Capítulo trece
1898
El amor no era eterno. En todo caso, el amor humano. Solo el amor de Dios era duradero, y Marie lo sabía.
El amor podía llegar de repente, sin presentirlo, del sitio más inesperado, y quedarse un tiempo antes de alejarse hacia un lugar inalcanzable.
Eso al menos decían en las novelas y en las obras de teatro.
De todas maneras, la vida no era así para Marie Blanchard ni para las personas que conocía. Ella se casaría con alguien proveniente de una familia como la suya. Podía ser un hombre como su padre, o un banquero, o un abogado, o un médico, alguien nacido en una familia adinerada. Podía ser uno de sus vecinos del bulevar Malesherbes, como los Proust, o bien de los que tenían espléndidas casas en Fontainebleau y grandes pisos en París. Podía pertenecer a una de las ricas familias de armadores de uno de los puertos de Francia o estar a la cabeza de una compañía de seguros. Era posible que su familia fuera propietaria de un periódico de provincia, o de incluso de uno de París. Tendría unos cuantos años más que ella.
Vivirían rodeados de un círculo de primos y tendrían hijos y nietos. Y un día, cuando dejara este mundo, Marie tendría la satisfacción de saber que, aunque se rendiría al abrazo del Altísimo, aquí en la tierra seguiría presente a través de la gran familia que dejaría tras de sí, recordada por ellos.
Era bastante simple. Aquello era lo que sabía, o lo que creía saber.
Lo primero que le llamó la atención de él en la comida del domingo fue que era muy apuesto, aunque puso buen cuidado en que no se notara que lo observaba. La estricta educación que había recibido la obligaba a proceder con recato.
Nunca hasta entonces había conocido a nadie como él. Procedía de un mundo distinto. Eso despertó de inmediato su curiosidad, así que escuchó y observó con atención.
Se llevó una alegría al saber que volverían a verse pronto.
El día después de la comida dominical, su padre la había llamado y la había invitado a sentarse con él en la biblioteca.
—Dime, Marie, tú y tu hermano vais a ir a Versalles con el señor De Cygne el sábado próximo, ¿verdad?
—Sí, papá.
—¿Y por qué crees que vas a ir tú?
—El señor De Cygne tuvo la amabilidad de ofrecerse a hacernos de guía para enseñarle el palacio al amigo norteamericano de Marc.
—Sí, es cierto, pero al mismo tiempo es una excusa. Yo creo que os va a llevar a todos a Versalles para poder tener más trato contigo, aunque sea discretamente.
—¿Lo sabes?
—No, pero me parece probable, igual que a tu madre. Creo, simplemente, que quiere conocerte mejor. ¿Tienes tú alguna objeción?
—No, papá.
—¿Te gusta?
—Estuvo bastante severo con lo del capitán Dreyfus.
—Mucha gente se enfada hoy en día por ese caso Dreyfus, mucho más de lo que demostró él. ¿Te resulta agradable, por lo demás?
—Es demasiado pronto para decirlo, papá.
—Tienes razón. Es posible que ambos descubráis que no tenéis nada en común. Aun así, si llegáis a conoceros mejor y si él te llegara a hacer una proposición un día, tendrías que pensarlo muy bien. Sería un matrimonio que muchos envidiarían, desde el punto de vista social, pero no quiero que tú te guíes por esa clase de consideraciones. Por nada del mundo querría que te casaras con un hombre por el que no sientas afecto. Aparte, deberías tener en cuenta que su estilo de vida y sus actitudes son diferentes de las nuestras. Yo conozco y aprecio a su padre, que es una persona encantadora. Pero es un aristócrata y, en cierto sentido, se halla en un nivel aparte, incluso para una familia rica como la nuestra. No se considera la misma clase de ser humano que un Blanchard. Bajo el encanto y la buena educación de la mayoría de los nobles que conozco, hay cierto engreimiento e incluso frialdad con respecto al resto de la humanidad. No siempre es así, pero se da a menudo. No olvides esto que te digo y juzga por ti misma. Nadie puede hacerlo por ti.
—Sí, papá —respondió ella.
La salida a Versalles fue un éxito. Había quedado bien y estaba segura de que De Cygne se llevó muy buena impresión de ella. La pequeña exhibición que realizó en la Galería de los Espejos fue un triunfo.
Lo hizo solo por él. «Debe de encontrarme muy mojigata —pensaba—. Dicen que en Estados Unidos las mujeres son mucho más desenvueltas que las francesas bien educadas. Seguro que me considera aburrida».
Por ello había aprovechado la oportunidad de hacer algo fuera de lo habitual. De Cygne y Fox habían admirado su actuación, no cabía duda. Él no había dicho nada. Era enojoso, pero no había hecho ningún comentario.
La próxima vez que se vieran, tendría que probar algo más para llamar su atención. No estaba claro cuándo sería eso. Se preguntaba si no podría sugerirle alguna excursión a Marc, sin dejarle entrever su interés, desde luego, porque resultaría demasiado violento. Sin embargo, hacía más de una semana que no veía a su hermano. Parecía que entre este y su padre había cierta tensión, aunque ignoraba por qué.
En la biblioteca de su padre encontró un libro sobre Estados Unidos y lo leyó. Hablaba de los grandes espacios, de los ferrocarriles que cruzaban las praderas y de las inmensas posibilidades comerciales que ofrecía el continente. Lo leyó hasta el final y tomó algunas notas sobre cuestiones que podía plantear al americano cuando se vieran. Así podría demostrarle que era algo más que una hermosa muchacha rica sin nada en la cabeza.
En una ocasión, su padre la descubrió leyendo el libro y le preguntó con sorpresa qué hacía.
—Ese amigo norteamericano de Marc me pareció muy agradable —dijo—, pero no se me ocurría nada que decirle, porque no sé casi nada de su país. He encontrado el libro en la biblioteca.
—Sí, es un buen libro, aunque no es una lectura muy indicada para las mujeres —señaló con una sonrisa—. Seguro que si vamos a la librería, encontraremos algo más divertido.
—Podrías comprarme un libro y darme una sorpresa —sugirió ella—. Pero no hay prisa.
Al fin y al cabo, no era como si se fuera a casar con Hadley. Aquello era prácticamente imposible.
Éloïse Blanchard no recibía con frecuencia un mensaje de su hermano en el que le pedía consejo, de modo que acudió a verlo sin demora.
—¿Qué piensas de Roland de Cygne? —preguntó, una vez que se encontraron solos en el salón.
—No está mal a su manera. Personalmente, no tengo apenas nada en común con él.
—¿Y si se casara con Marie y la hiciera feliz?
—Procuraría tomarle aprecio… si la hiciera feliz. ¿Por qué? ¿Tiene intenciones de hacerlo?
—Por ahora no, según parece. Acabo de recibir una carta de él, en la que me comunica la triste noticia de la repentina muerte de su padre. Probablemente, mañana saldrá una nota necrológica en los periódicos, dice. —Jules hizo una pausa—. Dada la amistad que me unía con su padre, cabía esperar que me enviara una esquela en su momento, pero no tenía ninguna obligación de escribirme así.
—Quizá, pensando en Marie…
—Eso me he dicho yo. El hecho de que la incluyera en una excursión a Versalles no alcanza a constituir una declaración de interés, pero de la carta se deduce que quiere ponerme al corriente de su situación. Me informa de que por ahora va a guardar luto…, lo cual puede prolongarse bastante en una familia aristócrata como esa. También debe decidir si renuncia a su rango de oficial y asume la dirección de la propiedad familiar…, si se instala en el campo, tal como dice él mismo…, o continúa con su carrera militar.
—Si se instala en el campo, le convendrá una esposa. Si no, puede seguir soltero.
—Ah, eso piensas tú. Yo también lo he interpretado así.
—Jules, no se ha comprometido a nada. Simplemente da a entender que Marie debería esperar a ver qué acaba decidiendo él. A mí me parece arrogante.
—Eres un poco dura. Se está arriesgando a que Marie se case con otro mientras tanto. Creo que es bastante honesto. El pobre hombre no sabe qué hacer.
—Tú dices eso porque eres un hombre.
—Bueno, tendremos que esperar a ver cómo se desarrollan las cosas. Le voy a escribir para expresarle mi condolencia. Su padre era una buena persona. Pero, volviendo a Marie, tengo un pequeño problema para el que necesito tu ayuda.
—No tienes más que pedírmelo.
—James Fox, el abogado, se ha mostrado muy útil con esa complicación que se buscó Marc. Parece que ha encontrado una colocación para la chica y una pareja para adoptar al niño, en Inglaterra en ambos casos, bien lejos de aquí.
—Excelente. Parece discreto.
—Lo es. Es un buen hombre. Ha propuesto llevar a Marie y a Marc a una pequeña excursión cultural, como la que organizó De Cygne en Versalles.
—¿Tienes algún inconveniente?
—Para nada. No parece probable que De Cygne quiera ir con ellos, dadas las circunstancias. El caso es que necesito una carabina para Marie.
—¿No va a ir Marc? Él fue la carabina en Versalles.
—Aquello fue diferente. En ese momento, ni De Cygne ni Fox estaban al corriente del escándalo, pero ahora Fox sí está enterado, y lo más probable es que el norteamericano también lo esté. Sería rebajar a nuestra familia ante sus ojos pensar que yo enviaría a Marie con una persona tan poco formal como carabina.
—¿Tiene Marie alguna idea del problema de Marc?
—Por supuesto que no. Ni siquiera Marc le contaría eso, estoy seguro.
—Por supuesto que no, como bien dices. —Éloïse suspiró—. ¿Por qué será, hermano mío, que la gente de nuestra clase educa a las jóvenes en la más absoluta ignorancia hasta que se casan? ¿No te parece absurdo?
—Tal vez, pero ya conoces las reglas. Si no la educo así, no encontrará marido. Como mínimo, uno que nos convenga. Debe ser pura.
—Se puede ser pura sin ser ignorante.
—Eso nunca se ha demostrado —replicó con ironía su hermano.
—¿Así que quieres que haga de carabina?
—¿Te importaría?
—¿Cuándo?
—El segundo sábado de marzo.
—Ah. Entonces no puedo. Sabes que haría cualquier cosa por Marie, pero he prometido pasar ese fin de semana con unos amigos en Chantilly.
—En ese caso, tendré que ir yo mismo o su madre.
—¿Tan horrible te parece? Podría ser una salida agradable.
—Sin duda, pero no tengo ganas de pasar una tarde con Marc.
—Mi pobre Jules, algún día tendrás que perdonarlo —dijo Éloïse. Su hermano no respondió.
Frank Hadley estaba disfrutando en París. Cada mañana, en cuanto había suficiente luz natural, se ponía a trabajar, a veces dibujando, otras pintando o estudiando. A media mañana, normalmente trabajaba con algunos artistas en los talleres de estos. Tres días por semana, después de una frugal comida, pasaba un par de horas con un estudiante que le daba clases de francés. Por las tardes salía a reunirse con su creciente círculo de amigos. Pese a las dificultades que ello le planteaba al principio, hablaba exclusivamente en francés y procuraba leer lo más posible en dicha lengua. Como consecuencia de ello, su francés estaba mejorando mucho. Marc Blanchard seguía siendo su mejor amigo.
Entre ambos se produjo un momento algo tenso.
—¿Le hablaste a Fox del problema que tengo con Corinne Petit? —le preguntó de repente un día Marc.
—Sí. Cuando fuimos a Versalles. Perdona, Marc. No sé por qué lo hice. Soy un tonto.
—No lo vuelvas a hacer.
—Descuida.
—En el fondo, me hiciste un favor.
Entonces le explicó lo que había hecho Fox.
—¿Por qué haría eso?
—Yo creo que no tiene ningún misterio. En una transacción; está prestando un servicio a tres clientes de su familia. Supongo que piensa que cuanto más se gane la confianza de mi padre, más negocios le dejará a su cargo. En cuanto al pequeño secreto de mi familia, estoy seguro de que no es nada comparado con muchas de las cosas que sabe de sus clientes.
Hadley asintió.
—Por cierto —continuó Marc—, no menciones nunca este asunto con Marie delante, ¿eh?
—Desde luego que no, nunca. Pero ¿no crees que pueda enterarse de algo en un momento u otro?
—No hay peligro. En las mismas circunstancias, ¿se enteraría de eso una muchacha norteamericana?
—A las muchachas de familias respetables las educan con una moral muy estricta, pero tampoco son unas ingenuas palomitas. En general se percatan de que algo está pasando.
—Por lo que hace a mis padres, está prohibido pronunciar ni una palabra al respecto delante de ella. Hay que mantenerla en la inocencia. Pero no te preocupes —añadió—, te puedo presentar a un montón de chicas que no son tan decentes.
Frank Hadley calló un momento.
—Y dime —dijo en voz baja—: ¿en qué grado del escalafón de respetabilidad se sitúa la señorita Ney?
Marc debía reconocer que su vida íntima se estaba complicando demasiado. Las mujeres lo encontraban atractivo. Ahí estaba el problema, se decía. Aparte de dos modelos, de la esposa del banquero que había posado para él y de Corinne Petit, había tenido numerosas relaciones pasajeras.
Hortense Ney era, sin embargo, un caso distinto.
Al principio, no había sabido qué pensar de ella. Aunque no estaba casada, saltaba a la vista que ya había alcanzado hacía mucho la edad para independizarse. Aunque hablaba poco, poseía un claro dominio de sí misma. Cuando le había pedido que se sentara frente a la ventana y mirara a la pared de la izquierda para que pudiera examinarla un poco y ver el efecto de la luz en su cara, se mantuvo inmóvil y callada, con una expresión seria. Era delgada, de tez blanca. Vestía una falda larga, una elegante chaqueta abotonada hasta el cuello, con las mangas ahuecadas a la altura de los hombros, según la moda del momento. Un sombrerito con una pluma complementaba el conjunto, pulcro, controlado y almidonado.
No era de extrañar que Marc sintiera una creciente curiosidad por descubrir qué había detrás de aquella fría y cerrada perfección.
—¿Pensaba que la iba a pintar sentada? —le preguntó al cabo de un momento.
Sin volver la cabeza hacia él, movió levemente los hombros con un gesto de indiferencia.
—Supongo.
—Le voy a pedir que se levante, por favor, y que esta vez mire en mi dirección. Si yo me muevo, no gire la cabeza para mirarme ni altere la postura.
Marc se desplazó y ella se mantuvo totalmente inmóvil.
—Si le pidiera que permaneciera así de pie durante una o dos horas, ¿cree que podría aguantar? —preguntó.
—Sí.
—Le colocaré una silla al lado. Me gustaría que la próxima vez viniera con otro tipo de prenda, un vestido más bien de noche, escotado. Naturalmente, deberá ir peinada como si fuera a una cena. Traiga también un abanico, por favor.
—Como desee, señor. ¿Eso es todo?
—Sí. Le he tomado algunos bosquejos. Ahora tengo que estudiarlos, con sumo cuidado. —Sonrió—. Me llevará muchas horas.
—Ah. —En su rostro no se reflejó la menor sorpresa.
—Usted solo tiene que volver —le dijo con tono halagüeño—, pero yo debo empezar a comprenderla, y tengo mucho que aprender.
Había utilizado ya varias veces aquella misma frase. Normalmente daba resultado.
Había acudido a posar una o dos veces por semana. Poco a poco, él había ido averiguando que, pese a que hablaba poco, estaba bien informada. Veía todas las exposiciones, iba a las galerías, al teatro y a veces a la ópera, aunque no le interesaba mucho la música. Asistía a actos benéficos y era incluso miembro del consejo de administración de un par de organizaciones caritativas. Parecía saber mucho sobre la práctica legal de su padre, y Marc pronto advirtió, por las observaciones que a veces hacía, que Hortense tenía un buen ojo para todo lo que podía reportar beneficios financieros.
Nunca había mostrado, en cambio, ningún indicio de que le interesara el sexo.
—Es una mojigata —había opinado Hadley, después de haberla visto un día en el estudio.
Marc reconocía que tal vez estuviera en lo cierto, pero él percibía en ella algo contenido y a la vez erótico que no hacía más que atizar su curiosidad. La tercera semana, empezó a formular discretas insinuaciones, para ver si obtenía alguna reacción.
No hubo ninguna. Ella lo observaba calmadamente con sus pardos ojos, sin recompensar sus esfuerzos.
Así transcurrió un mes hasta que una tarde, él consideró necesario retocar la línea del escote. Después de acercarse, se demoró algo más de lo estrictamente preciso.
—¿Pretende hacer el amor conmigo, señor? —le preguntó ella con aplomo.
Marc titubeó, desconcertado.
—¿Por qué lo pregunta?
—Hace un tiempo que tengo esa impresión.
—Estoy seguro de que sería interesante —dijo él.
—Puede. Solo hay una manera de saberlo.
—Desde luego.
Una semana después, al ir a ver a su amigo, Hadley la había encontrado en el estudio cubierta solo con una sábana con la que se apresuró a cubrirse. Él, de todas formas, se marchó sin demora.
—Es asombroso. No me canso de estar con ella —le confesó más tarde Marc—. Y a ella le pasa lo mismo conmigo.
—Y tan fría que parecía… ¿Es su primera aventura?
—No. La primera la tuvo hace tiempo, en Montecarlo. Es muy prudente. Solo tiene aventuras cuando está lejos. Yo soy el primero de París.
—Felicidades.
Fox observó el grupo al que iba a acompañar a Malmaison, contento y nervioso a la vez.
Había tenido suerte porque habían acudido exactamente las personas que le interesaba que fueran, Marie y su hermano, por supuesto, y el amigo de este, Hadley. Se alegraba de tener con ellos al norteamericano porque, aparte de ser una persona agradable, servía de tapadera. Lo mejor era que había conseguido que participaran en la salida el padre y la madre de Marie, cuya presencia era tanto o más importante que la de la propia Marie.
Suponía que habían acudido por el lugar que había elegido visitar. Cuando le había dicho a Jules de qué se trataba, este se había mostrado intrigado.
—Hace años que nadie ha entrado allí. No sabía que se podía ir.
—Pues yo simplemente escribí pidiéndolo —explicó Fox, como si nada.
Omitió precisar que en su carta también había mencionado que deseaba enseñar el lugar a la familia del propietario de los grandes almacenes Joséphine.
Como De Cygne no había podido ir, eran seis en total en el gran landó que Fox había alquilado.
Se sumó a ellos un diminuto pasajero más. Una semana atrás, Jules Blanchard había regalado a su esposa un precioso spaniel rey Carlos con el que se había encariñado mucho.
El ambiente era muy agradable. Nadie habría sospechado que Jules Blanchard estaba sumamente enfadado con su hijo. El perrillo, que era un blando manojillo de vida, los mantuvo distraídos durante el trayecto.
Con todo, James Fox estaba nervioso, y con razón. Había meditado a fondo su estrategia y le había parecido la correcta. De todos modos, incluso sin De Cygne, que, por lo demás, podía volver a aparecer cualquier día, no tenía apenas posibilidades. Estaba seguro de que si efectuaba la menor tentativa de cortejar a Marie o si manifestaba abiertamente su interés, su familia le impediría volver a verla. Aunque le tuvieran aprecio, era protestante. Su única esperanza era llegar a integrarse tanto en la familia como para que hicieran una excepción con él. Debía convertirse en un hermano para ella.
Su flemática fachada inglesa podía ayudarlo a ocultar que estaba enamorado de aquella chica. Manteniendo un perfecto dominio de sí, podría convertirse en su mejor amigo sin que nadie sospechara nada, pero para ello necesitaba verla con frecuencia.
¿Cómo podría lograrlo? Era factible ver a su padre más a menudo por cuestiones de negocios, pero con eso no se acercaba a Marie, y, desde luego, no podía inventarse una excursión como aquella cada semana.
Aquella salida le daba la oportunidad de ganarse la estima de sus padres. Debía estar atento y aprovechar las ocasiones. Tenía que encontrar la manera de poder acudir a su casa con regularidad.
Por ello se mostró muy complaciente con la señora Blanchard.
—Como inglés, aprecio mucho que haya elegido este tipo de perro —comentó—. Esta raza tuvo su origen en Inglaterra hace un par de siglos, aunque hay algunas pérfidas personas que aseguran que la llevó a Inglaterra la princesa francesa que se casó con el rey Carlos.
—Se están volviendo muy populares —dijo Marie.
—Sí, aunque mucha gente los ha estado cruzando con doguillos, pues creen que así mejoran su aspecto, pero el resultado no es muy logrado. Ya me he dado cuenta de que su perro es de pura raza, que considero mejor.
—Tiene razón —abundó Jules—. Eso es precisamente lo que me dijo el vendedor el otro día.
Su mujer, por su parte, dispensó a Fox una sonrisa que le confirmó lo acertado de su maniobra.
—Hay un perro igualito a este en uno de los primeros cuadros de Manet —señaló.
—Sabe de todo —exclamó, encantada, Marie.
—Es verdad —confirmó, sonriendo, Marc—. Pronto vas a saber más cosas de Francia que yo, Hadley.
—Veo que con tantos halagos, después voy a quedar mal —contestó afablemente Hadley—. Por cierto —añadió—, no sé casi nada del sitio adonde vamos.
Marie estaba impresionada. Apenas habían llegado a la verja cuando un hombre calvo de mediana edad se apresuró a acudir a recibirlos. Después de hablar un momento con Fox, se dirigió a sus padres.
—¿El señor y la señora Blanchard? Soy el secretario particular del señor Iffla, que me pide que les presente sus disculpas. Tenía muchas ganas de recibirlos él mismo, pero esta mañana le han avisado de que su sobrina estaba enferma y se ha visto obligado a volver a París para verla. De todas maneras, confía en que disfruten de la visita. Yo les enseñaré cuanto deseen ver. —Se inclinó, sonriendo—. El señor Iffla y sus sobrinas son grandes admiradores de los almacenes Joséphine —prosiguió—, y es un gran honor acogerles en la casa de la emperatriz Josefina, que, según tengo entendido, inspiró la elección del nombre de su establecimiento.
—El señor Iffla es muy amable —repuso Jules, evidentemente satisfecho.
Qué buena persona era Fox, pensó Marie. Cuántas molestias se había tomado para complacer a sus padres y hacer que fueran bien recibidos…
Aunque Jules Blanchard era rico, su fortuna no era nada en comparación con la del señor Iffla. Nacido en Burdeos, de una familia judía marroquí, se había casado con una cristiana, y gracias a sus operaciones como banquero e inversor se había convertido en uno de los hombres más ricos de Francia. Su dinero y sus espléndidos actos de filantropía le habían granjeado el apodo de Osiris, el dios egipcio señor de la vida.
De hecho, de no haber sido por Osiris, aquel encantador tesoro nacional de Malmaison estaría probablemente en ruinas.
En realidad se trataba de una casa solariega que, por sus elegantes proporciones, se había ganado la denominación de castillo y, puesto que quedaba a menos de seis kilómetros del Bois de Boulogne, casi podía considerarse como un íntimo palacete de la periferia.
Unos años después de la Revolución francesa, Josefina de Beauharnais había comprado la pequeña propiedad después de casarse con el general Napoleón. Cuando regresó de su campaña en Italia, el joven conquistador descubrió que Josefina había gastado ya en las reformas mucho más de lo que permitía su presupuesto. Al final, no obstante, aquel derroche inicial le había proporcionado a Josefina un magnífico lugar de retiro, donde vivió hasta su muerte. Desde la época de Napoleón, la casa había tenido varios propietarios, hasta que quedó desocupada. Los militares la arrasaron durante la guerra de 1870, de lo que todavía no se había recuperado.
Sin embargo, Osiris se había hecho cargo de la propiedad.
—Pasarán años antes de que hayamos acabado de restaurarlo todo —explicó el secretario—, pero el señor Iffla posee una selecta colección de objetos del periodo napoleónico que encajarán a la perfección aquí. Es un gran admirador del emperador.
—¿Qué admira en particular de él? —inquirió Marc.
—Muchas cosas, pero sobre todo el hecho de que Napoleón concediera la libertad de religión a los judíos.
Mientras recorrían la casa, su guía les mostró la sala de música, el precioso comedor de estilo pompeyano, la sala de reuniones (que había sido decorada imitando el interior de una lujosa tienda militar) y la biblioteca (que habría podido pertenecer a un emperador romano). Todas aquellas estancias tenían un marcado carácter napoleónico, pero a Marie a y su madre les gustó más el suntuoso y encantador dormitorio de Josefina, con su cama con dosel.
—No hay que olvidar —le recordó su guía— que, aunque se convirtió en una elegante dama, Josefina era también un poco exótica. Se había criado en el ambiente de las plantaciones del Caribe. Quizá fue eso lo que fascinó a Napoleón, que era diferente.
—Yo nunca he viajado a ningún sitio —comentó Marie.
—Tiene tiempo de sobra, señorita —aseguró afablemente el hombre.
Una de las últimas habitaciones que visitaron fue el Salón Doré, antaño revestido de hermosos dorados y que entonces se hallaba en un lamentable estado de deterioro.
—Sufrió terribles desperfectos durante la guerra —señaló el secretario, antes de explicar que las cortinas habían quedado reducidas a harapos, los muebles completamente inservibles y que hasta los paneles dorados estaban aplastados.
En un extremo de la estancia, había encima de una mesa diversos objetos que habían logrado recuperar. Entre ellos se encontraba un tablero de ajedrez un tanto anodino, que llamó la atención de Jules Blanchard.
—He leído que el emperador Napoleón era un mediocre jugador de ajedrez, demasiado impaciente —comentó con una sonrisa—. Quizá Josefina jugara mejor que él.
—Papá se ha puesto a jugar al ajedrez hace poco —les explicó Marie—, pero no practica a menudo.
—Soy tan malo que nadie quiere jugar conmigo —admitió su padre—, y Marie se niega a aprender.
Advirtió que Fox se había quedado pensativo.
—¿Juega usted al ajedrez, señor Fox? —le preguntó.
—Curiosamente, me encuentro en la misma situación que su padre —repuso—. Quizá podríamos jugar de vez en cuando —le propuso a Jules.
—Esto es un golpe de fortuna, mi querido Fox —se felicitó su padre—. ¿Por qué no viene una tarde de estas? ¿Qué le parece el jueves? —Dirigió una discreta mirada a su esposa.
—Espero que se quede a cenar con nosotros —le dijo esta al inglés—. Solo en famille. Después podrán jugar al ajedrez los dos.
—Es usted muy amable. Será un placer —respondió Fox.
Marie le dirigió una sonrisa. Le gustaba que le alegrara la vida a su padre.
El parque era espléndido. Marie caminaba entre Fox y su padre, mientras Marc y Hadley acompañaban a su madre. Aunque estaba contenta, de vez en cuando miraba al norteamericano, lamentando no ser ella quien iba a su lado. Su guía, mientras tanto, les explicaba el reto que presentaba el parque.
—La emperatriz Josefina tenía toda clase de animales exóticos aquí, avestruces, cebras y hasta un canguro. Esto no podemos reproducirlo, porque el parque original era más extenso. La cuestión más acuciante es qué se puede hacer respecto a las plantas.
—La emperatriz tenía un invernadero con toda clase de plantas exóticas procedentes de todo el mundo —intervino la madre de Marie—. Y su rosaleda supuso una transformación en la historia de la jardinería.
—Mi esposa sabe mucho de jardines y de plantas —declaró con orgullo Jules.
—Entonces sabrá sin duda, señora, que el pintor Redouté plasmó de manera magnífica la fabulosa colección de rosas de la emperatriz Josefina.
—Y también sus lirios —agregó la madre de Marie—. Tengo varias reproducciones en Fontainebleau. —Miró en derredor—. Lleva más tiempo crear un jardín que construir una casa. Creo que tendrán que dejar la rosaleda para más adelante.
Aquel tema proporcionó a Marie una ocasión para hacer intervenir al estadounidense en la conversación.
—¿Qué clase de jardines tienen en América, señor Hadley? —preguntó—. ¿Se parecen a los jardines europeos?
—No son tan espléndidos —reconoció sin tapujos—. El jardín tradicional de la América colonial no suele ser muy extenso, aunque sí es bastante formal, con setos recortados en disposición geométrica. Es una modesta versión de lo que se ve en algunos castillos franceses o en los antiguos jardines ingleses, me parece. Mis padres tienen un jardín así en su casa de Connecticut. Nuestras casas son bastante simples. La casa de mis padres es muy tradicional.
Trazó una breve descripción de la casa blanca de tablones de madera donde vivían sus padres, con su cerca de estacas y sus apacibles y viejos árboles.
—Parece encantador —dijo Marie.
—Sí, lo es, pero es muy distinto del estilo francés.
—¿Por qué?
—Porque me he fijado que en Europa la gente levanta paredes alrededor de sus casas siempre que puede. Protegen su intimidad como si vivieran en una pequeña fortaleza. Y las casas más grandes se construyen para demostrar el estatus social y el poder de sus propietarios. En Estados Unidos las grandes plantaciones del sur poseen un poco esas características, pero en la zona del noreste tenemos una tradición más democrática. Allí nunca hubo caciques ni señores. Los ciudadanos, en pie de igualdad, se ponían de acuerdo para elegir a sus representantes locales. Tanto si son grandes como pequeñas, nuestras casas tienen las cercas bajas. Es una condición de buena vecindad.
—Esos son los ideales de la Revolución francesa —destacó Jules.
—Y dígame, señor, ¿su casa de Fontainebleau es un castillo?
—En absoluto. Está en el casco de la ciudad, aunque tiene un jardín muy bonito.
—¿Y qué es lo que rodea al jardín?
—Una pared alta —reconoció Jules, riendo.
—Quizás el señor Hadley debería ver el jardín, para valorarlo por sí mismo —sugirió Marie.
—Lo organizaremos algún día —dijo su padre.
—La verdad es que la mayoría de los franceses solo conocen dos cosas de los Estados Unidos: Lafayette y Buffalo Bill. Creo que todos deberíamos ir a visitarte allí, Hadley.
—Estaríamos encantados —afirmó este—. Para mis padres sería un placer corresponder a su hospitalidad. Si vienen en verano, podríamos ir todos a la casa de campo de Maine.
—Una casa de campo, eso suena todavía mejor —dijo Marie—. ¿Tiene un tejado de paja?
—Cuando los norteamericanos como Hadley hablan de una casa de campo se refieren a algo distinto —le explicó su hermano—. Yo he visto una fotografía de la casa de campo de los Hadley. Es una casa enorme de tejas de madera situada en una costa rocosa, con el mar por un lado, y un lago por el otro.
—Es un sitio muy agradable —admitió Hadley—. El sol sale por el lado del mar y se pone por el del lago. Es un poco solitario, pero acogedor.
—¿Rema usted en el lago? —preguntó Marie.
—En efecto.
—Participaba en las competiciones de remo de su universidad —explicó Marc—. Se nota que tiene una constitución de remero.
La conversación derivó hacia el delicioso entorno de Malmaison. En el trayecto de regreso, no obstante, aunque procuró no mirarlo, Marie se imaginó a Hadley remando en un salvaje lago americano, con la camisa desabrochada y la espesa mata de cabello al viento.
Otro miembro del grupo estuvo igual de ensimismado mientras volvían, aunque sus preocupaciones eran de otro tipo.
No dejaba de pensar en que disponía de cuatro días para aprender a jugar al ajedrez.
La primera visita vespertina de Fox fue un éxito. Antes de la cena estuvo charlando con desenvoltura con Marie y su madre, y jugó con el cachorro como si fuera un miembro más de la familia.
En la cena, evocó con mucha gracia su infancia en Inglaterra y sus vacaciones en la agreste campiña escocesa. El ambiente se volvió más sombrío cuando empezaron a hablar con su padre de las feroces querellas abiertas en los periódicos en torno al caso Dreyfus, pero luego él contó la anécdota de dos hermanos que se habían peleado a raíz de la polémica sobre Dreyfus y que se habían demandado el uno al otro, lo cual resultaba tan ridículo que todos acabaron riendo a carcajadas.
Después, él y su padre jugaron al ajedrez. Aunque la partida estuvo muy igualada, según convinieron ambos, al final ganó Fox. Su padre quedó más contento que si hubiera ganado él.
—Quiero la revancha para la semana que viene —exigió.
—Podría venir el miércoles o el viernes, pero no el jueves —respondió Fox—. El jueves voy a la ópera.
—El miércoles, pues —eligió Jules, mirando de reojo a su esposa.
—La cena estará lista a las ocho —dijo esta con una sonrisa.
Dos días después, Marie descubrió con regocijo a su padre leyendo un manual de ajedrez.
Marie fue a ver a su tía aquel fin de semana. A diferencia del resto de la familia, la tía Éloïse vivía en uno de los mejores barrios de la ciudad. Su piso estaba al sur del barrio Latino, cerca de los jardines de Luxemburgo, pero era amplio y luminoso, y tenía en las paredes abundantes cuadros, en su mayoría de la escuela de Barbizon y del movimiento impresionista que había sucedido a esta. Los había ido comprando a través de los años. Encantada de ver a Marie, le hizo una serie de preguntas para ponerse al corriente de todas las novedades.
—¿Y el señor De Cygne? —preguntó.
—No hemos sabido nada de él últimamente. Papá dice que pidió un permiso extraordinario para hacerse cargo de los asuntos de su padre y de la propiedad familiar.
—¿Y tú qué sientes al respecto?
—Es halagador que se hubiera interesado por mí.
—Todavía podría volver a demostrar su interés.
—Es muy agradable, pero casi no lo conozco. Es lo único que puedo decir.
—¿Y no tienes otras perspectivas?
—Que yo sepa, no. Tía Éloïse —prosiguió—, ¿querrías decirme, por favor, si mi padre y Marc están peleados?
—¿Qué te hace pensar eso?
—Marc nunca viene a casa últimamente, y papá no quiere que yo vaya a su estudio.
—Tendrías que preguntarles a ellos si se han peleado. Yo no lo sé. Quizá tu padre piensa que no deberías molestar a Marc mientras trabaja.
—Pero es que ahora no lo veo nunca.
—Bueno, podrías verlo si él viene aquí o si yo os llevo a los dos a algún sitio. Tu padre no pondrá reparos. —Calló un instante—. Si hacemos alguna salida, quizá le pida que traiga a su amigo norteamericano. Creo que ejerce una buena influencia sobre tu hermano. ¿Te importaría?
A Marie le dio un vuelco el corazón.
—No. El señor Hadley parece simpático, por lo que he visto —contestó, encogiéndose de hombros.
Durante las semanas siguientes, vio varias veces a Marc en casa de su tía. Normalmente acudía con Hadley.
Advirtió que el francés de Hadley era cada vez más fluido. Además, estaba aprendiendo muchas expresiones coloquiales a las que tan a menudo recurren los franceses. En lugar de decir «Volvamos al tema», por ejemplo, decía «Revenons à nos moutons», («Volvamos a nuestros corderos»). O en lugar de decir «Me da la lata», podía decir Il me casse les pieds, («Me rompe los pies»). Aquella nueva familiaridad a la hora de hablar fue beneficiosa para su relación.
Hadley empezó a conversar con ella.
Antes también le hablaba, desde luego. Ahora, en cambio, cuando lo tenía al lado en el sofá de la tía Éloïse y se volvía hacia ella mirándolo muy serio con sus preciosos ojos, para preguntarle qué opinaba del caso Dreyfus o sobre algún otro asunto de actualidad, o si tenía alguna predilección por uno de los cuadros de Manet y por qué, ella experimentaba dos reacciones.
Sentía una opresión en el pecho. No se debía a las preguntas, sino al hecho de tenerlo tan cerca. El corazón le palpitaba, y ella apenas sabía por qué. En cualquier caso lograba no ruborizarse y ponía todo su empeño en concentrarse en todo lo que él le decía, como si fuera un profesor y ella una alumna que debía meditar bien la respuesta antes de darla en voz alta. De este modo salía al paso.
—A veces pareces un poco angustiada cuando hablas con Hadley —señaló Marc—. No tienes que preocuparte por él. Parece que las chicas norteamericanas están acostumbradas a hablar de toda clase de cosas y a tener opiniones propias, y a los hombres no les importa.
La otra reacción que experimentaba le resultaba todavía más extraña.
Nunca se había sentido así. Es como si tuviera un nuevo ánimo, como si aquel desconocido llegado de otro mundo la transportara a una vida más grande, a un lugar donde podía crecer, como una planta exótica, y convertirse en una persona que hasta entonces nunca había soñado ser.
Por eso, cuando Marc le preguntó si aún le costaba entender a su amigo, contestó:
—No. Es norteamericano, pero me estoy acostumbrando.
A principios de mayo, la tía Éloïse anunció que irían a visitar a Marc a su estudio. Llegaron entrada la tarde. La luz era buena y parecía como si Marc lo hubiera ordenado un poco. Junto a una pared había un canapé y una silla donde podían sentarse las visitas, así como una mesa baja en la que había dispuesto un refrigerio. Su caballete estaba a unos seis metros, complementado con una tarima baja y un asiento para posar. En la pared opuesta había apoyados dos grupos de lienzos, unos a la vista y otros al revés. Al lado había una cómoda, un rollo de lienzo y un montón de listones.
—Este retrato está casi acabado —les dijo, enseñándoles la pintura del caballete—. ¿Qué os parece?
La pintura representaba a una mujer delgada y pálida, con vestido largo, que volvía un poco la cara con expresión grave. Aunque el efecto era de una formalidad convencional, en la representación había un asomo de ambigüedad, como si se tratara del frontispicio de un relato breve que el público aguardaba a escuchar.
—¿Quién es? —preguntó Marie.
—La señorita Ney, la hija de un abogado. Papá me consiguió el encargo, lo cual fue un detalle por su parte.
—Esta mujer tiene algo oculto y a la vez sensual —señaló la tía Éloïse.
—¿Ah, sí? —Marc la miró—. Es interesante que lo digas. Yo no lo percibo. Te aseguro que es muy seria. Y su padre va a pagar una generosa suma por el retrato.
—Sí, claro —dijo con sequedad su tía—. ¿Podemos ver más?
Durante unos diez minutos, les estuvo enseñando pinturas, dibujos y bosquejos de personas, paisajes y animales, algunos acabados y otros no.
—Vaya, Marc, veo que has estado trabajando, y me alegro mucho. ¿Te gusta tu trabajo?
—Sí.
—¿Y esos cuadros? —La tía Éloïse señaló la otra serie de lienzos.
—Ah, son cosas que he abandonado, lienzos sobre los que voy a pintar encima.
—¿Podemos verlos? Uno nunca sabe, Marc. Los artistas a veces se equivocan con sus obras. Podría haber algo bueno allí.
—Te aseguro que no —insistió, endureciendo la expresión—. No hay nada ahí que desee enseñaros a ti y a Marie.
—Comprendo, Marc —aceptó la tía Éloïse—. Un artista debe proteger siempre su reputación.
A Marie le pareció que la tía Éloïse quedó satisfecha con la visita. Ella, por su parte, estaba encantada.
Cuando se iba, advirtió que la tía Éloïse puso un fajo de billetes en la mano de Marc, en un momento en que creía que ella estaba distraída.
—¿Por qué le has dado todo ese dinero a Marc? —preguntó una vez que estuvieron afuera.
—Ah, se lo debía por una pintura que le encargué comprar para mí —respondió casi sin vacilar la tía Éloïse.
Marie no estaba segura de si le había dicho la verdad.
Dos semanas después, su padre le dijo que había recibido una carta de Roland de Cygne.
—Me informa de que, tras larga reflexión, ha decidido reintegrarse a su regimiento y consagrarse a sus obligaciones militares. Creo que eso significa que ha decidido no casarse por el momento. En cualquier caso, no lo veremos durante una buena temporada, porque su regimiento ha sido destacado al este de Francia.
—Siento que no vayamos a verlo, papá, pero no me duele —repuso Marie.
Siempre era agradable saber que un hombre podía ser pretendiente de una. De hecho, tuvo la sensación de haber perdido algo, cierta categoría, tal vez.
—Debo confesar que esperaba que te fuera a hacer la corte —admitió con franqueza su padre—, así que, mientras tanto, no me he esforzado mucho en buscar otros candidatos.
—Ya saldrá algo, papá —dijo.
—Y el elegido será un hombre afortunado —afirmó él, que le dio un beso.
—Marie, tengo una misión importante que cumplir —le confió su tía la semana siguiente—. El amigo de tu hermano, Hadley, quiere conocer a Monet. Marc dice que está empeñado.
—Pero si cuentan que hoy en día ya no recibe a nadie —objetó Marie—, a menos que sea alguien conocido.
Hacía años que el gran pintor se había retirado al apacible pueblo de Giverny, situado a unos ochenta kilómetros de París, en el borde oriental de Normandía. Durante un tiempo, había disfrutado de la calma del lugar, pero, poco a poco, los pintores jóvenes habían empezado a realizar peregrinajes a Giverny para verlo. En la localidad se había instalado una colonia de artistas. Para entonces, como medida de protección, Monet se había obligado a cerrar sus puertas, a fin de poder consagrarse a su trabajo.
—Hay alguien en París que quizá pueda concederme una dispensa especial —dijo su tía con una sonrisa—. Pasaré a recogerte mañana.
La calle Laffitte quedaba apenas a diez minutos andando de casa de los Blanchard. No había más que pasar junto a la fachada de columnas de la Madeleine y dejar atrás la Ópera, para luego torcer a la izquierda. Laffitte era una calle estrecha y recta. En su modesto recorrido hacia el norte, cruzaba otras vías más amplias provistas de famosos nombres, como el bulevar Haussmann, la calle Rosini, la calle de Provence, la calle Lafayette o la calle de la Victoria. No obstante, pese a su apariencia humilde, la calle Laffitte albergaba algunas de las mejores galerías de arte de París.
Acababan de cruzar el bulevar Haussmann cuando vieron enfrente a Marc y a Hadley, que las esperaban. Al cabo de un momento se encontraban en la galería.
El señor Paul Durand-Ruel tenía más de sesenta años, aunque aparentaba muchos menos. Era un atildado individuo con bigotito y afable mirada, que se iluminó de placer en cuanto a vio a la tía Éloïse.
—Mi querida señorita Blanchard. Bienvenida.
La tía Éloïse hizo las presentaciones.
—Mi sobrina Marie ya ha estado aquí antes, a Marc creo que lo conoce, y este es el señor Hadley, nuestro amigo norteamericano. Está estudiando arte en París.
Si bien en ese momento no había ninguna exposición concreta en la galería, en las paredes había colgada una selección de los artistas de la casa. Mientras recorrían el local, Durand-Ruel charló con ellos.
—¿Su familia todavía tiene la casa cerca de Barbizon?
—En Fontainebleau, sí.
—En la época de mi padre —le explicó el marchante a Marie—, tu tía ya nos compraba cuadros de los miembros de la escuela de Barbizon. Tiene dos Corot, creo. Y después, cuando empecé a promover a los impresionistas, tal como los llamamos ahora, tu tía fue una de nuestras primeras clientes.
—Explíqueles cómo empezó esa aventura —pidió la tía Éloïse.
—Nuestra primera exposición de impresionistas no tuvo lugar en Francia —precisó Durand-Ruel—. Durante el asedio alemán de París, en la guerra de 1870, conseguí salir del país e ir a Londres. Monet, Sisley y otros pintaban allí en ese momento. Entré en contacto con ellos y quedé tan entusiasmado con su labor que organicé una exhibición en Londres, en New Bond Street. Después vinieron las exposiciones de París. Y la gente se reía de nosotros. Decían que estábamos locos. Pero tu tía fue una de las pocas que captó su valía desde el principio. Compró cuadros de Manet, Monet, Renoir, Pissarro, Berthe Morisot, de la americana Mary Cassatt…
—Fue usted y nadie más, señor, quien introdujo a los impresionistas en Nueva York —intervino Hadley.
—Es usted muy amable —repuso Durand-Ruel—. Y permítame que le felicite por su excelente francés. Es cierto que nosotros abrimos una galería en Nueva York y también que los coleccionistas estadounidenses se mostraron mucho más receptivos con los impresionistas que los franceses de la época. —Se volvió hacia la tía Éloïse—. Pero usted debe de tener una extraordinaria colección a estas alturas. ¿Dónde guarda todos los cuadros?
—En mi piso —contestó con sencillez la tía Éloïse—, distribuidos por todas las habitaciones. Mucha gente ni siquiera sabe qué son. —Hizo una breve pausa—. Esto me recuerda que tengo que pedirle un favor.
—No tiene más que decírmelo.
—Nuestro amigo Hadley querría visitar Giverny, y yo había pensado que podríamos ir todos juntos. Ya sé que Monet está asediado por mucha gente que quiere consumir su tiempo, pero me preguntaba si usted no podría procurarnos una presentación…
—Con sumo gusto. Le diré que usted fue una de las primeras que adquirieron obras suyas… (¡a él le gusta vender, ya sabe!)… y que tiene cuadros de todos sus amigos. Estará encantado de recibirla. Si quieren seguir mirando la galería, ahora mismo le escribiré la carta. —Acto seguido, desapareció en su oficina.
Marie estaba fascinada. Siempre había sabido que su tía era una persona cultivada y que compraba cuadros, pero nunca se había dado cuenta de hasta qué punto estaba involucrada en el mundo de la cultura.
—Tendré que prestar más atención a las pinturas que tienes en tu casa —le susurró.
Marc y Hadley, entre tanto, se desplazaban de un cuadro a otro. Al cabo de unos minutos, se percató de que Hadley se había quedado parado delante de uno en concreto.
—Veamos qué está mirando el señor Hadley —le dijo a su tía.
Era una pintura de la estación de Saint-Lazare. De las vías del tren ascendían nubes de vapor en una imagen captada desde lo alto de un puente que poseía una extraordinaria vida. Hadley la observaba extasiado.
Estaban todos a su lado admirando la pintura cuando Durand-Ruel regresó.
—Con esto será suficiente —dijo, entregando la carta a la tía Éloïse. Luego se fijó en la pintura—. ¿Le gusta? —preguntó a Hadley.
—Me fascina —confirmó este.
—Muchos artistas han pintado la estación de Saint-Lazare, incluido Monet. Este es un pintor llamado Norbert Goeneutte. Pintó al menos tres cuadros de Saint-Lazare con diferente luz. Es una lástima que se muriera hace cuatro años, cuando apenas tenía cuarenta. Un talento considerable perdido. —Hizo una pausa—. Está en venta.
—Me encantaría comprarlo —reconoció Hadley—, pero mi padre me da una asignación para estudiar y no quiero pedirle más. Quizá más adelante…, aunque estoy seguro de que habrá encontrado comprador para una obra tan buena mucho antes de que yo pueda adquirirlo.
Durand-Ruel no insistió más.
Entonces Marie tuvo una maravillosa idea, que, sin embargo, no le confió a nadie.
Emprendieron temprano el viaje desde la estación de Saint-Lazare. El tren los transportó a lo largo de ochenta kilómetros por el ancho valle del Sena hasta la pequeña localidad de Vernon. Desde allí, tuvieron que realizar solo un trayecto de seis kilómetros en coche de caballos, cruzando el río por un largo puente bajo para después seguir la curvada trayectoria del río hasta Giverny.
Marie se sentía muy feliz mientras el tren atravesaba dando pitidos la espléndida campiña. Su plan había funcionado.
Cinco días atrás, la tía Éloïse había comprado el cuadro de Goeneutte a petición suya. Se trataba de un asunto entre ambas, del que nadie sabía nada. La tía Éloïse tenía ahora la pintura, a buen recaudo en su piso, pero habían previsto que, cuando pudiera, Marie se la compraría al mismo precio que ella había pagado a la galería. Pero detrás de todo aquello había algo más…, algo de lo que ni siquiera la tía Éloïse estaba al corriente.
Un día…, no sabía cuándo ni en qué circunstancias…, Marie le iba a regalar el cuadro a Frank Hadley.
El Sena discurría muy manso en su amplio cauce aquella mañana de junio cuando el carruaje atravesó el puente en Vernon. De vez en cuando se encontraban a su paso pequeñas casas o un viejo molino, construidos con el encantador entramado de madera y tejados propios de Normandía. Todo parecía lucir un magnífico verdor. A última hora de la mañana pasaron junto a la iglesia y llegaron al centro de Giverny. Todavía les quedaba tiempo para dar un paseo por el pueblo antes de comer en la fonda. Después, irían a ver al ilustre pintor.
—Este lugar tiene algo extraño —apuntó Marc—. ¿Nadie se ha dado cuenta de qué es?
—No —reconocieron.
—Entonces os lo voy a mostrar.
Aún no habían recorrido cincuenta metros cuando, junto a un pequeño huerto, encontraron a un joven cargado con una carpeta y tocado con un sombrero de ala ancha.
—Perdone, ¿podría recomendarnos un sitio para ir a tomar algo? —le preguntó Marc en inglés.
—Desde luego —respondió el joven con un acento que lo identificaba como originario de Filadelfia—. Yo les recomendaría el café del señor Jardin, donde pueden tomar un aperitivo. También está el Hôtel Baudy, claro. Yo diría que es el mejor sitio del pueblo.
—Gracias —dijo Marc.
Un momento después, vieron acercarse a una pareja.
—Venga, pregunta tú esta vez —animó a Hadley.
Y, efectivamente, la pareja respondió también en inglés.
—¿De dónde son? —preguntó Marc.
—De Nueva York —respondieron.
—De acuerdo, ya hemos comprendido —se rindió Hadley, riendo—. Este lugar está infestado de compatriotas míos.
—Dudo que este pueblo tenga más de trescientos habitantes franceses —opinó Marc—. Y, aparte, debe de haber otro centenar de artistas norteamericanos que también viven aquí.
—Exageras un poco.
Al pasar junto a un viejo molino, no obstante, oyeron, procedentes de su interior, varias voces de norteamericanos. Y al ver un bonito monasterio antiguo situado en una loma, Marc preguntó a un lugareño si aún era un centro religioso. La respuesta fue que no, que acababa de instalarse en él una simpática pareja apellidada MacMonny.
Había que reconocer, con todo, que la invasión de artistas no parecía haber redundado en perjuicio del pueblo. Se notaba que los norteamericanos eran tranquilos. La presencia de un caballete al borde de un campo o en la orilla del río no alteraba en nada el equilibrio natural del lugar.
El pueblo había absorbido con parsimonia la presencia de los forasteros, pero una familia en concreto se había dado cuenta de que aquello suponía una oportunidad.
Los Baudy eran propietarios de la fonda del mismo nombre situada en el centro del pueblo. Tenía una bonita fachada adornada con una combinación de ladrillos de diferentes colores. En cuanto se acercaron al edificio, los viajeros advirtieron claras señales de la prosperidad del establecimiento.
—¡Fijaos! —exclamó Marc.
Justo delante del hostal, había dos pistas de tenis bien mantenidas.
—¡Pistas de tenis, en plena campiña normanda! Seguro que las han puesto para los forasteros. Dudo mucho que los del pueblo supieran ni para qué sirven siquiera.
Al entrar, se encontraron con anuncios que informaban de que el hostal poseía existencias de toda clase de materiales de bellas artes, de la mejor calidad, como pinturas, cepillos y lienzos, todo cuanto podían necesitar los artistas allí hospedados. En aquel espacioso comedor, las paredes estaban cubiertas de pinturas de sus numerosos clientes.
Una vez sentados, el camarero les propuso toda clase de bebidas, incluso whisky.
—Whisky para los norteamericanos, ¿eh? —comentó alegremente Marc.
—Es posible, señor —concedió el camarero—, aunque el señor Monet también es aficionado a esa bebida.
Disfrutaron de una agradable comida. Todos eran conscientes de que estaban a punto de conocer a un gran artista, de modo que Marc les quiso aportar un poco más de información sobre él.
—Quizás os va a sorprender. Monet fue pobre durante mucho tiempo, pero tenía un mecenas llamado Hoschedé, dueño de unos almacenes. Cuando Hoschedé se arruinó, las dos familias se fueron a vivir juntas y, al final, después de que fallecieran la esposa de Monet y el propio Hoschedé, Monet se casó con su viuda. Ahora, Monet está decidido a no sufrir nunca más por ser pobre, en parte, por sus aspiraciones burguesas. Ha ejercido de cabeza de ambas familias durante años. Como veréis, tiene ideas muy claras.
—¿Cómo lo valorarías como artista? —inquirió Hadley.
—¿Sabéis qué dicen de él? Que es el gran ojo. Aunque quizá no tenga una elaboración intelectual tan marcada como otros pintores, él ve, posiblemente, más que cualquiera de sus contemporáneos.
Y después llegó el momento de conocer al maestro en persona.
Lo primero en que reparó Marie fue en su ropa. Pese a que el día era bastante cálido, Monet llevaba un traje de tres piezas, con la larga chaqueta abrochada con un solo botón a la altura del pecho, lo cual le dejaba una buena holgura de movimientos. En el bolsillo lucía un pañuelo blanco plegado. Ella sabía lo bastante de ropa para identificar la primera calidad del paño de la chaqueta y su impecable corte.
Llevaba el pelo corto, peinado hacia atrás, y lucía una poblada barba. La cara de anchas facciones estaba impregnada de fuerza, y los ojos, aunque luminosos, irradiaban autoridad. Si lo hubiera encontrado en el jardín de la casa de Fontainebleau, lo habría tomado por un industrial, o tal vez por un general.
Su esposa, una majestuosa y robusta mujer, parecía tener el mismo fuste.
Los acogió en sus dominios, dispensando una atención especial a la tía Éloïse.
—Recibí encantado la carta de Durand-Ruel, señora, gracias a cuyos buenos oficios tenemos mi esposa y yo la oportunidad de recibiros en nuestra casa después de todos estos años.
Sugirió que tal vez les gustaría visitar primero el jardín y charlar después en el estudio. A continuación se puso un gran sombrero de paja y los condujo afuera.
El edificio principal era una larga construcción campestre de dos plantas con postigos verdes, situada cerca del camino, a cuyas paredes se adherían diversas plantas trepadoras. Junto a la fachada lateral, un par de tejos flanqueaban el inicio de un ancho sendero que conducía al jardín.
Aquel era, sin embargo, el único parecido con cualquiera de los jardines que Marie había visto antes.
El jardín no estaba descuidado, ni mucho menos. Para empezar, todo estaba dividido en arriates plantados con flores, aunque estaban tan pegados unos a otros que apenas se podía caminar entre ellos. Había también frutales y rosales trepadores. La particularidad derivaba del hecho de que, después de haberlas plantado, Monet dejaba que las plantas crecieran por sí solas. El procedimiento daba una densidad y profusión asombrosas.
—Yo planto por el color —explicó—. Tengo narcisos y tulipanes, malvarrosas y margaritas, y amapolas y girasoles, toda clase de especies anuales. A finales del verano aparece la capuchina y recubre el sendero. Además, mis amigos me traen toda clase de especies venidas de los más remotos lugares, y yo les encuentro un espacio a todas.
Aquella suntuosa explosión de colores ocupaba veinte mil metros cuadrados.
—Habría tenido que traer a mi madre —exclamó Marie.
—Tráigala otra vez —la alentó él con amabilidad.
Si algún día aceptaba la oferta, más valdría que encontrara alguna planta rara y exótica para llevarle, pensó Marie.
Dieron un placentero paseo por el jardín.
—Yo pinto plantas —comentó jovialmente el pintor a Marc y a Hadley—. Después vendo los cuadros y, con el dinero, compro más plantas. Es una especie de manía inofensiva. ¿Le gustaría ver mi estanque? —le preguntó a la tía Éloïse.
—Cómo no.
Para ello era necesario salir del jardín por una verjita situada al fondo, la cual daba a una pequeña vía secundaria de tren.
—Aquí no hay estación —explicó—, pero de vez en cuando pasa un tren, así que hay que vigilar antes de cruzar la vía. —Ofreció el brazo a la tía Éloïse.
El recinto del otro lado del ferrocarril era completamente distinto del primero.
—Estuvimos de inquilinos durante años en la casa antes de que pudiera comprarla —explicó Monet—. Después, hace cinco o seis años, me hallé en situación de comprar esta parcela, donde había un arroyo, el cual me permitió crear un estanque. Y aquí está el resultado —anunció con orgullo.
Si el jardín principal era un paraíso de plantas, aquel nuevo territorio era como un sueño.
Una cenefa de sauces y delicados arbustos rodeaba el estanque, sobre cuya superficie flotaban los nenúfares. En un determinado punto donde se estrechaba, un artesano del lugar había construido sobre el agua un puente de madera curvado de estilo japonés. Allá, junto a la casa, uno miraba las flores. Allí uno miraba los nenúfares suspendidos en un mundo acuático que, a modo de líquido espejo, acogía el reflejo de las ramas, las hojas, las flores, el cielo y las nubes. Subieron al puente y se quedaron admirando la vista en silencio.
—Empezamos a construir el estanque en el 93 —dijo Monet—, pero hay que esperar para que las plantas crezcan. La naturaleza nos enseña la virtud de la paciencia. No empecé a pintar nada de lo que hay aquí hasta el 97.
—Creo que podría convertirse en una obsesión —aventuró Marc.
—Yo siempre he pintado el efecto de la luz sobre los objetos…, un edificio, un campo, un almiar… Esto es diferente. El color es diferente. Tiene razón. El agua lo atrae a uno. Es algo muy primitivo y misterioso. Creo que seguiré pintando estos nenúfares durante el resto de mi vida.
Regresaron pausadamente. Al llegar a la vía del tren, Monet volvió a ofrecer el brazo a la tía Éloïse y, siguiendo su ejemplo, Hadley ofreció el suyo a Marie, que aceptó. Entonces, como nunca lo había tocado, sintió algo que la recorría por dentro y que le provocó un involuntario temblor.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí. Es que me dan miedo los trenes. De niña, a veces soñaba que me quedaba paralizada en la vía de un tren. —Pero qué tonterías estaba diciendo… ¿Quedaría como una idiota?
Él le agarró el brazo con firmeza.
—A mí lo que me daba miedo eran los osos —afirmó, sonriendo—. No viene ningún tren. Avísame si aparece un oso.
Una vez que cruzaron las vías sin percance, él le soltó el brazo y ella lanzó un grito ahogado.
—Qué alivio, ¿eh? —le dijo con afabilidad—. Mejor será que no te llevemos mucho cerca de las vías.
Mientras regresaban por el jardín, sentía el sol en la cara.
Monet tenía dos estudios. En el primero, que había sido antes un establo, les enseñó algunos cuadros, entre los que se encontraba uno de los puentes japoneses en los que estaba trabajando. El segundo taller era más espacioso.
—Usted comentaba que el estanque podía convertirse en una obsesión —le recordó allí a Marc—. Confieso que últimamente me persigue la idea de un proyecto de tremenda envergadura. Sería una gran sala, circular, con enormes paneles de nenúfares, flotando en el agua, y el atisbo de una nube tal vez. Los ocupantes quedarían completamente rodeados por ese gran trabajo plasmado con luz azul. Aunque digo azul, me refiero, por supuesto, a un infinidad de colores, que se mezclan y reaccionan como las plantas en el jardín, porque cuando los colores se relacionan, crean nuevos colores, que uno nunca ha visto o que no ha tenido conciencia de haber visto antes.
—Una obsesión así constituiría el trabajo de toda una vida, señor —observó apreciativamente Marc.
Monet asintió. Después posó la vista en Marie, que, por casualidad, se encontraba al lado de Hadley en ese momento. Su mirada se demoró un instante en ambos.
—¿Así que este apuesto caballero norteamericano es su prometido? —preguntó.
—¿Mi…? —Completamente desprevenida, notó que se ruborizaba con violencia, sin poder evitarlo—. No, señor —balbució.
—Ah —dijo Monet.
—No tengo esa suerte, señor —declaró alegremente Hadley, volviéndose con simpatía hacia Marie, que fue incapaz de mirarlo.
Después la tía Éloïse le dijo algo a Monet, este le respondió y así se reanudó la conversación general. Marie, aliviada, comprobó que ya nadie parecía prestarle atención.
Al cabo de unos minutos, llegó la hora de marcharse.
—Espero que no te haya incomodado que Monet pensara que estábamos comprometidos —le dijo en voz baja Hadley mientras se dirigían a la puerta.
—No, no ha sido nada —repuso.
Quería añadir algo más, algo que le hiciera pensar en ella, algo del estilo de «seguro que tiene otras damas in mente», algo, fuera lo que fuera, pero no pudo.
Mientras esperaban en el andén de la estación de Vernon, Marc y Hadley se enfrascaron en una conversación seria; la tía Éloïse y Marie estuvieron charlando un poco de todo.
—Creo que la visita ha sido fantástica —dijo la tía Éloïse.
—Sí. Se ha notado que el señor Monet se ha alegrado de verte, y también me parece que ha disfrutado enseñando su jardín.
—Es una maravilla —ponderó la tía Éloïse—. Una maravilla.
Cuando llegó el tren, emprendieron el trayecto de regreso a la ciudad.
—Hadley y yo hemos tomado una decisión —anunció Marc.
—¿De qué se trata? —preguntó su tía.
—Yo tenía pensado pasar un tiempo en Fontainebleau este verano, pero tal vez no sea posible en ese momento —precisó, mirando a su tía—. Por consiguiente, Hadley y yo vamos a alquilar una habitación en Giverny para pasar el verano. Pintaremos aquí. Nos veremos al final del verano —agregó con una sonrisa.
—Ah —dijo Marie.
En Fontainebleau reinaba un sosiego impregnado de historia. El castillo real y su tranquilo parque eran mucho más antiguos que Versalles. El rey Felipe Augusto había vivido allí en el siglo XII, pero quien imprimió el sello más destacado al palacio actual fue Francisco I durante el Renacimiento. Aunque Napoleón lo había utilizado como su Versalles personal, con sus umbrías avenidas y el extenso bosque contiguo, el viejo Fontainebleau conservaba un estable y pacífico carácter del que carecía por completo la radiante magnificencia del enorme palacio de Luis XIV.
La ciudad en sí era tranquila y conservadora, llena de primos de los Blanchard.
Era una lástima que ninguno de los suyos tuviera la edad conveniente, pensaba con ironía Marie. Así podría haberse casado con uno de ellos y todo el mundo habría quedado satisfecho.
—Al menos, cuando te casas con un primo, sabes a qué te atienes —había comentado, no sin razón, uno de ellos.
Así pues, ella sacaba a pasear al perrito, iba a ver a sus primos y asistía a clases de equitación.
—Por si apareciera otro aristócrata —le dijo a su madre en son de broma.
Aun así, vivía en un estado de desazón.
¿Dónde estaba Hadley? En Giverny. ¿Qué hacía? Pintaba al aire libre, dibujaba, comía y bebía con otros artistas.
¿Todavía hablaría francés? ¿No estaría de nuevo limitándose al inglés con la colonia de norteamericanos del pueblo? ¿Estaría con una mujer? ¿Habría conocido a una encantadora compatriota suya, una pintora, tal vez, una chica de buena familia como él? ¿Escribiría Marc mencionando de pasada que su amigo se había comprometido?
Lo imaginaba, en tal o en cual situación. Entonces, en lugar de perder consistencia, sus imaginaciones se volvían peores y más intensas a medida que pasaban los días.
Y no tenía a nadie con quien compartir sus inquietudes. No podía hablar de ello con sus padres. Aunque apreciaba a sus primas, ninguna de ellas tenía el grado de confidente. Hasta le causaba cierta aprensión contárselo a la tía Éloïse. La única persona con la que podría haberse desahogado era Marc, pero como era amigo de Hadley, eso resultaba imposible. En el transcurso del mes de julio, aparte de sus actividades físicas y sociales, leía, o fingía leer, empezó con desgana un bordado e intentó muchas veces, con irregular resultado, dibujar el cachorro mientras jugaba en el jardín.
Su hermano Gérard acudió un par de veces con su familia para pasar el fin de semana. Como su padre le había dejado buena parte del peso del negocio durante el verano, se sentaba con él en la extensa galería para ponerle al corriente de las incidencias. En una ocasión, Gérard le habló en un aparte.
Aun sin ignorar que ella no le tenía simpatía, procuraba ser amable, y ella así lo entendió. Hacía lo que podía, aunque era algo torpe.
—Lamento que las cosas no funcionaran con De Cygne —comentó.
—En realidad no llegó a haber nada —contestó ella.
—Lo sé. De todas maneras, habría sido algo como para impresionar…
—También habría podido resultar que tuviera mal carácter.
—Vamos a buscar a alguien. Tenemos más amigos de lo que crees. Lo que es seguro es que eres guapa y que vas a tener una excelente dote, realmente excelente. Es extraño que no estés casada ya, pero, de todas maneras, eres un gran partido.
—Es un consuelo.
—Pero tienes que buscar un marido, Marie. ¿Sabes a qué me refiero? No se trata de esperar a un príncipe azul. Hay que ver los que hay por ahí y elegir. Hay que ser práctico.
—¿Y ya está?
—Sí. Eso es lo bueno —afirmó con optimismo—. Es muy simple. Bueno, sobre todo si uno tiene dinero.
—¿Así eligió tu mujer?
—Exacto.
—¿Y sois felices?
—Sí. Somos felices. —La sorprendió dirigiéndole una mirada cargada de afecto—. Totalmente felices.
Y se dio cuenta de que era sincero.
—Gracias —le dijo.
Para ella supuso un alivio que su padre invitara a Fox a pasar un fin de semana. Él al menos no le hablaba de bodas y matrimonios. Como siempre, estuvo muy agradable y se mostró entusiasmado con la casa de la familia.
La casa que los Blanchard tenían en Fontainebleau era la típica de su clase social. Por su estructura, era una versión provinciana en dimensiones más reducidas de una mansión aristocrática. Se accedía a ella desde una tranquila calle, por una verja de hierro que daba a un patio adoquinado flanqueado por dos pabellones ante el que se alzaba la casa. Había varios escalones delante de la puerta, ya que disponían de un amplio sótano. En el piso de arriba estaban los dormitorios, y encima de estos, el desván. El amplio salón, situado a la izquierda de la entrada principal, daba a una espaciosa galería que rodeaba la casa y presidía el jardín.
Vista desde el jardín, cuando la familia se reunía en la veranda, la escena parecía un cuadro de Manet.
Mientras que, con su clásico mobiliario de estilo primer imperio, el gran salón tenía una simplicidad de aire más bien romano, el jardín poseía un carácter especial del que se enorgullecían los padres de Marie.
—Vaya, si tienen un jardín inglés —exclamó Fox al verlo.
Era muy largo, dividido en dos partes. Cerca de la casa, estaba distribuido con senderos de grava, arriates de lavanda, rosas y otras plantas, y un retazo de césped, en torno a una fuente y un estanque ornamentales.
A cincuenta metros, se alzaba un alto seto muy bien recortado, con un portillo central que daba paso a una zona de frutales. Al fondo de este, tras otro muro vegetal, había un cobertizo con montículos de mantillo al lado.
—Mi esposa se ocupa de las flores, y yo, del césped y los árboles —explicó Jules—. ¿Qué le parece?
—Estupendo —contestó Fox—. Es casi como si estuviera en Inglaterra.
—¿Casi? —Jules asintió con la cabeza—. Mi césped no acaba de estar a la altura. Está cortado, pero no he podido conseguir un rodillo. El césped inglés debe estar apisonado. ¿Cuánto tiempo se tarda entonces en obtener un auténtico césped inglés?
Fox miró a los señores Blanchard, después a Marie y, finalmente, esbozó una amplia sonrisa.
—Siglos —respondió.
Lo llevaron a visitar el castillo de la localidad y a pasear por el bosque. Pasaron un fin de semana espléndido. Quizá porque no lo consideraba una amenaza para su vida sentimental y porque se le veía tan buena persona, Marie se sintió esos días tan contenta como hacía un tiempo considerable que no lo estaba, por lo que lamentó mucho que Fox tuviera que marcharse.
Entrado el mes de julio, la tía Éloïse acudió a pasar unos días. Eso la alegró. Mientras estaba allí, llegó una carta de Marc. Él y Hadley lo estaban pasando muy bien. Ambos estaban muy inspirados en el trabajo, informaba, y la compañía era excelente.
¿A qué se refería con eso? ¿Con quién se estaba viendo Hadley?, se preguntaba sin esperar hallar una respuesta.
—¿Qué te parece si los fuéramos a ver? —le planteó a la tía Éloïse.
—Eso representa ir primero a París y después seguir hasta Normandía.
—No es tan lejos.
—Lo pensaré. Quizá pueda arreglar las cosas para que puedas ver a Marc sin tener que ir a Normandía —apuntó.
Sin embargo, aquello no era exactamente lo que Marie quería.
En el mes de agosto, todos los habitantes de París que podían permitírselo abandonaban la ciudad. Jules anunció que pasaría todo el mes en Fontainebleau.
Al final de la primera semana del mes, los informó de que Fox iría a visitarlos.
—Quería parar de camino a Borgoña. Yo, naturalmente, le he dicho que estaríamos encantados de recibirlo.
Todos se alegraron de verlo, en efecto, aunque su llegada fue un tanto estrambótica. En lugar de trasladarse en un carruaje desde la estación, entró en el patio en un bamboleante carro. Mientras el conductor y su ayudante iban a la parte posterior de la carreta, Fox se bajó, muy ufano.
—¿Tanto equipaje lleva? —preguntó Jules.
—No es eso. Es que traigo algo para usted.
Entonces, por la rampa del carro, controlada con cierta dificultad por el carretero y su acompañante, apareció un rodillo de jardín.
—Mon Dieu! —exclamó Jules—. No me lo puedo creer. Fijaos —les gritó a Marie y a su madre—. Mon cher ami, ¿dónde diablos lo ha conseguido?
—En Inglaterra, claro está. Encargué que lo enviaran.
Marie emitió unas sonoras carcajadas. Era imposible no apreciar a aquel hombre.
A continuación, insistió en hacerles una demostración de cómo había que utilizarlo.
—Si se hace bien —explicó—, es magnífico para reforzar los músculos y estirar la espalda.
Media hora después, al entrar en el salón vacío mientras Fox y su padre se hallaban en la galería, Marie oyó un retazo de conversación cuyo sentido no alcanzó a comprender.
—Todo está en orden. Nuestra joven amiga pronto estará instalada en Londres. En cuanto al banquero y su esposa, están encantados. Su hija es una niña afortunada.
—¿Debería conocerlos? Yo creo que me gustaría.
—Le aconsejo que no lo haga.
—Tiene razón. Le estoy muy agradecido.
—Nuestra empresa está para prestar servicio a todos nuestros clientes. De todas maneras, creo que el asunto ha terminado bien. —Calló un instante—. Debo coger el tren dentro de poco. ¿Podré tener el placer de pasar a verlos a mi regreso? Así inspeccionaré el césped.
—El placer será nuestro.
Una vez que se hubo ido, Marie le preguntó a su padre si Fox había ido para tratar también cuestiones de negocios.
—Sí, por una transacción con Inglaterra, de hecho. Es un buen hombre.
No se extendió más, ni ella tampoco se lo pidió.
De la conversación que mantuvieron entre susurros sus padres esa noche en su dormitorio no oyó, en cambio, nada.
—Me gusta Fox —confesó Jules—. Es una lástima que sea protestante.
—A mí también —convino su mujer—. Pero, de todas maneras, es protestante.
—Sí, aunque es una lástima.
Tampoco oyó el diálogo que mantuvo su padre con su tía después de que esta, al cabo de unos días, se presentara en la mansión.
—Mi querido Jules, es hora de que perdones a tu hijo.
—¿Por qué?
—La hija de Petit está acomodada en Inglaterra. Su hija ha nacido sin contratiempos y una encantadora familia, como la nuestra, la ha adoptado. Para nosotros acabaron las complicaciones respecto a este asunto. La familia Petit ha repudiado a su hija, cosa que considero abominable, pero, por desgracia, ha actuado como hubieran hecho tantos otros. Las convenciones de la sociedad son crueles, pero Marc ya ha recibido suficiente castigo. Sabes bien que no ha incurrido en un comportamiento peor del que habrían tenido muchos otros jóvenes de su edad.
—Su castigo no ha sido nada.
—Claro que sí.
—Parece que vive muy bien, después de que le retiré la asignación.
—Recibe encargos.
—¿Cuánto le das, Éloïse? —preguntó, mirando afectuosamente a su hermana.
—Si le diera algo, no te lo diría.
—No está sufriendo para nada.
—Sufre por verse privado de su padre y de su madre.
—Seguro que es un tormento para él.
—Más de lo que crees. Él os quiere.
—Lo pensaré.
Marc y Hadley llegaron a Fontainebleau para pasar allí los últimos diez días de agosto. Para Marie, fue un periodo mágico. A veces iban a dibujar al bosque, y ella iba con ellos, portando un libro y un bloc, para hacerles compañía. Con su madre, llevaron a Hadley a visitar el castillo, que le gustó más que Versalles, sobre todo los antiguos tapices que representaban refinadas escenas de caza con un intenso y variado colorido.
Por las tardes todos se sentaban en la galería. A menudo su padre leía el periódico, y Marc y Hadley charlaban, mientras ella escuchaba en silencio. Ante la insistencia de Marc, Hadley accedía a hablar de su infancia, de cuando se tiraba en trineo por la nieve, de sus hazañas de remero en la universidad o del periodo pasado en el rancho. A veces relataba pequeñas anécdotas.
—Cuando cumplí los dieciocho años, mi padre me regaló un par de cepillos de madera, de oscuro nogal americano, con mis iniciales grabadas. Siempre los llevo conmigo. Hay gente a la que le encantan los cepillos de marfil, pero yo no cambiaría los de nogal que me dio mi padre por nada del mundo.
En otras ocasiones, hablaba de sus padres.
—Creo que la afición a viajar me viene de ellos —comentó un día—. Mi padre solía tener unos días libres en verano. Antes de nacer yo, fueron a Japón, a Inglaterra, a Egipto… Y a nosotros también nos llevaron a un montón de sitios de pequeños. Espero que, cuando me case —añadió con espontaneidad—, mi mujer quiera viajar conmigo. Es magnífico compartir eso.
Ella escuchaba sin perderse detalle, hasta creyó saberlo todo de él.
Un atardecer, estando en la galería, después de haber pasado la tarde caminando por el bosque hasta las proximidades de Barbizon, territorio predilecto del pintor Corot, Hadley echó atrás la cabeza y cerró los ojos.
—Tengo la sensación, ¿sabéis?, de haber entrado en un hermoso mundo inmutable —les confió—. Hay una suavidad en la luz, una especie de eco en el paisaje… No alcanzo a expresarlo en palabras.
—Todo el mundo queda fascinado por la campiña francesa —dijo Marc—. Pero deberías comprender que los franceses somos tan conscientes de nuestra historia, que tenemos siempre plasmada a nuestros alrededor, que todos nos sentimos como si hubiéramos vivido muchas veces antes. —Esbozó una sonrisa—. Aunque sea un engaño, es una actitud fértil que nos aporta consuelo.
—También nos aporta consuelo la Iglesia —añadió su madre.
—Los mismos vinos, los mismos quesos —apuntó alegremente Jules—. El que se siente una vez francés sigue siéndolo toda la vida.
—La vida francesa posee un gran encanto —reconoció Hadley, con un suspiro de satisfacción—. No me cuesta imaginarme viviendo aquí.
¿De veras podría vivir Hadley en Francia?, se planteó Marie. Trató de representárselo viviendo en la casa de Fontainebleau. Pensó en sus esbozos, expuestos en el pasillo que conducía a la cocina; en la pintura de la estación de Saint-Lazare que le iba a regalar, colgada en el salón tal vez; y en sus cepillos, colocados encima del tocador de su padre.
También podía vivir en Estados Unidos y viajar como sus padres… Podría tener una casa en Francia, pensó, y pasar todos los veranos allí. ¿Por qué no? Sus hijos podrían ser bilingües.
Una tarde, Hadley y Marc estaban trabajando en el jardín y ella salió a mirar qué hacían. Hadley estaba pintando un arriate donde había unas magníficas peonías en flor. Por el momento, su pintura parecía un reluciente y casi informe mar de color.
—Veo lo que es, pero nunca me lo había imaginado así —comentó.
—La dificultad no está en aplicar la pintura en el lienzo —repuso él—. Lo difícil es ver lo que uno pinta, mirarlo sin ninguna idea preconcebida sobre el aspecto que debe tener. Si uno cree saber qué aspecto tiene una peonía, nunca será capaz de plasmarla. Hay que mirarlo todo como si fuera la primera vez que uno lo ve, y eso no es fácil.
—Lo puedo entender en la pintura y el dibujo, creo. Con las otras artes no funciona así, ¿verdad?
—Algunos escritores intentan hacer algo parecido, sobre todo en Francia. Son los simbolistas, como el poeta Mallarmé. También hay revolucionarios de carácter político, que dicen que deberíamos hacer tabla rasa con todo y empezar de nuevo, decidir las normas que deben regir la sociedad. Eso es, al fin y al cabo, lo que hizo el pueblo al destruir la monarquía y atacar la religión en la época de la Revolución. Supongo que la gente no ha parado de alterar las normas desde que los griegos inventaron la democracia o, incluso, desde que el hombre inventó la rueda.
—Así pues, ¿pretendes cambiar el mundo?
—No. Porque el mundo se ha portado bien conmigo, pero me gusta descubrir la verdad que se esconde tras la superficie de las cosas.
Marie lo dejó trabajando para volver a la sombra de la galería. Después cogió su bloc y empezó a dibujar el cachorro. El resultado fue peor que mediocre, pero si alguien le preguntaba qué estaba dibujando, le serviría para enseñárselo. Luego, mientras su padre se enfrascaba en la lectura del periódico, estrenó una hoja debajo del bosquejo del perrito y se puso a dibujar a Hadley.
Procuró seguir sus consejos y fijarse solo en lo que veía. Al principio le resultó extraño, pero, poco a poco, advirtió que, concentrando la vista, había reproducido con exactitud el contorno de su mandíbula y su recio cuello, así como la caída de su denso e indomable pelo. Entonces, constatando hasta qué punto lo conocía, esbozó una maquinal sonrisa. Más tarde fue con su madre a la cocina, donde ayudó a la cocinera a preparar la cena, e insistió en cocinar, de principio a fin, el flan de fresas, pues sabía que era uno de los postres favoritos de Hadley.
A finales de agosto, James Fox pasó a verlos a su regreso de Borgoña. Se notaba que había estado al aire libre. Se lo veía en forma y rebosante de salud.
Puesto que la familia tenía previsto volver a París al día siguiente, le propusieron quedarse a pasar la noche. Así podrían regresar todos juntos.
Disfrutaron de una larga comida que duró hasta las tres de la tarde. Después, en lugar de quedarse dormitando en la galería, fueron todos a pasear hasta el antiguo castillo. Los padres, Marc y Marie, Fox, Hadley y el perrito estuvieron caminando un rato por el parque. Hacía bastante calor. El cachorrillo corría excitado de acá para allá, pero al final hasta él se cansó y se rindió con agrado al lento letargo de la tarde de agosto.
Mientras volvían, las polvorientas calles de Fontainebleau parecían medio adormecidas. La calzada brillaba bajo el sol entre las casas de piedra gris o de ladrillo, que se protegían del calor tras los postigos y la sombra de los aleros. Cuando llegaron a la vía que conducía a la casa, eran los únicos viandantes de la calle, exceptuando a un amodorrado cochero, montado en un carretón tirado por un caballo, que aguardaba a alguien frente a una de las casas.
—El perro está que no puede más —comentó Marie a Fox—. Si no estuviéramos tan cerca de casa, lo cogería en brazos.
El pequeño spaniel caminaba con paso cansino desde hacía un rato. Aun así, la curiosidad le había proporcionado la energía suficiente para inspeccionar un fardo tirado en medio de la calzada. Marie reparó en ello sin inquietud. La calle estaba tranquila.
Un segundo después oyeron el sonoro golpe de un postigo que alguien abrió sin cuidado. Sin duda también había abierto la ventana, porque el vidrio despidió un repentino destello al recibir los rayos de sol.
No fue nada, pero bastó para espolear el caballo del carretón parado. Tras erguir la cabeza, el animal se precipitó hacia delante y, antes de que el cochero pudiera reaccionar y sujetar las riendas, el carro enfiló a toda velocidad la calle.
El perrillo no vio el vehículo que se acercaba por detrás y, si lo oyó, no hizo caso. Estaba interesado en el fardo y el curioso olor que despedía.
Marie exhaló un grito y todos se volvieron a mirar.
Nunca habría creído que Fox, que era un hombre alto, pudiera moverse tan deprisa. Se lanzó corriendo hacia el perrillo y, tras cogerlo con una mano, rodó por el suelo. Cuando el carretón hubo pasado a tan solo unos centímetros, apareció tendido en la calzada sujetando al animalillo por encima de la cabeza.
—Mon Dieu —musitó Marc.
Un segundo más tarde, y no habría salido tan bien parado.
—Vaya reflejos —le elogió Hadley.
Fox se puso en pie, lleno de polvo y con una manga desgarrada.
—Gracias al críquet —dijo.
—Ay, señor Fox —gritó con gratitud la madre de Marie.
Su hija, que se encontraba delante de ella, corrió hacia Fox y le dio un beso en la mejilla.
Jules torció el gesto un instante. Aun sin estar escandalizado, consideraba que Marie no debía hacer eso.
Fox se percató de su reacción.
—Hombre, de haber sabido que iba a verme recompensado con un beso… —dijo a todos de buen humor, mientras se aproximaba a Jules y le entregaba el cachorro—. ¡Tendría la amabilidad, señor, de dejar este animalillo en medio de la calle para que pueda repetirlo!
Jules se echó a reír, distendido. Su esposa acababa de fijarse en el brazo de Fox.
—Mi querido Fox, pero si está sangrando —señaló.
—No es nada. Lo limpiaremos cuando lleguemos a la casa.
La carta lo estaba esperando cuando llegó al estudio de París. Al día siguiente, cuando Hadley fue a verlo, Marc se la mostró.
Mon chéri:
Bienvenido. Te echo de menos. Cada vez que hacemos el amor, deseo más y más, y creo que a ti te ocurre lo mismo.
Ha llegado, sin embargo, el momento de tomar una decisión, chéri. ¿Vamos a encontrar algo mejor que esto con otra persona, tanto tú como yo? No lo creo.
Yo quiero tener hijos. Todavía tenemos tiempo. Sabes que soy una mujer con medios. Eso podría facilitarte la vida. ¿No preferirías tener hijos con una mujer que te quiere, en lugar de seguir viendo a esas amantes que tienen hijos que debes ocultar?
De todas maneras, si decides que no es eso lo que quieres, si no quieres casarte conmigo, entonces, por más que te quiera, chéri, te voy a dejar para encontrar a alguien que me dé lo que quiero y merezco.
Piénsalo. Je t’aime.
H
—Quiere casarse conmigo —dijo Marc, encogiéndose de hombros.
—Está claro.
—¿Qué piensas?
—Podría ser peor. ¿Qué sientes por ella?
—Nunca me aburre. Siempre hay algo nuevo. Tiene… —buscó la palabra adecuada— una inteligencia implacable.
—¿Implacable?
—Me fascina. Aparte, rindo mucho en el trabajo cuando ella está aquí.
—Cásate con ella.
—Es mayor que yo.
—Eso no lo es todo. Parece que va a envejecer bien.
—No sé. No sé qué pensarían mis padres.
—Si te casas con una mujer que posee una pequeña fortuna y no cometes desatinos, Marc, yo creo que se van a conformar. —Hadley sacudió la cabeza—. Tendrás que comprometerte, nada más.
—Pero es que yo nunca me he comprometido con nada en toda mi vida —objetó.
—Sería una manera de empezar.
—No sé.
—La vas a perder. No creo que sea una amenaza en vano. Se irá. —Miró fijamente a Marc—. La cuestión es si podrás vivir sin ella.
—Puedo vivir sin nadie.
Hadley suspiró.
—Has hablado como un verdadero artista.
—¿Eso crees? —preguntó Marc, sorprendido.
—Dicen que la mayoría de los artistas son monstruos. No todos, pero la mayoría.
—Me refería a si crees que soy un verdadero artista.
—Ah, ya veo. —Hadley sonrió—. Bueno, por lo menos eres un monstruo. Eso ya es algo.
Le devolvió la carta a Marc, que la dejó encima de la mesa.
—Por cierto, le prometí a Marie que nos reuniríamos con ella en la calle Laffitte —dijo—. Será mejor que salgamos. Pensaré en lo de Hortense por el camino.
La galería Vollard se encontraba cerca de la de Durand-Ruel, que era más antigua. Su propietario era un individuo hosco. A diferencia de Durand-Ruel, no apoyaba a los artistas.
—Es un simple comerciante de obras —le había explicado Marc a Hadley—. Compra lotes baratos y los vende rápidamente. Aun así, organiza exposiciones muy interesantes. En el 95, montó una gran exposición de Cézanne, que era prácticamente un desconocido, y adquirió cierto prestigio.
Aguardaron un poco a Marie, pero, en vista de que no llegaba, fueron a saludar al propietario.
Vollard era un hombre corpulento, con barba, buen observador. Marc le indicó que le interesaba ver un Cézanne.
—Hará caso omiso de lo que le he pedido y traerá otra cosa —le susurró a Hadley.
Y, efectivamente, Vollard regresó al cabo de un momento con un cuadro de Gauguin, una escena de Tahití.
Examinaron los extraños y exóticos colores.
—Tiene mucha fuerza. Es asombroso —comentó Hadley.
—Vuelvan dentro de un par de meses. Voy a montar una gran exposición de Gauguin —los informó.
—¿Qué más querría enseñarnos? —preguntó Marc.
—¿Qué les parece esto?
Vollard sacó una pequeña pintura de un paisaje rural francés, probablemente del Midi. En cierto sentido presentaba algunas similitudes con la pintura de Gauguin, pero dejaba entrever un extraño nerviosismo, una especie de apremio y miedo cósmicos difíciles de definir.
—¿De quién es? —preguntó Hadley.
—Murió hace casi diez años. Su hermano era un marchante, de poca envergadura, pero bueno. Compré unos cuantos cuadros. Todavía me quedan varios. No son caros —comentó sin entusiasmo—. El pintor se llama Van Gogh.
—No he oído hablar de él —confesó Hadley.
—Poca gente lo conoce —dijo Marc—. Compra uno si te gusta, aunque no esperes ganar dinero con él.
Miraron varias obras más, esperando a que Marie llegara, pero no apareció. Al cabo de una hora se marcharon. En el trayecto de regreso al estudio de Marc, se pararon a tomar algo.
Marie se sentía molesta consigo misma. Había estado comprando con su madre y se había equivocado de hora. Cuando llegó a la galería Vollard, el propietario le dijo que su hermano se había marchado hacía diez minutos.
Puesto que apenas había un cuarto de hora andando de allí hasta el estudio de su hermano, resolvió ir a verlo para disculparse.
Cuando llegó al portal, lo encontró abierto, de modo que subió. Llamó a la puerta del estudio, pero no oyó nada. Probó a accionar la manecilla y abrió.
—¿Marc? —lo llamó.
Silencio. Por lo visto, aún no había vuelto. Se planteó marcharse, pero al final resolvió esperar un rato. Si se demoraba mucho, le dejaría una nota.
Caminó un poco por el estudio, miró por la ventana, reparó en los cuadros adosados a la pared. Estuvo tentada de mirarlos, pero pensó que a él no le gustaría si notaba que los había tocado.
Se sentó. Transcurrieron veinte minutos. Quizá Marc había ido a otro sitio y lo más sensato era dejarle una nota. Buscó papel y algo con lo que escribir. Había una carta encima de la mesa. La cogió sin pensar. Empezaba con un «Mon chéri». Era de carácter personal, sin duda. No debía leerla. La dejó. La volvió a mirar. Al final la leyó.
Entonces oyó unos pasos por las escaleras y luego las voces de Marc y de Hadley.
Se apresuró a sentarse y procuró adoptar un aire despreocupado, pero estaba muy pálida.
Marc se llevó una sorpresa al ver a Marie sentada en su estudio.
—Te hemos echado de menos en la galería de Vollard —exclamó—. ¿Creías que nos habíamos dado cita aquí?
—No. Ha sido culpa mía. Estaba comprando con mamá. He llegado justo cuando os habíais ido. He venido para disculparme.
Había algo raro. Estaba pálida y su voz sonaba forzada. Miró la mesa y vio la carta de Hortense.
Personalmente, no le importaba lo que Marie supiera, pero a sus padres sí. A todo el mundo le daría igual, en cambio, si su amigo norteamericano había hecho el calavera. Cogió con desenfado la carta y se la entregó a Hadley.
—No deberías dejar estas cosas por ahí, mon ami —murmuró.
Afortunadamente, Hadley comprendió enseguida.
—Ah —dijo en voz baja, antes de plegar la carta y guardársela en el bolsillo.
Estuvieron charlando un momento. Era difícil precisar si Marie había leído la carta o no, y Marc desde luego no pensaba preguntárselo. Luego, después de disculparse una vez más por no haber acudido a la galería, ella anunció que debía volver a casa.
—Gracias por sacarme de esta —le dijo Marc a Hadley, una vez que se hubo ido—. ¿Habré arruinado tu reputación para siempre?
—Tu hermana es una persona muy bien educada —destacó Hadley, devolviéndole la carta—. No creo que la haya leído siquiera.
Media hora después, la tía Éloïse se quedó de piedra al ver aparecer de improviso a Marie en su casa, con expresión desconsolada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Éloïse.
Marie se sentó en el sofá. Al principio, fue incapaz de hablar.
—Algo terrible —exclamó—. Es Hadley. Tiene una amante.
—Mi pequeña Marie —respondió, sonriendo, su tía—, Hadley es un joven atractivo. No sería nada extraño que tuviera una amante.
—Ella quiere casarse con él.
—Esto tampoco tiene nada de raro.
—Y ya ha sido padre de un niño, no hace mucho.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó, con cara de extrañeza, Éloïse.
—Había una carta. La había dejado encima de una mesa en casa de Marc. La he leído. Ha sido terrible —aseguró, sacudiendo la cabeza, antes de echarse a llorar.
Éloïse se quedó mirándola.
—¿Tanto te importa lo que haga Hadley?
El silencio de su sobrina le hizo entender qué es lo que estaba pasando de verdad.
—Mi pobre Marie, qué tonta soy. No se me había ocurrido. Estás enamorada de Hadley.
—No. No.
—Sí lo estás. ¿Y por qué no?
—No debes decírselo a nadie —suplicó Marie—. Prométeme que no lo dirás.
Luego dio rienda suelta a los sollozos, como si se le fuera a partir el corazón.
La nota que escribió la tía Éloïse era muy breve. Era una orden. Después de entregársela a su ama de llaves con instrucciones precisas, volvió a ocuparse de Marie.
Le hizo tomar un poco de té. A continuación se sentó con ella y se puso a hablar con sosegada voz del amor que habían profesado muchas mujeres por hombres de talento. Habló de Chopin y George Sand, la escritora que lo había amado, y de Wagner y Cosima, su última esposa, que había dejado a su marido para casarse con él. La conversación de la tía Éloïse no tenía ningún propósito en particular, aparte de indicar que las más nobles mujeres podían enamorarse de hombres que tenían ciertos dones. Su objetivo principal era mantener distraída a Marie hasta que su ama de llaves regresara. Esta llegó, por fin, al cabo de una hora casi, y dirigió un mudo gesto a la tía Éloïse.
—Toma un poco más de té, cariño, que yo vuelvo dentro de cinco minutos —le dijo mientras abandonaba la habitación.
Abajo en la calle, encontró a Marc esperándola, tal como le había encargado.
—Me vas a decir la verdad de entrada —le ordenó—. Marie ha leído una carta. ¿Iba dirigida a ti o a Hadley?
—Hemos considerado mejor que ella creyera que iba dirigida a Hadley. Ya sabes lo que piensan mamá y papá de todo eso. Marie no debe saber nada de…
—Ya sé. Esa es su opinión. El problema es que ahora tiene un mal concepto de Hadley.
—¿Y eso tiene importancia?
—No, en absoluto —mintió su tía—. Lo que ocurre es que lamento que Hadley tenga que cargar con la responsabilidad de lo que no ha hecho. No está bien tratar así a un amigo, que además es extranjero en nuestro país.
—Es verdad. Me avergüenzo de ello. ¿Qué puedo hacer?
—Nada. Nada en absoluto. Yo me ocuparé de Marie. —Hizo una pausa—. Estoy cansada de todas estas mentiras, Marc, eso es todo. Ahora vete a casa.
Primero le dio una copa de coñac.
—Te voy a contar la verdad, pero deberás guardar un secreto. No debes decirles a tus padres que estás enterada. ¿Me lo prometes?
—Bueno, sí —respondió Marie.
—Perfecto. Bien, creo que ya es hora de que te tratemos como a una adulta.
—Oh —exclamó Marie cuando hubo terminado—. Marc ha obrado muy mal, entonces.
—Ay, hija mía, cuando tengas muchos más años, sabrás de muchos hombres… y mujeres… que han hecho lo mismo o cosas peores, y serás comprensiva con esa clase de errores.
—Y Hadley…
—No era la persona a quien iba dirigida la carta. Y que yo sepa, no ha tenido ningún hijo ilegítimo con nadie…, cosa que no se puede decir de tu hermano.
—Entonces Hadley ha cargado con la culpa de mi hermano. Es un santo.
—¡No, no es un santo! —gritó la tía, dejándose llevar un momento por la irritación—. Y un chico de tan buena presencia como él debe de haber tenido probablemente alguna que otra amante a estas alturas. —Calló un instante—. Veamos, Marie, tú estás enamorada de Hadley. ¿Tiene él alguna idea de tus sentimientos?
—Oh, no. No creo.
—¿Y si quisiera casarse contigo…?
—No creo que papá lo permitiera…
—Proviene de una familia muy respetable, según tengo entendido. ¿Es católico?
—No. Le he oído decir a Marc que su familia es protestante.
—Y seguramente va a volver a América. ¿Te imaginas viviendo en Estados Unidos, lejos de tu familia? Tendrías que hablar inglés. Sería muy distinto, Marie. ¿Lo has pensado?
—En mis sueños, sí —admitió Marie.
—¿Y qué?
—Cuando estoy con él, me siento feliz. Solo quiero estar con él. Es lo único que sé. Quiero estar con él, siempre —insistió.
—No te puedo aconsejar. Tus padres no querrán perderte, de eso estoy segura, pero si tú y Hadley realmente quisierais casaros y creyeran que podrías ser feliz, es posible que aceptaran, aunque no estoy segura.
—¿Qué debo hacer?
—En primer lugar, deberías dejar entrever a Hadley que te gusta. Podría resultar que tú le gustas más de lo que crees. Si no corresponde a tus sentimientos, te dolerá mucho, pero al menos sabrás que no debes perder el tiempo.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
Su tía se quedó mirándola.
—En fin, veo que será mejor que tome cartas en el asunto.
Una semana después, Hadley recibió, sorprendido, un mensaje de la tía Éloïse en el que esta le decía que deseaba recibirlo en su casa. Él, naturalmente, acudió. Cuando llegó, la mujer le dispensó una cordial acogida.
—En realidad nunca has visto mi pequeña colección, ¿verdad? —le dijo—. ¿Querrías verla?
—Con mucho gusto.
Su selección de cuadros era magnífica. Había varios Corots, un pequeño bosquejo de Millet y diversas escenas campestres de otros representantes de la escuela de Barbizon. Tenía más de veinte impresionistas, entre los que se contaba una preciosa escena de clase de ballet de Degas, e incluso un pequeño Van Gogh que le había comprado a Vollard a un precio irrisorio.
De repente, el joven se detuvo, asombrado.
—Yo quería comprar este cuadro —exclamó.
—¿El Goeneutte de la estación de Saint-Lazare?
—Sí, pero no pude. Así que lo compró usted.
—No exactamente. Marie me pidió que se lo comprara. Me lo pagará cuando pueda. No sabía que te gustaba tanto.
—Tiene buen gusto —comentó—. Bueno, ya que no pude quedarme yo con él, me alegra que haya ido a parar a alguien de su familia.
—Marc posee talento, no cabe duda, aunque está por ver en qué grado. Marie, en todo caso, tiene buen ojo. Estoy segura de que un día llegará a tener su propia colección.
—Es interesante.
—A Marie la han educado para que sea muy discreta —destacó—, pero tiene más fondo de lo que crees.
Estuvieron charlando de la temporada que había pasado en Giverny y del trabajo que se había propuesto realizar ese otoño. Aunque no parecía que lo hubiera invitado con ningún otro objetivo, no se arrepintió de haber ido, porque la conversación fue muy agradable.
Oyó un ruido en la zona del vestíbulo. Después la criada anunció que Marie había llegado.
—Ah —exclamó la tía Éloïse cuando esta entró en la habitación—. No podrías haber llegado en mejor momento. Mira quién está aquí, nuestro amigo Hadley.
—Ah, qué bien —dijo Marie, dedicándole una encantadora sonrisa.
—Ven a sentarte —la animó su tía.
Hadley advirtió que algo había cambiado en Marie. No sabía precisar qué era, pero estaba diferente. Se la veía espléndida y con un nuevo aplomo. Era como si la muchacha de ojos azules y rizos dorados se hubiera convertido de pronto en una joven resuelta.
No se había casado la semana anterior. Y seguro que no era que tuviese una aventura. Fuera lo que fuese, de repente tomaba conciencia de que Marie era muy atractiva. ¿Se habría cambiado el perfume?
—Parece que Hadley quería tu cuadro de la estación Saint-Lazare —señaló la tía Éloïse.
—Quizá deberíamos regalárselo —apuntó Marie.
—Oh, no —negó él enseguida—. Debes disfrutar de él. Yo me contentaré envidiándote.
La tía Éloïse habló de algunas de las pinturas de su piso que habían sido del agrado de Hadley y después se levantó.
—Debo dejarte con Marie, Hadley —anunció—. Tengo algo que hacer, pero volveré enseguida.
Permanecieron en silencio durante unos segundos.
—Tu tía tiene una magnífica colección —comentó Hadley, tratando de detectar todavía qué era lo que había cambiado en Marie.
—Sí. —Marie calló un instante—. Hadley, creo que será mejor que te diga que estoy al corriente de lo de Marc.
—¿Ah, sí?
—Lo de la carta, la mujer y el hijo.
—Ah.
—Mi tía Éloïse decidió que ya era hora de que creciera. Pero no les digas a mis padres que lo sé.
—No.
—Creo que en Estados Unidos es distinto. Las chicas de allí no están tan sobreprotegidas.
—Tampoco son tan diferentes.
—Mi tía piensa que es absurdo. Ya tengo edad como para estar casada.
—Sí.
—Pero me mantienen en un estado de estúpida inocencia. Pues eso se ha acabado. Quizá a ti no te parezca bien.
—Oh, no.
—Fue un buen detalle por tu parte cargar, como hiciste, con la carta de mi hermano. Creo que eres un buen amigo, aunque él no debería haberlo hecho.
—Yo habría hecho lo mismo en su lugar —mintió.
—¿Me estás diciendo que tienes una amante que quiere casarse contigo, y un hijo ilegítimo también?
—No, no —negó a carcajadas—. Ni lo uno ni lo otro.
—Eso está bien —dijo ella.
La tía Éloïse volvió a aparecer por la puerta.
—¿Querréis un té? —ofreció.
—Yo me tengo que ir —declinó Marie—. Me gustaría quedarme, pero solo he venido de paso para transmitirte un mensaje, tía Éloïse. Estás invitada a comer el domingo. Y puesto que te he encontrado, Hadley, ¿me harás el favor de decirle a mi hermano que venga? Tú también estás invitado.
—Es muy amable por tu parte.
—Hasta el domingo pues. —Dio un beso a su tía y se fue.
Después del té, Hadley se levantó para marcharse y le dio las gracias a Éloïse por aquel rato tan agradable.
—Me alegro de que te hayan gustado mis pinturas —se congratuló ella.
—Mucho. —Al llegar a la puerta, se detuvo—. Me ha sorprendido el cambio que ha experimentado Marie.
—Bueno, ya es hora de que se case, así que más vale también que… despierte. Es una joven estupenda. ¿No te parece?
—Sí.
—Quizá. —Aunque habló muy bajo, él estuvo seguro de haberle oído decir—: Quizá tú también deberías despertar.
La tía Éloïse estaba complacida. La comida familiar estaba yendo a pedir de boca, transcurría en un ambiente de armonía general. Hasta Gérard se mostraba más afable. Marie estaba radiante. Y, si no se equivocaba, Frank Hadley observaba a su sobrina con un interés mayor del habitual.
Lo que necesitaban era estar un rato a solas. A la hora del postre, se presentó la ocasión.
Habían estado hablando de la estatua de Carlomagno. Jules estaba bastante satisfecho con los resultados de su comisión.
—Hemos recaudado los fondos que se necesitaban —destacó—. Lástima que el vizconde de Cygne no viviera para verlo, porque estaría muy contento. Incluso recibimos una considerable contribución por parte de ese abogado, Ney, a cuya hija retrataste.
—Hablando de esculturas —intervino su esposa—, tengo entendido que ha habido un escándalo a propósito del escultor Rodin en los periódicos. ¿No es así?
—El beso y El pensador de Rodin son famosos en los Estados Unidos —comentó Hadley—. No sabía que hubiera habido un escándalo.
—No es exactamente un escándalo —precisó Marc—. Hace diez años, la Sociedad de Autores le encargó realizar una estatua de Balzac. Dado que muchos lo consideran como el mejor novelista de Francia, esperaban algo monumental. Rodin ha estado trabajando en la obra desde entonces y ha tenido que pedir cincuenta aplazamientos. Y ahora que la han visto, la han rechazado.
—¿Por qué? —preguntó Marie.
—He oído que es una monstruosidad —dijo Gérard.
—Ah non, Gérard —protestó la tía Éloïse.
—De hecho, tiene razón —confirmó, riendo, Marc—. Es una monstruosidad magnífica. Enfrentado a tan heroica tarea, Rodin trató de reflejar el alma del escritor, más que el hombre en sentido literal. El resultado es una forma parecida al tronco de un árbol envuelta en una capa, de la que surge una gran cabeza con un cuello recio como el de un toro. Todos se quedaron horrorizados, así que Rodin se ha vuelto a llevar el molde de yeso a su estudio y es posible que nunca lleguemos a ver la escultura en metal. Personalmente, habría preferido que la pusieran en el Père Lachaise, en lugar de esa insulsa cabeza que ahora adorna su tumba. ¿Sabes a cuál me refiero? —le preguntó a Hadley.
—¿Sabes que nunca he estado en el cementerio del Père Lachaise? —respondió él.
—¿Ah, no? —La tía Éloïse estaba estupefacta—. Es imprescindible que vayas.
—Sí, deberías ir —convino Jules—. Merece la pena.
—Propongo acompañarte yo misma —se ofreció la tía Éloïse, percibiendo las posibilidades de la visita—. Marc y Marie, tenéis que ir también. Insisto. Iremos esta misma semana, mientras todavía haga buen tiempo. —Los consultó con la mirada.
—¿Por qué no? —dijo Marc.
La tía Éloïse se estaba felicitando por su ingenio cuando Gérard intervino.
—Creo que es una idea estupenda. A nosotros también nos gustaría ir.
—¿Ah, sí? —exclamó su mujer, con perplejidad y escaso entusiasmo.
—Mi querido Gérard, me parece que te aburrirías bastante —objetó la tía Éloïse.
—En absoluto. Iremos —insistió él.
Hadley tuvo la impresión de que Marc estaba algo pálido cuando fue a recogerlo.
—¿Algo va mal? —preguntó.
—Hortense —repuso Marc.
—¿Habéis hablado?
—Podríamos decirlo así.
—¿Has roto con ella?
—Sí.
Hadley observó con expresión dubitativa a su amigo.
—Espero que sepas lo que haces —dijo.
—No se ha quedado muy contenta.
—Ya me lo imagino.
—Me ha dicho de todo. —Marc lanzó un suspiro y después se encogió de hombros—. De todas maneras, ya estoy acostumbrado.
—Me lo imagino.
—En marcha hacia el Père Lachaise —dijo Marc.
La tarde era perfecta. El aire estaba tibio todavía. Los árboles conservaban las hojas, aunque entreveradas de oro en algunos casos, y, de vez en cuando, cuando una racha de viento los hacía temblar, unas cuantas hojas caían, ingrávidas, al suelo.
Los dos hombres, la tía Éloïse y Marie iban en el carruaje de los Blanchard. Gérard y su esposa se iban a reunir con ellos en el cementerio.
Sin embargo, vieron que Gérard llegaba sin ella.
—No ha podido venir —les explicó—. Los niños la necesitaban, así que he traído a un amigo. Permitidme que os presente a Rémy Monnier.
Era un hombre bien vestido, de unos treinta años, de estatura mediana y ojos de color avellana de mirada despierta. El pelo, que llevaba muy corto, presentaba una incipiente calvicie. Irradiaba, no obstante, una energía y un dinamismo impresionantes. Parecía un hombre muy activo.
Después de dispensarles una afable inclinación, presentó inmediatamente sus respetos a la tía Éloïse, tal como exigían las reglas de cortesía.
Gérard, mientras tanto, murmuró algo al oído de Marie.
—Rémy es un buen hombre. Su familia es rica, pero, como tiene varios hermanos, está decidido a hacer fortuna por sí solo. Puedes estar segura de que lo conseguirá. Está en el sector de la banca y tiene un gran talento para las finanzas. Además, no es judío. Creo que te va a gustar.
Marie guardó silencio.
—Ah, y sabe mucho de vinos —prosiguió Gérard—. También colecciona cuadros, de maestros antiguos sobre todo. Le encanta la ópera. Es un hombre muy culto. Ha leído montones de libros.
—¿De poesía? —inquirió, aunque no le interesaba gran cosa saberlo.
—Probablemente. Toda clase de géneros.
Marie observó al banquero. Aunque ella no sabía nada de esas cosas, imaginó que Rémy Monnier era asimismo un amante experto. Seguro que en ese terreno también se había entrenado.
La visita al célebre cementerio fue muy grata. Le enseñaron a Hadley el monumento a Abelardo y Eloísa. Localizaron la tumba de Chopin, y la de Balzac, con su impresionante aunque convencional busto. Vieron las tumbas de los mariscales de Napoleón y fueron al muro de los Federados, donde la tía Éloïse explicó a Hadley la tragedia de los últimos días de la Comuna.
El banquero se acercó y estuvo muy solícito con ella mientras iban caminando. Le preguntó cómo había pasado el verano y añadió algunos interesantes comentarios sobre el castillo de Fontainebleau, que conocía bien. Después hablaron de la vendimia.
—Yo suelo viajar hasta nuestra pequeña propiedad para la vendimia, que será pronto —le dijo Marie—, aunque aún no sé si este año iré.
—Es una ocasión que no hay que perderse —opinó él—. Yo estaré en París, pero me gustaría ir a recoger uvas con usted.
También se percató de que cuando ella le explicó dónde se encontraban los viñedos de la familia, inmediatamente dedujo qué clase de uva cultivaban y cómo elaboraban el vino. No cabía duda de que era un entendido en el tema.
Pese a que habría preferido que no estuviera allí para poder hablar a solas con Frank Hadley, percibía que aquel hombre tan competente debía de resultar muy atractivo para muchas mujeres.
Una vez que hubieron visto todo lo que les interesaba del Père Lachaise, la tía Éloïse anunció que ella y Marie iban a ir al cercano parque de las Buttes-Chaumont.
—Tú y Marc nos acompañaréis, desde luego —le dijo a Hadley.
—Nosotros os seguiremos en un coche de caballos —se entrometió Gérard.
—A ver, Hadley —dijo, sonriente, la tía Éloïse mientras se alejaban en el carruaje—, llevas meses trabajando en tus pinturas en Francia, y nunca te he preguntado si estás satisfecho de tu estancia aquí. ¿Has encontrado lo que buscabas?
—Gracias a este joven de aquí —Hadley señaló a Marc— y a la amabilidad de su familia, he sido más afortunado de lo que podía esperar. Mucha gente viene a Francia y la ve desde fuera, pero, al conocer a una familia, he aprendido mucho más de Francia que la mayoría de los extranjeros.
—Eso debe ocurrir en todos los países, pero es especialmente cierto en el caso de Francia —reconoció la tía Éloïse—. Y dime, con franqueza, por favor: ¿te gusta esto de aquí?
—Ah, me encanta —aseguró Hadley.
—¿Sí? —dijo Marie.
—No es que Francia no tenga sus defectos. Me parece que la gente está un poco obsesionada con su historia, aunque, con el encanto que tiene su cultura, es comprensible. Además, en ningún caso se puede tildar a Francia de anticuada. Aunque quizá sea un poco lenta adoptando los inventos mecánicos, todos los nuevos movimientos artísticos y filosóficos florecen aquí. Por eso todos los jóvenes artistas de Estados Unidos acuden en bandada.
—¿Y cómo va tu pintura? —quiso saber la tía Éloïse—. ¿Estás haciendo progresos?
—Un poco. —Tras un breve titubeo, sonrió con pesar—. No los suficientes.
—Tú tienes talento —afirmó Marc.
—Un poco, Marc, pero no el necesario. Eso es lo que he aprendido. Estudiaré pintura toda mi vida, pero no voy a ser pintor. Eso es lo que necesitaba averiguar, y ya he visto bastante como para reconocer mis limitaciones. No estoy decepcionado. Solo necesitaba saberlo.
—Es demasiado pronto para renunciar —disintió Marc—. Díselo tú, Marie.
—Yo vi trabajar a Hadley en Fontainebleau y me quedé muy impresionada —admitió ella—. De todas maneras, prefiero saber qué piensa él.
—He decidido que quiero llevar una vida más parecida a la de mi padre. Ya he descartado dedicarme a los negocios. Quiero vivir en el mismo mundo en torno al que giráis tú y tu tía, Marc. Si me aplico, podría conseguir alguna plaza en algún centro de bellas artes. Eso me dejaría tiempo libre para realizar mis propias obras y viajar en verano. Aunque no soy rico, no carezco de medios. Dispondré de suficientes ingresos propios para vivir con holgura.
—Podrías tener una casa en Francia y pasar los veranos aquí —apuntó Marie.
—Sí, podría —respondió Hadley, sonriendo—. Parece una estupenda idea.
Habían llegado a la verja del parque de las Buttes-Chaumont.
—Marc, espera aquí a Gérard y a su amigo —indicó la tía Éloïse—. Después llévalos al templete de arriba y nos reuniremos allí.
Acto seguido, se llevó con ella a Hadley y a Marie.
El aire era tibio. Apenas vieron un alma mientras recorrían el sinuoso sendero que conducía al pequeño lago. En el centro de este, la isla surgía en una empinada pendiente hasta culminar en el templete que la coronaba.
—Por aquí —dijo la tía Éloïse, antes de conducirlos por el borde del lago hasta que oyeron el ruido de una cascada—. Es una de las maravillas de este lugar —le informó a Hadley—. Era la entrada de una antigua cantera de yeso, que han transformado en gruta con una cascada y estalactitas artificiales.
Entraron juntos en la solitaria gruta.
—Voy un momento a ver dónde están los otros —anunció la tía Éloïse, antes de dejarlos solos.
El agua caía con una deliciosa cadencia. Las estalactitas prendidas del techo conferían un aire mágico a la cueva. Juntos levantaron la vista hacia un retazo de cielo azul que se veía por encima de la cascada. Marie se internó en la gruta, bajo el festón de las estalactitas, y se quedó mirando a Hadley mientras este inspeccionaba la zona de la entrada.
Nunca había estado totalmente sola con él. Aunque notaba el pulso acelerado, mantuvo la calma. Él se acercó.
Ella lo miró a la cara. Casi estaba temblando, pero, con un esfuerzo de voluntad, logró mantener el dominio de sí.
—Parece que mi carabina me ha abandonado —dijo en voz baja.
Él la observó, vacilante.
—Por lo que se ve, confía en que no me voy a comportar como Marc —respondió él con un asomo de sonrisa.
Ella sonrió con un gesto medio displicente, sin dejar de mirarlo.
—¿Por qué?
Viéndola con la cara vuelta hacia la suya y los labios entreabiertos, Frank Hadley sintió una intensa oleada de deseo. Aun así, tal vez se habría contenido, pero el hecho de que ella estuviera al corriente de los escarceos de su hermano y además se lo hubiera dicho había derribado de algún modo la tremenda barrera de su inocencia. Para él, aquella chica ya era una mujer. Inclinando la cabeza, la besó.
Marie se encontró de repente acogiendo su beso, con la cabeza echada hacia atrás, mientras sentía que él le ceñía la cintura y la atraía hacia sí. Alargó las manos para rodearle el cuello y el torso, movida por una necesidad de abrazarlo, casi al borde del desmayo.
Entonces el sonido de una voz rompió el hechizo.
—Pero ¿qué demonios estáis haciendo? —gritó Gérard—. ¿Te has vuelto loca, Marie? —le preguntó cuando, precipitadamente, se separaron.
Gérard asumió el mando. Por una vez, todos tuvieron que obedecer sus instrucciones. Ni una palabra, ordenó. No había que decir ni una palabra a nadie, ni siquiera a Marc.
Afortunadamente, Rémy Monnie no tenía ni idea de lo que había pasado. De lo contrario, no solo hubieran acabado allí las posibilidades de Marie con él, sino que, al menor comentario que Monnier hubiera dejado escapar, la noticia se habría propagado por todo París.
Hasta la tía Éloïse, que había tenido la desvergüenza de dejarlos solos, tuvo que callar. Aquello no hacía más que confirmar la opinión que Gérard ya tenía formada de ella como una persona irresponsable. Si no hubiera decidido bajar para ver dónde estaban, tomando un sendero distinto de donde montaba guardia ella, habría podido acabar saliéndose con la suya. ¿Y adónde habrían ido a parar con aquel desatino?
A continuación, subieron calmadamente al templo, Marie al lado de su tía, y él con Hadley. Admiraron la vista que se veía desde lo alto de la colina. Después Monnier declaró que había pasado una tarde estupenda.
En la entrada del parque, Gérard propuso con toda naturalidad que los demás se fueran en el carruaje de la familia y dejaran a Rémy Monnier en su casa, que al estar cerca del parque Monceau les quedaba casi de camino. Él acompañaría a Hadley a la suya.
—Nunca tengo la oportunidad de hablar con él.
Así pues, Rémy Monnier subió en el mismo carruaje que Marie, mientras Hadley se iba con Gérard.
Gérard no se anduvo con rodeos. Aun así, Hadley quedó sorprendido por la afabilidad con la que le habló.
—Tendrás que perdonarme, mi querido Hadley, pero debo proteger la reputación de mi hermana…, en vista de lo descuidada que ha sido mi tía. En mi lugar, te sentirías obligado a hacer lo mismo.
—La culpa es mía, no de ella… —quiso disculparla Hadley, pero Gérard lo atajó.
—Esa gruta es un sitio romántico, y mi hermana…, bueno, en mi opinión, tiene todas las cualidades que se puedan desear en una mujer.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—La has besado. Cualquiera de nosotros podría haber hecho lo mismo. Para eso están las carabinas.
—Le aseguro que no pretendía faltarle al respeto.
—Por supuesto que no. Sabemos que eres una buena persona. Mi hermano Marc, a quien todos queremos, no lo es. Su familia lo sabe y estoy seguro de que tú también eres consciente de ello. De hecho, mis padres consideraban que tú ejercías una buena influencia en él. Pero dime, Hadley, ¿cuáles son tus intenciones?
—Todavía no había llegado a esa fase —respondió con sinceridad—. Ha sido todo un poco repentino…
—Nosotros te apreciamos mucho, Hadley —declaró Gérard—, pero no puedes casarte con Marie. Es impensable. Piénsalo un poco. Tú vas a volver a Estados Unidos. ¿Te la llevarías lejos de toda su familia? ¿Sería ella feliz allí? Mis padres no darían su consentimiento a la boda y, por eso mismo, yo me opondría de plano. Además, tú eres protestante y Marie es católica. ¿Tienes intención de convertirte? Porque ella no se va a hacer protestante.
Dejó aquella cuestión en el aire. Luego, cuando lo dejó frente a su casa, añadió:
—¿Crees que Marie se ha enamorado de ti, Hadley?
—No sabría decir.
—Bueno, yo tampoco, pero suponiendo que sea así, lo mejor sería dejarla en paz. No des pie a expectativas que no puedes cumplir. No estaría bien.
El problema era, pensó Hadley mientras subía las escaleras, que probablemente, y pese a que Gérard no le era muy simpático, no le faltaba razón.
Al día siguiente, tras analizar un poco las cosas, tomó una decisión.
En el plano profesional, ya había logrado el objetivo que lo había llevado a Francia. Estaba preparado para regresar a Estados Unidos y empezar su carrera laboral.
En otras circunstancias, quizás habría pasado más tiempo con Marie y tal vez la habría pedido en matrimonio. La perspectiva de vivir en Europa y pasar los veranos en Francia era tentadora.
Sin embargo, ¿qué iban a sacar de bueno, tanto el uno como el otro, si tenían que enfrentarse a una implacable oposición por parte de su familia? Lo más sensato y decente era irse.
Al día siguiente envió un cable a su padre. Después, fue a ver a Marc.
—Mi padre está enfermo. Tengo que volver inmediatamente a casa.
—Qué lástima, justo cuando nos estábamos acostumbrando a ti. Lo lamento mucho.
—Yo también lo siento, pero no queda otro remedio.
A continuación fue a visitar a Marie y a sus padres.
Jules y su esposa, que no tenían motivos para dudar de la veracidad de sus palabras, lo animaron encarecidamente a volver a visitarlos en cuanto regresara.
—Si alguna vez van a Estados Unidos, mis padres y yo estaremos encantados de acogerlos —los invitó a su vez.
—Si vamos, tú serás el primero en saberlo —le prometió Jules.
Su entrevista con Marie no fue fácil.
—Te vas por mi culpa, ¿verdad? —le dijo ella.
—No, no. En absoluto.
—¿Qué te dijo Gérard?
—Poca cosa. En realidad, fue bastante amable. Pero quiere proteger tu reputación. Es comprensible.
—¿De veras está enfermo tu padre?
—Por desgracia, sí.
—¿Volverás cuando se cure?
—Todavía no he pensado en eso. Solo sé que tengo que ir con él lo antes posible.
Asintiendo, Marie le tendió la mano.
—Adiós, Hadley —dijo.
Cuando se hubo marchado, informó a sus padres de que se retiraba a descansar un rato. Después cerró la puerta, hizo girar discretamente la llave y, hundiendo la cara en la almohada para ahogar el ruido, estuvo llorando más de una hora. Sabía que lo había perdido.
Dos días después, se trasladó a los viñedos de la familia para participar en la vendimia.
Una semana después de su regreso a París, James Fox acudió a ver a Jules Blanchard.
—He venido por un asunto personal —anunció.
—¿En qué puedo servirle, mi querido Fox? —respondió Jules.
—Tengo que decirle algo que quizá no le guste. Estoy rendidamente enamorado de Marie y quiero solicitar su permiso para comunicárselo a ella.
—¿Tiene ella alguna idea al respecto?
—Que yo sepa, ninguna. Primero he venido a verlo a usted.
—Un comportamiento loable, aunque no me sorprende. ¿Cuánto hace que está enamorado de ella?
—Desde el primer día en que la vi. Fue un flechazo, pero desde entonces he tenido ocasión de conocerla y quererla por todas sus cualidades. De lo contrario, no estaría aquí para pedir su mano.
Jules reflexionó un momento.
—Fox, nosotros lo apreciamos mucho, y yo opino que sería un buen marido. Ignoro qué pensará ella de su propuesta. Ella es la que deberá decidir.
—No albergo el menor deseo de casarme con una mujer que no quiera casarse conmigo.
—Desde luego. De todas maneras, debo decirle que la cuestión de la religión representa un problema.
—Para mí también. He mantenido una larga conversación con mi padre, que desearía que me casara con una protestante.
—Ah, ya veo.
—Mi padre es, sin embargo, realista y, como comprende la firmeza de mi deseo, ha realizado una concesión que quizá le resulte chocante, pero que para mí supone la única esperanza de poder casarme, sin causarle una profunda aflicción a mi propia familia.
—Lo escucho.
—Yo seguiría siendo protestante y mi esposa seguiría siendo católica.
—Eso sería aceptable. Pero ¿y los hijos? Ese es el escollo principal.
—En Francia, la sociedad es mayoritariamente católica. En Inglaterra, claro, predomina la Iglesia anglicana y, para serle sincero, en muchos sentidos todavía hay cierta suspicacia respecto a los católicos. Por ello mi padre propone que, si vivimos en Francia…, cosa más que probable por ahora…, los hijos sean católicos. No obstante, si más adelante el negocio familiar exigiera mi presencia en Londres, entonces toda la familia participaría en el culto en un templo de la Iglesia anglicana. La iglesia que tenemos cerca de nuestra casa londinense es, de hecho, tan High Church, tal como dicen los anglicanos, que muchos católicos que la visitan no creen que sea protestante.
—Es como una especie de subterfugio, no muy honrado que digamos.
—Exactamente.
—No sé qué pensará Marie. Habrá que decírselo.
—Sí.
—A mi esposa no le gustará.
—A usted le corresponde decidir si la pone al corriente o no. Al fin y al cabo, no es algo que se vaya a notar.
—No. En Francia no habría ningún problema. Tampoco es que yo tenga secretos con mi mujer, por supuesto.
—Sí, claro.
—Vuelva dentro de una semana. Deje que hable con Marie y con mi esposa… Después le daré una respuesta.
—Es lo único que pido.
—Sea cual sea la respuesta, mi querido Fox, me siento honrado con su propuesta —le aseguró, muy sonriente.
Al cabo de dos días, su padre le contó a Marie la conversación que había mantenido con Fox.
—Fox es una gran persona —le alabó—, y parece que está muy enamorado de ti. Por eso hay que procurar dar una respuesta clara.
—No creo que fuera infeliz. Por lo menos de eso estoy segura —dijo Marie. «Y eso es mejor de lo que tengo ahora», se dijo—. Es que hasta ahora solo lo había visto como un amigo.
—La amistad puede ser la mejor base para una relación —apuntó su padre.
—Sí. ¿Puedes darle permiso para cortejarme? —preguntó, bastante animada—. La tía Éloïse siempre puede hacerme de carabina. Así podré formarme una idea de cómo es.