el opuesto.
—La tuya es la de la izquierda —la informó su guía. Y después, cuando la abrieron, añadió—: La lástima es que al lado de la derecha le tocó la ventana.
El cuarto era pequeño, capaz de albergar justo una cama individual y un armario. Carecía además de ventilación y estaba completamente oscuro.
—No es muy bonito —comentó Amélie.
—Por algo se empieza —declaró con firmeza la señora de Saint-Loubert—. Iremos a buscar una vela y otros utensilios.
—¿No creéis que la esposa del delfín de Francia querría que su dama de honor disponga de una ventana? —apuntó Amélie.
—Es difícil de saber en su caso, pues, al parecer, ella misma se pasa el día sentada a oscuras —respondió la señora de Saint-Loubert.
Mientras bajaban las escaleras, la dama intentó levantarle un poco el ánimo.
—Debes comprender —explicó— que lo principal es estar aquí. De eso depende todo lo demás. Una vez que estés aquí, ¿quién sabe qué maravillosos acontecimientos pueden suceder? De lo que puedes estar segura es de que si estuvieras en otro sitio, no ocurriría nada. Eso es lo que cuenta. —Le ofreció una alentadora sonrisa a Amélie—. Tú eres bastante bonita y eres noble. Lo que te conviene es ser educada con todo el mundo y hacer amigos. Así, con un poco de suerte, encontrarás un marido adecuado.
—¿Eso es lo que desean mis padres?
—Todas las personas importantes del reino y todos los hombres que pueden ser un buen partido acuden aquí. Es el sitio ideal para enviar a una joven casadera.
Al día siguiente, Amélie llegó a la hora convenida. Le indicaron que se mantuviera sentada en silencio y así lo hizo. Después la delfina le pidió que llevara una carta a la duquesa de Orleans.
Se perdió solo dos veces. Una vez entregada la carta y después de que la informaran de que no había respuesta, realizó el recorrido a la inversa. Cuando se acercaba a la puerta del cuarto de su señora, de su apartamento salió el delfín. Amélie se apartó e hizo una reverencia, pero, en lugar de pasar de largo, él se detuvo, la miró y le preguntó, muy sonriente, quién era.
—¿La nueva dama de honor de mi esposa? Ah, sed bienvenida. Habladme de vos. —Al escuchar su nombre, inquirió—: ¿Sois pariente del famoso mosquetero?
—El parentesco es lejano, monseñor, pero existe.
—Espléndido. Otro día me contaréis más cosas de vos.
Después de aquel agradable diálogo con el mismísimo futuro rey, Amélie se sintió bastante eufórica. Se pasó el resto del día sentada en una silla en la penumbra, sin acusar demasiado el paso de las horas.
La delfina la había informado de que, dada su peculiar distribución del tiempo, normalmente no requeriría su presencia a última hora de la tarde, así que acordaron que, un poco antes del anochecer, la señora de Saint-Loubert pasearía por un lado determinado de los jardines para que Amélie pudiera reunirse con ella si necesitaba ayuda o consejo. Pensando que su mentora se alegraría al enterarse de aquella agradable conversación, acudió a su encuentro ese mismo día.
En lugar de sonreír, la señora de Saint-Loubert recibió la noticia con aire pensativo. Después dirigió una extraña mirada a Amélie.
—El delfín es un hombre apuesto y vigoroso, ¿no te parece?
—Sin duda.
—Inició una aventura con la última dama de honor de su esposa.
—Ah.
—Eso fue, desde luego, lo mejor que podía haberle pasado a la joven.
—¿Por qué?
—Al rey y a madame de Maintenon no les pareció bien, así que a la chica le encontraron enseguida un marido que pertenece a una de las más prestigiosas casas aristocráticas de Francia. —Calló un instante—. Supongo que lo mismo podría ocurrirte a ti.
—Eso sí que no —exclamó Amélie—. Mis padres se llevarían un gran disgusto.
La señora de Saint-Loubert guardó silencio un momento y después habló en voz baja, pero con contundencia.
—Hija mía, tus padres eran perfectamente conscientes de ese incidente con el delfín antes de enviarte a Versalles.
—Ay, Dios mío, ¿es así como se llegan a casar las muchachas?
—Es una manera.
Pasó una semana sin ver al delfín. Este salía casi todos los días temprano a cazar y no volvía hasta tarde.
Hacer compañía a la delfina no resultó tan tedioso como temía. Sus hijos acudían de vez en cuando. Pese a que el pequeño estaba con una nodriza y los otros dos al cuidado de otras personas, sus ocasionales visitas las distraían. A veces, la duquesa de Orleans iba a ver a la delfina. En tales ocasiones, Amélie debía abandonar la habitación para dejar hablar a las dos damas a solas. No obstante, después la delfina solía ponerle al corriente de las habladurías de la corte, de las que le había hecho partícipe la cuñada del rey.
Así se enteró de que el rey estaba disgustado desde la revocación del Edicto de Nantes, o de que las jóvenes promesas de la corte habían obtenido permiso para ir a luchar contra los turcos (que causaban problemas en el este de Europa), o de que tal o cual caballero había complacido al rey con sus proezas, o bien que lo había puesto furioso con algo que había escrito en una carta.
—Los criados del rey leen las cartas de todo el mundo —señaló la delfina un día—. Más vale que tengas cuidado con lo que escribes, porque pronto llegará a conocimiento del rey.
Al cabo de unos días, Amélie empezó a tener la sensación de que, si bien aún le quedaba mucho que aprender, era difícil que ya algo la sorprendiera. No tardó en darse cuenta de que estaba en un error.
Fue una tarde. Estaba pasando cerca de los apartamentos del rey. Delante de ella había otra dama de honor más o menos de su misma edad, justo en uno de los pasillos. Entonces, de repente, apareció el rey. Aunque no vio a Amélie, sí reparó en la otra muchacha.
Todo ocurrió tan deprisa que Amélie apenas podía dar crédito a lo que veía. El rey rodeó con un brazo a la joven, le indicó con un ademán que se levantara las faldas y, después de tentarle brevemente el cuerpo, la colocó contra la pared con las piernas levantadas en torno a sí mientras la poseía.
Aterrorizada, Amélie logró esconderse detrás de un pilar. Quería huir, pero no se atrevió, por temor a que la vieran. No tuvo que esperar mucho. Al oír una puerta que se abría y se cerraba, se asomó y, tras ver cómo la muchacha se recomponía el vestido, echó a correr. De vuelta al lado de la delfina, esta la miró y comentó que parecía que hubiera visto un fantasma. Ella le aseguró que no.
—Bueno, es mejor así, porque a mí no me gustan nada —señaló con aspereza la delfina.
Esa tarde, sin embargo, le confió a la señora de Saint-Loubert lo que había visto. Si se había imaginado que su mentora se escandalizaría, se equivocó de plano.
—¿Ah, sí? —dijo la dama—. Qué interesante. Eso lo solía hacer cuando nuestra querida reina todavía vivía, pero desde que está con madame de Maintenon ha renunciado a los pecados de la carne, más o menos. —Se quedó pensativa un instante—. Va a ver a madame de Maintenon dos veces al día, que es más de lo que ella desearía, aunque, claro, se aviene a cumplir con su deber, tal como diría ella misma. Quizá va a desmandarse un poco.
—Pero ¿qué hay de la joven dama?
—¿Qué le pasa?
—Hombre, eso de que la usen de esa forma…
—Él es el rey y puede hacer lo que le plazca.
—Es una vergüenza.
—El poder es un afrodisiaco, tanto para el hombre que lo posee como para las mujeres a quienes atrae. Así ha sido desde la época de Babilonia, y supongo que siempre será así. Las mujeres vienen aquí para estar cerca del poder y sacar un provecho de él.
—Pero… eso de que un hombre coja cuanto se le antoje… es infantil, despreciable.
—Los hombres poderosos se vuelven como niños, porque pueden hacer lo que quieran. Pero no es bueno despreciarlos. Así son las cosas, y lo más inteligente es no intentar navegar contra la corriente. —Miró con severidad a Amélie—. No busques pureza en los palacios, hija mía, porque no la encontrarás.
—Pero podría haber sido yo —protestó Amélie.
Su mentora se limitó a callar.
Durante los días siguientes, no consiguió quitarse de la cabeza aquella imagen. La señora de Saint-Loubert tampoco le había servido de gran consuelo. Le había dicho que seguramente se trataba de una pequeña ofuscación y que dudaba que el rey volviera a las andadas.
Caminando por los corredores de mármol, entre opulentos y oscuros tapices, entre suntuosos retratos de la familia real vestida como deidades clásicas, Amélie tenía la impresión creciente de haber entrado en un inmenso e inhóspito mundo en el que, aunque se llevara la cruz de nuestro Señor como un trofeo ante el rey, era el despiadado dios pagano Sol quien reinaba en Versalles, en complicidad con el ser que gobernaba el inframundo.
Lo único que quería era encontrar una manera de escapar de allí…
Una tarde salió a los vastos y formales jardines para ir al sitio donde solía encontrarse con la señora de Saint-Loubert. Sin embargo, aquel día su amiga no apareció. Aguardó con la esperanza de verla llegar, pero fue en vano. Sin ganas de regresar al palacio, se puso a caminar por un largo sendero.
Estaba prácticamente sola entre la menguante luz. Las amarillentas hojas que habían caído de los árboles se estaban volviendo grises. En el sendero reinaba una solitaria y fantasmagórica calma.
Entonces, a unos cien metros más allá, alguien entró en el camino. Era un hombre alto y fornido, que también iba solo. Pese a la creciente penumbra, lo reconoció de inmediato.
Era el delfín.
Se paró en seco. Con la esperanza de que no la viera, se dispuso a pegarse contra un árbol, pero él ya había reparado en ella.
Entonces Amélie cometió un desatino. Presa del pánico, echó a correr.
Fue superior a ella. El recuerdo de lo que le había visto hacer al rey era demasiado reciente. Estaba sola e indefensa. ¿Y si el delfín se comportaba igual que su padre? ¿Qué iba a hacer ella? ¿Alegar que era virgen? ¿Gritar? No tenía ni idea.
Siguió corriendo por la avenida. Al volver la cabeza, vio que él también se había puesto a correr. Era alto y fuerte. Le pareció oírlo reír. ¿Por qué se reía? ¿Era un risa triunfal? Con sus largas piernas, iba acortando distancia.
Trató de apurar el paso. A la izquierda partía otro camino, por el que se precipitó.
Entonces, a menos de treinta metros, vio a otra persona. Era un individuo horroroso, con cuerpo de hombre y una cara deformada como un grotesco personaje clásico, con la nariz partida. Exhaló un grito de terror. Atrapada entre las dos amenazas, buscó una escapatoria. Vio un sinuoso camino que partía entre los setos a su derecha y huyó por él. Al cabo de un momento, comprobó que no tenía salida.
Jadeante y temblorosa, procuró no hacer el menor ruido. A escasos metros oyó los pesados pasos del delfín, que cesaron de repente.
—Señor de Cygne. Sois vos.
—Así es, monseñor, a vuestro servicio.
—¿Habéis visto a una joven dama?
—Sí, pero sin darme tiempo a presentarme, se ha ido corriendo hacia el palacio.
—Ah. Creo que pensaba que la estaba persiguiendo.
—En tal caso, monseñor, supongo que se dejará alcanzar si seguís en dirección al palacio.
—Gracias. Buenas noches, De Cygne.
Después, oyó que el delfín se alejaba con paso rápido. Luego volvió el silencio. Por lo visto, el grotesco personaje se la reservaba para sí mismo. Se dispuso a gritar, pero nada ocurrió hasta que, al cabo de un rato, volvió a oír la voz que había sonado antes.
—Disculpad que me dirija a vos sin habernos presentado, señorita, pero sé que debéis de estar cerca, puesto que no hay salida en la senda donde os habéis metido. —La voz era afable—. Soy Roland de Cygne, un pobre viudo que resultó herido hace tiempo en las guerras, razón por la cual, aunque mis heridas son honorables, considero más agradable para los demás salir a pasear al anochecer. Os informo de que el delfín se ha ido hacia el palacio. Dudo que quisiera haceros daño, porque no concuerda con su fama. Yo proseguiré mi camino, pero, si deseáis que os acompañe hasta vuestros aposentos, será un placer ofreceros mi protección.
Lo oyó ponerse en marcha. Tras esperar un poco, abandonó con cautela su escondite y miró si había moros en la costa. Estaba oscureciendo. ¿Y si el delfín acechaba allá afuera? Miró el largo sendero y vio la espalda del señor De Cygne, ya a unos cincuenta metros de distancia.
—Señor —lo llamó en voz baja—. Por favor, señor.
Cuando llegó a su casa esa noche, Roland de Cygne estaba enamorado. No había tardado en averiguar quién era aquella damisela, pero cuando trató de descubrir por qué estaba tan asustada reaccionó con resistencia, así que no insistió. Sabía Dios qué habría visto aquella inocente muchacha por los corredores de Versalles.
Para cuando llegaron al ala norte, había recabado suficiente información como para saber que era honesta y bondadosa.
—Siento haberos dado miedo antes —se disculpó.
—Ha sido solo por la sorpresa de topar con vos cuando ya estaba tan asustada.
—Me temo que mi cara puede causar bastante sorpresa.
—No siendo la cara del delfín, puedo aseguraros, señor, que para mí ha sido un alivio. —Lo miró, sonriendo—. Yo paso todos los días en compañía de la delfina, señor.
Roland de Cygne rio quedamente.
—Al rey le gusta que todo el mundo irradie belleza, a ser posible. La mayoría de las personas de la corte tienen buena presencia. Yo raras veces acudo, pues no necesito favores del rey, pero, si me ve, siempre es cortés conmigo. Lo único que no tolera es la cobardía en la batalla, de modo que mis heridas de guerra son una cualidad para él.
—¿Y por qué vinisteis a Versalles, señor? —le preguntó ella.
—Por mi querida esposa. A ella le gustaba estar en la corte. Hace dos años que falleció, pero yo me he quedado aquí. Tengo una pequeña casa en la ciudad. Voy y vengo según me parece, y paso casi todo el verano en mi propiedad. Me he acostumbrado a Versalles, supongo, pero no me gusta mucho.
—Yo no creo que llegue a acostumbrarme nunca, señor. Este no es mi sitio. Pero temo que mis padres se enfadarían si volviera a casa —confesó.
No bien llegó a su casa en Versalles, Roland de Cygne tomó una frugal cena, como tenía por costumbre. Después, tras indicarle al mozo de cuadra que lo tuviera todo preparado para partir hacia París por la mañana, se puso a escribir una carta.
Habían transcurrido diez días desde aquel incidente. Amélie recibió un mensaje de la señora de Saint-Loubert, en el que le decía que debía ir a su casa aquella tarde. Al llegar, descubrió con alegría que su madre estaba allí. Esta la abrazó con efusión y la felicitó.
—Te has desenvuelto muy bien, mi querida hija. Tanto tu padre como yo estamos encantados.
—¿Ah, sí? Solo me paso el día sentada en una habitación oscura con la delfina y hablo con ella cuando lo desea.
—No me refiero a la delfina, Amélie. Hablo de tu boda con el señor De Cygne.
—¿Mi boda?
—¿No te lo ha dicho?
—Solo lo vi una vez.
—Pues ya está todo arreglado. Tu padre está muy contento. Yo conoceré mañana al señor De Cygne, pero sé que pertenece a una familia de antiguo linaje, muy respetable, y su propiedad es mayor que la nuestra. Es estupendo. Y tan deprisa… No me lo puedo creer.
—¿Lo has visto, mamá? Es un viejo con la nariz partida.
—Ya sé que recibió heridas en la guerra. Pero necesita un heredero. La señora de Saint-Loubert dice que es un hombre bueno y amable. No temes que te vaya a maltratar, ¿verdad?
—No. No me dio esa impresión. Es que casi no lo conozco y no estoy enamorada de él.
Su madre se la quedó mirando un momento como si fuera estúpida y luego cambió de tema.
—Dado que estás en la corte, el rey tendrá que dar su consentimiento, claro está, pero no hay motivo para que se niegue.
—Madre, no quiero casarme con el señor De Cygne. Y soy muy infeliz aquí en Versalles. Te ruego que me dejes volver a París contigo.
—Eso no es posible, hija mía. El rey probablemente no te concedería permiso, a no ser que la delfina diga que no quiere tus servicios. Además, tu padre no te aceptaría en casa, y menos después de rechazar una oferta como esta.
—No puedo creer que fuera tan cruel.
—Tú no sabes lo bueno que ha sido hasta ahora —le dijo quedamente su madre con triste expresión.
Luego, después de preguntar a su anfitriona si podía dejarla a solas con Amélie, Geneviève d’Artagnan le contó la verdad a su hija.
Cuando acabó, Amélie permaneció callada, con la mirada en el vacío.
—O sea, que no soy hija de mi padre —dijo por fin—. No soy una D’Artagnan.
—No.
—¿Quién es entonces mi verdadero padre?
—Nunca te lo voy a decir.
—¿Era noble?
—No. Pero tu padre te ha dado el apellido D’Artagnan, que te convierte en una noble, y debes honrarlo. Puedes considerarte afortunada. Aun así, debes tener en cuenta la posición de tu padre. Él te va a dar una dote, pero de poca cuantía. Si fuera muy rico, sería distinto, pero, tal como están las cosas, aunque te quiere, considera que no debe desprenderse de una parte considerable de la herencia de la familia por ti. El señor De Cygne posee una buena propiedad y necesita un heredero. Está dispuesto a aceptar una dote pequeña, y sería difícil encontrar a otro que se conformara con esas condiciones. Debes pensar en tu padre, no solo en ti. No debes llevarte un dinero de él cuando no hay necesidad.
—También podría casarme con un hombre pobre que no sea aristócrata.
—No. No puedes deshonrar el apellido que te ha dado tu padre. No sería justo para él. Sin embargo, si te casas con el señor De Cygne, todo quedará solucionado. Parece que te aprecia mucho. Escribe como un hombre enamorado.
—Madre, volveré mañana para seguir hablando contigo —dijo Amélie—. Ahora estoy muy cansada.
Y sin darle a su madre el beso de costumbre, se marchó.
Al día siguiente, tras haberle explicado a la delfina que su madre había llegado para verla, recibió permiso para salir un poco más temprano.
La tarde era todavía luminosa cuando entró en la ciudad.
No le costó averiguar dónde vivía el señor De Cygne.
Roland de Cygne, que se había visto con su madre esa mañana, se quedó bastante sorprendido al ver llegar a Amélie sola a su casa. La hizo pasar a su elegante salón. La caminata desde palacio le había sonrosado las mejillas.
Amélie no dejó de notar el lujo de la casa. En el recibidor había un retrato de Roland de Cygne de joven, antes de haber recibido la herida, en el que aparecía muy apuesto. En el salón, encima de la chimenea, otro retrato representaba a una dama de la corte de agradable semblante: sin duda se trataba de su difunta esposa.
Con la luz del día, Roland de Cygne se veía como lo que era: un aristócrata de mediana edad cuyo atractivo rostro había quedado desfigurado por el filo de una espada. Se notaba que había disfrutado de un feliz matrimonio y que ahora debía de encontrarse un poco solo. Aunque le parecía muy viejo, era evidente que se había mantenido en forma. Pese a su modestia, no era una persona con la que se pudiera jugar.
—Señor de Cygne, tengo entendido, por lo que me ha dicho mi madre, que me habéis hecho el honor de pedir mi mano —dijo, sin extenderse en preámbulos—. ¿Es así?
—Así es, señorita D’Artagnan.
—¿Habéis visto a mi madre hoy?
—En efecto.
—¿Y qué os ha contado de las circunstancias de mi nacimiento?
—Que vos sois su hija menor —repuso, algo sorprendido—. Vuestro hermano heredará la propiedad. Vuestra hermana está casada.
—Entonces debo deciros, señor, que os han engañado. Yo no soy hija de mi padre. Ignoro quién fue mi verdadero padre, pero sé que no era noble.
Roland de Cygne la observó, pensativo. Le había sorprendido un poco la cuantía de la dote ofrecida, y había supuesto que era porque él no se encontraba en una buena posición para negociar. Un hombre mayor desfigurado, con una desesperada necesidad de tener un heredero, no podía exigir un elevado precio por casarse con la bonita hija de otro aristócrata. Aquel nuevo dato era sin duda otra de las razones de lo escaso de la suma.
—¿Cuándo lo habéis descubierto, señorita?
—Anoche, señor.
—Ajá. Debisteis sufrir una buena conmoción.
—Así es, señor.
¿Por qué se lo contaba? ¿Porque creía que iba a anular el acuerdo de matrimonio? ¿Tanto ansiaba no casarse con un viejo feo? Al mismo tiempo, estaba asumiendo un terrible riesgo con su reputación. Con su pequeña dote y sus dudosos orígenes, se estaba buscando la ruina en el mercado matrimonial. ¿Sería consciente de ello?
Era joven, un poco inconsciente y estaba disgustada. De eso no cabía duda. Por otra parte, era honesta y valiente, lo cual no hacía más que atizar su amor.
Además, él necesitaba un heredero.
—Señorita, os agradezco muchísimo que hayáis acudido a mí de esta manera —dijo—. No queríais engañarme y me habéis confiado un secreto. Por mi parte, deseo deciros que no pedí vuestra mano por vuestro apellido. Yo ya tengo un nombre, del que estoy orgulloso. Tampoco os pedí en matrimonio por los encantos de vuestra persona, aun siendo estos evidentes incluso en la oscuridad, y más admirables aún a la luz del día. Pedí vuestra mano por la bondad y la honradez que de inmediato percibí en vuestro carácter.
—Sois muy amable, señor.
—Eso espero. Vuestro caso…, en el supuesto de que no estéis en un error y haya habido algún malentendido…, no es tan raro como suponéis. Por lo tanto, por vuestro propio bien y por el honor de vuestros padres, os pido que, de momento, no digáis nada de esto a nadie. Necesito uno o dos días para reflexionar. ¿Tendríais la bondad de concederme ese tiempo? Después, entre todos decidiremos qué hacer.
—Si ese es vuestro deseo, señor, haré lo que me pedís. —Habría sido una grosería negarse.
Una vez que se hubo ido, Roland de Cygne estuvo pensando un rato. La noticia le causaba cierto enojo, desde luego. Pese a que Amélie tenía la presencia y los modales de una auténtica aristócrata, le repugnaba la idea de que se introdujera en la noble familia de los De Cygne una parte de sangre plebeya.
Después, un recuerdo le hizo replantearse la situación.
Unos meses antes de morir, su padre le había confiado una extraña escena de la que había sido testigo en el Louvre. «Tú tenías solo siete años por entonces —le había dicho Charles—, y yo tuve que llevar una carta a la reina, la madre de nuestro actual rey». Luego su padre le había hablado de la extraña figura que atisbó en el dormitorio. «Dicen que el rey volvió y pasó una noche con la reina en ese periodo, y podría ser cierto. Pero yo te digo, Roland, que habría jurado que era Mazarino a quien vi allí dentro».
Roland de Cygne suspiró. ¿Y si su padre tenía razón? Durante los años posteriores, cuando, tras la muerte de Luis XIII, Mazarino dirigía el reino, no cabía duda de que él y la reina mantenían una relación tan estrecha que la gente sospechaba si no se habrían casado en secreto. Si Mazarino era el verdadero padre del actual monarca, entonces el Rey Sol era descendiente de un plebeyo italiano cuyos antepasados podían ser incluso judíos.
Aun así, era el rey de Francia.
Y fuera quien fuese su auténtico padre, aquella honesta joven llevaba el apellido D’Artagnan. Eso era suficiente para el honor de su familia.
Consideró, asimismo, otro aspecto. Antes sentía cierta aprensión por el hecho de obligar a una joven a casarse con él, pero, dadas las circunstancias actuales, no cabía duda de que, a la larga, sería lo mejor para ella. Sus posibilidades de conseguir un buen partido con tan exigua dote eran escasas. Por otra parte, si sus padres habían abrigado la esperanza de que pudiera prosperar convirtiéndose en amante de algún miembro de la familia real, estaba seguro de que habían juzgado mal a su hija, porque aquello no encajaba para nada en su carácter.
Si se casaba con él, en cambio, tendría un estatus, seguridad y una vida acomodada. «Y cuando yo ya no esté —pensó—, se hallará en condiciones de buscar un segundo matrimonio más acorde con sus inclinaciones».
Ya había tomado una decisión. Debía ponerse manos a la obra. Iba a garantizar el nacimiento del heredero que necesitaba su familia y a proteger a aquella joven de su propia imprudencia.
El rey apreciaba a los hombres valerosos, y él nunca había pedido nada antes. Por la mañana iba a solicitar una audiencia con él.
Dos días después, mientras Amélie permanecía sentada en la oscura habitación de la delfina, ambas se quedaron atónitas cuando un cortesano llegó para informarla de que el rey solicitaba su presencia.
—No alcanzo a imaginar por qué —dijo Amélie—. Estoy segura de que no he hecho nada malo.
—Yo tampoco, pero debéis ir sin demora —le aconsejó la delfina.
Sabía que, cuando no estaba reunido en consejo, el rey atendía sus quehaceres en compañía de unos cuantos asesores. Por eso se llevó una sorpresa cuando la hicieron pasar a un salón donde el rey aguardaba sentado a solas en un sillón. A su lado había una mesa, cubierta con una lujosa tela, con varios papeles encima. Amélie efectuó una profunda reverencia mientras la puerta se cerraba tras ella.
Nunca había estado tan cerca del rey Luis. Llevaba una chaqueta de terciopelo rojo ribeteada en oro, un pañuelo de encaje y una voluminosa peluca que reproducía el magnífico cabello castaño que tenía de joven. Su sensual cara se había vuelto algo fofa, pero toda su fisonomía proclamaba que estaba acostumbrado a ser obedecido. Sus ojos, más pequeños de lo que había advertido, tenían el mismo tono marrón de la peluca, y su mirada era igual de acerada y cínica que el mundo que gobernaba. Con la postura que solía adoptar cuando estaba sentado, mantenía la pierna izquierda hacia atrás, mientras adelantaba con orgulloso gesto la impresionante musculatura de la derecha, realzada por sus medias blancas de seda.
—Sois muy joven, señorita D’Artagnan —declaró con calma—. Tenéis un excelente apellido.
—Sí, majestad —respondió, un tanto asustada.
—Es mi voluntad que honréis el nombre de D’Artagnan que tenéis la fortuna de llevar. Estoy seguro de que me comprendéis.
—Creo que sí, majestad.
—Sea lo que fuere lo que creáis en lo tocante a vuestra cuna, nunca debéis volver a hablar de esas dudas. Nunca. Si lo hicierais, tened la seguridad de que yo me enteraré.
—Solamente intento ser honesta, majestad —se aventuró a aducir.
—Eso suele ser loable, pero en estas circunstancias hablar de ello es imprudente y os acarrearía dolor a vos y a otros. Obraréis, pues, tal como os digo.
La miró para cerciorarse de que lo había comprendido. Ella inclinó la cabeza en silencio.
—Tenéis la oportunidad de prestar un gran servicio a una familia que ha servido a Francia durante muchos siglos y hacer feliz a un hombre valiente y honrado. Me refiero, por supuesto, al señor De Cygne.
—Me hizo el honor de pedir mi mano, majestad, pero tal vez ha cambiado de idea.
—Al contrario, está bien decidido a casarse con vos, señorita D’Artagnan, y es mi voluntad que esta boda se lleve a cabo.
—No sé, majestad… —quiso alegar, desesperada, pero el rey le dio a entender que debía callar.
—Es mi voluntad —decretó con sombría expresión.
Le Roi le veult: el rey lo quiere. Amélie acató en silencio aquella sentencia contra la cual no cabían réplicas ni recursos.
Entonces entendió por qué hasta los príncipes de sangre temblaban en presencia del Rey Sol.
—Es mejor para todos que cumpláis al pie de la letra lo que os digo, señorita —prosiguió tranquilamente el rey—. Debéis confiar en mi sabiduría. Nunca más volveréis a poner en tela de juicio vuestra cuna, os casaréis con el señor De Cygne y un día os alegraréis de ello. —Entonces su voz adquirió una repentina aspereza—. Si no llegarais a cumplir, punto por punto, las instrucciones que os he dado, lo lamentaréis. —Cogió una hoja de la mesa—. ¿Sabéis qué es esto?
—No, majestad.
—Es una lettre de cachet, señorita. Con esto, puedo mandaros a la Bastilla o a cualquier otra cárcel. Puedo hacer que os pongan en una celda aislada y dar instrucciones para que nunca se os vuelva a ver. No tengo que dar ningún motivo para ello. Está en mi poder hacerlo. Otras veces he enviado a la cárcel a jóvenes como vos, y estoy dispuesto a firmar esta carta ahora mismo y buscarle otra esposa al señor De Cygne. Los guardias apostados fuera os conducirían directamente a la cárcel. En cuestión de un minuto, desparecíais para siempre, señorita.
Amélie sintió que temblaba, aquejada de una terrible sensación de frío. Nunca había sentido un miedo tan intenso.
—Haré lo que me ordenáis, majestad —afirmó con voz ronca.
—No me desobedezcáis nunca, señorita, ni en el más nimio detalle. Si lo hacéis, llegará a mi conocimiento, y entonces, ni el señor De Cygne podrá salvaros.
—Nunca os desobedeceré, majestad, mientras viva —juró.
—Asistiré a vuestra boda —anunció, antes de darle permiso para retirarse.
Un año después, Amélie de Cygne dio a luz a un niño. Su marido escribió a su joven primo de Canadá para participarle el nacimiento. Esa fue la última vez que le escribió.
1715
En los primeros años del siglo XVIII, era frecuente ver al anciano en el Pont Neuf, sobre todo cuando hacía buen tiempo. Su nieto lo llevaba allí en su carro.
Algunas personas todavía se acordaban de su época de esplendor.
—Tendríais que haberlo visto —decían a los más jóvenes—. Era un pico de oro, el más atrevido de todo París. Y fuerte como un toro. No hay más que ver cuánto tiempo ha vivido.
Aunque nadie sabía a ciencia cierta su edad, debía de tener más de ochenta años. Todavía llevaba una bufanda roja enrollada en el cuello, bajo una barba blanca.
Si alguien se acercaba a hablarle, le respondía de manera concisa, y entonces se podía ver que aún le quedaban dos o tres dientes, cosa extraordinaria para una persona de tan avanzada edad.
Hercule Le Sourd apareció en el verano de 1715, tras una ausencia de meses. Tenía mal aspecto, flaco y con la cara demacrada. Aun así, se bajó del carro de su nieto y caminó con rígido paso hasta el medio del puente. Después se le pudo ver casi todas las semanas.
Un día su nieto lo llevó por la Rive Gauche para que pudiera admirar la fría fachada de Los Inválidos, donde el rey había mandado construir una espléndida capilla real con una cúpula dorada.
—Yo he visto dibujos de San Pedro de Roma —le dijo su nieto—, y es casi igual. París es la nueva Roma.
En otra ocasión, fueron a la parte norte de la ciudad, donde el rey Luis había demolido tramos de la antigua muralla para construir vistosos bulevares.
—El rey ha dado más gloria a Francia de la que nunca había tenido —declaró con confianza el joven.
—Puede ser —concedió Hercule, aunque era demasiado viejo para dejarse impresionar así como así.
Sí, el rey Luis había incrementado la gloria de la Francia borbónica, pensó. Los grandes nobles lo obedecían. El país estaba mejor gobernado. Al otro lado del océano, en el Nuevo Mundo, los aventureros franceses acababan de asentar sus derechos sobre el territorio central de la vasta cuenca del Misisipi, al que habían puesto por nombre Luisiana.
En Europa, la ascendencia de los poderosos Habsburgo de Austria y de España declinaba. Combinando la fuerza y unas hábiles negociaciones, el Rey Sol había arrebatado ricos territorios fronterizos como Alsacia a los Habsburgo. La estrategia de casar a sus herederos con princesas de la casa de Habsburgo le había reportado incluso mejores resultados. Cuando, agotados por la consanguineidad, los Habsburgo no pudieron siquiera proveer un heredero a la Corona de España, fue uno de sus nietos quien ascendió al trono español. Pese a que los borbones debieron prometer al resto de Europa que Francia y España nunca serían gobernadas por un mismo monarca, ahora en la frontera sur de Francia reinaba un borbón amigo, en lugar de un rival Habsburgo.
La cultura francesa se había puesto de moda. Por toda Europa, el francés se convertía en la lengua de la diplomacia y la aristocracia.
«Yo mismo, como francés, me siento orgulloso de esto», reconoció para sí Hercule.
Sin embargo, la gloria borbónica había tenido un precio. La ambición del Rey Sol había alarmado a los gobernantes de otros países, en especial a los protestantes. Al atacar los Países Bajos, se había excedido. A lo largo de las dos últimas décadas se había librado una interminable guerra en la que el gran general inglés Churchill, ahora duque de Marlborough, había derrotado en varias ocasiones al ejército francés, con lo que había demostrado al mundo que la altiva Francia no era invencible. La guerra había dejado agotadas las arcas del Rey Sol y a Francia casi privada de amigos. Así pues, el balance no era del todo positivo.
Aparte de eso, Hercule tenía la impresión de que había algo más, algo intangible, como un nubarrón que mitigara el resplandor del sol.
Los antiguos griegos lo llamaban la tragedia del hibris. El rey que peca de exceso de orgullo recibe el castigo de los dioses. En la Edad Media se hablaba de la rueda de la fortuna, que nunca para de girar. O tal vez Dios, por sus propios motivos, había decidido dar la espalda al rey de Francia.
Fuera cual fuese la causa, a Hercule Le Sourd no le cabía duda de algo: durante los últimos años, al rey Luis XIV había dejado de sonreírle la suerte.
El reino no solo afrontaba el tremendo coste de las guerras, sino que era como si todo se hubiera torcido. Las cosechas se habían malogrado, lo cual constituía uno los signos más evidentes del enojo divino. La enfermedad y el hambre se habían abatido sobre el país. Y ahora los herederos del rey se habían empezado a morir. El delfín, heredero de Francia. El hijo del delfín. El nieto mayor del delfín. Era como para preguntarse si no pesaba una maldición sobre la familia. El rey estaba viejo, su salud decaía y su heredero era su bisnieto menor, un niño de cinco años.
Después de todos los esfuerzos dinásticos realizados por el rey Luis XIV, el reino de Francia pronto volvería a encontrarse igual que antes, arruinado y con un niño indefenso en el trono.
El sol se estaba apagando y la oscuridad ganaba terreno.
En los últimos días de agosto, sucedió algo curioso. Hercule Le Sourd había pedido a su nieto que lo llevara a un sitio distinto: a la majestuosa Place Royale del barrio del Marais.
Al llegar, indicó a su nieto que se detuviera en un lugar concreto, donde bajó a estirar un poco las piernas.
—¿Por qué has elegido este sitio para parar? —preguntó su nieto.
—¿Tiene algo de malo?
—No.
—Entonces ocúpate de tus asuntos —le replicó el abuelo.
¿Qué habría sido de aquella extraña mujer? Seguramente ya estaría muerta. «Y seguro que no tardaré en ir detrás de ella», se dijo. Entonces se le ocurrió pensar que en cada rincón de París debía de haber sitios donde la gente se había entregado a un amor ilícito, gente que había quedado reducida hacía mucho a la condición de esqueletos y de polvo. Si todos resucitaran en su cuerpo al mismo tiempo ejecutando el acto carnal, compondrían un extraño concierto de jadeos, gemidos y rechinar de huesos… En el cálido y denso aire de aquella tarde de agosto, por un momento tuvo la impresión de que podía percibir a su alrededor en forma de espíritus todos aquellos cuerpos desvanecidos, pero eran espíritus con sustancia, aunque fuera leve. ¿Sería posible que los recuerdos y las almas pudieran asumir una vaporosa forma y flotar en el aire? Si fuera posible, elegirían el húmedo calor de aquel íntimo espacio cercado de arcadas y edificios de ladrillo y piedra, en una apacible tarde de agosto.
No había ocurrido solo una vez. La dama había vuelto a buscarlo al día siguiente, y al otro también. En tres ocasiones habían hecho el recorrido desde el Pont Neuf hasta la Place Royale; y en tres ocasiones habían hecho el amor apasionadamente. Por aquel entonces, él era joven y vigoroso.
Después había desaparecido y no la había vuelto a ver más. Ignoraba quién era y tampoco intentó averiguarlo. ¿De qué habría servido? Se quedó con tres extraños y mágicos recuerdos, como si hubiera sido transportado como un caballero andante, a otro mundo.
Después de permanecer un rato allí, dijo que quería volver a casa.
—Mira eso —indicó a su nieto, cuando el carro acababa de ponerse en marcha.
—¿El qué?
—Por allí. —Hercule señaló un lugar, justo delante de las arcadas, a unos cincuenta pasos de distancia, donde había parado alguien.
—Yo no veo nada.
—Ese hombrecillo viejo, vestido de rojo.
—No hay nadie allí, abuelo.
Entonces Hercule comprendió.
—Tienes razón —acordó—. Ha sido un juego de luz.
Él vio, empero, al hombrecillo de rojo cuando pasaron junto a él. Incluso le devolvió la mirada.
Era él, pensó Hercule. Normalmente eran los reyes y personajes de categoría quienes veían al hombre rojo, justo antes de algún terrible acontecimiento, con frecuencia su propia muerte. Aunque también había oído hablar de casos en que lo habían visto personas normales.
¿Qué significado tendría aquella vez la presencia del hombre de rojo? La muerte del rey, probablemente, o bien la suya propia.
—No me extrañaría —dijo en voz alta.
—¿Cómo? —inquirió su nieto.
—Nada. —Si se iba a morir, pensó Hercule, se alegraba de haber acudido ese día a un lugar que le traía tantos recuerdos—. Los tres mejores casquetes de mi vida —concluyó en voz alta.
—¿Qué?
—No creo que el rey viva mucho tiempo más.
—Bueno, al menos se morirá sabiendo que ha dejado su huella en la historia —observó el joven.
Hercule Le Sourd asintió, meditabundo. Su nieto estaba en lo cierto, sin duda, pero la clase de huella que dejaría en la historia aún quedaba oculta detrás de los oscuros nubarrones.
—Ningún hombre llega a conocer su legado —sentenció.