Capítulo doce

1898

Roland llevó a Marie a Versalles una fría tarde de enero. Los árboles estaban desnudos, y el cielo, gris. Aunque el palacio estaba cerrado al público ese día, él había organizado una visita particular, atribuyéndose la función de guía.

Si la comida en casa de los Blanchard había quedado empañada por el lamentable incidente relacionado con Dreyfus, aquel día se presentaba bajo otro signo. Roland, que se había sentido incómodo en el piso del bulevar Malesherbes, en Versalles se encontraba en territorio propio, y eso se notaba.

En realidad, disfrutaba bastante de la situación. Era agradable poder demostrar a sus invitados que podía organizar una visita particular como aquella. Su familia, además, había estado en la corte de Versalles en su momento de apogeo y le había transmitido un sinfín de anécdotas con las que podía divertir e impresionar a sus acompañantes. Por su parte, estaba resuelto a presentar su mejor imagen.

Fue a recibirlos a la estación en un amplio carruaje en el que cabían todos: Marie, su hermano Marc, Hadley (el norteamericano) y Fox (el abogado inglés). Era el número justo de personas para poder observar atentamente a Marie sin que se notara demasiado.

Al fin y al cabo, tal como se recordaba a sí mismo, el objetivo de la salida era ese: averiguar si Marie le convenía como futura esposa. Con un poco de suerte, antes de que acabara aquel día podría averiguarlo.

En ningún momento se le ocurrió pensar que tenía un competidor.

Enseguida se percató de un detalle, antes incluso de que hubieran llegado a la entrada del palacio: le gustaba cómo caminaba y se sentaba, siempre bien erguida. A Roland no le gustaban las mujeres que iban encorvadas.

Siempre había supuesto que su esposa sería elegante. Aunque no tenía la elegancia de las delgadas y sofisticadas mujeres que se veían en los salones parisinos, Marie era muy bonita. Era, además, una de aquellas afortunadas mujeres cuyo atractivo iba en aumento con el tiempo. No le costaba imaginársela dentro de un par o tres de décadas, aureolada por un encanto mucho mayor del que dispondrían para entonces las mujeres más elegantes del momento. Llegada a la vejez, su erguido porte le conferiría siempre un aire de dignidad. Al renunciar a cierto grado de elegancia con Marie, saldría ganando, pues, con una cualidad incluso superior.

Antes de entrar en el castillo, inspeccionaron los vastos patios en torno a los cuales se extendían los edificios. Con su enorme cuerpo central y sus extensas alas, Versalles impresionaba por su tamaño.

—Pese a que he visitado muchas veces este palacio desde que era niño, todavía ahora me deja sin aliento —le confió a Marie.

Observando a Hadley, que nunca había estado allí, se planteó cuál sería el mejor comentario inicial, pero este le facilitó la tarea echándose a reír sin reparos.

—Me podrán tildar de provinciano tanto como quieran —dijo—, pero todavía no me he acostumbrado a la escala de sus enormes casas. Todo esto… ¿solo para Luis XIV y su familia?

—Ay, amigo mío, razón no le falta —respondió Roland—. No sé si sabe que aquí, inicialmente, había un sencillo pabellón de caza. Pero este vasto conjunto que ve no se construyó solo para una familia, sino para toda la corte. La familia real disponía de apartamentos dentro del palacio, pero desde 1680, más o menos, hasta la Revolución francesa…, lo cual suma más de un siglo…, Versalles fue la capital administrativa de Francia. Aquí hubo que alojar a toda suerte de personas, desde los miembros de la Administración a los más poderosos nobles… En resumidas cuentas, a todo aquel que mantuviera alguna clase de relación con el rey. Cuando llegaban los embajadores franceses, Versalles los impresionaba como símbolo de la potencia de Francia. El rey insistía en que casi todo lo que había dentro fuera de manufactura francesa, como los tapices de Gobelins y las alfombras de Aubusson. Así, el palacio era como una especie de exposición comercial permanente, cosa que resultaba muy práctica.

En ese momento, Marie se sumó discretamente a la conversación.

—Tengo entendido que todavía se puede ver el pabellón de caza original en el interior del edificio del palacio —comentó a Hadley—. ¿No es así, señor De Cygne?

Roland sonrió para sus adentros. Sospechaba que Marie conocía perfectamente la respuesta a su pregunta, pero, como era él quien hacía de guía, la chica no quería irrumpir en territorio ajeno.

—Está usted en lo cierto, señorita —confirmó—. Detrás del mismo centro de esta enorme fachada se halla el pabellón de caza inicial. Aunque es una sencilla casa dotada de unos cuantos dormitorios, la conservaron y construyeron a partir de ella en todas direcciones. ¿Listos para entrar? —consultó a todos.

—Tú sabías dónde estaba el pabellón de caza —oyó que Marc murmuraba a su hermana mientras caminaban hacia la entrada—. ¿Por qué no lo has dicho sin más?

Marie hizo como si no lo hubiera oído.

Así pues, Roland estaba en lo cierto. Aquello le recordó una conversación que había mantenido con el padre Xavier unos años atrás.

—Cuando te cases —le había dicho el sacerdote—, antes de actuar de una manera u otra, piensa primero en cómo le sentará a tu esposa. Ten en cuenta sus sentimientos antes que los tuyos. Si tú y tu esposa tenéis esa consideración el uno por el otro, es muy probable que disfrutéis de un matrimonio feliz.

Roland deseaba un matrimonio como el de sus padres. Quería amar y ser amado.

—Procuraré seguir sus consejos —le respondió al sacerdote.

—Me alegra oírlo —dijo, sonriendo, el padre Xavier—. Permíteme que añada una advertencia: por más enamorado que estés de alguien, no desperdicies ese amor en una mujer que, a su vez, no sea considerada.

La muestra de buena educación que había dado Marie resultaba alentadora, porque indicaba que pensaba en los demás.

Cerca ya de la entrada, Hadley planteó otra pregunta.

—¿Por qué se fueron de París? Allí tenían el palacio del Louvre, que también es bastante grande.

—Algunos dicen que el rey detestaba París —apuntó Marc.

—Podría ser —concedió Roland—, pero, aun así, construyó Los Inválidos y algunos de los primeros bulevares de la ciudad. La verdad es que nadie lo sabe con certeza. Yo creo, que ese fue un elemento más de un proceso global. Aunque Francia se había unificado, seguía siendo un país muy difícil de gobernar, con grandes regiones controladas por poderosos nobles. En la época de su padre, Luis XIII, el cardenal Richelieu trató de aportar orden imponiendo la monarquía absoluta. Cuando Luis XIV accedió al trono, tenía solo cinco años, pero, durante toda su infancia, el sucesor de Richelieu, el cardenal Mazarino, aplicó la misma política. Una vez que Luis XIV asumió el poder, con la ayuda de su ministro de Economía, Colbert, siguió centralizando la administración de Francia. ¿Qué mejor manera de controlar a los nobles que teniendo a los más poderosos en un mismo sitio, donde podía vigilarlos? En el curso de dos generaciones perfeccionó tanto su habilidad para hacerlos bailar a su antojo en la corte de Versalles que los neutralizó por completo. Eso no podría haberlo hecho en París, porque es demasiado grande.

—Y difícil de controlar —abundó Fox.

—Imposible. Siempre lleno de sitios donde la gente se puede ocultar y propagar ideas peligrosas. —Roland esbozó una pesarosa sonrisa—. París nos dio la Revolución.

Entonces se volvió hacia Marie, en parte por educación, pero también para efectuar una pequeña prueba.

—¿Qué piensa usted al respecto, señorita? —preguntó.

Marie se tomó un momento antes de responder.

—Todo lo que usted dice parece correcto, señor —declaró con tacto—. Aun así, yo añadiría un detalle. El señor Hadley sabrá tal vez que durante la infancia del rey, quizá como reacción a las políticas autócratas del cardenal Mazarino, se produjeron dos terribles revueltas, conocidas con el nombre de la Fronda. Una noche, la plebe de París irrumpió en el Louvre y entró en el dormitorio del rey, que aún era un niño. Fingió estar dormido mientras ellos rodeaban su cama, inspeccionándolo. Imagínense la escena. Debió de ser terrorífico. Nadie podría haber impedido que lo asesinaran, si así lo hubieran querido. Pues bien, sospecho, señor, que el rey tuvo bien presente durante toda su vida el recuerdo de esa noche. Es posible que su cabeza le aconsejara trasladarse a Versalles, pero creo que, en el fondo de su corazón, incluso ya de adulto, Luis XIV nunca se sintió a salvo en el Louvre.

Roland la observó con admiración.

—Me parece que su inteligencia femenina resulta más certera que todos mis cálculos —admitió con respeto.

Para sus adentros, se dijo que el hombre que se casara con ella podría considerarse afortunado.

En la entrada un guardián los dejó pasar. A partir de allí, pudieron disfrutar solos del lugar. Solamente el ruido de sus pasos y de sus voces turbaba el silencio de los inmensos vestíbulos de mármol, de las doradas salas y de las interminables galerías.

Recorrieron el majestuoso, sombrío e impresionante apartamento del rey.

—Cada salón lleva el nombre de una deidad clásica —explicó Roland—. La sala del trono está dedicada a Apolo.

—Es curioso, ¿no?, que un monarca cristiano tuviera tanta afición a compararse con los dioses paganos —señaló Marc—. Con razón lo llamaban el Rey Sol.

Según avanzaban por la imponente sucesión de frías estancias de altos techos, Roland iba señalando aquí y allá pinturas y elementos decorativos realizados por artistas franceses como Rigaud y Le Brun. La culminación fue el Salón de la Guerra, un templo de mármol verde y rojo, profusamente ornado de oro y dominado por un enorme relieve ovalado que representaba en toda su majestad al Rey Sol, montado en un caballo bajo cuyos cascos se rendían sus enemigos.

—Todo dependía del rey —comentó Roland—. Él tenía el control absoluto. El ritual era interminable. Aquí se practicaba precisamente lo contrario de lo que querían evitar los sistemas políticos inglés y norteamericano —observó, mirando con ironía a Fox y a Hadley.

A continuación los condujo al umbral que daba acceso a la más famosa estancia de toda Francia, la Galerie des Glaces.

La Galería de los Espejos, de setenta y tres metros de largo, con sus grandes ventanales a un lado y los espejos dorados enfrente, y un techo abovedado del que pendía, con galáctico esplendor, la impresionante hilera de candelabros de cristal. El extenso suelo de parqué pulido relucía como un lago bajo el sol.

—Aquí es donde todo el mundo esperaba a que el rey pasara de camino a la capilla —informó Roland.

—He leído que la etiqueta de la corte era bastante opresiva —dijo Hadley.

—Así es, aunque creo que las mujeres se llevaban la peor parte —apuntó Roland—. Había surgido una moda según la cual debían caminar con pasos cortos y muy rápidos, que no se veían bajo los largos vestidos, claro está; parecía que flotasen. ¿Qué opina usted del asunto, señorita? —le consultó a Marie.

El recatado semblante de la chica se iluminó con una maliciosa expresión.

—¿Algo así, señor?

Los cuatro hombres observaron, estupefactos, cómo se alejaba por la Galería de los Espejos. Su vestido largo impedía que pudieran verle los pies; el efecto era asombroso. Era como si realmente se desplazara flotando por la galería. Con la pálida luz que entraba por las ventanas, pasó como un fantasma de un espejo a otro, de tal forma que uno casi se podía imaginar que se había trasladado a otra época hasta que, unos treinta metros más allá, dio media vuelta y regresó hacia el presente.

Cuando se detuvo, los caballeros la recibieron con una salva de aplausos.

—¿Dónde aprendiste eso? —preguntó con asombro Marc.

—Tenía una profesora de danza que sabía hacerlo. Ella me enseñó.

—¡Formidable! —gritó con entusiasmo Roland—. Exquisito. Debisteis haber estado en la corte en otra vida.

—Ha sido una magnífica representación —elogió Fox.

—Cansa bastante —reconoció Marie, riendo—. Me alegra no tener que hacerlo cada día.

Prosiguieron hacia el apartamento de la reina. Redecorado varias veces en el siglo XVIII, presentaba un aire más grácil.

—¿Su familia estuvo en Versalles, señor De Cygne? —preguntó Marie.

—Sí. De hecho, les puedo contar una romántica anécdota relacionada con ese periodo. Durante el reinado de Luis XIV, mi familia estuvo casi a punto de extinguirse. Solo quedaba un De Cygne, que envejecía sin herederos, pero entonces, aquí en Versalles, conoció a una joven de la familia D’Artagnan. Y pese a la gran diferencia de edad que había entre ambos, se enamoraron y se casaron.

—¿D’Artagnan como el de Los tres mosqueteros?

—Exacto. Dumas utilizó el apellido en su novela, pero se basó en una familia que existió en realidad.

—¿Y fueron felices?

—Muy felices, tengo entendido. Tuvieron un hijo. —Esbozó una sonrisa—. De lo contrario, ahora yo no estaría aquí.

—Una historia encantadora —opinó Marie.

Tras abandonar el apartamento de la reina, Roland anunció que les iba a enseñar la capilla, que quedaba al otro lado del patio. Mientras lo atravesaban, Marie trabó conversación con él.

—Lo que acaba de contarnos me ha parecido interesantísimo —dijo en voz baja—. Siempre había supuesto que sería muy difícil lograr un matrimonio feliz cuando existe una gran diferencia entre marido y mujer.

—¿Se refiere a una diferencia de edad?

—De edad, o también de otras cosas.

La pregunta era delicada, pero pertinente, pensó. Al fin y al cabo, él era un aristócrata y ella una burguesa, aunque era rica. En la tradicional sociedad francesa, aquello seguía constituyendo una diferencia de calado.

—Yo creo, señorita, que si existe afecto y respeto mutuo, y si las personas tienen intereses comunes, las diferencias pueden salvarse siempre y cuando ambas partes hagan concesiones. Las concesiones surgen con el afecto.

Marie asintió, pensativa.

—Lo que dice parece sensato, señor —acordó con una sonrisa.

La capilla era una obra maestra de estilo barroco, dedicada a la memoria del rey san Luis.

—Durante el periodo final de su reinado, el Rey Sol se fue volviendo cada vez más religioso —declaró Roland.

—Eso fue gracias a su segunda esposa, madame de Maintenon, que ejerció una buena influencia moral sobre él —añadió alegremente Marie.

Roland se echó a reír.

—Tiene toda la razón, desde luego —les dijo a Fox y a Hadley—. No cabe duda de que todo hombre necesita una esposa que le sirva de guía moral, aunque ¡Luis XIV la necesitaba tal vez más!

Fox no parecía compartir su regocijo, sin embargo.

—Deberán perdonarme si no me suscita gran entusiasmo el fervor religioso de Luis XIV. Ese fervor fue el que le hizo expulsar a mi familia de Francia.

—¿Es usted un hugonote? —preguntó Roland, sorprendido.

—Lo fuimos. —Fox se volvió hacia Hadley para explicarle el término—. Es probable que haya oído hablar de los hugonotes. Así solían llamar a los protestantes franceses. Nosotros vivíamos en Francia protegidos por una tolerante ley conocida como el Edicto de Nantes, pero después, en 1685, Luis XIV lo revocó y ordenó a los hugonotes que se convirtieran. En torno a unos doscientos mil escaparon, en su mayoría a Inglaterra. Mi familia se contaba entre ellos.

—Pero usted no tiene un apellido francés —señaló Marie.

—No. Algunos de los hugonotes ingleses mantuvieron sus apellidos franceses, pero otros los tradujeron al inglés. Una familia que se apellidara Le Brun, por ejemplo, pasaba a llamarse Brown. Renard se tradujo como Fox.

—¿Su apellido era Renard? —preguntó Roland con repentino interés.

—Sí. Es un apellido bastante frecuente.

Roland permaneció pensativo un momento. Sabía que un miembro de su familia se había casado con una heredera apellidada Renard, perteneciente a una familia de mercaderes…, una muchacha como Marie Blanchard, quizás. Aunque aquello había sucedido siglos atrás, era concebible que su familia tuviera un remoto parentesco con la del abogado inglés. De todas maneras, tal vez no valía la pena investigar por ese camino. No, la verdad era que no le interesaba ser pariente de Fox.

—Es cierto, hay muchos Renard —acordó—. Y ahora —anunció— el carruaje nos llevará al extremo del parque donde podremos admirar el precioso conjunto de los Trianón.

Cualquiera que conociera a James Fox habría predicho que, cuando decidiera casarse, elegiría con tino a su esposa y que luego sería un excelente marido. Ya había estado un poco prendado de varias mujeres, y últimamente se planteaba si no habría llegado el momento de sentar la cabeza.

Nunca había experimentado, no obstante, el estallido de una gran pasión. Hasta aquel domingo, no supo lo que era un flechazo.

Ahora estaba enamorado, y su amor era imposible.

Siempre había pensado que necesitaba una esposa que hablara francés. Aunque la empresa familiar había iniciado su andadura en Londres, la oficina de París era una parte importante del negocio. Él y su padre estaban muy considerados en la embajada británica, y lo más probable era que pasara el resto de su vida profesional entre las oficinas de Londres y París.

No sería difícil encontrar una esposa inglesa que hablara francés. Desde que, con su poderío y prestigio, el Rey Sol había convertido el francés en la lengua de la diplomacia, entre las damas de las clases alta y media alta había sido de rigor hablar francés…, al menos en teoría. La mayoría de las jóvenes de la clase media aprendían incluso algunos rudimentos de francés en la escuela.

La idea de conseguir una esposa francesa le resultaba bastante atractiva. En Francia, podría serle de utilidad y, siempre y cuando fuera capaz de hablar un inglés pasable, en Londres aportaría un toque de elegancia.

En ambos casos, James Fox podía aspirar a conseguir un buen partido. Para una inglesa, su relación con París, el hecho de que James y su padre fueran invitados a las recepciones de la embajada y tuvieran tratos con el aristocrático mundo de la finanzas era puntos a su favor. Una joven que tuviera expectativas de casarse con un diplomático podría conformarse con una vida en el glamuroso París con un profesional dotado de una sólida fortuna familiar. Con las francesas, su posición era incluso mejor. El Imperio británico estaba en su apogeo; tenía una monarquía, cosa que un buen número de franceses envidiaban en secreto; y con una libra esterlina se podían adquirir muchos francos franceses. Menos conscientes de las múltiples distinciones de clase social inglesas, los franceses verían en él solo a un próspero caballero de las islas. Incluso una familia rica como la de los Blanchard podría haberlo considerado un posible candidato.

El problema radicaba en que era protestante.

Todas las semanas acudía a la iglesia anglicana de St. George, situada cerca del Arco de Triunfo, y algunas veces a la iglesia americana de Holy Trinity, que se encontraba más cerca, al sur de los Campos Elíseos y de la cual había sido rector durante décadas el primo del banquero J. P. Morgan. Algunos de los amigos franceses de los Fox eran protestantes, pero la mayoría de ellos eran, lógicamente, católicos. «Muchos de nuestros mejores amigos son católicos, James —le venía repitiendo su padre desde la infancia—, pero, aunque no haya necesidad de hablar del asunto, ten siempre presente que tú eres protestante».

Por ello aquel domingo, al mirar los rubios rizos y los ojos azules de Marie Blanchard, había sabido de manera instantánea e irrevocable que aquella era la mujer con la que se deseaba casar, pero también que aquella idea era una locura.

Sin duda, el señor Blanchard no lo consentiría y su propio padre tampoco se tomaría con buena disposición la idea. Habría las inevitables disputas sobre la religión de los hijos. Como abogado sabía de sobra que hasta en las familias más avenidas podían producirse rupturas, modificarse testamentos y cosas peores en cuanto uno cruzaba la línea divisoria entre religiones.

Aparte de eso, resultaba evidente que podría haber una oferta por parte de De Cygne, un rico aristócrata de impecable religión.

Pensar así en Marie era perder el tiempo.

Jame Fox era, sin embargo, un hombre paciente, que no se daba fácilmente por vencido.

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El Trianón, adonde solía retirarse el Rey Sol con madame de Maintenon para escaparse de la formalidad de su corte, era una preciosa casa de campo construida con piedra y mármol rosa. En comparación con él, el Pequeño Trianón de su sucesor Luis XV, que estaba al lado, parecía una casa de muñecas.

—Este es el lugar que nos recuerda que los Borbones eran, después de todo, humanos y no dioses —comentó Roland—. También nos señala que eran vulnerables, pues este diminuto palacio del Pequeño Trianón se convirtió en el refugio favorito de la pobre reina María Antonieta durante los años previos a la Revolución.

»Y ahora, con su permiso, amigos míos, compartiré mis reflexiones sobre el sentido de Versalles. En primer lugar, hay que tener en cuenta que fue construido en su totalidad por Luis XIV, aparte de los añadidos incorporados por su sucesor Luis XV, en variantes de estilo clásico. Desde el punto de vista arquitectónico, presenta una unidad. En segundo lugar, conviene recordar un hecho inaudito en la historia de Francia. El Rey Sol vivió tanto tiempo que vio morir a su hijo y a su nieto. Por ello, fue su bisnieto, un niño, quien lo sucedió en el trono. De 1643 a 1774…, durante más de ciento treinta años…, Francia estuvo gobernada solo por dos reyes, Luis XIV y Luis XV. Solo queda añadir el cuarto de siglo del siguiente reinado, el de Luis XVI y su esposa María Antonieta, para llegar a la Revolución francesa. Desde el siglo XVII hasta la Revolución, Francia estuvo dirigida sin apenas interrupción no desde París, sino desde la corte de Versalles.

»Y ahora permítanme contarles por qué Versalles tiene para mí algo de melancólico. Piensen en el Rey Sol, tan preocupado por implantar el orden en Francia, ayudado por la Iglesia católica, que combate con todo su poder barroco la reforma protestante. Sus esfuerzos parecen culminar con éxito, y Francia se convierte en la primera potencia de Europa. No obstante, el rey se extralimita, se implica en guerras ruinosas, ve morir a su familia y, en lugar de una sucesión segura, deja un reino medio arruinado a otro niño, tal como lo fue él al acceder al trono. Imagínense la pena que debió embargarlo.

»El nuevo siglo constituye una época dorada con la Ilustración, sin duda, pero también conoce dificultades económicas, la pérdida de las colonias francesas de Canadá y la India a manos de los británicos, y acaba con la Revolución, cuando la plebe de París obliga al pobre Luis XVI y a María Antonieta a volver a la capital, donde serán guillotinados. La era de Versalles concluye así. Todas las expectativas que abrigó su constructor han quedado arrasadas.

»No obstante, quizás en ello reside precisamente la clave de su irresistible atractivo. Se trata de todo un mundo que tuvo un final repentino y que permanece intacto para siempre en toda su perfección, tal como era cuando se llevaron a la fuerza al rey y a la reina para ejecutarlos.

Quedaba todavía un sitio que visitar. Mientras Roland caminaba delante con Marie y su hermano, Fox acompasó el paso al de Hadley.

A Fox le caía bien el inteligente amigo norteamericano del hermano de Marie, e intercambió algunas impresiones sobre la visita.

—De Cygne es un excelente guía —dijo Fox.

—Sí. —Hadley observó a las tres personas que los precedían—. Hacen una buena pareja, nuestro aristócrata y Marie, ¿no cree? Rubios, de ojos azules… Sería un buen partido para ella, ¿no?

—Supongo —admitió con calma Fox—. ¿Se le ha declarado?

—Aún no. Si no, Marc me lo habría dicho.

—¿Y qué hay de la vida amorosa de Marc? —inquirió Fox.

Planteó la pregunta en parte por tener un tema de conversación y también porque, para tener alguna oportunidad con Marie, le convenía disponer de la mayor cantidad de información posible sobre su familia.

—Bueno, mi amigo se ha metido en una clase de lío distinto —contestó, con una risita, Hadley.

—¿Ah, sí? ¿De qué clase?

—¿Sabe guardar secretos?

—Eso hago todos los días en mi vida profesional.

—Bien, Marc ha tenido ciertas complicaciones con una muchacha. Aunque es algo bastante habitual, su padre se ha enfadado tanto que le ha retirado su asignación económica.

A continuación, puso a Fox al corriente de las circunstancias.

—Aunque es lamentable, tampoco se puede considerar un escándalo —opinó Fox—. Como abogado, veo casos similares casi cada semana.

—Yo creo que es por la chica que eligió. El padre de Marc se siente mal. Y la familia de la chica la va a echar de casa. Blanchard se siente responsable por ella.

—Una actitud muy loable por su parte. Muchos ricos no tendrían tantos escrúpulos. ¿Han previsto ya algo para la muchacha, y para el bebé, suponiendo que nazca?

—Aún no.

Fox se quedó pensativo. Era posible que lo que Hadley acababa de contarle le fuera de utilidad.

Habían llegado al rincón más excéntrico, entre todos aquellos inmensos palacios y formales explanadas de Versalles.

Voilá! —exclamó De Cygne—. La Aldea.

Marc había oído hablar del pueblo artificial en el que a la reina María Antonieta le gustaba vestirse con un sencillo vestido de muselina y un sombrero de paja, y jugar a ser una campesina. Con su molino, su vaquería y su palomar, la aldea era su dominio privado, un lugar donde nadie podía entrar sin su permiso.

—Era un pueblo de juguete que servía solo de diversión para una pobre niña rica, ¿no? —dijo.

—La historia es injusta con María Antonieta —contestó Roland—. En realidad, esta aldea, que de hecho es una reproducción de un pueblo normando, funcionaba de verdad y producía comida que se consumía en Versalles. Mucha gente sueña con tener un lugar privado donde retirarse, sobre todo si se encuentran atrapados en un mundo de etiqueta como la corte de Versalles. Este lugar tiene su encanto rústico. Pero no fue construido hasta 1783. La reina apenas dispuso de seis años para disfrutar de él antes de que la Revolución pusiera fin a su vida.

Era un sitio muy agradable para pasear. Como Hadley y Marc se habían alejado un poco con James Fox, Roland aprovechó la oportunidad para hablar un poco más con Marie. Le preguntó si le había gustado la visita y ella respondió que sí.

—He podido comprobar que conoce bien la historia de Versalles. Espero que no se haya aburrido con los comentarios que he realizado para nuestro amigo Hadley.

—En absoluto. Me encantan los lugares cargados de historia y las anécdotas de familia. Pero tampoco es que lea mucho. Mi tía Éloïse dice que debería leer más.

—No hay ninguna necesidad —aseguró él con convicción—. ¿Y qué le gusta hacer?

—Lo normal que se hace en la ciudad. Vamos a la ópera. Le he pedido a Marc que me lleve al Folies-Bergère, pero aún no me ha llevado. Me parece que mis padres me han educado quizá de una forma demasiado estricta.

Roland sonrió, contento con aquel delicioso coqueteo.

—Sus padres hacen bien. Yo sí voy al Folies-Bergère, en cambio.

¿Llevaría él a su esposa al Folies-Bergère? Se imaginó, muy ufano, la escena en que Marie lo convencía para efectuar tal salida. Su novia debía ser pura, por supuesto. No obstante, por lo que había visto aquel día, estaba seguro de que cuando le enseñara las artes del amor, aquella recatada y encantadora joven sería una eficiente alumna.

—¿Y pasa también algún tiempo en el campo?

—Tenemos una casa en Fontainebleau. Voy a pasear a caballo por el bosque.

—¿Le gusta montar a caballo?

—Sí me gusta, pero solo practico de manera ocasional. Me gustaría montar mejor.

—Eso exige un poco de esfuerzo.

—No creo que nadie pueda hacer algo bien si no está dispuesto a esforzarse, señor.

—Es cierto.

—Pero, aparte de eso, señor, mi relación con el campo se parece demasiado a la de María Antonieta con su Aldea. Solo lo hago como un juego. —Calló un momento—. Tenemos, con todo, unos viñedos que compró mi padre, adonde siempre voy para la vendimia. Trabajo con las mujeres recogiendo las uvas. No es muy elegante, pero me encanta hacerlo. Me parece que esos son los momentos en que más disfruto.

Ah, en ese caso no era tan solo una burguesa rica, pensó Roland. Tenía una conexión con la tierra. Una aristócrata debía ser elegante en París, pero saber cómo dirigir una finca. Marie sería seguramente capaz de aprender a cumplir ambos papeles.

Los cuatro hombres quisieron dar una vuelta por los jardines antes de marcharse. Roland se situó en cabeza para el corto trecho que los separaba del gran canal situado en el centro. Al llegar allí, los dejó caminar a su antojo, y, por primera vez desde su llegada, dispuso de un momento a solas que le permitió observarlos.

La tarde de febrero iba a tocar pronto a su fin. Las nubes estaban tan altas que parecía que apenas se habían movido desde que se construyó el palacio. El gran canal discurría por el centro de los jardines inferiores. Luis XIV solía reunirse allí con su corte para celebrar fiestas a bordo de embarcaciones. El canal, sin embargo, estaba vacío, igual de gris que el cielo. Solo Marie, su hermano, Fox y Hadley se erguían como estatuas junto al pétreo borde del agua, rodeados de una vasta sucesión de recortadas terrazas, geométricos jardines, interminables arriates y lejanas fuentes, vacías y silenciosas.

Entonces sintió que si se casaba con Marie, su vida se llenaría de una calidez y un confort que no podía encontrarse en aquellos enormes espacios donde la mano del hombre recortaba setos con precisión geométrica, y el ojo de Dios, oculto tras las nubes estriadas de gris, lo veía y lo juzgaba todo, sobre el telón de fondo de su simetría superior, todavía más temible que aquella.

La vida del aristócrata francés estaba llena de fantasmas, de reyes, antepasados y grandes acontecimientos que se desplazaban cual sombras en un desolado jardín. Como los fantasmas, impregnados de una extraña frialdad. Se sentía aparte, de una manera que apenas se explicaba a sí mismo, a una distancia que Marie Blanchard ni compartiría ni probablemente desearía compartir. Ella le aportaría el calor que necesitaba. Pero ¿podría tolerar él ese calor? ¿Y toleraría ella los fríos fantasmas con los que él debía vivir? No estaba seguro.

De repente, sintió unas ganas enormes de preguntar a su padre qué pensaba al respecto. Hablaría con él tan pronto como fuera posible.

Al cabo de diez días, Jules Blanchard recibió la inesperada visita de James Fox, que pidió hablar en privado con él.

Una vez sentados en la pequeña biblioteca, aquel educado inglés entró poco a poco en materia.

—En el trabajo que realizamos entre Londres y París —explicó—, a menudo nos solicitan consejo sobre las más diversas cuestiones familiares, y nosotros siempre ayudamos con gusto en lo que podemos. Algunas son asuntos privados que requieren de la máxima discreción. Otros casos son relativamente simples de resolver. —Hizo una breve pausa—. En este momento, tengo dos clientes en Inglaterra que me han pedido ayuda. En un caso, la situación es bien simple. Hay una agradable y respetable familia de Londres que querría encontrar una niñera para sus hijos. Como quieren que estos se críen hablando francés, buscan a una francesa que haga de niñera e institutriz hasta que los niños vayan a la escuela. Usted conoce a tanta gente que se me ha ocurrido preguntarle si no sabría de alguien adecuado para el puesto.

—No estoy seguro —dijo Blanchard—. Puedo preguntarle a mi esposa. ¿Cuál es el otro asunto?

—Este es mucho más íntimo y exige mayor discreción, pero, al haber mantenido tratos con usted y haber tenido el placer de conocer a su familia, señor, considero que puedo hablarle en confianza…, si usted me lo permite.

—Desde luego.

—Se trata de una familia que vive en las afueras de Londres, clientes de nuestra empresa desde hace un par de generaciones. Por desgracia, después de años de matrimonio, esta pareja no han podido tener hijos y desean adoptar uno. Les da igual que sea niño o niña. Aunque no es difícil conseguir un niño de los numerosos orfanatos existentes, ellos querrían conocer el origen del pequeño al que adopten, que en principio sería el futuro beneficiario de cuanto poseen, que no es poco. El padre es banquero, y la madre, cuyo padre era catedrático, es una dama de considerable talento artístico. En la oficina de Londres no tienen por ahora nada que presentarles y me han pedido si podía ayudarlos. Por desgracia, yo no conozco a nadie que vaya a tener un niño que necesitaría unos padres, pero, sabiendo el extenso círculo de gente en el que usted se mueve, he pensado pedirle si no podría darnos a conocer discretamente a la persona adecuada. —Extendió las manos—. Sea quien sea el niño al que adopten, podrá considerarse afortunado, porque la pareja de la que le hablo vive en unas excelentes condiciones.

—Comprendo —dijo Jules Blanchard, después de un largo silencio.

Fox optó por callar.

—¿Y no conoce a nadie en París que pudiera encajar en lo que piden?

—No —repuso James, mirándolo directamente a los ojos.

—Embustero —replicó en voz baja Jules, antes de sonreír—. De todas maneras, le agradezco su discreción. Así pues, veo que me está ofreciendo dos magníficas soluciones para sendos problemas que tengo. ¿Me va a costar algo?

—No veo por qué. Quizás el precio de un billete en el ferri de Inglaterra.

—Se ha tomado usted muchas molestias. ¿Por qué?

—Ambas familias son clientes de nuestra empresa. —Adquirió un aire pensativo—. Los sacerdotes a menudo se ocupan de este tipo de cosas. Ellos disponen de la información y de discernimiento, y cumplen en eso una buena función. Aun así, también me gusta saber que los abogados pueden contribuir.

—Si esto sale bien, estaré en deuda con usted, señor Fox.

—Entonces me devolverá el cumplido sabiendo que yo no considero que haya incurrido en deuda alguna —repuso James.

Era una buena respuesta, aunque no se ajustaba del todo a la verdad. De hecho, necesitaba que el padre de Marie le estuviera agradecido.

Esa tarde, Roland de Cygne llegó temprano a casa de su padre. Justo antes de salir del cuartel, había oído una noticia de la que se había alegrado.

Estaban a punto de detener a Émile Zola, ese maldito escritor que había montado tanto escándalo con el caso Dreyfus. Corría el rumor de que se había enterado y ya había huido hacia Inglaterra. «Buen viento se lo lleve, mientras no regrese a Francia», había comentado otro oficial, que opinaba lo mismo que Roland.

Había escrito a su padre poco después de la excursión a Versalles. Sin precisar demasiado, le había dicho que querría conocer su opinión sobre un asunto personal. El vizconde le había respondido de inmediato. Consciente de que era difícil para él ausentarse del regimiento poco tiempo después de haber disfrutado de un permiso, había informado a su hijo de su intención de tomar el tren de París ese día, y le había propuesto cenar en la casa. Era un detalle por su parte desplazarse para eso, pensó con afecto Roland, con ganas de verlo.

El tren que normalmente cogía su padre llegaba a última hora de la tarde. Habían enviado al cochero a recogerlo a la estación. Cuando llegó a la casa, todavía no había regresado, pero para él fue una satisfacción quedarse charlando un rato con su antigua niñera. Al cabo de una hora, la anciana había mirado el reloj de la repisa y había señalado que, o bien el tren venía con retraso, o bien el vizconde lo había perdido. Ya había anochecido, pero había otro tren que llegaba dos horas después. Sin duda, el cochero se habría quedado en la estación esperándolo.

Aquello suponía una contrariedad para Roland, porque representaba que no le quedaría mucho tiempo para hablar de Marie con su padre. Como no podía hacer nada para remediarlo, se tuvo que conformar y se sirvió un whisky.

Transcurrió media hora y luego sonó la campanilla de la puerta. Sin esperar siquiera a que acudiera alguien del servicio, Roland fue a abrir para recibir a su padre.

No era su padre, sin embargo. Era su amigo el capitán, que venía del cuartel.

—Ha llegado un telegrama para ti —anunció—. No sé si será muy urgente o no, pero, como sabía que estabas aquí, he decidido traértelo yo mismo. Creo que viene del castillo de tu familia, por lo que parece.

—Qué amable. ¿No vas a entrar?

—No. Tengo que volver dentro de poco —dijo el capitán.

Roland advirtió, con todo, que no hizo ademán de querer marcharse de inmediato.

Abrió el telegrama.

Era breve. Anunciaba que su padre había sufrido un ataque esa mañana y que poco después había abandonado este mundo.

Inclinando la cabeza, entregó el telegrama al capitán, que lo leyó en silencio.

—Lo siento muchísimo —le dijo su amigo—. Si necesitas quedarte aquí, yo me encargaré de todo en el cuartel.

—La verdad es que no sé qué hacer —reconoció Roland.