Capítulo seis

Octubre de 1307

Jacob ben Jacob había estado fuera toda la noche y toda la mañana del día siguiente. Había buscado en la carretera principal que conducía al sur, había preguntado a todos los campesinos y viandantes. Nada. Había buscado en otros caminos, por el este.

No había encontrado ningún rastro. O bien su hija había tomado otro camino, o bien todavía estaban escondidos en la ciudad. También cabía la posibilidad de que todo hubiera sido un malentendido y que hubiera vuelto sin percance a casa. Sí, podía ser. Rogaba a Dios por que así fuera.

De lo contrario se vería enfrentado a un grave problema. ¿Cómo iba a explicar su ausencia? ¿Podía fingir que había muerto? Se puso a cavilar sobre tal posibilidad. No podía decir que había caído enferma. Aparte de que ningún médico había ido a verla, las dos criadas de la casa sabrían que no era cierto. ¿Y si contaba que había sufrido un accidente fuera de la ciudad? ¿Podía inventar alguna historia que no suscitara el recelo de las autoridades? ¿Podía organizar un velatorio en torno a un ataúd vacío y mirar mientras lo bajaban y escondían la memoria de su hija en la tierra?

Pero ¿y si volvía otra vez?

De una manera u otra, había que ocultar el asunto. Nadie debía saber lo que había hecho Naomi.

Jacob ben Jacob era un hombre bajito, con grandes entradas y unos ojos azules de bondadosa mirada. Quería a su hija Naomi con todo su corazón, pero también pensaba en su amada esposa, Sarah. Aunque el pelo se le había vuelto cano cuando Naomi aún era niña, pese a todo el sufrimiento que había soportado en silencio, todavía conservaba la lisura de la tez y el mismo brillo que tenía en los ojos veinte años atrás. ¿Cuánto más tendría que padecer si se descubría el asunto? Hasta su hermano menor se vería salpicado…, como poco quedaría bajo sospecha durante años. En cuanto a sí mismo, prefería no pensar en cuáles serían las consecuencias. Y Naomi sabía muy bien todo eso. Por ello, a pesar de su amor, no podía dejar de maldecirla.

El sol se ponía ya cuando cruzó el Sena y siguió en dirección norte hasta la calle Saint-Martin. Al llegar a la altura de su casa, se apresuró a entrar. Sarah estaba de pie en el vestíbulo.

—¿Qué? ¿Dónde está? —exclamó.

—No lo sé, Jacob.

Sacudiendo la cabeza con pesar, su esposa le entregó un pergamino.

—¿Qué es?

—Una carta. Es de ella.

Jacob durmió mal esa noche. Se levantó al alba y decidió ir a dar un paseo. Con la carta metida en la bolsa que colgaba de su cinto y cubierto con una capa, salió a la calle. Situada en la calle Saint-Martin, su casa no quedaba lejos de las puertas septentrionales. Saliendo por la muralla, tomó el sendero que tantas veces había tomado con Naomi y que conducía al pequeño huerto que poseía en lo alto de aquellas cuestas.

Era viernes, 13 de octubre, y la mañana estaba brumosa. Mientras subía por aquel sinuoso camino, lo saludó el panorama del azul del cielo de poniente iluminado por el sol naciente, mientras abajo, la gran ciudad amurallada y los barrios de extramuros quedaban ocultos por la niebla, a excepción de las torres de Notre Dame y la media docena de pináculos que emergían, dando la impresión de flotar, como por arte de magia, sobre una alfombra plateada. ¿Cómo podía alguien, ya fuera judío o cristiano, no sentirse reconfortado por aquellas exquisitas ciudadelas suspendidas en los cielos?, se preguntó Jacob, contemplándolas.

Jacob ben Jacob amaba París. Aquel era su hogar, tal como lo había sido para su padre y su abuelo. Ya de niño, le fascinaba la amplia cinta del Sena, los viñedos de las colinas, los aromas de las angostas calles, y hasta las maravillas de Notre Dame y la Sainte-Chapelle, aunque fueran templos consagrados a una religión que no era la suya. De mayor, la ciudad seguía ejerciendo el mismo hechizo en él. No quería irse nunca de allí. En aquel momento, no obstante, la vista de París le inspiraba tan solo desesperación.

Sacó la carta de Naomi y la volvió a leer.

La carta estaba escrita con habilidad, de eso no cabía duda. Pese a que a él no lo engañaba la inmensa mentira que contenía, la intención de Naomi había sido que los demás creyeran lo que había escrito. Y era posible que su argucia funcionara.

Ello no alteraba, con todo, una horrible realidad. Había perdido a su hija y tal vez no la volviera a ver nunca más.

¿Era por culpa suya? Desde luego. El Señor lo estaba castigando. Había cometido una falta horrible y ahora debía pagar por ello.

Jacob sacudió con tristeza la cabeza. Se preguntó si había estado tomando malas decisiones toda su vida. ¿Cuándo había empezado a ir por el mal camino?

Por desgracia, conocía de sobra las respuestas.

Había tenido una infancia feliz. Su padre era una persona instruida que se ganaba la vida ejerciendo como médico. Era muy exigente en lo tocante a la cultura. «Los mejores eruditos judíos se encuentran en España y en el sur —solía decir—, pero París no está tan mal». Profesaba un leve desdén por el intelecto del rabino, quien era bien consciente de tal circunstancia. Para un niño, en cambio, era la bondad personificada. Cada noche, cuando el pequeño Jacob se acostaba, acudía a rezar la shema, la oración de la noche, con él: «Shema Yisrael Adonai eloheinu Adonai ehad» (Oye, oh, Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es uno).

Todas las mañanas, repetía la oración con su hijo. Aparte, su padre tenía muchos amigos. Como se relacionaba con prominentes familias cristianas, así como con judías y estaba bien considerado, el joven Jacob había crecido en un ambiente de tolerancia. Su mejor amigo, Henri, un guapo muchacho pelirrojo de mirada viva, pertenecía a una rica familia cristiana de mercaderes llamada Renard.

Hasta donde le alcanzaba la memoria, el destino de Jacob estaba marcado desde su nacimiento. Iba a ser médico, como su padre, el cual estaba orgulloso de ello. Su familia y sus amigos lo daban por sentado. De niño, la perspectiva le parecía espléndida. Todo el mundo respetaba a su padre. No tenía más que seguir sus pasos para disfrutar de una vida maravillosa.

A los doce años, empezó a tener dudas. Apenas alcanzaba a dilucidar por qué. Quizá se debiera a que no podía aplicar su talento respecto a las matemáticas en las artes médicas, o tal vez hubiera otros motivos.

Aparte, estaban los pacientes. A veces su padre lo llevaba con él y lo dejaba mirar mientras examinaba a los enfermos. Después le explicaba el tratamiento que les recomendaba y por qué. Jacob adquirió dotes para determinar dolencias y proponer remedios. Su padre estaba contento con sus progresos y él se sentía orgulloso.

No obstante, a medida que transcurría el tiempo, empezó a notar que no disfrutaba con aquello. Primero se sorprendió y después lo asaltó la preocupación. Lo cierto era que no quería pasarse la vida con enfermos. Admiraba mucho a su padre y siempre había aspirado a ser como él, pero quizá fuera diferente.

No tenía idea de qué debía hacer y, como no podía explicar de manera satisfactoria sus sentimientos, se sentía demasiado incómodo y culpable para mencionárselo a nadie, y menos aún a su padre.

Trató pues de olvidarse del asunto, diciéndose que era una chiquillada: no podía comportarse como un niño, pronto iba a convertirse en un hombre.

Su bar mitzvá, que debía celebrarse pronto, era una ceremonia grave pero simple. Todas las familias judías que conocía la celebraban del mismo modo. El sabbat después de cumplir los trece años, lo convocarían a la sinagoga para leer unos pasajes de la Torá y recitar las bendiciones. A diferencia de lo que ocurría en ciertas comunidades, aquella sería la primera vez que se le permitiría hacerlo. Después, en la casa familiar, se reunirían familiares y amigos para festejar la ocasión.

Jacob esperaba con ganas aquella fecha. Estaba bien preparado para cumplir con el ritual religioso. Leía en hebreo tan bien como en latín. A partir de ese día, al menos en teoría, podría ser considerado un adulto. Por ello estaba resuelto a deshacerse de aquellas insensatas incertidumbres sobre su vida antes de ese día.

Un mes antes de la bar mitzvá fue a dar un paseo con el primo de su madre, Baruch.

A su padre no le caía bien Baruch. Jacob comprendía por qué. Baruch tenía más o menos la edad de su padre, pero allí acababa cualquier parecido entre ambos. Baruch era corpulento, algo escandaloso y le encantaba discutir. Sentía poco respeto por el estudio, pero no era estúpido. Jacob sabía que el primo de su madre era más rico que su padre. Baruch era prestamista.

Aunque no iba con frecuencia a su casa, ese día había ido a visitar a su madre.

—¿Por qué no vienes a pasear conmigo, Jacob? —le propuso cuando ya se iba—. Tu hijo nunca habla conmigo.

—Es que nunca te veo —replicó Jacob.

—Anda, ve a pasear con tu primo Baruch —le dijo su madre.

Hacía una bonita tarde. Salieron por la puerta de la muralla y siguieron un camino que conducía hacia el gran recinto de los templarios. Intentando encontrar un tema de conversación, Jacob había preguntado a Baruch qué hacía en su trabajo.

—Presto dinero —respondió Baruch—. Después procuro recuperarlo.

—Eso ya lo sé —dijo Jacob.

—Entonces, ¿qué quieres saber?

—No sé. Cómo lo haces, supongo.

—¿Cómo cura a la gente tu padre? Les da medicinas que ellos creen que necesitan. Después se ponen mejor, o eso espera. Yo le doy a la gente el dinero que necesita. Después se vuelven más ricos. Eso es lo que ellos esperan y lo que yo espero. Si no, no podrían pagarme. Es evidente.

Jacob reflexionó un momento.

—¿Cómo decides, entonces, si vale la pena correr el riesgo?

—Buena pregunta —aprobó Baruch—. A fin de cuentas, quizá no seas tan estúpido. —Hizo una pausa—. Lo que se necesita es seguridad. El hombre tiene que ofrecer algo en garantía para el préstamo, y uno tiene que averiguar qué valor tiene y si él es de verdad el propietario. Hay que tener buena cabeza para los números. Si el riesgo es elevado, se tiene que aplicar una tasa de interés más alta como medida de protección. ¿Me entiendes?

—Creo que sí. Hay que calcular.

—Sí. Aunque la cosa no se reduce a eso, ¿sabes? Es también un arte. Hay que comprender cómo funciona el negocio de la persona y saber evaluar su carácter. A veces eso es lo más importante, el carácter. —Se encogió de hombros—. Así que tal vez no es tan distinto a ser un médico. Es una cuestión de instinto, ¿entiendes? Yo soy un médico del dinero. Cuido la vida de la gente. Es una ocupación terrible. —Miró a Jacob para ver cómo reaccionaba.

—A mí me parece interesante —dijo con franqueza Jacob.

—No está mal.

—Los cristianos lo llaman usura.

—Los judíos lo llaman usura. Está en la Torá. «No prestarás dinero con interés». Eso dice. —Calló un momento—. ¿Sabes una cosa? La Torá está muy bien para decirle a uno lo que no debe hacer, pero, si no hay ningún provecho que sacar, ningún interés, entonces no hay razón para que nadie preste dinero, de modo que nadie puede pedir prestado nada. Pueden robarlo a su abuela, pero no recibirlo prestado. —Sonrió—. Existe, sin embargo, una vía de escape. Un judío no puede prestar con interés a otro judío, pero no se dice nada de que no pueda prestar a alguien que no es judío. O sea, que prestamos a los cristianos.

—Y los cristianos pueden recibir préstamos de nosotros.

—Por la misma lógica. Ellos dicen que no deben prestar con interés, porque lo prohíbe la Biblia, pero si un judío está dispuesto a prestar, no pasa nada. Ellos dicen que, de todos modos, seguramente el judío irá a parar al Infierno, así que da igual. Es una de las pocas ocupaciones que nos permiten ejercer y que además les resulta muy útil. —Hizo un ademán de desprecio—. Ellos reciben el dinero y nosotros vamos al Infierno.

—Pero los cristianos también prestan dinero —objetó Jacob—. ¿Qué hay de los prestamistas italianos, como los lombardos? He oído decir que disponen hasta de la autorización papal.

—Ah, pero es que ellos no cobran intereses.

—Entonces, ¿cómo pueden tener ganancias?

—Cobran unos honorarios.

—¿Dónde está la diferencia?

—Matemáticamente, no hay ninguna. Pero la palabra es diferente.

Habían llegado a las inmediaciones del gran recinto de los templarios y se detuvieron a observarlo.

—¿Por qué son tan ricos los templarios? —le preguntó Jacob a Baruch.

—Recibieron grandes donaciones de tierras, durante varias generaciones. Ellos no pagan impuestos. Y también prestan dinero. El rey les debe una fortuna.

—Así pues, prestan a cambio de unos honorarios —infirió Jacob—, sin intereses.

—Claro —confirmó Baruch—. En realidad, el caso de los templarios es interesante. Ellos prestan dinero, pero tienen ciertas particularidades de lo más curioso.

—¿Por qué?

—Fíjate en su edificio. Es una fortaleza inexpugnable. Seguramente hay más oro allí dentro que en cualquier otro edificio de Francia. Todo empezó cuando transportaban oro y plata a Tierra Santa para los cruzados. Allí también guardaban el dinero en fortalezas, pero eso solo fue el comienzo. Desde entonces, han construido depósitos de lingotes fortificados por todo el dominio de la cristiandad. ¿Y qué tiene eso de genial?

—Supongo que así tienen oro listo para cualquier eventualidad, en cualquier país.

—Sí, pero esto no es lo especial. Su particularidad es que, cuando uno viaja, no tiene que llevar un montón de dinero encima. Así no necesita guardas armados ni se desplaza con el constante temor de que lo asalten por el camino. Solo tiene que depositar el oro en manos de los templarios de Londres o París, y con ello obtiene un recibo que le da derecho a retirar dinero en los depósitos de los templarios adonde quiera que vaya. Los templarios cobran unos cuantiosos honorarios por el servicio, pero vale la pena, pues uno se ahorra una fortuna en medidas de seguridad.

—¿Fueron los templarios los que inventaron ese sistema?

—No. Los antiguos mercaderes de la zona del Mediterráneo llevan manteniendo saldos acreedores entre sí desde hace muchísimo tiempo. La escala a la que operan los templarios es, sin embargo, impresionante. En algunas fortalezas acumulan dinero suficiente como para pagar un ejército.

—A veces deben de tener que transportar ellos mismos el oro —apuntó Jacob.

—Sí, pero tendría que ser muy necio quien se atreviera a atacar una remesa de dinero custodiada por los templarios. Esos tipos pelean hasta la muerte. —Baruch rio entre dientes—. Es curioso, ¿no? Los únicos caballeros que luchan siempre hasta la muerte son los que protegen el dinero.

Jacob asintió, sonriendo, aunque en su cabeza se arremolinaban las ideas.

Sin duda, el primo Baruch creía que estaba charlando sin más con un chico que iba a ser médico, pero sus palabras estaban teniendo un efecto mucho más profundo de lo que podía haber imaginado.

Escuchando las explicaciones de Baruch sobre el arte de prestar dinero, Jacob había sentido como si alguien le abriera una puerta. Sintió que en aquella ocupación sí que podría invertir su talento. Ese era el reto que siempre había estado buscando, aun sin saberlo. Le embargó aquella infinita sensación de paz que le sobreviene a todo aquel que encuentra su camino. «Yo podría dedicarme a eso —pensó—. Eso es lo que deseo hacer».

Cuando Baruch le había descrito la enormidad de las transacciones internacionales de los templarios, además de despertársele un sentimiento de afinidad, se sintió inspirado. No solo le resultaba fascinante la magnitud de las operaciones, sino también su eficacia, la economía intelectual. Las posibilidades de un sistema de crédito que abarcaba toda Europa eran inmensas. La idea le pareció fascinante. ¿Qué podía ser mejor y más interesante que participar en la maquinaria del intercambio universal del dinero, la savia de toda empresa que, sin atenerse a insensatas fronteras, puede circular sin trabas de un reino a otro? Pese a que no sabía cómo formular la idea, acababa de entrever las maravillas que contenía el mundo de las finanzas.

—¿Podría ir a trabajar contigo? —le preguntó de repente a Baruch.

—Creía que ibas a ser médico —señaló, con sorpresa, su corpulento primo.

—Me parece que no —admitió Jacob.

—Sería mejor que hablaras con tu padre.

Jacob prometió que así lo haría.

No obstante, no se atrevía. Ya sabía lo que quería hacer, pero no iba a ser fácil decirle a su padre que iba a renunciar al futuro que tenía trazado desde su nacimiento y que deseaba trabajar con un hombre que no era de su agrado.

Al cabo de una semana se encontró a Baruch en la calle.

—¿Has hablado con tu padre? —le preguntó este.

—Lo voy a hacer.

—Puedes cambiar de idea si quieres.

—No. Quiero trabajar contigo.

—Si lo prefieres, yo mismo puedo hablar con él.

—Lo haré yo.

—No lo dejes para después de tu bar mitzvá.

Aun así, iba postergando el momento. Cada vez que su padre le dispensaba una sonrisa de aprobación o su madre le decía «Estamos muy orgullosos de ti», se hacía más difícil sacar a colación el asunto. ¿Cómo podía decepcionarlos? A medida que pasaban los días, empezó a pensar que quizá sería mejor dejar pasar la bar mitzvá y hablar después con su padre.

Así, lo había ido dejando, dejando…, hasta que llegó el día.

Había leído bien en la sinagoga. Todos estaban muy contentos con él. Aquella noche había unas veinte personas en su casa: sus padres, sus amigos más íntimos, el rabino y Baruch, a quien también habían invitado.

Baruch le había dirigido una mirada de interrogación.

—Decidí hablar con él cuando acabe esto —susurró Jacob.

Todo el mundo lo felicitaba. Una de las vecinas dijo: «Fijaos en los ojos de Jacob. Tienes unos ojos magníficos, Jacob. Son unos ojos de médico, como los de tu padre». Otro de los amigos abundó: «Va a ser un médico estupendo». «Debes estar muy orgullosa de él», comentó una tercera persona a su madre, y esta respondió que sí, que lo estaba.

Por un momento, solo la mujer con la que hablaba el primo Baruch le oyó decir.

—No va a ser médico.

—¿Cómo? —contestó, atrayendo la atención de varias personas—. Pues claro que va a ser médico.

—Como quieras —replicó él—. Yo solo te digo que el chico no quiere ser médico.

La madre de Jacob lo oyó.

—Pero ¿qué dices, Baruch? —preguntó con impaciencia.

Aunque a ella Baruch le inspiraba más simpatía que a su marido, porque era de su familia, tampoco le tenía un especial aprecio.

—Yo solo digo que él no quiere ser médico. Quiere trabajar para mí. ¿Es tan horrible eso?

—No es verdad.

—Pregúntale.

Señaló a Jacob y todo el mundo se volvió a mirarlo. Jacob deseó que la tierra se abriera y se lo tragara para siempre.

—Estoy muy decepcionado contigo —le dijo más tarde su padre—. Siento que no quieras ser médico, porque creo que lo harías muy bien. Pero lo de hacer las cosas a mi espalda… Primero hablas con Baruch, con quien no estamos muy unidos, antes de hacerlo siquiera con tu propio padre. Después nos impones esa farsa a todos. Honrarás a tu padre y a tu madre. Has faltado a ese mandamiento, el mismo día de tu bar mitzvá. Vergüenza debería darte, Jacob. Ya no sé si debo considerarte hijo mío.

Aquella había sido su primera falta. Incluso entonces, el recuerdo de aquel día lo llenaba de vergüenza.

No obstante, tiempo después había comenzado a trabajar con Baruch, y había seguido con él durante diez años, hasta que un día este cayó fulminado en medio de una discusión con alguien. Para entonces, Jacob había aprendido a conciencia el oficio de prestamista y continuó por su cuenta. Gracias a su capacidad y a los numerosos amigos que su padre tenía en la ciudad, el negocio le fue muy bien.

Se había casado con Sarah, había sido feliz y había fundado una familia.

¿Qué le había pasado, pues, para cometer aquel terrible error de juicio, para cometer la indecible falta que había hecho que la tragedia se cerniera sobre su vida, el sufrimiento sobre su familia y que ahora acarreaba la pérdida de su hija?

Si se indagaba en busca de un último motivo, pensó Jacob, se podía llegar a la conclusión de que la culpa la tuvieron las Cruzadas.

Dos siglos atrás, cuando los primeros cruzados lanzaron sus expediciones para recuperar la Tierra Santa de manos de los sarracenos, les sonrió la victoria. Primero habían tomado Antioquía y después la propia Jerusalén.

Sin embargo, no había transcurrido ni un año antes de que la causa de los cruzados comenzara a degenerar. Detrás de ellos había recorrido Europa un enorme y variopinto ejército de aventureros y saqueadores, que había perpetrado saqueos y matanzas entre las comunidades judías de Renania y de las riberas del Danubio.

Los reyes cristianos y hasta la Iglesia habían quedado horrorizados ante aquellos actos de barbarie.

En las décadas siguientes, se había iniciado un lento proceso que había mitigado el ímpetu de la cristiandad. Lejos de desmoronarse, el inmenso y aparatoso imperio musulmán había opuesto resistencia y, de este modo, se había iniciado la larga serie de Cruzadas. Algunas culminaron con éxito. En España, los moros musulmanes estaban perdiendo terreno. Otras Cruzadas habían sido, con todo, desastrosas.

Los clérigos estaban desconcertados. ¿Por qué no les había concedido Dios la victoria? Los cruzados se sentían frustrados. Todo el mundo buscaba chivos expiatorios, ¿y qué mejor chivo expiatorio que la comunidad judía, en cuyo seno se encontraban los prestamistas a quienes tanto dinero debían reyes, caballeros y mercaderes? Pronto sobre los judíos recayeron acusaciones de toda clase de crímenes, como el de haber sacrificado incluso niños cristianos.

En París, la comunidad judía había ocupado un barrio próximo al palacio real en el tramo central del Sena, que contaba con una bonita sinagoga en la Rive Droite. En 1182, el rey Felipe Augusto la había convertido en la iglesia de la Madeleine. Durante varios años, muchos judíos se habían visto incluso obligados a abandonar el reino. Con la muralla por construir y un ejército de cruzados que financiar, el monarca no tardó en volverlos a llamar. A partir de entonces, la mayoría de los judíos de París habían vivido cerca de la muralla septentrional, apenas tolerados.

El siguiente ataque no se produjo hasta el reinado del nieto de Felipe, que fue artero e insidioso.

Un fraile franciscano de Bretaña llamado Nicolas Donin aseguró que el Talmud no solo negaba la divinidad de Jesús, sino también la virginidad de su madre, María. Al poco tiempo, el propio papa les pidió a todos los reyes cristianos que quemaran el Talmud. La mayoría de los monarcas europeos hicieron oídos sordos.

En cambio, el piadoso rey Luis IX de Francia sí se tomó en serio la petición. El santo monarca, que llevó la corona de espinas a París, construyó la Sainte-Chapelle y alentó la actividad de la temida Inquisición, no estaba dispuesto a faltar a su deber de cristiano y quemó todos los ejemplares del Talmud que pudo encontrar, y obligó a los judíos franceses a llevar un ignominioso distintivo rojo.

El abuelo de Jacob había llevado aquel degradante distintivo, pero, a pesar de ello, como buena parte de los judíos de París, no se había querido ir. Jacob comprendía muy bien por qué.

París continuaba siendo una de las mayores ciudades de Europa, mucho más que Londres. Era un centro intelectual y un potente foco comercial.

En la época en que Jacob comenzó a ganarse la vida, las cosas habían mejorado un poco. El nieto del virtuoso rey Luis, aquel muchacho alto y rubio, Felipe el Bello, había accedido al trono. Y, aunque se presentaba como un personaje piadoso, siempre necesitaba dinero.

«Financiad mis deudas —les dijo a los judíos de Francia—, y yo os protegeré de la Inquisición».

Jacob tenía su casa en la calle des Rosiers. Era un lugar agradable situado bajo la esquina nororiental de la muralla. Su negocio prosperaba y estaba a punto de casarse. Parecía que el destino le sonreía.

Curiosamente, la primera señal de alerta había provenido del rey de Inglaterra. Los poderosos Plantagenet, que todavía no habían sido desalojados de Francia, conservaban las ricas tierras de Gascuña, en la antigua Aquitania. En 1287, el rey inglés decidió expulsar a todos los judíos de Gascuña. Se trataba de una noticia inquietante, sin lugar a dudas, pero, en ese momento, Jacob estaba ocupado con los preparativos de su boda. Además, consideraba que no debía preocuparse demasiado con los desatinos del enemigo de Francia, el rey Plantagenet de Inglaterra.

El año siguiente fue un periodo de pérdida para la familia. Sarah había dado a luz a un niño que desde el principio parecía enfermizo y que vivió menos de un mes. Al cabo de unos meses, la madre de Jacob murió, con gran sosiego, y para nadie fue una sorpresa que su padre, que había quedado muy desorientado sin ella, falleciera antes de finalizar el año.

Como consecuencia de ello, Jacob se encontró de repente al frente de la familia y todavía sin hijos. Se sentía extrañamente solo.

Pero después, al cabo de doce meses, había nacido la pequeña Naomi. Desde el primer momento, fue una niña fuerte. Con inmenso gozo, constató que crecía sin percance. Aunque lamentaba que sus padres no estuvieran allí para verlo, afrontaba feliz el futuro, con esperanza.

En una ocasión, durante aquellos años, un breve episodio sirvió para recordar que, en el mundo medieval, siempre había el peligro de que el histerismo prosperara.

Una Semana Santa, en París detuvieron de improviso a un judío al que conocía de vista, una persona que no era especialmente agradable. El delito que se le imputaba era grave: lo acusaban de profanar una hostia.

Una pobre mujer de una parroquia próxima afirmaba que le había llevado una hostia de la iglesia y que la había atacado con un cuchillo. No se sabía si era verdad, pero en cuestión de días la historia fue cobrando magnitud, alentada por los rumores. De la hostia había brotado sangre. La sangre había llenado una bañera. Después la hostia se había puesto a volar por la casa. Luego el mismísimo Salvador se le había aparecido a la aterrorizada familia del judío. La gente solía tener visiones, que con frecuencia recibían crédito. En ese caso, un tribunal consideró culpable al acusado. Y, como se trataba de un delito de índole religiosa, lo ejecutaron.

Aunque lo consideraba un desatino, Jacob no se extrañó mucho. Había que tener cuidado, mucho cuidado, nada más.

Una disposición tomada al otro lado del canal de la Mancha resultaba más preocupante.

Un día de julio, cuando se dirigía a la isla de Cité, Jacob vio a Henri Rernard y lo saludó con la mano. Le sorprendió que este se acercara con apremio y lo agarrara con gesto ansioso por el brazo.

—¿No te has enterado? —le preguntó Renard.

—¿De qué?

—De la terrible noticia —repuso Renard—. Están expulsando a los judíos de Inglaterra. Deben abandonar el país de inmediato.

Jacob se apresuró a volver a casa. Esa misma tarde habló de la cuestión con el rabino y una docena de amigos.

—El hecho de que el rey de Inglaterra tome medidas en contra de los judíos no significa que Felipe de Francia vaya a imitarlo —señaló el rabino—. Tenemos que esperar a ver qué ocurre. Además, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Al día siguiente, la mayoría de los integrantes de la comunidad de París habían llegado a la misma conclusión.

Fue entonces cuando, tras esperar unos días, volvió a intervenir Renard, el amigo de Jacob. Al verlo en el mercado de Les Halles, lo llevó a un lado.

—Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para que te tomes esto como una ofensa —dijo en voz baja el comerciante—. Me perdonarás entonces, Jacob, que te pregunte algo a lo que le vengo dando vueltas desde que se produjo la expulsión de Gascuña. —Hizo una pausa, incómodo—. Jacob, amigo mío, los tiempos se están poniendo tan difíciles que tengo que preguntártelo: ¿has pensado alguna vez en convertirte?

—¿En convertirme? —Jacob se lo quedó mirando, asombrado—. ¿Al cristianismo, te refieres?

En España había habido bastantes conversiones, desde luego, pero en Francia eran raras. Una generación atrás, en Bretaña, se habían convertido quinientos judíos de una vez…, aunque hubiera sido bajo amenaza de muerte.

—Eso te aportaría seguridad —se apresuró a destacar Renard—. Te librarías de todas las restricciones que pesan sobre los judíos. Podrías poseer tierras y comerciar como quisieras. Yo estaría encantado de apoyarte para que ingresaras en la cofradía de mercaderes —añadió.

Aunque sabía que su amigo de la infancia obraba con buena intención, Jacob quedó escandalizado. Se había limitado a negar con la cabeza. Renard no volvió a sacar el tema.

En realidad, nadie en París fue importunado. Por otro lado, como los judíos tenían prohibida la entrada en Inglaterra, tal como cabía esperar, el rey inglés no tardó en sustituirlos por prestamistas italianos, que contaban con el beneplácito del papa. Sin embargo, Felipe el Bello no siguió su ejemplo, por lo que los judíos de París pudieron respirar en paz.

Para Jacob, no obstante, los siguientes años fueron fuente de otra clase de problemas.

El año después de la expulsión de Inglaterra, Sarah había dado a luz a otro niño, muy menudo y enfermizo, que solo vivió una semana. Al cabo de dieciocho meses, sufrió un aborto. Y después, nada. Por un motivo u otro, su esposa no volvió a quedar encinta. Parecía que Jacob no iba a recibir la bendición de tener un hijo varón.

Aceptó aquel golpe, como sabía que debía hacer, pero, aun así, no podía impedir que de vez en cuando lo asaltaran ciertas preguntas. ¿Por qué lo había distinguido Dios con aquella desgracia? ¿Qué había hecho él?

Al anciano rabino, cuyos conocimientos no impresionaban al padre de Jacob, le había sucedido su hijo, un corpulento individuo más o menos de su edad. Naomi y el hijo del rabino formaban parte de un grupo de niños que jugaban juntos. Puesto que aquel era un motivo de más para mantener cordiales relaciones con él, Jacob fue a consultarlo. Sin embargo, el rabino no había sido de gran ayuda. No habiendo identificado ninguna falta en la conducta de Jacob, sentenció:

—Debemos aceptar las decisiones de Dios. Debe de ser por algún motivo que ignoramos.

Tal vez fue en ese momento cuando se produjo el cambio en su interior, no estaba seguro. De hecho no había sido algo repentino. Aunque había seguido yendo a la sinagoga exactamente igual que había hecho siempre, no hallaba el mismo placer ni consuelo. Tenía la sensación de que el Señor le había dado la espalda, pero no sabía si aquello era una prueba transitoria, como las tribulaciones de Job, o si se trataba de algo permanente. De vez en cuando dejaba de ir a la sinagoga, donde advertían su ausencia. Todas las noches rezaba, sin embargo, y hallaba consuelo en las oraciones.

Su mayor gozo era Naomi. La adoraba. Era una niña encantadora, de ojos chispeantes y oscuros rizos. Le enseñó la shema y la rezaba con ella cada noche, tal como su padre había hecho con él. La sentaba en su regazo y le hablaba de toda suerte de temas. La enseñó a leer. De hecho, a los ocho años, la pequeña ya sabía leer y escribir mejor que la mayoría de los varones judíos de su edad.

Le gustaba llevarla consigo a todas partes y mostrarle las maravillas de París, incluidas las grandes iglesias.

Una tarde, poco después de que Naomi cumpliera ocho años, recibió una visita del rabino, que solicitó hablar con él a solas.

—He venido, Jacob, no solo por iniciativa propia, sino empujado por algunos de tus amigos —anunció el rabino—. Debo decirte que ha habido quejas en relación con tu hija.

—¿Qué clase de quejas? —preguntó él, esforzándose por mantener la calma—. ¿Ha hecho algo malo?

—No, nada de eso —respondió con presteza el rabino—. No se trata de que haya hecho algo… Jacob —planteó, tras un breve titubeo—, ¿no has pensado nunca que no es muy apropiado que una niña reciba demasiada instrucción?

—¿Te refieres a que es capaz de leer y escribir mejor que un niño?

—No todo el mundo aprecia eso. La estás tratando como si fuera un varón, pero un día crecerá y se casará, y es al marido a quien corresponde dirigir la familia en ese tipo de cosas, no a la mujer.

—¿Algo más?

—La llevas a todas partes. Eres libre de hacerlo, naturalmente, pero, cuando sea mayor, tendrá que restringir los lugares a donde vaya y limitarse a ir a ver a familiares y amigos. Esperamos que le hagas comprender que no es correcto que una mujer judía vaya por ahí por la ciudad, sobre todo…

—¿Sobre todo qué?

—Jacob, te han visto llevar a tu hija a iglesias cristianas. ¿Es eso sensato?

—Nosotros vivimos en París y deberíamos saber cómo es el interior de Notre Dame.

—Es posible, pero en la comunidad no todos piensan así.

—¿Eso es todo?

—No, Jacob. Hay algo más. La niña ha estado contando a los otros niños historias, de san Denís, de santa Genoveva, de Roland…

—Pero si son héroes y heroínas de Francia… Todos los niños cristianos de París conocen la historia del martirio de san Denís en Montmartre. Ahora dicen que recogió su cabeza y se fue caminando con ella. Es absurdo, pero solo es un cuento para niños. Yo le conté como santa Genoveva salvó…, supuestamente…, París de Atila, el huno. Aunque a mí esos relatos me parecen incongruentes, no veo por qué ella no puede conocerlos.

—Cuando sea mayor, no te digo que no, pero es que ella los cuenta a los hijos de tus amigos, y a ellos no les gusta.

—A mí no me dicen nada.

—No, pero a mí sí. —El rabino respiró hondo—. Jacob, lamentamos que no hayas tenido un hijo varón, pero Naomi es una niña. No puedes convertirla en un chico.

—¿Tienes algo más que aconsejarme?

—No siempre vas a la sinagoga.

—Quizás ese sea el verdadero motivo de tu visita.

—No. Pero si le vuelves la espalda a Dios, él te la volverá a ti. De eso no cabe duda.

—Agradezco tu preocupación.

—Solo te he dicho esto por tu propio bien.

Jacob se lo quedó mirando. Estaba enojado y dolido. Y el hecho de que, tal vez, hubiera algo de verdad en las palabras del rabino no ayudaba.

—Tomaré en cuenta tus consejos —dijo con frialdad.

—Más te vale. Son buenos consejos. Les diré a tus amigos que te los he transmitido.

Aquello era el colmo. ¿De veras pretendía aquel rabino imponerse entre él y todos sus vecinos? ¿Era ese su objetivo?

—Eres un necio —espetó de repente Jacob—. Mi padre siempre me dijo que tu padre era un necio, y tu hijo también lo será.

—No me hables así, Jacob.

—Vete.

La semana siguiente, Jacob observó el sabbat en su casa, sin ir a la sinagoga. Volvió a ir a la otra semana, pero aunque tenía muchos amigos, el lazo invisible que había entre él y el resto de la congregación se había roto. ¿Qué más deberían decirle a sus espaldas al rabino aquellos supuestos amigos suyos?, se preguntó.

Entonces, como si quisiera desmentir la idea de que Dios le había dado la espalda, Sarah anunció que iba a tener otro hijo.

Pese a su alegría, estaba preocupado. Aunque Dios parecía concederle su bendición, el sentido común le dictaba que había que proceder con cautela. Dos niños muertos y un aborto eran malos antecedentes. Lamentando que su padre no estuviera todavía vivo para guiarlo, resolvió tomar todas las precauciones posibles.

A lo largo de las semanas siguientes, estuvo pendiente de Sarah día y noche. Le hizo prometer que no haría esfuerzos. Si tenía que salir, volvía varias veces al día para cerciorarse de que mantenía su promesa. Se dio cuenta de que prestaba menos atención de lo normal a Naomi y se sintió culpable. Aun así, a pesar de que solo tenía ocho años, la pequeña parecía comprender perfectamente la situación. Todas las noches les leía relatos a ambas junto al fuego.

Nunca hablaban de si tendrían un niño o una niña. El tema era demasiado delicado. Un día, sin embargo, cuando Sarah estaba de seis meses, una vecina que había ido a verlos le hizo un comentario.

—Veo que tu esposa va a tener un varón.

—¿Por qué lo crees? —preguntó.

—Por cómo lleva el peso del niño y por cómo camina —explicó la mujer—. Yo siempre lo noto.

El corazón le brincó de alegría, pero no dijo nada, ni siquiera a Sarah. Al cabo de unos días, se alegró de no haberlo hecho.

—No sé si mi padre me seguirá queriendo tanto si nace un niño —oyó decir a Naomi cuando pasaba cerca de la cocina.

Quedó conmovido, consciente de que su hija tenía razón. En ese instante se juró a sí mismo que jamás la querría menos ni demostraría que le importaba más tener un hijo que una hija.

En el octavo mes, las cosas comenzaron a ir mal. El médico, que le merecía casi tanta confianza como su propio padre, lo llamó aparte.

—Creo que este va a ser un parto difícil, Jacob.

—¿Quiere decir que va a perder el niño?

—Puede ser difícil para ambos.

—¿Qué puedo hacer?

—Confiar en Dios. Yo me ocuparé de lo demás.

Estaban casi en el corazón del invierno. Algunas mañanas, los adoquines de la calle estaban resbaladizos a causa del hielo. Él insistía en que Sarah no saliera para nada afuera y mantenía encendido el fuego día y noche.

Transcurrieron dos semanas más. Ya faltaba poco para que se cumplieran los nueves meses.

Entonces, una noche llamaron a la puerta.

Era Renard. Su amigo entró con apremio y, tras abrazarlo y preguntar por Sarah y Naomi, le dijo en voz baja que debían hablar a solas.

—Nadie debe saber que he venido aquí esta noche —le advirtió, una vez que estuvieron en el pequeño despacho de Jacob—. Lo que te voy a decir debe permanecer en secreto, por tu propia seguridad y por la mía.

—Puedes contar conmigo.

Renard tomó aire.

—Jacob, un amigo que tiene relación con los consejeros del rey me ha dado la noticia. Debo pedirte que no la compartas con otros, por más fuerte que sea la tentación. De lo contrario, no puedo decirte nada. Te ruego, por tu propio bien y por el de tu familia, que prometas que guardarás el secreto.

A Jacob no le gustaba mucho todo aquello, pero no albergaba dudas de que si Renard le decía que era por el bien de su familia, así debía ser.

—De acuerdo —concedió al cabo de un momento—. Continúa, por favor.

—Al rey lo han convencido para que tome medidas contra los judíos. No sé cuándo las harán públicas, pero no van a tardar.

—¿Qué va a hacer?

—No estoy seguro. En todo caso, no va a ser solo una multa, sino algo más contundente.

—Entonces debe de tratarse de la expulsión.

—Eso es lo que creo yo.

Los dos guardaron silencio un momento. ¿Adónde iban a ir los judíos? El rey de Francia controlaba por entonces unos territorios mucho más extensos que durante la breve expulsión que habían sufrido los judíos un siglo atrás, bajo el reinado de Felipe Augusto. El lugar de refugio más cercano podía ser Borgoña, en el supuesto de que el duque de Borgoña los aceptara.

Jacob pensó en Sarah, en su estado, y en el niño que estaba por nacer. ¿Cómo podía irse por aquellos mundos en tales condiciones? ¿Sobrevivirían a un traslado?

Entonces Renard volvió a tomar la palabra, con un tono pausado, en el que, sin embargo, se podía intuir su inquietud.

—Hace años, te hice una sugerencia, amigo mío. Nunca volví a hablar del asunto, respetando tu deseo, pero al ver la situación actual, como amigo tuyo, debo pedirte que te replantees tu postura, por tu propio bien y el de tu familia.

—Te refieres a la conversión.

—Sí. No necesito recordarte las ventajas que te reportaría. Te liberarías de todas las limitaciones impuestas a los judíos. Serías un hombre libre. Tu familia estaría a salvo. Seguirías residiendo aquí en París. Yo podría ayudarte.

—¿Debo renunciar a Dios para garantizar mi seguridad? —dijo Jacob.

—¿Es eso renunciar a Dios? —respondió con vehemencia Renard—. ¿Qué es lo que dicen los cristianos, Jacob? Solo que Jesús de Nazaret era el auténtico Mesías que esperaban los judíos. Los judíos que lo aceptaron se convirtieron en los primeros cristianos. Nosotros esperamos a que los demás judíos sigan su ejemplo. Eso es lo único que separa nuestras religiones, amigo mío. A mí me parece que no es un paso tan enorme. Las antiguas profecías judías se han cumplido, eso es todo. Es un motivo de alegría.

Jacob sonrió a su amigo.

—Deberías hablar con mi rabino —dijo con ironía.

—Debo insistir en algo —prosiguió Renard—: si estás dispuesto a dar ese paso, es mejor que lo hagas pronto. La Inquisición desea que todos los hombres sean buenos cristianos, por supuesto. Por otra parte, los inquisidores recelan de los conversos, porque dudan de la sinceridad de su conversión. Mientras la información que te acabo de dar permanezca en secreto, tu conversión sería aceptable, pero una vez que se sepa que el rey pretende expulsar a los judíos, podría suscitar sospechas.

—Comprendo —dijo Jacob, sin añadir nada más.

Aquella noche durmió mal. Permaneció un rato acostado, pensando. Después se levantó y se sentó junto al fuego. En un par de ocasiones cogió una vela y fue mirar a su esposa y a Naomi, mientras dormían. No dejaba de darle vueltas a qué debía hacer.

El rabino le traía sin cuidado. Tampoco le importaba mucho la congregación judía, después del mezquino comportamiento que había tenido con él.

Pero lo de renunciar al Dios de Abraham y de sus ancestros era otro cantar. ¿Si ya había sufrido cuando servía al Señor no le depararía aflicciones peores si lo traicionaba entonces? Además, ¿no estaba el Señor demostrándole su gracia al concederle por fin un hijo varón? Apartarse de Dios después de esa bendición sería una locura.

Tampoco era seguro, sin embargo, que se tratara de un varón, solo porque lo hubiera dicho una vecina. La verdad era que no lo sabía. Además, ya había perdido dos hijos varones. Y ahora el médico estaba preocupado por el parto. Hasta su esposa corría peligro.

Hora tras hora, Jacob estuvo rumiando de este modo, sopesando si debía confiar en el Señor o traicionar su herencia, si salvar a su familia o ser testigo de su destrucción. Así pasó aquella oscura noche del alma. Al amanecer, cuando oyó gritar a su mujer de dolor y tras mandar llamar con urgencia al médico, incapaz de soportarlo más, tomó la terrible decisión.

A Jacob lo bautizaron como miembro de la fe cristiana una semana después. Renard lo había hablado todo con un sacerdote. La ceremonia se celebró con absoluta discreción, pues Jacob tenía tanto miedo de que la noticia de su conversión le pudiera provocar un aborto a su esposa que ni ella ni Naomi supieron nada hasta dos semanas más tarde, cuando su hijo había nacido, sin percance alguno. Le pusieron por nombre Jacob, siguiendo la tradición familiar. Durante aquel tiempo, no fue a la sinagoga, aunque dio a entender que no acudía porque no quería dejar sola a su mujer.

Cuando por fin se lo contó a Sarah, esta quedó conmocionada. Él le explicó en secreto lo que Renard le había confiado y por qué lo había hecho. Cuando acabó, ella guardó silencio un momento.

—Así que voy a tener que perder a todos mis amigos —señaló después con amargura.

Él supuso que, si no hubieran tenido que velar por Naomi y cuidar del recién nacido, habría dicho mucho más.

Naomi, por su parte, quedó desconcertada. La primera noche después de que le anunciaron que iba a ser una cristiana, Jacob fue a rezar con su hija como de costumbre. La niña empezó a recitar: «Shema Yisrael Adonai eloheinu Adonai ehad…».

Entonces él la hizo callar con ternura y le explicó que a partir de entonces debería comenzar con una oración nueva.

—Es una oración muy bonita —le aseguró—. Va dirigida al Señor, al dios de Israel y a todo el mundo. Empieza así: «Padre nuestro…».

—¿Y ya no debo rezar más la shema? —preguntó.

—Los cristianos a veces también rezan la shema, en latín —explicó con una repentina punzada de dolor—. Pero es mejor que uses esta otra oración.

Cuando Naomi preguntó a su madre al día siguiente sobre la cuestión, esta le contestó con firmeza que debía obedecer a su padre y que él sabía qué convenía hacer. Aquella tarde, no obstante, regresó llorando porque otra niña le había dicho que aquella oración la rezaban solo los enemigos de su pueblo. Pronto los otros niños del barrio dejaron de dirigirle la palabra.

No podían confiarle el secreto de la inminente expulsión, porque era demasiado peligroso tratándose de una niña. Jacob solo podía constatar su sufrimiento y consolarla lo mejor que podía.

Estaba claro que debían irse a vivir a otra parte.

Henri Renard, que había sido el desencadenante de todo ese dolor, cumplió la promesa de ayudar a su amigo una vez que hubo tomado aquella transcendental decisión. Ya había preparado el terreno, con el sacerdote que había bautizado a Jacob y con un amplio círculo de influyentes comerciantes y sus familias.

—Seguro que se acordarán de su padre el médico, por supuesto —solía decir—, uno de los más prestigiosos de París. Jacob creció entre cristianos como yo desde su niñez. Aunque no podía expresarlo en público, me consta que lleva casi diez años pensando en convertirse.

Tampoco es que estuviera mintiendo del todo, pues él mismo le había planteado la cuestión a Jacob años atrás.

Por otro lado, en tanto que cristiano, Jacob no podía ejercer como prestamista, por lo que Renard lo introdujo sin demora en la cofradía de los mercaderes. En aquel sector abundaban las oportunidades para una persona con su capacidad y fortuna, de modo que pronto se convirtió en un activo comerciante de telas. Renard también lo ayudó a encontrar la casa de la calle Saint-Martin.

—Está solo a un trecho de Les Halles. Como queda dentro de mi propia parroquia de Saint-Merri, podemos ir a la misma iglesia —explicó.

También se aseguró de que la familia de conversos —pues Sarah y Naomi también se habían bautizado, pese a sus reticencias— hallara una buena acogida entre los fieles de la parroquia. Ahora tenían al menos vecinos que les dirigían la palabra y Naomi podía hacer amigos.

El mayor alivio que experimentó Jacob fue al ver el estado de salud de su hijo recién nacido. El parto no había sido tan difícil como temían. El niño gozaba de buena salud y a las pocas semanas se lo veía bien robusto. En aquel sentido, al menos, pareció que Dios no le había vuelto la espalda a Jacob. En realidad, hasta se preguntaba si sería posible que el Señor estuviera complacido con su conversión.

Curiosamente, durante todo aquel proceso, la reacción que más inquietud le causó, las palabras que más lo turbaron, vinieron de un hombre que no tenía gran importancia para él.

La mañana después de que se hiciera pública su conversión, el rabino fue a verlo directamente a su casa.

—¿Es verdad, Jacob ben Jacob, que te has convertido? Dime que no es verdad.

—Es verdad.

Él esperaba que el rabino se enfadara, pero este tuvo una reacción mucho más chocante. En su cara pudo ver una expresión de pena tan bien esculpida que parecía conferirle una nueva dignidad.

—¿Por qué? ¿Por qué has hecho una cosa así?

—He llegado a la conclusión de que Jesús de Nazaret era el Mesías.

No era cierto, pero es que no podía decirle la verdad. Mientras miraba a aquel hombre, que no era de su agrado, sintió un tremendo acceso de culpa. «Lo hice porque van a expulsar a los judíos —le dieron ganas de gritar—. Lo hice para salvar a mi familia». Sin embargo, no podía hacerlo. Esa fue su mayor falta. No hacía nada para avisar a su propio pueblo. Iba a esperar hasta que sobre ellos cayera su perdición. Se limitaría a observar mientras lo perdían todo, incluidas sus casas, y partían a vagar por el mundo.

—¿Nos vas a traicionar, Jacob ben Jacob? —preguntó con amargura el rabino—. ¿Vas a ser otro Nicolas Donin?

Aquella era una acusación gravísima, pues todo judío sabía que Nicolas Donin, el franciscano que había convencido a la cristiandad para que quemaran el Talmud, era también judío de nacimiento. Nada había más terrible, se solía decir, que la venganza del traidor.

—¡Eso nunca! —exclamó, profundamente dolido.

Entonces, antes de irse, el rabino pronunció unas palabras que quedarían impresas en su memoria y lo atormentarían durante mucho tiempo:

—Tú me consideras un necio —dijo—, pero el necio eres tú, Jacob. Te conviertes y te vas con los cristianos, pensando: «Ahora estaré a salvo». Pero te equivocas. Fíjate bien en lo que te digo. —Sacudió la cabeza—. Tú eres un judío, Jacob, y hagas lo que hagas y digan lo que digan los cristianos…, créeme…, nunca estarás a salvo.

Jacob iba a la iglesia y aprendía en qué consistía ser cristiano. En líneas generales, a través de su amistad con personas como Renard, siempre lo había sabido, pero, como tenía una natural curiosidad intelectual, empezó a estudiar la religión en la que había ingresado con su familia. El Antiguo Testamento lo conocía bien, de modo que se puso a estudiar el Nuevo. Así descubrió la manera tan íntima en que estaban interrelacionados. A él, Jesús y sus discípulos no le parecían unos cristianos enfrentados a una cultura judía que rehuían. Eran judíos. Tenían una cultura judía, obedecían a las leyes judías y seguían las celebraciones judías. Leían la Torá y ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén.

En cuanto al mensaje de amor de los cristianos, ¿quién no estaría de acuerdo con eso?

Cuando Renard le había instado a recordar que la Iglesia cristiana había partido de un grupo de judíos que reconocían que su rabino era el Mesías prometido, Jacob había supuesto que lo hacía para ayudarlo a convertirse y salvarle la piel. Probablemente así era, pero Jacob se daba cuenta en esos momentos de que su amigo había dicho la verdad. Leyendo los Hechos de los Apóstoles, no dejaba de percibir hasta qué punto eran judíos los primeros cristianos y lo fácil que habría sido que hubieran continuado siendo una secta judía, de no haber sido porque san Pablo logró convencer a la familia y amigos del Salvador para que permitieran que los gentiles se incorporaran a sus filas.

Nadie podía hacer caso omiso, sin embargo, de lo que había ocurrido después. Era imposible. Era comprensible que la Iglesia lo mirase con recelo, que el rabino le hubiera retirado la palabra, que su mujer estuviera disgustada y su hija se sintiera desconcertada.

Mientras tanto aguardaba, con vergüenza y pesadumbre, el terrible golpe que estaba a punto de caer sobre los judíos de Francia.

Pasaron las semanas y no ocurrió nada. Tal vez Renard se había equivocado al calibrar las intenciones del rey. ¿Habría expuesto a su familia a aquel indecible sufrimiento para nada?

Pero no, Renard no se había equivocado. El rey había planeado tomar medidas que iban en perjuicio de la comunidad judía, pero que no eran las que él y Jacob preveían.

En el año de nuestro Señor de 1299, Felipe el Bello anunció que ya no iba a proteger a los judíos de la Inquisición. El golpe era artero y cruel.

¿Qué había hecho el rey? Nada. ¿Qué podía hacer la Inquisición? Cualquier cosa. ¿Iba a perder el rey los ingresos que pudiera recaudar de los judíos? No. ¿Estaba demostrando su piedad? Sí.

¿Y qué repercusión tenía aquello para Jacob?

—Que me convertí, pensando que iban a expulsar a mi pueblo de París, y ahora resulta que se quedan aquí, y me odian más que nunca. Que me convertí para estar a salvo, y ahora resulta que la Inquisición se sentirá con alas para espiarme como un halcón, y si deciden que mi conversión no fue sincera, dirán que, después de todo, soy un judío y me atacarán por perjurio y sabe Dios qué más. Hasta podrían quemarme vivo. Esa es la repercusión que tiene para mí la actuación del rey —se sinceró, desanimado, con su mujer.

—Para nosotros —le corrigió ella sombríamente.

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Sin embargo, la Inquisición no lo importunó. En su favor obraba el manifiesto odio que le profesaban los judíos de París y que, gracias a Renard, la congregación de la parroquia de Saint-Merri seguía acogiéndolo como un fiel más.

La familia adoptó el modo de vida de los cristianos. Les resultaba extraño no celebrar el sabbat. La observancia del domingo cristiano era algo más laxa. Jacob echaba de menos la apasionada intimidad de la Pascua judía. Añoraba el hechizante y melancólico sonido de los cánticos de la sinagoga. Eso sí, admitía que los servicios cristianos no carecían de belleza.

—No llevamos una vida tan mala —le decía a su familia.

Pensara lo que pensase, Sarah consideraba inútil quejarse. El pequeño Jacob, que crecía rodeado del círculo de los Renard y sus amigos, era demasiado pequeño para haber conocido otra cosa. Naomi, por su parte, parecía adaptarse. Hizo nuevas amistades y, por lo que Jacob sabía, nunca veía a ningún niño judío.

Jacob alquiló un almacén cercano donde guardaba los grandes fardos de tela con los que ahora comerciaba. Cogió un aprendiz, que dormía en una buhardilla del almacén para vigilar la mercancía. Un año después de convertirse, había comprado la huerta de manzanos y perales contigua a la aldea, situada en las laderas del noreste de la ciudad. Los domingos por la tarde, la familia solía ir caminando hasta allí, a menudo en compañía de los Renard. Después de inspeccionar la huerta y contemplar la vista de París, regresaban por otro camino que pasaba junto a la fortaleza de los templarios, antes de entrar en la ciudad. Era un paseo agradable.

Y de aquella forma transcurrieron cinco años, sin ningún incidente.

Tal vez porque se produjo de forma gradual, no se percató a tiempo del conflicto que se fraguaba con su hija.

Había tomado grandes precauciones para que no pareciera que le prestaba menos atención que al pequeño. Siguió leyendo y escribiendo con ella, y enseñándole las matemáticas básicas. Le contaba cuentos igual que antes. Cuando el pequeño Jacob empezó a hablar, lo ponía en su regazo y le contaba un cuento. Entonces le decía a Naomi: «¿Te acuerdas de cuando te contaba a ti esta historia?». A veces, en mitad del relato decía: «Termínalo tú, Naomi», y después la elogiaba, de tal modo que ella pronto se sintió orgullosa de que el niño la considerase como una segunda madre.

Naomi ayudaba a Sarah a vestir al pequeño y lo sacaba de paseo.

—Es bueno para ella —comentaba con satisfacción Jacob a su mujer—. Algún día será una madre excelente.

También observaba con agrado que su hija iba a ser una hermosa mujer. Lo que más destacaba en ella de niña eran sus ojos azules y la cara redonda, rodeada de una masa de negros rizos. A los once años, su rostro adoptó ya una preciosa forma ovalada, y los rizos se transformaron en recias trenzas que le caían por debajo de los hombros. En la calle, los hombres empezaban a volverse para mirarla.

A menudo se había preguntado si haría una buena pareja con el hijo mayor de Renard, que tenía cinco años más que ella. Pero, teniendo ya en cuenta todo lo que había hecho por él, no quiso siquiera sugerírselo. «Es que si no le hace gracia la idea, no quisiera ponerlo en una posición incómoda», le explicaba a Sarah. Renard, por su parte, nunca había mencionado el asunto. Además, a Jacob también lo frenaba la respuesta que le había dado Naomi la vez en que le preguntó qué diría si le hicieran la proposición.

—Me gusta, padre, pero lo veo como un amigo y no como un marido.

—La amistad es la mejor base para un matrimonio —había argumentado su padre—. Tus sentimientos podrían cambiar.

—No lo creo —contestó ella.

Pese a que tenía derecho a elegir marido por ella, Jacob quería demasiado a su hija como para obrar de un modo que pudiera hacerla infeliz.

—Nunca te entregaré a ningún hombre en contra de tu voluntad —le había prometido.

Pretendientes no le faltaban. Había recibido ofertas de tres dignos comerciantes de la ciudad. Por el momento había dado largas, pero todo apuntaba a que Naomi tendría la oportunidad de encontrar un buen partido.

Mientras tanto, demostraba una maravillosa capacidad de comprensión que hacía sus delicias. Al haberla tratado más como a un niño que como a una niña cuando era pequeña, se dio cuenta de que no podía modificar, de repente, el tipo de relación intelectual que tenía con ella, solo porque tuviera un hermano. Por eso, a menudo hablaba con ella de su negocio o de lo que le había sucedido durante el día. Disfrutaba mucho de ello, porque su hija no solo entendía enseguida las cosas, sino que hacía preguntas del todo pertinentes. No preguntaba qué había ocurrido, sino el porqué. Jacob recordaba una conversación en particular, una que había tenido lugar poco antes de que cumpliera trece años.

—¿A qué se debe —le había planteado— que, siendo tan rica la tierra de Francia, el rey siempre esté justo de dinero?

—A dos motivos —respondió él—. En primer lugar, porque le gusta enzarzarse en guerras. En segundo lugar, porque le gusta construir. Cuando haya terminado de ampliar el palacio real de la isla de la Cité, será la envidia de toda la cristiandad. No hay nada en el mundo que cueste más que la guerra y la construcción.

—Pero ¿por qué lo hace? ¿Por el bien de su país?

—En absoluto. —Jacob sonrió—. Debes comprender, Naomi, que cuando un hombre de a pie, un comerciante pongamos por caso, hereda algo de su padre, esa herencia se convierte en su propiedad personal. Entonces él procura ampliar su fortuna e influencia y, a menudo, también intenta impresionar a sus vecinos.

—Eso puede ser contraproducente.

—Desde luego, pero así es la naturaleza humana. Los reyes son iguales, con una diferencia, que heredan un país entero. Aun así lo consideran como su propiedad, donde pueden hacer lo que les plazca. De modo que el rey Felipe desea ampliar su reino, sobre todo a expensas de los rivales de su familia, los Plantagenet de Inglaterra. En el curso de varias generaciones, su familia ha arrebatado a los Plantagenet zonas como Normandía, en el norte, y Anjou y Poitou, en el oeste. Ahora su propósito es seguir bajando por la costa Atlántica de Aquitania y expulsarlos de los grandes territorios vinícolas de los alrededores de Burdeos, en Gascuña. El rey también ha ganado posesiones gracias a su matrimonio. Su esposa le ha aportado el control de las ricas llanuras de Champaña, que representa una magnífica incorporación a su reino. Más allá de la Champaña, él ya ve las tierras de Flandes, con sus prósperas ciudades, y también pretende quedarse con una parte de ese territorio.

—¿Y todo eso lo hace para su gloria personal?

—Claro. Es solo un hombre. De hecho, los ricos monarcas a menudo se comportan como niños malcriados.

—¿Crees que la riqueza y el poder los vuelven pueriles?

Jacob se echó a reír.

—Nunca me había planteado resumir la idea de esa manera, pero seguramente tengas razón.

—O sea, ¿que esos reyes no actúan por el bien de su pueblo?

—Los reyes siempre aseguran que sí, pero no es cierto. O si lo es, entonces es por pura casualidad.

—Pero ¿qué pasa con Dios? —quiso saber—. ¿No deberían los reyes servir a Dios? ¿No temen por sus almas?

—De manera intermitente.

—Yo pienso que los gobernantes deberían ser buenas personas.

—Está muy bien que lo pienses —aprobó su padre—, pero te diré algo: un buen hombre puede que no sea un buen rey, Naomi. Todo depende de las circunstancias. Un dirigente debe tener una cualidad que es mejor que la bondad, tal como queda manifiesto ya en la Biblia.

Naomi frunció el entrecejo, pensando.

—¿Te refieres al rey Salomón?

—Exacto. Cuando Salomón se convirtió en rey, el Señor le preguntó de qué don deseaba disponer, y Salomón solicitó la sabiduría. A mí me complace que un gobernante sea buena persona, pero preferiría que sea sabio.

—¿No crees que haya muchos reyes sabios?

—No, según he podido observar.

Jacob, apenado, advirtió que la conversación había entristecido a su hija, pero no por ello iba a mentirle.

Más adelante, se preguntó más de una vez si se había equivocado al hablarle con tanta franqueza ese día. ¿Habría sido aquel el principio de aquella desilusión que había de desembocar en tragedia?

Era posible, aunque no había dejado traslucir ningún indicio durante más de un año después de aquella conversación.

Durante ese tiempo, el rey Felipe de Francia había estado intentando, como siempre, reunir dinero. Había utilizado todos los recursos habituales. Había impuesto tasas a los judíos e incluso había depreciado su propia moneda, pero no había sido suficiente. Así que intentó aplicar otra argucia, del todo imprevisible.

—Vamos a hacer pagar impuestos al clero —decretó.

Aquello produjo un gran revuelo. Los obispos protestaron y hasta el propio papa ordenó al rey Felipe que anulase de inmediato la medida.

—¿Por qué lo hizo? —había preguntado Naomi.

—Muy simple, porque la Iglesia tiene muchísimo dinero —respondió su padre—. Una tercera parte de toda la riqueza de Francia está en manos de la Iglesia.

—Pero ¿la Iglesia no paga impuestos?

—La Iglesia puede efectuar contribuciones voluntarias a las arcas del rey, pero está exenta de pagar los impuestos normales.

—Porque la Iglesia está al servicio de Dios.

—Esa es la idea. —Abrió una pausa—. Debes comprender, sin embargo, que hay mucho más en juego. Es una cuestión de poder.

—Explícamelo, por favor.

—Es algo que hace tiempo que dura. Básicamente porque se erige en representante del poder divino, la Iglesia afirma depender de un reino celestial, no sujeto a los reyes terrenales. Por eso hay tribunales eclesiásticos, que a menudo dejan en libertad a los miembros de las santas órdenes a cambio de livianas penas por crímenes que las personas ordinarias deberían pagar con una ejecución. Esto se ve en París todos los días, y provoca resentimiento en mucha gente.

—Los estudiantes de la universidad gozan de ese tipo de protección.

—Exacto. Y en las altas esferas, los papas han pretendido a veces que los monarcas les rindan cuentas por sus reinos. Un papa podría incluso tratar de destronar a un rey. Como te puedes imaginar, esta idea no es popular entre los reyes, ni siquiera entre los más piadosos.

—No me había dado cuenta de que sus pretensiones iban tan lejos.

—Depende del papa. Algunos papas tienen más ansias de poder que otros.

—Pero ¿ellos no actúan en nombre de Dios?

—Ese es el concepto de base. —Reflexionó un momento—. La gran catedral de Notre Dame es un monumento dedicado a Dios, ¿no es así?

—Sí, padre.

—Ya sabes que allí había una catedral antes de la actual, pero el gran obispo Sully afirmó que la antigua iglesia no era lo bastante grande, así que la volvió a construir, con un nuevo estilo. La obra costó una fortuna.

—Es muy bonita.

—Sí, pero lo que no sabes es que el obispo Sully también dijo una mentira. La antigua iglesia tenía casi el mismo tamaño. Lo que ocurre es que Sully quería algo más espléndido, para que París estuviera orgullosa y la gente dijera: «Ved lo que construyó el gran obispo Sully». Para gloria de Dios, por supuesto.

—¿Por qué me cuentas eso?

—Dos cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo. La Iglesia existe con el fin de atraer a los hombres a Dios, pero los obispos y los papas son hombres, igual que los reyes, y experimentan las mismas pasiones. Hace muchos años, en la época de san Denís, por ejemplo, cuando los cristianos estaban perseguidos, como lo están ahora los judíos, es probable que su fe fuera más pura, pero ahora que la Iglesia es rica y poderosa debe de haber más corrupción. A mí me parece algo inevitable.

Naomi agachó la cabeza, con aire pensativo. Al cabo de un momento volvió a enfocar hacia él su mirada azul.

—Si la Iglesia es corrupta, padre, ¿por qué abandonaste tu fe para integrarte en ella?

Se quedó mirándola, consternado. Nunca hasta entonces le había preguntado aquello. En el momento de la conversión, él le había expuesto, desde luego, lo que podía contestar…: que Cristo era el Mesías que estaban esperando los judíos. Además, en distintas ocasiones del año, aprovechaba para destacar delante de sus hijos la semejanza con que la Iglesia cristiana plasmaba determinados aspectos originales de la fe judía. Aparte de eso, nunca hablaban del asunto. Estaba seguro de que Sarah se había encargado de que así fuera.

Sin embargo, por lo visto, Naomi había estado rumiando sobre la cuestión durante todos aquellos años. ¿Sería aquel momento de reflexión el idóneo para decirle la verdad? «Me convertí para salvaros la vida, a ti, a tu hermano y a tu madre, y también a mí». No podía decirle eso. Todavía era una niña.

—Porque creo que Jesucristo era el Mesías —respondió—. Eso ya lo sabes, Naomi.

Ella siguió observándolo, pero no le dijo nada más, ni entonces ni durante muchos meses. Fuera cual fuese su opinión, no la expresaba. Y su padre confiaba en que no decía nada porque lo quería.

Tal vez habría guardado silencio para siempre…, ¿quién sabe?…, de no haberse producido un acontecimiento extraordinario. Fue en 1305, cuando Naomi tenía quince años.

La disputa entre el rey Felipe y el papa perduraba en un furibundo estado de empate hasta que el papa tuvo el detalle de fallecer de manera repentina. En cuestión de meses, su anciano sucesor lo siguió a la tumba…, probablemente envenenado. En Roma se iba a celebrar una nueva elección y los parisinos esperaban que el próximo papa fuera menos hostil con su soberano. La elección se postergó. En la ciudad santa reinaba, según decían, una gran confusión.

Un día de junio, Renard llegó a media tarde a casa de Jacob, como hacía algunas veces, cuando toda la familia estaba reunida.

—Creo que soy el primero en comunicaros la notica —anunció—. Tenemos un nuevo papa. ¿A que no adivináis quién es? El obispo de Burdeos.

—¡Si ni siquiera es cardenal! —exclamó Jacob.

—No, pero es francés. Es el candidato del rey Felipe. Nuestro monarca debe de haber estado maniobrando entre bambalinas.

Aunque los reyes a menudo trataban de influir en las elecciones papales, para que saliera elegido un papa que les fuera favorable, aquel era un caso extremo.

—Es solo una marioneta —dictaminó Jacob.

—Y ahora vas a oír la parte más extraordinaria de la noticia: el nuevo papa no va a vivir en Roma.

—¿No va a vivir en el Vaticano?

—Ni siquiera va a ser coronado en Roma. La ceremonia se celebrará en Borgoña. Después va a instalar la corte papal en Poitiers, en los dominios del rey de Francia. Se habla de que tal vez se trasladará a Aviñón dentro de un par de años, pero no a Roma. Tal como están las cosas, se puede decir que el rey Felipe de Francia es propietario del papado.

Al poco rato se fue para seguir divulgando la noticia. Jacob se quedó en casa, desconcertado.

—En épocas de peligro, los papas han abandonado Roma —reconoció—, pero no sé qué pensar de esto…

Sarah mantenía un semblante imperturbable.

Entonces Naomi tomó la palabra.

—A mí no me sorprende en absoluto —declaró, mirando con firmeza a su padre—. La Iglesia es corrupta. Tú mismo me lo dijiste. Yo no creo que la Iglesia tenga nada que ver con Dios. En realidad, me produce asco.

—No le hables así a tu padre —la reprendió Sarah.

Jacob no sintió enojo, sino pena.

—Debes tener cuidado con lo que dices, Naomi —la advirtió en voz baja—. Esas palabras son peligrosas, y más aún para una conversa.

—Yo no soy una conversa —espetó con rabia Naomi—. Fuiste tú quien me convirtió en cristiana.

—Pero ahora eres una cristiana. Nadie, ni siquiera una criada de esta casa, debe oír decir tal cosa. Podría ponernos en un gran peligro.

Naomi guardó silencio un momento.

—No diré nada —afirmó—. Pero ahora ya sabes lo que pienso, padre, y eso no va a cambiar.

Después salió de la habitación.

¿Qué podía hacer? Nada. Comprendía su postura y, en muchos sentidos, la compartía. La corrupción la escandalizaba, igual que a él.

Además, era joven. Cuando tuviera su edad, tal vez aceptaría que lo máximo a lo que se podía aspirar era a realizar pequeñas mejoras en un mundo imperfecto. Mientras tanto, había llegado a una resolución y él debía respetarla.

También agradeció que mantuviera su promesa de no revelar lo que sentía. Continuaba con sus quehaceres cotidianos, ayudando a su madre, con su habitual discreción y alegría. Acompañaba a la familia a la iglesia sin protestar. Todavía se reunía con él cuando le contaba cuentos al pequeño Jacob, y hasta le sorprendió tomando la iniciativa de enseñarlo a leer y a escribir. Pese a que habría preferido asumir él mismo aquella tarea, le agradó que lo hiciera, porque así tenía algo con que distraerse, sobre todo durante los oscuros meses de invierno.

A ella lo que más le gustaba era salir. Todos los días sacaba a pasear al pequeño Jacob. Siempre que su padre iba a la huerta, lo acompañaba con placer. Muchas veces iba caminando hasta la isla de la Cité y encendía una vela en Notre Dame, y puesto que el resto del mundo interpretaba aquellas visitas como actos de devoción religiosa, su padre no puso ninguna objeción.

—Creo que eso le va bien para salir de casa —comentaba a Sarah.

La vida familiar continuó en un ambiente de sosiego durante el invierno. Con la llegada de la primavera, Naomi pudo alargar un poco sus paseos. Un día, le dijo que había ido a la Rive Gauche y que había visitado la preciosa iglesia de Saint-Séverin. El buen tiempo parecía haber mejorado su humor. Jacob confiaba en que hubiera superado la crisis del año anterior.

—Ya va siendo hora de que empecemos a pensar en encontrarle un marido —le comentó un día a su esposa—. Y esperemos no le dé por empezar a pregonar la opinión que le merece el papa delante de los posibles candidatos.

La visita del rabino se produjo a mediados de junio. Llegó a casa de Jacob poco antes del mediodía, mientras Naomi estaba fuera con su hermano.

El rabino, que había engordado durante aquellos años, se sentó pesadamente en el banco del despacho de Jacob.

—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Jacob con cautela.

—¿Que qué puedes hacer por mí? —El rabino lo miró con sorpresa—. ¿Qué es lo que no puedes hacer por mí? —Suspiró, sacudiendo la cabeza—. ¿No sabes por qué he venido a tu casa?

—No.

—Tú que eres tan sabio no lo sabes. ¡Y yo soy el necio! —exclamó de repente, antes de añadir en voz muy baja—. Pero yo sí lo sé.

Jacob se limitó a esperar.

—Tu hija, Naomi, va caminando por ahí sola con frecuencia —prosiguió el rabino.

—Sí. ¿Y qué?

—¿Adónde va?

—Depende. Algunas veces va a Notre Dame, en otras ocasiones a otras iglesias.

—¿Y qué hace cuándo va allí?

—Enciende una vela. Esa es la costumbre. ¿Por qué te preocupa eso?

—Porque tu hija no va a Notre Dame. Va a otros sitios.

—¿Adónde va?

—¡Por mí puede ir caminando a Aquitania si quiere! El problema es que va por ahí con mi hijo Aaron. Por eso he venido.

Aaron, su amigo de infancia, un niño robusto que tenía unos años más que ella. No era un niño extraordinario. Jacob no había pensado en él desde hacía años.

De modo que el arrebato de Naomi la había llevado a empezar a ver de nuevo a sus amigos de infancia. Aunque resultaba comprensible, no era nada aconsejable, y menos si se dejaba ver por las calles con el hijo del rabino. Aquello podía dar pie a interpretaciones erróneas. Se preguntó con qué otros judíos podían haberla visto y qué podía haberles dicho.

—No lo sabía. Le diré que no debe reunirse más con él. —Estuvo a punto de alargar la mano para tocar el brazo del rabino, pero optó por dirigirle una sonrisa conciliadora—. Estoy seguro de que Aaron es un buen chico, pero en nuestra situación… —Se encogió de hombros con pesar—. No es sensato que mantengan su vieja amistad.

—No lo has entendido —contestó el rabino—. Quieren casarse.

—¿Casarse?

—Sí, Jacob ben Jacob. Casarse. Tu hija quiere volver a abrazar la fe de sus padres. Quiere casarse con mi hijo y volver a ser judía.

Jacob lo miró un instante y luego inclinó la cabeza.

De modo que lo había engañado, por completo. Dobló el cuerpo, como si le hubieran descargado un puñetazo en el estómago.

Se había apartado de él. Ya no era suya. ¿Lo sabría su madre? ¿Acaso lo había abandonado toda la familia sin que él se diera cuenta? Respiró hondo.

Naomi era joven. No debía olvidarlo. Por más que leyera y escribiera, y pensara por sí misma y demostrara buen juicio, era joven y probablemente estaba enamorada. Se hizo tales reflexiones sin demora, antes de que el dolor creciera hasta el punto de hacerse insoportable.

—¿Estás seguro? —preguntó, sin levantar la cabeza.

—Sí. Mi hijo ha hablado conmigo.

—Es una cosa imposible.

—Por supuesto que es imposible.

—¿Acaso no se da cuenta de que con eso dejaría a toda la familia en peligro? Podrían poner en tela de juicio mi propia conversión.

—¿Tu familia? —El rabino adelantó el torso y comenzó a hablar con voz impregnada de rabia—. Hace menos de treinta años, Jacob ben Jacob, un cristiano de Bretaña se convirtió al judaísmo. Eso es algo muy poco frecuente. Nosotros no lo fomentamos, pero algunas veces se da. Y cuando ese converso murió, lo enterraron como judío, en el cementerio judío. ¿Y sabes qué hizo la Inquisición? Quemaron al rabino en la hoguera, porque permitió que el hombre muriera como un judío, cuando debía haber sido enterrado en un campo santo cristiano. ¿Tú crees que tiene sentido? Yo no se lo veo, pero eso es lo que hicieron. —Calló un instante—. ¿Qué me va a pasar a mí y a mi familia si la Inquisición dice que estamos robando a una conversa cristiana? Aunque nunca se sabe, es muy posible que me quemen a mí… y a mi hijo también, por haber aferrado el alma de tu hija entre nuestras diabólicas manos. Nosotros no corremos menos riesgos que tú, Jacob, al contrario.

—¿Qué le has dicho a tu hijo?

—Que le prohíbo pensar en eso siquiera.

—¿Y qué ha respondido él?

—Que no se va a casar con ninguna otra. «Entonces no te vas a casar con nadie», le he dicho. —El rabino alzó las manos con impotencia—. Cree que pueden ir a vivir a otra ciudad donde no los conozcan, que pueden mudarse allí como una pareja casada. Ya le he dicho que es un desatino, pero… no sé qué van a hacer.

—¿No creerás…?

—¿Que haya un hijo en camino? No, gracias a Dios. Él asegura que no han… De todas formas, debemos proceder con cautela. Tienes que encerrar a tu hija, Jacob, para detener esta locura.

—Eso voy a hacer —confirmó.

Primero intentó hacerla entrar en razón.

—Hija mía, ¿crees que no lo comprendo? —le dijo—. Cuando uno está enamorado, es como si el cielo se abriera, y uno cree ver a los ángeles. Todo parece posible. Sin embargo, en el mundo hay unas fuerzas más oscuras, de las que procuro protegerte.

Lo escuchó, pero cuando le pidió que prometiera que no volvería a ver a aquel joven, se negó. Y aunque lo hubiera hecho, no estaba seguro de que la hubiera creído.

A partir de ese día, a pesar de sus protestas, Naomi permaneció en casa. Ni siquiera podía salir a pasear a su hermano. Jacob le decía que podía salir con él, si así lo deseaba, pero ella rechazaba esa propuesta. Ni siquiera quería hablar con él.

Pese a que el chico también estaba vigilado, Aaron intentó verla, y en tres ocasiones trató de hacerle llegar una carta. Jacob y el rabino lograron impedirlo.

En casa el ambiente era tenso. Jacob no sabía cuánto tiempo podría continuar así.

—Yo hago negocios con personas de otras ciudades —le comentó a Sarah—. Quizá podría ir a vivir con otra familia durante una temporada.

—¿Y qué hará ella entonces? ¿Les pedirías que la tuvieran encerrada con llave?

Aquel problema no parecía tener solución. Transcurrió un mes y en el calendario judío llegó el día de ayuno llamado Tisha Bov.

El rey Felipe el Bello era despiadado y eficaz al mismo tiempo, tal como había demostrado en el episodio de la elección papal. Y el 22 de julio del año de nuestro Señor 1306, que era el día después del ayuno judío de Tisha Bov, lo volvió a demostrar.

Los preparativos habían sido meticulosos. No había trascendido ni una palabra de lo que se fraguaba. El mercader Renard no había oído nada. Habían cerrado todas las calles y todas las plazas. Los esbirros habían acordonado la zona durante la noche y, entonces, al amanecer, pasaron a la acción.

El éxito de la operación fue total. Todos los judíos de París fueron detenidos, con sus esposas e hijos. No hubo ninguna excepción. A primera hora de la mañana, los condujeron por las calles hacia las cárceles, donde les dieron la noticia: debían abandonar Francia de inmediato. Podían llevar consigo un hatillo de ropa y la irrisoria suma de doce sueldos. Lo demás quedaba confiscado por el rey.

A media mañana, Jacob se encontró con Renard en la calle. Se miraron el uno al otro.

—Al final ha llegado —dijo en voz baja Renard.

—Sí.

No había necesidad de añadir nada más.

A media tarde, conocieron más detalles. En todas las ciudades de Francia donde había una comunidad judía había ocurrido lo mismo. Debían abandonar todos los territorios controlados por el rey Felipe. Pese a que las detenciones se justificaban con los argumentos habituales —la religión judía y la práctica de la usura—, nadie se dejó engañar. Jacob se encontraba en Les Halles con un grupo de mercaderes a quienes abordó un representante real.

—La deuda pendiente de pago a los judíos no va a quedar perdonada —explicó—. Esas deudas son ahora propiedad del rey, que insistirá en cobrarlas en su integridad.

Aquella medida no fue muy bien acogida, pero el siguiente anuncio provocó aún mayor contrariedad.

—Además, todas las deudas deberán pagarse según la acuñación al uso en el momento en que fueron contraídas. El rey es categórico en ese sentido.

Aquel era un proceder que complicaba bastante las cosas. El rey Felipe acababa de emitir grandes cantidades de moneda devaluada y estaba claro que no deseaba que le pagaran con ella.

La expulsión de los judíos de Francia fue simplemente una confiscación de la totalidad de los activos de la comunidad financiera. El objetivo estaba claro: subsanar las deudas del rey.

El proceso duró un par de meses. Los últimos judíos de París no se fueron hasta principios de octubre. Durante todo ese tiempo, Naomi permaneció encerrada en casa y Aaron estuvo sometido a una estrecha vigilancia por parte de su padre. A comienzos de septiembre, Jacob oyó decir que el rabino y su familia se habían marchado.

A Jacob aquella gran expulsión le causó un sentimiento de horror, horror por lo que le hacían a su pueblo.

A la vez sentía que lo que había hecho hacía ya un tiempo quedaba justificado. Ahora podía decirle a Sarah: «Por esto me convertí. Esto es lo que temía». El dolor que había infligido a su familia no había sido en vano. En realidad los había salvado.

Sin embargo, la culpa lo oprimía. Todos los días, la gente miraba a los judíos que abandonaban París, pero él no. Jacob se mantenía alejado. Prefería no verlos. Temía que ellos pudieran mirarlo a él, consciente de que no habría podido sostenerles la mirada.

Aparte, que Dios lo perdonara, también experimentó cierto alivio porque el hijo del rabino se fuera de allí.

¿Adónde iban los judíos de Francia? Al otro lado de la frontera del este, a Lorena, o a Borgoña, o más al sur. También podían viajar hacia Italia y entrar en el alpino territorio de Saboya. En cualquier caso, el joven Aaron y su familia se habían ido. Aquel peligro, al menos, quedaba atrás. Podían reanudar su vida de antes.

O tal vez no… Los primeros días fueron difíciles. Naomi dijo abiertamente que quería seguir a Aaron. Pese a que la compadecía, Jacob se sintió un poco ofendido.

—Ella sabe el peligro que eso representa para su familia —se lamentó con Sarah.

—Piensa que se podría evitar, al estar Aaron fuera de Francia. Cree que podríamos decir que la mandamos a vivir a otra ciudad con algún mercader.

—Estas cosas se acaban descubriendo. El riesgo es demasiado grande. Ella debería saberlo.

—Piensa así porque desea que sea verdad.

—De todas maneras, ¿de qué iban a vivir? Aaron ahora no tiene dinero —señaló con pesar Jacob—. El rey los ha arruinado por completo.

—Él será rabino. Los rabinos siempre consiguen tener con qué vivir.

—Aun así, no puede ir con él porque no sabe adónde ha ido —apuntó Jacob. Y era verdad.

En invierno, Jacob lo averiguó. Se había tomado la molestia de hacer indagaciones.

Aaron estaba bien lejos, en las montañas de Savoya.

Con el tiempo, la rabia de Naomi se transformó en mal humor. De nuevo podía llevar a pasear al pequeño Jacob, pero lo hacía con desánimo. A menudo Jacob la encontraba sentada junto al fuego con su hermano, pero, mientras este charlaba, ella mantenía la vista perdida.

Tanto Jacob como Sarah sospechaban que Naomi tenía la esperanza de recibir algún mensaje de Aaron y se mantenían vigilantes para interceptarlo, pero no tuvieron conocimiento de que le llegara ninguno.

El mes de diciembre llegó y se fue. En las calles había hielo y nevaba. En aquellos oscuros días del año, su hija parecía envuelta en un manto de tristeza.

Procuraron comportarse con normalidad. Se esforzaron por no mostrar desaliento delante de ella. Jacob contaba relatos por la noche, cuando estaban todos juntos y ella parecía hallar placer escuchándolo. Si contaba algún chiste que había oído en el mercado, reía con facilidad. Aun así, a comienzos del gris mes de enero, en su cara se percibía más resignación que alegría.

Un día, al volver a casa después de realizar unas gestiones, la vio sentada en un banco junto al fuego. Estaba sola. Aunque debía de haberlo oído entrar, no se volvió, como si quisiera darle a entender que quería que la dejara tranquila. Estaba a punto de irse a su despacho, pero en el último momento entró y se sentó a su lado. Sin decir nada, observó su postura abatida y su mirada clavada en las brasas del fuego. Al cabo de un rato, le rodeó con los brazos los tensos hombros.

—Lo siento mucho, hija mía.

Ella guardó silencio, pero no se apartó.

—Ya sé que eres infeliz —prosiguió con voz suave—. Aunque me apena que quisieras dejarnos, lo comprendo.

Al cabo de un poco, ella respondió.

—La verdad es, padre, que ya no deseo vivir en una tierra donde se hacen estas cosas.

—Ay —suspiró—. En una ocasión, el padre de Aaron me dijo: «Nunca estarás a salvo», y puede que tuviera razón. Todo aquel que nace judío nunca está a salvo, vaya donde vaya.

—¿Por qué somos cristianos, padre? —preguntó ella.

Entonces le pareció que era el momento oportuno para contárselo todo. Le habló de la advertencia de Renard, de su angustiosa indecisión, del temor que sentía por Sarah y por el niño que estaba a punto de nacer, y también por ella. Le confesó el desgarro que le había producido su conversión.

—Puede que me equivocara, hija mía, pero lo hice por eso. Y ahora te he causado un gran dolor sin querer, y lo lamento.

Cuando hubo acabado, ella se quedó muy quieta. Creyó que se había enfadado.

—No lo sabía —dijo por fin.

—El peligro era grande y por eso no me atreví a explicártelo. A veces me preguntaba si tu madre te lo había contado.

—No, nunca.

Mientras hablaba, había retirado el brazo de encima de su hombro y acabó juntando las manos en el regazo para perder su mirada en el fuego.

Entonces sintió que le rodeaba el cuello con la mano. Cuando se volvió, ella apoyó la cabeza en su hombro.

—Comprendo, padre, que hiciste lo que creías que debías hacer.

—Confío en que así sea —respondió.

—Sabes que siempre te querré, ¿verdad? —añadió.

Él giró la cabeza y, al mirarla, topó con su sonrisa.

—Siempre —reiteró—. Eres el mejor padre del mundo. ¿No lo sabías?

Incapaz de contestar algo, le cogió la mano y la apretó. Aquellas palabras fueron casi tan importantes para él como el nacimiento de su hijo.

A partir de ese día, se la veía menos triste. La vida volvió a adoptar su habitual rutina. A comienzos de primavera, Jacob preguntó a Sarah qué le parecía si empezaban a pensar otra vez en buscarle un marido.

—Espera un poco —aconsejó ella.

—Lo dejo en tus manos —aceptó con sensatez.

A finales de mayo, Sarah le dijo: «Creo que está preparada».

—Yo no tengo prisa por casarme, padre —le dijo de pasada la propia Naomi al cabo de unos días—, pero, cuando llegue el momento, tal vez deberíamos tomar en cuenta al hijo de Renard. Yo confío en él y siempre ha sido amigo mío.

No tuvo que repetírselo. Al día siguiente, al ver a Renard caminando por la calle, acudió a su encuentro y, tras los saludos de rigor, se puso a desgranar elogios sobre su hijo mayor.

—A mí también me parece que Naomi tiene muchas cualidades —añadió.

Siguieron caminando unos pasos antes de que Renard se volviera para observarlo.

El paso del tiempo había marcado de distinta manera a ambos amigos. El poco pelo que le quedaba a Jacob era cano. Renard en cambio, como muchos pelirrojos, conservaba todo el cabello y se veía poco envejecido. Solo revelaban su edad las profundas y largas arrugas que le surcaban la cara.

—Es una hermosa muchacha —destacó—. Creo que no deberías tardar en buscarle marido.

—Sí —convino Jacob.

—Recuerdo perfectamente la época en que te convertiste —prosiguió Renard.

—Eso te lo debo todo a ti.

—Naomi debía de tener unos nueve años por entonces.

—Eso es.

—¿Cómo se lo tomó entonces… y después?

—Bueno… —A Jacob le tomó desprevenido la pregunta—. Como es una muchacha obediente, no cuestionó la decisión de su padre. Ahora, ha pasado tanto tiempo… Todos sus amigos son cristianos. Su hermano, claro, ha sido cristiano desde que nació. —No podía ser más sincero.

Renard asintió con aire pensativo.

—Ya sabes el afecto que siento por ti y tu familia, Jacob. Me alegró haber podido ayudarte y lo volvería a hacer, pero un matrimonio es otra cosa. Mi hijo quiere a tu hija como amiga. La querrá toda su vida, pero él también es bastante devoto. No todos los cristianos son devotos, desde luego, pero él sí. La mujer que se case con mi hijo tendrá que ser devota. No puede abrigar ninguna duda.

—Mi hija no tiene dudas, por supuesto —se apresuró a afirmar Jacob—. Ninguna en absoluto.

Ambos sabían que era mentira, pero tenía que decirlo.

—Ya hablaremos de esto en otro momento —sugirió el comerciante pelirrojo al despedirse.

Ambos sabían, con todo, que nunca más volverían a tratar el asunto.

—Nunca pensé que fuera devoto —señaló Naomi cuando su padre le habló de la conversación.

—Quizá no lo sea —reconoció Jacob.

De todos modos, no se desalentó. Al concluir el verano había iniciado negociaciones con los mercaderes que antes habían expresado interés por su hija, aparte de con los dos nuevos candidatos que surgieron. A finales de septiembre, se halló en condiciones de presentar a su hija un buen ramillete de opciones. Naomi, por su parte, fue entrando poco a poco en el juego. De hecho, en el momento en que él le enseñó la lista definitiva, estaba bastante animada y daba la impresión de divertirse con todo aquello.

—Querría tomarme un poco de tiempo ahora, padre. A dos de los pretendientes casi no los conozco todavía. ¿Podría disponer de un par de meses?

—Claro —accedió él, sonriente—. Tomaremos la decisión hacia Navidad.

El martes 11 de octubre, Jacob se encontraba en el mercado de la Grève cuando vio por casualidad a Renard y se puso a charlar un rato con él.

—¿Te acuerdas de Aaron, el hijo del rabino? —comentó de pasada Renard, antes de irse.

—Sí, claro —repuso Jacob.

—Pues, ¿sabes?, juraría que ayer lo vi por la calle. Supongo que no era él, pero si ha vuelto a París, más le valdría ir con cuidado. Podrían arrestarlo.

Jacob se quedó horrorizado, aunque intentó disimularlo.

—Hombre, es bastante improbable —opinó, sacudiendo la cabeza—. Sería un insensato si hubiera vuelto.

En cuanto perdió de vista a Renard, no obstante, regresó a casa de inmediato.

—¿Dónde está Naomi? —gritó, entrando como un vendaval.

Sarah le dijo que acababa de volver de pasear con su hermano.

—¿Está aquí? —preguntó.

—Ha vuelto a salir. Ha ido a ese puesto que tanto le gusta de la calle Saint-Honoré, a comprar una cinta —explicó su madre—. Seguro que no tardará en volver.

Entonces, Jacob le contó con apremio lo sucedido.

—Ni una palabra a nadie —advirtió—. Nadie lo debe saber. Ve a ese puesto, a ver si la encuentras, después vuelve. Yo te esperaré aquí. —Mientras tanto, fue a ensillar el caballo.

Sarah no la encontró. Al cabo de una hora, Jacob se puso en camino. Cruzó el río hasta la Rive Gauche y tomó la calle Saint-Jacques, la ruta de los peregrinos que conducía hacia el sur. Si se dirigían a Saboya, probablemente tomarían esa vía.

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Y ahora, al cabo de dos días, sabía que la había perdido. Naomi lo dejaba bastante claro en su carta. Durante largo rato, dejó vagar la vista por el reluciente manto de niebla que cubría París. Las torres de Notre Dame empezaban a relucir con los primeros rayos del sol.

Volvió a leer la carta.

No era larga. Después de expresarles su afecto, anunciaba que tenía noticias que sabía que iban a afligirlos. Aunque agradecía a su padre haberle presentado una selecta colección de dignos pretendientes, y haberle permitido elegir entre ellos, debía confesarle algo. Amaba a otro.

Amo a otro. Es una buena persona, pero sé que no lo ibais a aceptar, porque carece de fortuna. Es un joven de Aquitania, donde su padre tiene un molino. Vino a París en calidad de criado de una familia noble. Ahora regresa a Aquitania y yo me voy con él.

Soy su esposa. Nos casaremos en cuanto lleguemos a su casa. Así me lo ha prometido.

No intentéis seguirme. Es demasiado tarde para eso. Tendréis noticias mías, una vez que nos hayamos casado. Hasta entonces, os suplico vuestro perdón, queridísimos padres.

No podía negar la habilidad con que estaba redactada la carta. No había la menor referencia a Aaron, el joven judío. El hijo del molinero era sin duda cristiano. Pese a que él no creía, por supuesto, en la existencia de ese muchacho de Aquitania, cualquier otra persona a quien enseñara la carta no vería motivos para dudar de ella. Lo único que captarían era que se había fugado con un muchacho pobre, que ya estaba viviendo con él en pecado, que se había deshonrado a sí misma y a su familia. Ese tipo de cosas ocurrían.

No había el menor indicio de que pudiera haber ido a Saboya, solo una falsa pista que apuntaba a Aquitania.

En un par de ocasiones, todavía se planteó si no habría alguna posibilidad de recuperarla. ¿Y si la iba a buscar y la casaba con uno de los pretendientes que había seleccionado? Sabía, sin embargo, que era inútil. Si Naomi estaba decidida a huir con Aaron, nunca aceptaría casarse con un cristiano, ni aunque la condujeran encadenada al altar.

Para hacer creíble su mentira, probablemente explicaría a algunos amigos lo que había ocurrido y hasta se iría a Aquitania, donde, por supuesto, no la iba a encontrar. Tampoco recibirían ninguna carta suya. Entonces la gente supondría que, durante el camino, a ella y a su amante les había ocurrido algo, o que el joven la había dejado plantada y estaba demasiado avergonzada para regresar con sus padres.

Se disculparía con las familias con las que había estado negociando su compromiso. Seguramente hasta les enseñaría la carta, de la que, de todas maneras, ya habrían tenido noticias.

Aunque sería terriblemente embarazoso, podía funcionar, concluyó con tristeza.

Pasó una hora más, caminando de un lado a otro por la huerta, considerando la situación desde todos los ángulos y tendiendo de vez en cuando la vista sobre la ciudad, donde empezaban a despuntar las casas entre la niebla.

Después, decidió volver a casa. De manera mecánica, siguió el camino que siempre recorría con Naomi, el que conducía a la ciudad por el lado de la gran fortaleza de los templarios. Aunque el sendero estaba todavía cubierto con algunos jirones de niebla, los muros del edificio se podían ver desde lejos.

Estaban a un centenar de metros de la puerta del Temple cuando vio el gentío. Luego distinguió un destello de espadas y armaduras, y a continuación un carro que salía por la puerta.

¿Sería un cargamento de lingotes? Más de cerca, advirtió que aquella tropa tenía algo raro, aunque no supo precisar qué era. Unos pasos más allá, se percató de que no eran templarios, sino gendarmes del rey. Detrás del carro caminaba un pelotón de hombres, que, sin embargo, no iban armados. Parecía que algunos estaban medio desnudos. Luego vio que iban encadenados y le dio la impresión de que ya había visto algunas de esas caras. Entonces cayó en la cuenta.

Eran templarios, caballeros templarios encadenados.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a una de las personas arracimadas delante de la puerta.

—Están deteniendo a los templarios.

—¿A qué templarios?

—A todos. A todos los templarios de Francia. De toda la cristiandad, creo.

—¿Por orden de quién?

—Del rey y del papa. —El hombre sonrió—. Viene a ser lo mismo, ahora que el rey manda sobre el papa. —Parecía bastante orgulloso de que Francia controlara al Santo Padre.

—¿De qué se los acusa?

—De toda clase de crímenes. Han leído la proclama hace menos de una hora. De vida desordenada, herejía, sacrificios a ídolos, artes mágicas, sodomía…, y qué sé yo.

—¿Herejía? ¿Sodomía? —A menudo se decía de los templarios que comían demasiado bien y bebían demasiado, sobre todo en los últimos tiempos. Jacob sospechaba que la gente los criticaba porque estaba celosa de su tremenda fortuna. Lo de celebrar sacrificios a ídolos y practicar artes mágicas era, empero, absurdo e injusto. Pese a que no sentía ninguna simpatía especial por los templarios, Jacob estaba escandalizado—. ¿Hay pruebas? —preguntó.

—Las habrá. —Su interlocutor soltó una carcajada—. La Inquisición se encargará de ello. Después de que los hayan torturado, las habrá. Ya sabéis cómo son esas cosas. —Iban a torturar a los templarios, como a unos simples criminales, como a unos herejes—. Cuando hayan quemado a unos cuantos en la hoguera, hablarán —prosiguió alegremente el hombre.

—Pero ¿y qué va a pasar con sus fortalezas y con su dinero? —planteó Jacob.

—Están requisados. Desde el amanecer del día de hoy, han quedado en la ruina —anunció, con especial regocijo, el individuo—. Esos templarios y sus malditas Cruzadas nos costaron una fortuna para nada. No hay más que fijarse en el caso de san Luis.

El papado había quedado tan impresionado por la piedad del rey Luis IX de Francia que diez años atrás el que fuera promotor de la Sainte-Chapelle y partidario de la Inquisición había sido canonizado.

—Se fue a las Cruzadas —prosiguió el hombre—, se dejó capturar y nosotros, el pueblo de Francia, tuvimos que pagar el rescate. ¿Y para qué? No trajo nada con qué justificar esa necedad de guerra, y la mayoría de sus soldados murieron de enfermedad. Al diablo con los cruzados y con los templarios que los apoyan… Eso es lo que yo digo.

Jacob sabía que en ese momento la mayoría de los parisinos estarían de acuerdo con él. No se le escapaba, con todo, que detrás de aquel ataque contra los templarios había una verdad más simple y brutal. Al disolver la orden, el rey acababa de cancelar todas las deudas que había contraído con ellos.

La herejía, la inmoralidad y las detenciones eran una cortina de humo. Teniendo al papa y la Inquisición en el bolsillo, el rey Felipe el Bello iba a torturar y a quemar a muchos desdichados para lograr sus confesiones falsas. Todos los instrumentos de la santa Iglesia estarían a su disposición. ¿Y para qué? Para robar el dinero de los templarios y eliminar las deudas del rey.

La expulsión de los judíos había sido un acto execrable, pero que el rey agrediera así a sus propios soldados cristianos demostraba a los ojos de Jacob un grado de cinismo aún más indignante.

Allí no había lealtad, ni piedad, ni interés por la verdad, ni aspiración de justicia. No había respeto a Dios. No había nada.

Al llegar a casa, Jacob le explicó a Sarah lo que había visto. Después fue a su despacho y cerró la puerta. No volvió a salir en todo el día.

Al atardecer, su esposa fue a verlo.

—¿No vas a comer nada, Jacob?

—No tengo hambre —contestó con la mirada fija en la mesa.

Sarah tomó asiento en la pequeña silla de madera que utilizaba para las visitas. Sin decir nada, apoyó la mano en la de él. Al cabo de un rato, Jacob volvió a hablar.

—Naomi dijo que no quería vivir en una tierra gobernada por un rey como este. Me reprochó el haberme convertido.

—Es joven.

—Tiene razón. No debí convertirme. —Seguía con la vista clavada en la mesa.

—Hiciste lo que consideraste mejor.

—¿Sabes?, yo no tengo ningún problema con la doctrina cristiana del amor —confesó, mirándola—. Es algo maravilloso con lo que estoy totalmente de acuerdo. —Sacudió la cabeza—. Lo malo con los cristianos es que, por un lado, dicen una cosa, pero, por el otro, hacen lo contrario.

—El rey es corrupto. La Iglesia es corrupta. Eso ya lo sabemos.

—Sí, lo sé. —Guardó silencio un momento—. Pero si ellos son corruptos, yo lo soy también.

—¿Qué podrías hacer tú? ¿Erguirte ante el rey y maldecirlo como uno de los profetas de la Antigüedad?

—¡Sí! —gritó, con súbito ardor—. Sí, eso es lo que debería hacer, tal como hicieron los profetas de mis antepasados en tiempos antiguos. —Extendió las manos con impotencia—. Es, sin duda, lo que debería hacer —añadió con tristeza.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó con afecto Sarah a su marido.

Jacob tardó un poco en responder.

—No tengo ni idea —reconoció por fin.

Al cabo de una semana, todo París se había enterado. La bonita hija del mercader Jacob se había fugado con el hijo de un pobre molinero. Aquello era una humillación y una deshonra para la familia. La reacción del padre merecía, con todo, respeto.

Jacob se iba de París. Con su esposa y su hijo, partía hacia Aquitania, donde creían que se encontraba la pareja, y no descansaría hasta ver a su hija dignamente casada por la Iglesia. Después esperaban regresar a París, donde, si el joven tenía las dotes necesarias, Jacob lo pondría a trabajar en su negocio.

Eran pocos los padres que habrían hecho tal cosa. La mayoría habría echado a su hija de casa. Aun así, quien más quien menos pensaba que obraba movido por un verdadero fervor cristiano.

La persona más afortunada en todo aquello, aseguraban también, iba a ser el hijo del molinero, que vería recompensadas sus andanzas casándose con una heredera.

—De haberlo sabido —bromeó uno de los anteriores pretendientes a la mano de Naomi—, me habría fugado con ella yo mismo.

Jacob tardó diez días en poner en orden sus negocios y sus cuentas. La cofradía de mercaderes le deseó un pronto regreso, y las autoridades reales le concedieron un salvoconducto a la vez que le deseaban suerte.

La última semana de octubre del año de nuestro Señor 1307, Jacob se puso en camino con un caballo y un carro por la calle Saint-Jacques, la antigua ruta de los peregrinos que ascendía por la colina pasando junto a la universidad. Antes de franquear la puerta de la muralla, Jacob se detuvo.

—Vuélvete a mirar la ciudad —indicó a su hijo—. Yo no la volveré a ver más, pero quizá tú si la volverás a ver un día, cuando lleguen tiempos mejores.

Al cabo de una semana, llegaron a Orleans.

Dos días después, no obstante, en lugar de continuar en dirección suroeste rumbo a Aquitania, tomaron otro camino que conducía hacia el este. Así, yendo alternativamente hacia el sur y hacia levante durante dos semanas, llegaron a Borgoña. Luego viajaron diez días más hasta que por fin, una mañana, mirando hacia el este, Jacob preguntó a su hijo:

—¿Qué ves allá a lo lejos?

—Veo montañas, con picos cubiertos de nieve —respondió este.

—Esas son las montañas de Saboya —le informó su padre.

Una vez que alcanzara aquel territorio, volvería a ser judío.

Notando como se desprendía de un gran peso de corrupción y miedo, murmuró las palabras que tanto había echado de menos:

—Oye, oh, Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es uno.