Capítulo uno
1875
París, ciudad del amor, ciudad de ensueño, ciudad de esplendor, ciudad de santos y eruditos, ciudad de alegría.
Pozo de iniquidad.
En dos mil años, París había sido escenario de todo.
Julio César fue el primero en darse cuenta de las posibilidades de aquel lugar donde se había asentado la modesta tribu de los parisii. Por aquel entonces, hacía varias generaciones que los territorios mediterráneos del sureste de la Galia eran provincias romanas, pero cuando César decidió anexionar también al Imperio las belicosas tribus célticas del norte de la Galia, le llevó bastante tiempo lograr su objetivo.
Los romanos no tardaron en advertir que, en su posición junto aquel río navegable, el Sena, el territorio parisino constituía un lugar idóneo para instalar una ciudad, punto de convergencia de la producción de las inmensas y fértiles llanuras del norte de la Galia. Desde su cabecera, situada un poco más al sur, era fácil acceder al caudaloso río Ródano, que comunicaba con los activos puertos del Mediterráneo. Por el norte, el Sena desembocaba en un estrecho mar, al otro lado del cual se encontraba la isla de Britania. Aquel era el gran sistema fluvial que constituía una intersección entre los mundos del sur y del norte. Los comerciantes griegos y fenicios ya lo habían usado antes incluso de la fundación de Roma. El sitio era perfecto. El núcleo de las tierras de los parisii se encontraba en un amplio y plano valle que el Sena atravesaba trazando una serie de airosas curvas. En un meandro del centro, el río se ensanchaba dando cabida a diversas marismas e islas, dispuestas a la manera de enormes barcazas ancladas en medio del cauce. En la orilla norte, los prados y pantanos se sucedían sin interrupción hasta la base de una cadena de colinas parcialmente cubiertas de viñas.
La orilla meridional, la izquierda si uno miraba hacia la desembocadura, contaba, no obstante, con un curioso cerro achatado, una suerte de meseta con vistas al agua. Fue allí donde los romanos fundaron su ciudad, con un amplio foro y el templo principal en lo alto de la meseta, un anfiteatro en las proximidades, un trazado de calles en derredor y una carretera que cruzaba de norte a sur la ciudad. Esta conectaba la ciudad con la isla más grande, convertida ya en un barrio que albergaba un bello templo dedicado a Júpiter. Por medio de otro puente, se unía con la orilla norte. En un principio pusieron a la ciudad el nombre de Lutecia, pero también se referían a ella, más pomposamente, como la ciudad de los parisii.
Tras la caída del Imperio romano, la tribu germánica de los francos conquistó el territorio, que pasó a llamarse la Tierra de los Francos, o Francia. Su rica campiña había sido invadida por los hunos y los vikingos, pero, con sus murallas de madera, la isla del río sobrevivió como un viejo barco baqueteado. A lo largo de la Edad Media, se transformó en una gran ciudad, un laberinto de iglesias góticas, de altos edificios con armazón de vigas, de peligrosas callejuelas y hediondas bodegas. Se desparramaba a ambos lados del Sena, rodeada de una alta muralla de piedra. La catedral de Notre Dame adornaba, majestuosa, la isla. Su universidad gozaba de prestigio en toda Europa. Aun así, los ingleses llegaron y la conquistaron. Y, tal vez, París habría acabado siendo inglesa si la milagrosa doncella de Orleans, Juana de Arco, no hubiera surgido para expulsarlos.
La vieja París fue una ciudad abigarrada y carnavalesca de calles estrechas, donde se propagaba la peste.
Y después llegó la nueva París.
El cambio se produjo de manera gradual. A partir del Renacimiento, en su oscura masa medieval comenzaron a aparecer espacios clásicos, más luminosos. Los palacios reales y las nobles plazas aportaron un nuevo esplendor. Los anchos bulevares comenzaron a abrirse paso entre los viejos laberintos, mientras los ambiciosos gobernantes creaban perspectivas dignas de la antigua Roma.
París había alterado su aspecto para acomodarse a la magnificencia de Luis XIV y a la elegancia de Luis XV. La era de la Ilustración y la nueva República surgida de la Revolución francesa fomentaron la sencillez clásica, y la época de Napoleón dejó un legado de grandiosidad imperial.
En los últimos tiempos, dicho proceso de cambio se había acelerado bajo el impulso de un nuevo planificador urbano. La gran red de bulevares y largas y rectas calles bordeadas de elegantes manzanas de pisos y oficinas concebida por el barón Haussmann se implantó de manera tan sistemática que, en ciertos barrios de París, era ya casi imperceptible el tupido desorden de la ciudad medieval.
Sin embargo, el viejo París seguía allí, a la vuelta de prácticamente todas las esquinas, impregnado del recuerdo de los siglos y de las vidas de sus habitantes, unos recuerdos tan potentes como una vieja melodía casi olvidada que resurge con toda su fuerza cuando se vuelve a interpretar, aunque sea en otra época, en otra clave, tanto si suena a través de un arpa o un organillo. Ahí radicaba su perdurable encanto.
¿Había hecho París las paces consigo misma? La ciudad había sufrido y había sobrevivido; había presenciado el apogeo y la decadencia de imperios; había experimentado el caos y la dictadura, la monarquía y la República. No era seguro, con todo, cuál era el régimen que París prefería. Pese a su edad y a su encanto, en eso parecía indecisa.
Últimamente, había sufrido otro terrible trance. Cuatro años atrás, sus habitantes habían tenido que comer ratas. Humillados primero y después sometidos a la hambruna, habían acabado volviéndose unos contra otros. No hacía tanto que habían enterrado los cadáveres, que el viento había dispersado el olor a muerte y que el eco de los disparos de los pelotones de ejecución se había disuelto en el horizonte.
Ahora, en el año 1875, se estaba recuperando, pero aún quedaban muchas cuestiones pendientes.
El niño tenía solo tres años. Era rubio y tenía los ojos azules. Ya sabía algunas cosas. Otras aún no se las enseñaban. Aparte, estaban los secretos.
El padre Xavier lo observaba. Cómo se parecía a su madre… Pese a que era sacerdote, el padre Xavier estaba enamorado de una mujer, la madre de ese niño. Aun cuando en su fuero interno reconocía la pasión que sentía, la reprimía de tal modo que nadie habría sospechado jamás de su existencia. En cuanto al niño, seguramente Dios tenía trazado un plan para él.
Tal vez el designio de la Providencia dictaría su sacrificio.
Hacía un día soleado y en los elegantes jardines de las Tullerías, frente al Louvre, las niñeras vigilaban a los críos. El padre Xavier, que había sacado a pasear al pequeño, era el confesor y un amigo de la familia.
—A ver si sabes decirme tu nombre completo —retó en broma al niño.
—Roland D’Artagnan Dieudonné de Cygne —respondió de un tirón el crío.
—Bravo, jovencito.
El padre Xavier Parle-Doux era un hombre bajo, de cuerpo fibroso, de unos cincuenta y tantos años. Había sido soldado, hacía tiempo. De una caída de caballo conservaba como secuela un lancinante dolor en la espalda, del que solo estaban al corriente unas cuantas personas.
Su época de soldado le había dejado asimismo otra clase de marca. En el cumplimiento de su deber, había matado. También había sido testigo de atrocidades peores que esa. Al final, le había parecido que tenía que haber algo mejor que aquello, algo más sagrado, una perenne llama de luz y de amor que se irguiera en medio de la terrible oscuridad del mundo. Él la había encontrado en el seno de la santa Iglesia.
Aparte, era monárquico.
El sacerdote, que conocía de toda la vida a la familia del niño, le dirigía entonces una mirada afectuosa y, al mismo tiempo, compasiva. Roland no tenía hermanos. Su madre, la hermosa mujer con quien él mismo habría querido casarse si no hubiera elegido otra vía, tenía una salud delicada. Así pues, era probable que el futuro de la familia recayera en los hombros del pequeño Roland, sin duda una carga muy difícil de llevar para un niño.
Sabía, con todo, que en su condición de sacerdote debía contemplar las cosas desde una perspectiva más amplia. ¿Cómo era aquella expresión que usaban los jesuitas? «Dame un niño antes de los siete años y será mío para toda la vida». Fueran cuales fuesen los designios que Dios tenía para el crío, tanto si suponían su felicidad como si no, el padre Xavier lo encaminaría hacia su cumplimiento.
—¿Y quién fue Roland?
—Roland fue un héroe. —El niño hizo una pausa, esperando un gesto de aprobación—. Mi madre me leyó la historia. Fue antepasado mío —añadió con solemnidad.
El sacerdote sonrió. La célebre Chanson de Roland era un poema épico escrito hacía mil años que relataba la emboscada sufrida por el amigo del emperador Carlomagno en la retaguardia del ejército cuando este cruzaba las montañas. En vano Roland hizo sonar su cuerno pidiendo socorro. Después de su muerte a manos de los sarracenos, el emperador lloró la pérdida de su amigo. Aunque fuera inverosímil, aquel creerse descendientes de Roland no dejaba de tener su encanto.
—Otros antepasados tuyos fueron a las Cruzadas —le recordó el padre Xavier—. De todas formas, eso es natural en las familias de la nobleza. —Hizo una pausa—. ¿Y quién fue D’Artagnan?
—El famoso mosquetero. También fue antepasado mío.
En realidad, el personaje principal de Los tres mosqueteros estaba inspirado en una persona real, y un miembro de la familia de Roland se había casado con una aristócrata de ese nombre por la época de Luis XIV…, aunque el sacerdote dudaba mucho que el parentesco hubiera suscitado mucho interés en ellos antes de que el apellido se volviera célebre a raíz de la novela.
—O sea, que por tus venas corre sangre de los D’Artagnan. Eran soldados al servicio del rey.
—¿Y Dieudonné? —preguntó el niño.
El padre Xavier se tomó un momento antes de responder. Debía proceder con cautela. ¿Tendría el chico alguna idea del horror de la guillotina al que remitía su último apellido?
—El apellido de tu abuelo es muy bonito, ¿sabes? —contestó—. Significa: «el regalo de Dios». —Reflexionó un instante—. El nacimiento de tu abuelo fue…, no diría tanto un milagro…, pero sí una señal. Debes tener presente una cosa, Roland —prosiguió el sacerdote—. ¿Conoces el lema de tu familia? Es muy importante: «Selon la volonté de Dieu» (de acuerdo con la voluntad de Dios).
El padre Xavier desvió la mirada para contemplar el paisaje. Por el norte destacaba la colina de Montmartre, donde los paganos habían martirizado a san Denís, dieciséis siglos atrás. Por el suroeste, detrás de las torres de Notre Dame, se elevaba el montículo de la Rive Gauche (Margen Izquierda) donde, en el momento de la hecatombe del Imperio romano, la infatigable santa Genoveva había suplicado a Dios que preservara su ciudad de las iras de Atila… y había visto atendidos sus ruegos.
Una y otra vez, Dios había protegido Francia en los momentos críticos, pensó el sacerdote. Cuando los musulmanes habían emprendido la invasión desde la península ibérica, y Europa entera corría riesgo de sucumbir a su yugo, ¿no había acaso enviado el Altísimo a un gran general, el abuelo de Carlomagno, para repeler el ataque? Y cuando, en su prolongada pugna medieval con los reyes franceses, los ingleses habían llegado a apoderarse incluso de París, ¿no había mandado a Francia a la doncella Juana de Arco para que condujera sus ejércitos hacia la victoria?
Por encima de todo, Dios había otorgado a Francia su familia real, que, a través de las ramas de los Capetos, Valois y Borbones, había gobernado durante treinta generaciones, reunificando e incrementando la gloria de aquella sagrada tierra.
Y durante todos aquellos siglos, los De Cygne habían servido fielmente a aquellos soberanos ungidos por la gracia divina.
En eso radicaba la herencia del niño. Y cuando llegara el momento lo entendería.
Era hora de volver a casa. Tras ellos, al final de los jardines de las Tullerías, quedaba la gran explanada de la plaza de la Concordia. Más allá se iniciaba la magnífica avenida de los Campos Elíseos, que se prolongaba durante más de tres kilómetros hasta el Arco de Triunfo.
El niño todavía era demasiado pequeño para conocer el papel que desempeñaba la plaza de la Concordia en su historia. En cuanto al Arco de Triunfo, aun siendo espléndido, al padre Xavier no le gustaba, dada su condición de monumento republicano.
Su mirada volvió a posarse en la colina de Montmartre, el lugar donde antes se elevaba un templo pagano, donde san Denís había sufrido martirio y donde habían tenido lugar aquellos horrendos incidentes durante el periodo de convulsión que había sacudido la ciudad. Qué oportuna iba a ser la construcción del nuevo templo que surgiría allí ese mismo año, junto a los molinos de viento, un templo católico cuya pura cúpula blanca reluciría cual nívea paloma sobre la ciudad, la basílica del Sacré Coeur.
Aquel era el templo donde el niño debería servir. Dios tenía que haber salvado a su familia por alguna razón. Allí había una labor que permitiría superar la vergüenza y restablecer la fe.
—¿Quieres que caminemos un poco? —preguntó. Roland asintió y el sacerdote, sonriente, le tendió la mano—. ¿Cantamos una canción? —propuso—. ¿Qué tal Frère Jacques?
Y así, cogidos de la mano, atrayendo las miradas de varias niñeras y chiquillos, el sacerdote y el niño abandonaron el jardín entonando aquella canción.
Cuando Jules Blanchard llegó a la confluencia del Louvre con los Campos Elíseos y emprendió camino hacia la iglesia de la Madeleine, tenía motivos para ser un hombre feliz. Ya tenía dos hijos varones, dos muchachos juiciosos, pero siempre había querido tener una hija. Y esa mañana, a las ocho, su mujer le había dado una niña.
Había solo un problema, que requería cierto tacto. Esa era la razón por la que se dirigía a una cita con una dama que no era su esposa.
Jules Blanchard era un hombre robusto y vigoroso, con una considerable fortuna familiar. El siglo pasado, durante el periodo rococó del reinado de Luis XV en que habían florecido las avanzadas ideas de la Ilustración, un antepasado suyo había vendido libros que propagaban aquellas opiniones tan radicales. El hijo del librero, el abuelo de Jules, fue un médico que llamó la atención del general Napoleón Bonaparte, ya durante el periodo de la Revolución. Después de trabajar para la élite tanto durante el Imperio napoleónico como en el periodo de la restauración de la monarquía borbónica, se había retirado a una acogedora casa en Fontainebleau, que aún formaba parte del patrimonio familiar. Su esposa provenía de una familia de comerciantes. Por su parte, el padre de Jules se había dedicado a los negocios. Especializándose en la venta al por mayor de cereal, a mediados del siglo XIX había amasado una considerable fortuna. Jules había seguido sus pasos y ahora, a los treinta y cinco años, estaba en condiciones de relevar a su padre, siempre y cuando este decidiera retirarse.
En la Madeleine, Jules torció a la derecha. Le gustaba ese bulevar porque pasaba delante del flamante palacio de la ópera. La Ópera de París, el inmenso edificio diseñado por Garnier, se había convertido ya en un monumento destacado, pese a que lo habían terminado tan solo a comienzos de año. Aparte de las múltiples maravillas que albergaba —como un ingenioso lago artificial en el sótano con el que se controlaban las aguas subterráneas—, era una obra tan magnífica y original que, con su gran tejado redondo, a Jules le hacía pensar siempre en una enorme tarta profusamente decorada. Su extravagante opulencia casaba con el espíritu de la época…, cuando menos con el de las castas privilegiadas como la suya.
Ya se encontraba delante del lugar donde tenía la cita. El café Anglais se hallaba cerca de la Ópera, en una esquina. A diferencia de esta, tenía una fachada bastante sobria, pero el interior era otro cantar. Su esplendor era digno de príncipes. Unos años atrás, por ejemplo, los emperadores de Rusia y Alemania habían cenado juntos allí; habían disfrutado de un legendario banquete que se había prolongado ocho horas.
¿En qué otro lugar podía uno reunirse con Joséphine para comer?
Ese día habían abierto la gran sala revestida de madera a la que llamaban Le Grand Seize. En cuanto entró, entre oficiosos camareros, espejos de marcos dorados y plantas decorativas, no tardó más de unos segundos en localizarla.
Joséphine Tessier era el tipo de mujer a la que los jefes de camareros solían colocar en el centro del comedor, a menos que la dama murmurase que prefería un lugar más discreto. Llevaba un lujoso y elegante vestido de seda de color gris claro, un collarín de encaje en la garganta y un desenfadado sombrerito con una pluma.
Lo recibió un roce de seda y un perfume embriagador. Después de ofrecerle un liviano beso en la mano, tomó asiento y pidió al camarero que les trajera champán.
—¿Celebramos algo? —preguntó la dama—. ¿Traes buenas noticias?
—Es una niña.
—Felicidades. —Sonrió—. Me alegro mucho por ti, querido Jules. Es lo que querías.
Había sido muy afortunado por haber sido el amante de Joséphine cuando ambos eran jóvenes, pensó Jules. A pesar de todo su dinero, ahora, probablemente, no podría permitírselo. Por aquel entonces la mantenía, de hecho, un banquero muy rico. De todas formas, él consideraba su relación como una de las mejores a las que puede aspirar un hombre. Ella era su antigua amante, su confidente y su amiga.
El champán llegó y brindaron por la recién nacida. Después pidieron y se pusieron a charlar de cuestiones diversas. Hasta que no les sirvieron la sopa, él no abordó el asunto que le preocupaba.
—Hay un problema —dijo. Joséphine aguardó mientras a él se le ensombrecía la expresión—. Mi mujer quiere llamarla Marie —anunció por fin.
—Marie. No es un mal nombre.
—Siempre te prometí que, si tenía una hija, le pondría tu nombre.
Ella lo miró, sorprendida.
—Eso fue hace mucho, chéri. No importa.
—Sí importa. Yo quiero ponerle Joséphine.
—¿Y si tu mujer relaciona el nombre conmigo?
—Ella no sabe nada de lo nuestro. Estoy seguro. Pienso insistir. —Tomó un sorbo de champán con gesto malhumorado—. ¿De veras crees que hay peligro?
—Yo no le diré nada, de eso puedes estar seguro —repuso Joséphine—. Pero los otros sí podrían… —Sacudió la cabeza—. Estás jugando con fuego.
—Había pensado decir —perseveró— que quiero ponerle ese nombre por la emperatriz Joséphine.
Se refería a la hermosa esposa de Napoleón, el gran amor de su vida. Ambos formaban una pareja romántica de leyenda… hasta cierto punto.
—Pero es de sobra conocido que ella le fue infiel al emperador —señaló Joséphine—. Quizá no fuera un buen ejemplo para tu hija.
—Yo confiaba en que a ti se te ocurriría algo.
—No. —Joséphine volvió a sacudir la cabeza—. Amigo mío, es una idea malísima. Ponle Marie a tu hija y deja satisfecha a tu mujer. Eso es lo único que te puedo decir.
El siguiente plato era otra especialidad de la casa: langosta con gelatina. Hablaron de viejos amigos y de ópera. A la hora del postre, una macedonia de fruta, después de observarlo con aire pensativo durante un momento, Joséphine volvió a sacar a colación el tema de su matrimonio.
—¿Quieres darle un disgusto a tu mujer, chéri? ¿Te ha hecho algo malo?
—No, para nada.
—¿Le eres infiel?
—No.
—¿Te satisface?
—Bastante —respondió, encogiéndose de hombros.
—Debes aprender a ser feliz, Jules —le dijo con un suspiro—. Tienes todo cuanto deseas, incluida tu esposa.
Para Joséphine la boda de Jules Blanchard no había supuesto una sorpresa. La novia era una prima suya por parte de madre y aportaba una cuantiosa dote. Así lo había expresado Jules en su momento: «Es como si se hubieran vuelto a juntar dos partes de la fortuna familiar».
Sin embargo, Jules seguía enfurruñado.
Joséphine Tessier había estudiado a muchos hombres a lo largo de su vida. En eso consistía su profesión. En su opinión, los hombres estaban a menudo descontentos porque no les satisfacía su ocupación. En otros casos, era fácil apreciar que el individuo en cuestión había nacido en una época equivocada, que era, por ejemplo, un caballero de los de armadura atrapado en un mundo moderno. Jules Blanchard, sin embargo, estaba perfectamente adaptado a la Francia del siglo XIX.
Al poner coto al poder del rey y de la aristocracia, y desbaratar el Antiguo Régimen, la Revolución francesa había dejado el campo libre para los ricos, para la alta burguesía. Napoleón había creado su personal versión del Imperio romano, con sus arcos de triunfo y su ambición de gloria, pero también se había preocupado de fomentar una sólida clase media, propósito en el que había perseverado hasta su caída.
Pese a que algunos conservadores ansiaban el retorno del Antiguo Régimen, a la primera ocasión en que, de regreso en el trono, los Borbones habían intentado restablecerlo, en 1830, los parisinos los habían derrocado y habían instalado en su lugar a Luis Felipe, un primo de la familia real, de la rama de los Orleans. Lo habían alzado al poder como monarca constitucional de tendencias marcadamente burguesas.
En el otro extremo, estaban los radicales, e incluso los socialistas, que detestaban la nueva Francia burguesa y querían otra revolución. No obstante, cuando en 1848 se lanzaron a la calle, creyendo que había llegado su hora, lo que surgió no fue un Estado socialista, sino una República conservadora, a la que sucedió un decorativo imperio burgués presidido por Napoleón III (sobrino del gran emperador) que favoreció de nuevo a los banqueros, los corredores de bolsa, los propietarios y los grandes comerciantes. A personas, en suma, como Jules Blanchard.
Esos eran los hombres que se veían paseando en carroza con sus elegantes mujeres en el Bois de Boulogne, situado en el límite occidental de la ciudad, o disfrutando de suntuosas veladas en el nuevo palacio de la ópera, de las que eran asiduos Jules y su esposa. No cabía duda de que, tal como pensaba Joséphine, Jules Blanchard disfrutaba de lo mejor que le ofrecía su siglo.
Hasta la había tenido a ella.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
Jules permaneció pensativo. Sabía que era un hombre afortunado, y valoraba lo que tenía. Le encantaba la vieja casa familiar de Fontainebleau, con su patio, el mobiliario de estilo primer imperio y los libros con encuadernaciones de cuero heredados de su abuelo. Le gustaba el elegante castillo real de la localidad, más antiguo y sencillo que el vasto palacio de Versalles. Los domingos solía salir a caminar por el cercano bosque de Fontainebleau o a dar un paseo a caballo hasta el pueblo de Barbizon, donde Corot había pintado paisajes impregnados de la fascinante luz del río Sena. En París, disfrutaba negociando en el gran mercado medieval de venta al por mayor de Les Halles, con sus abigarrados puestos, su bullicio y los olores de los quesos, hierbas y frutas provenientes de todas las regiones de Francia. Estaba orgulloso de conocer con todo detalle las viejas iglesias de la ciudad y las antiguas tabernas con sus profundas bodegas.
Sin embargo, aquello no le bastaba.
—Estoy aburrido —confesó—. Quiero cambiar de carrera.
—¿Para hacer qué, mi querido Jules?
—Tengo un plan —le confesó—. Es algo que te va a sorprender. Un nuevo negocio para la nueva París.
Al hablar de la nueva París, Jules Blanchard no se refería solo a los amplios bulevares proyectados por el barón Haussmann. Ya desde los tiempos en que Francia erigió sus grandes catedrales góticas, París había tendido a considerarse —cuando menos en el norte de Europa— la abanderada de la moda. A los parisinos no les había hecho ninguna gracia cuando, durante un cuarto de siglo, Londres acaparó la atención internacional con el espectacular palacio de vidrio construido para la Gran Exposición, un escaparate de todas las novedades del mundo. Nueva York había cogido el relevo, pero, en 1855, París estaba lista para tomarse la revancha, y su nuevo emperador, Napoleón III, había inaugurado su Exposición Universal de la Industria y las Artes en un magnífico edificio de hierro, vidrio y piedra construido en los Campos Elíseos. Una docena de años después, París volvió a suscitar la admiración, esa vez en el marco del vasto espacio de la Rive Gauche conocido como el Campo de Marte. Esa exposición, la mayor que se había visto nunca, presentó muchas maravillas, como la primera dinamo eléctrica de Siemens.
—Quiero abrir unos grandes almacenes —anunció Jules.
En Nueva York había grandes almacenes. Macy’s era un floreciente negocio. Londres contaba con Whiteleys en la periferia y con unas cuantas cooperativas, que no tenían todavía nada de espectacular. París llevaba la delantera en cuestión de dimensiones y estilo, con los establecimientos Bon Marché y Printemps.
—Ahí está el futuro —aseguró Jules, antes de pasar a describir el tipo de almacén que tenía pensado: un palacio en el que se vendería todo tipo de artículos a público muy diferente—. Calidad, precios competitivos, en el mismo centro de la ciudad —explicó con creciente entusiasmo, mientras Joséphine lo observaba fascinada.
—No me había dado cuenta de que pudieras ser tan apasionado —comentó.
—¿No?
—En estas cosas, quiero decir —aclaró con una sonrisa.
—Ah.
—¿Y qué piensa tu padre?
—No quiere ni oír hablar del asunto.
—¿Qué vas a hacer?
—Esperar —respondió con un suspiro—. ¿Qué puedo hacer si no?
—¿Y no querrías montar el negocio por tu cuenta?
—Es difícil porque él controla el dinero. Además, eso sería un trastorno para la familia…
—Tú quieres a tu padre, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Sé considerado con tu padre y con tu mujer, mi querido Jules. Ten paciencia.
—Supongo que tienes razón. —Calló un momento y luego se le volvió a iluminar la expresión—. De todas maneras, aún quiero ponerle Joséphine a mi hija.
Después, tras excusarse con que tenía que volver con su esposa, se levantó. Ella lo retuvo un instante con la mano.
—No debes hacer eso, mon ami. También por mí. No lo hagas.
Él, no obstante, pagó al camarero y se marchó sin comprometerse a seguir su consejo.
Joséphine se quedó pensativa. ¿De veras pretendía ponerle Joséphine a su hija? ¿No sería que, al recordar su insensata promesa de hacía años, había montado aquello para quedar bien y asegurarse de que ella lo liberase de la obligación de cumplirla? Sonrió para sí. Daba igual. Incluso en ese segundo caso, su proceder demostraba tacto e inteligencia.
A ella le gustaban los hombres inteligentes. También le divertía constatar que la había dejado con la curiosidad de saber qué haría al final.
La mujer se detuvo. Era alta y estaba demacrada. A su lado tenía a un niño de nueve años, de pelo oscuro muy corto y con unos ojos muy separados, con cara de avispado.
La viuda de Le Sourd tenía cuarenta años, pero, ya fuera por la insulsa ropa que colgaba sin gracia de su anguloso cuerpo, por el desaliño de su pelo gris o por su expresión glacial, lo cierto era que aparentaba muchos más. No le faltaban, en todo caso, motivos para presentar tan sombría apariencia.
La noche anterior, su hijo le había hecho de nuevo una pregunta, y ese día había decidido que había llegado el momento de contarle la verdad.
—Entremos —dijo.
El gran cementerio del Père Lachaise ocupaba las laderas de una colina situada a unos cinco kilómetros al este de los jardines de las Tullerías, que habían abandonado el padre Xavier y el pequeño Roland una hora antes. En los últimos tiempos se había convertido en un lugar popular. Allí enterraban a todas las grandes personalidades, desde jefes de Estado y militares hasta artistas y compositores, y la gente solía visitarlo para admirar sus tumbas. Sin embargo, la viuda de Le Sourd no había llevado allí a su hijo para ver una tumba.
Entraron por la verja del lado de la ciudad, al pie de la colina. Ante ellos se prolongaban las avenidas bordeadas de árboles y los paseos adoquinados, como diminutas calzadas romanas, entre los sepulcros. Todo estaba en silencio. Aparte del vigilante de la puerta, no había casi nadie más. La viuda sabía exactamente adónde iban. El niño no tenía ni idea.
Primero, justo a la derecha de la entrada, se pararon para mirar el monumento que había hecho célebre el lugar: el alto sepulcro de los amantes medievales Abelardo y Eloísa. Apenas se demoraron. La viuda tampoco prestó atención a las sepulturas de ninguno de los famosos mariscales de Napoleón, ni a la más reciente del pintor Corot, ni siquiera a la del compositor Chopin. Para ellos habrían representado una distracción. Antes de decirle la verdad a su hijo, debía prepararlo.
—Jean Le Sourd era un hombre valiente.
—Ya lo sé, mamá.
Su padre había sido un héroe. Cada noche, antes de acostarse, repasaba cuanto alcanzaba a recordar de aquel hombre alto y amable que le contaba cuentos y jugaba a la pelota con él. Era el padre que siempre llevaba pan a la mesa, incluso cuando en París reinaba la hambruna. Y si a veces los recuerdos se tornaban un poco borrosos, siempre podía recurrir a la fotografía de un apuesto hombre de pelo oscuro y ojos separados, como él. A veces soñaba con su padre. Juntos vivían aventuras. En una ocasión hasta lucharon codo con codo en una refriega en la calle.
Durante varios minutos, su madre le hizo subir en silencio hasta que, cerca de la cumbre de la colina, torció por una larga avenida a la derecha. Entonces volvió a tomar la palabra.
—Tu padre tenía un alma noble. —Miró a su hijo—. ¿Qué crees que significa eso de ser noble, Jacques?
—Supongo… —el pequeño reflexionó un momento— que ser valiente, como los caballeros que luchaban por su honor.
—No —replicó con aspereza—. Esos caballeros vestidos con armadura no eran nobles. Eran ladrones, tiranos, gente que se apoderó de toda la riqueza y el poder que pudieron acumular. Ellos se llamaban nobles para inflarse de orgullo y fingir que su sangre era mejor que la nuestra, para así poder obrar a su antojo. ¡Aristócratas! —exclamó con una mueca de disgusto—. Se jactaban de una falsa nobleza. Y el peor de todos era el rey. Se aprovecharon de una sucia conspiración que duró siglos.
El pequeño Jacques sabía que su madre sentía devoción por la Revolución francesa. No obstante, tras la muerte de su padre había evitado hablar de aquellas cuestiones, como si estas habitaran en un tenebroso lugar en el que no quería entrar.
—¿Por qué duró tanto, mamá?
—Porque había un poder criminal aún peor que el del rey. ¿Sabes qué era?
—No, mamá.
—La Iglesia, Jacques. El rey y los aristócratas apoyaban a la Iglesia, y los sacerdotes animaban al pueblo a obedecerlos. Ese era el pacto en el que se basaba el Antiguo Régimen, en una enorme mentira.
—¿Y la Revolución cambió eso?
—En el año 1789 se produjo algo más que una revolución. Aquel fue el nacimiento de la misma libertad. Libertad, igualdad y fraternidad son los más nobles ideales que alguien pueda tener. Como el Antiguo Régimen se oponía a ellos, la Revolución los decapitó. Era imprescindible. Pero hubo más. La Revolución nos liberó de la prisión en que nos había encerrado la Iglesia. El poder de los sacerdotes se vino abajo. El pueblo adquirió el derecho de renegar de Dios, de dejar de acatar la superstición, de regirse por la razón. Ese fue un gran paso para la humanidad.
—¿Y qué fue de los sacerdotes, mamá? ¿También los mataron?
—A algunos —contestó con un encogimiento de hombros—. Tendrían que haber matado a más.
—Pero los sacerdotes siguen aquí hoy en día.
—Por desgracia.
—¿Así que todos los revolucionarios eran ateos?
—No, pero los mejores sí lo eran.
—¿Tú crees en Dios, mamá? —preguntó Jacques. Ella negó con la cabeza—. ¿Y mi padre creía? —prosiguió.
—No.
El chiquillo permaneció pensativo un momento.
—Entonces yo tampoco seré creyente —resolvió.
El camino trazaba una curva hacia el este, aproximándose a los límites del cementerio.
—¿Qué pasó con la Revolución, mamá? ¿Por qué no duró?
Su madre se volvió a encoger de hombros.
—Hubo un malentendido. Napoleón subió al poder. Era mitad revolucionario y mitad emperador romano. Casi llegó a conquistar toda Europa antes de ser derrotado.
—¿Era ateo?
—¿Quién sabe? La Iglesia nunca recuperó el poder de antes, pero a él le pareció que los sacerdotes le eran de utilidad…, como la mayoría de los gobernantes.
—Y después de él, ¿las cosas volvieron a ser como eran antes?
—No del todo. Todos los monarcas de Europa estaban aterrorizados con la posibilidad de una revolución. Durante treinta años lograron contener las fuerzas de la libertad. Los conservadores de Francia…, los antiguos monárquicos, los ricos burgueses, todos aquellos que temían el cambio… dieron su apoyo a los Gobiernos conservadores. El pueblo no tenía poder y su pobreza fue en aumento. Sin embargo, el espíritu de la libertad nunca se apagó. En 1848, por toda Europa empezaron a estallar revoluciones. El gordo de Luis Felipe, el rey de las clases burguesas, estaba tan asustado que huyó a Inglaterra. Entonces volvimos a ser una República. Y elegimos al sobrino de Napoleón para dirigirla.
—Pero él se nombró emperador.
—Quería ser como su tío. Después de dos años al frente de la República, se autoproclamó emperador y, como el gran Napoleón había tenido un hijo que murió, adoptó el nombre de Napoleón III. —La mujer sacudió la cabeza—. Era un buen comediante, sí. El barón Haussmann rehízo París. Se construyó un magnífico palacio de ópera. Se celebraron exposiciones que atrajeron a medio mundo. Pero la situación de los pobres no mejoró. Y luego, al cabo de diez años, cometió un error de lo más estúpido: entró en guerra con Alemania. Pero él no era general, y la perdió.
—Me acuerdo de cuando los alemanes entraron en París.
—Destrozaron a nuestros ejércitos y cercaron París. El asedio duró meses. Todos estábamos medio muertos de hambre. Tú no te diste cuenta, pero, al final, los estofados que te daba eran de rata. Solo tenías cinco años, pero por fortuna eras fuerte. Al final, cuando nos bombardearon con la artillería pesada, no hubo más remedio: París se rindió. —Exhaló un suspiro—. Los alemanes regresaron a su país, pero tuvimos que cederles Alsacia y Lorena, esas hermosas regiones que quedan de este lado del Rin, con sus viñedos y sus montañas. Francia sufrió una gran humillación.
—Fue después de eso cuando murió mi padre. Siempre me dijiste que murió luchando, pero nunca lo acabé de entender. Los maestros de la escuela dicen…
—Da igual lo que digan —lo interrumpió su madre—. Yo te contaré lo que ocurrió. —Calló un instante y a su rostro asomó el breve vestigio de una tierna sonrisa—. ¿Sabes? —prosiguió—, cuando quise casarme, mi familia se llevó un disgusto. Aunque éramos bastante pobres, mi padre era maestro y quería que me casara con un hombre instruido. Jean Le Sourd era hijo de un labriego y había ido poco a la escuela. Trabajaba en una imprenta, preparando las letras. Él, sin embargo, era un chico lleno de curiosidad.
—¿Y qué pasó?
—Mi padre decidió educar a mi futuro marido, y a tu padre no le importó. En realidad, se convirtió en un alumno estupendo que pronto fue capaz de leer de todo. Al final, creo que había leído más que cualquiera de las personas que conozco. A través de los estudios adquirió las convicciones por las que murió.
—Él creía en la Revolución.
—Tu padre concluyó que ni siquiera la Revolución francesa era suficiente. Por la época en que tú naciste, estaba convencido de que la única vía para avanzar era el Gobierno absoluto del pueblo y el fin de la propiedad privada. Eran muchos los hombres de valor que pensaban como él.
A la derecha, detrás de unos árboles, se veía ya el muro exterior del cementerio. Habían llegado casi a su destino.
—Hace cuatro años —continuó—, pareció que la ocasión propicia había llegado. Napoleón III estaba derrotado. El Gobierno, o lo que quedaba de él, estaba en manos de la Asamblea Nacional, que había huido al palacio de Versalles. Los diputados eran tan conservadores que creímos que tal vez iban a decidir la instauración de otra monarquía. La Asamblea temía París, ¿entiendes?, porque aquí teníamos nuestra propia milicia y muchos cañones instalados en lo alto de Montmartre. Mandaron tropas para quitarnos los cañones, pero los soldados se sumaron a nuestras filas. De repente ocurrió lo imprevisto: París decidió gobernarse a sí misma. Eso fue la Comuna.
—Mis maestros dicen que era un caos.
—Eso es mentira. Aquel inicio de primavera fue fabuloso. Todo funcionaba perfectamente. La Comuna requisó las propiedades de la Iglesia. Empezaron a conceder igualdad de derechos a las mujeres. Nosotros enarbolábamos la bandera roja del pueblo. Los hombres como tu padre organizaban los barrios como estados de trabajadores. La Asamblea de Versalles estaba aterrorizada.
—¿Entonces la Asamblea atacó París?
—Habían ido ganando fuerza. Tenían tropas entrenadas. Los alemanes devolvieron incluso prisioneros de guerra para reforzar el ejército de Versalles, para que combatiera contra el pueblo. Fue repugnante. Nosotros defendimos las puertas de París. Levantamos barricadas en la calle. Los pobres de la ciudad lucharon como héroes, pero, al final, fueron más fuertes que nosotros. La última semana de mayo, la Semana Sangrienta, fue la peor…
La viuda de Le Sourd guardó silencio unos instantes. Habían llegado al ángulo suroriental del cementerio, donde el camino proseguía con una empinada pendiente trazando una curva hacia la izquierda. A la derecha del paseo empedrado, el talud se interrumpía ante la desnuda pared de piedra que delimitaba el recinto, bajo la cual quedaba un pequeño triángulo de terreno despejado. Era un pequeño rincón anodino al que no se había otorgado nunca ninguna dignidad ni nombre.
—Al final —prosiguió en voz baja la viuda—, la única zona que resistía era el barrio pobre de Belleville que queda justo aquí al lado. Algunos de los nuestros luchaban allí. —Abarcó con un ademán las tumbas de lo alto de la colina, situadas tras ellos—. Y luego, todo acabó. El centenar de comuneros supervivientes fueron capturados. Tu padre era uno de ellos.
—Entonces, ¿lo llevaron a la cárcel?
—No. El oficial que estaba al mando ordenó a los soldados que trajeran a los prisioneros hasta aquí. —Señaló aquella pared desnuda—. Después los puso en formación y mandó que les disparasen. Así fue. Aquí murió tu padre, de esa manera. Ahora ya lo sabes.
De repente, la alta y demacrada viuda de Le Sourd estalló en sollozos, delante de su hijo. No tardó en reaccionar, sin embargo, y, durante un minuto, observó con pétreo semblante aquel muro desnudo que había visto morir a su marido.
—Vamos —dijo.
Comenzaron a deshacer el camino andado. No lejos de la salida del cementerio, Jacques la sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué le pasó al oficial que ordenó dispararles de esa manera? —preguntó.
—Nada.
—¿Tú lo sabes? ¿Sabes quién fue?
—Lo averigüé. Es un aristócrata, como era de esperar. En el Ejército todavía hay muchos. Es el vizconde de Cygne. Tiene un hijo, más joven que tú, que se llama Roland.
Jacques Le Sourd guardó silencio un minuto.
—Entonces, un día mataré a su hijo. —Lo dijo quedamente, pero con contundencia.
Su madre siguió caminando un momento, sin hacer ningún comentario. ¿Debía aconsejarle a su hijo que no pensara en vengarse? No. Su amor había sido apasionado, y la pasión no es moderada. Los justos se abaten contra sus enemigos. Ese es su destino.
—Ten paciencia, Jacques —le recomendó—. Espera a que llegue el momento oportuno.
—Esperaré —concedió el chico—. Pero Roland de Cygne morirá.