Capítulo diecinueve

1917

En mayo, hacía un mes, el padre Xavier había muerto, en Roma. Roland se alegraba de que no se hubieran vuelto a ver más, pues no tenía ganas de confesarle que creía que Dios había muerto.

En aquellos tres últimos años había visto demasiadas cosas.

En cuanto a la terrible misión que debía emprender en aquel momento, solo le inspiraba asco y vergüenza. Sin embargo, debía cumplir con su deber. ¿Qué iba a hacer si no?

La rapidez y el secreto eran elementos esenciales. La gente de París no tenía ni idea de lo que ocurría. Los británicos se mantenían en gran medida en la ignorancia. En lo tocante a los alemanes apostados al otro lado de las trincheras, no debía llegarles ni el menor indicio de información, ni el más ligero susurro que pudiera llevar el viento.

Cuando se detuvieron para darles un respiro a los caballos, sacó un cigarrillo y lo encendió. Antes de volver a guardar el encendedor en el bolsillo, se quedó mirándolo, pensativo.

Hacía casi tres años que le habían regalado aquel mechero. Fue en vísperas de la batalla del Marne.

Su ufano regimiento de coraceros había efectuado una concesión ante el mundo moderno. Conscientes de que sus relucientes petos de metal podían atraer el fuego enemigo, los habían tapado con tela. Y allí estaban, incorporándose a la primera guerra mecanizada de Europa como si todavía estuvieran en la época de Napoleón.

Se había acercado a uno de sus soldados cuando este fabricaba el mechero con el casquillo de una bala de fusil. Duras se llamaba. Era un chico jovial, muy mañoso con las cosas manuales. Después de poner el combustible en el casquillo, encajó arriba la mecha y la piedra. El mecanismo era simple, pero resistente y seguro.

—¿Haces muchos mecheros así, Duras? —le había preguntado.

Oui, mon colonel.

Hacía una semana que lo habían ascendido a teniente coronel y todavía se estaba acostumbrando al tratamiento.

—¿Me harías uno?

—Le daré este, mon colonel, en cuanto lo termine —había respondido Duras.

Al cabo de un rato se lo había llevado. En el metal había grabado con pulcras incisiones: «R de C».

—¿Cuánto te debo? —le preguntó.

—¿Una botella de champán cuando se haya acabado la guerra? —sugirió el joven.

—Hecho —aceptó Roland entre risas.

Desde entonces había llevado consigo el encendedor, quizá como un talismán capaz de evocar aquellos últimos días, cuando la guerra era todavía parte de un mundo que creía conocer.

Una semana después, obedeciendo las bienintencionadas órdenes de un capitán, Duras y una tropa de más de ciento cincuenta coraceros habían remontado una loma para cargar contra un destacamento alemán que querían que abandonara la zona. Tras el continuo tableteo de las ametralladoras, se hizo el silencio. Media docena de caballos regresaron, sin sus jinetes. El resto y todos los soldados murieron, hasta el último hombre.

Poco después de aquello, sus coraceros dejaron de constituir un regimiento como tal, salvo de forma nominal. A veces actuaban como infantería montada, utilizando los caballos para avanzar antes de desmontar para luchar a pie con carabinas. Ayudaban a transportar suministros. Escoltaban prisioneros. Las cargas de caballería habían quedado descartadas a aquellas alturas.

Lo malo era que no solo la caballería estaba mal preparada. No había más que ver a los soldados de infantería, con sus chaquetas azules y sus vistosos pantalones rojos, un uniforme que prácticamente no había cambiado en los últimos cien años, un uniforme que hacía de ellos blancos perfectos para un enemigo cuya vestimenta de combate, de apagados colores, se confundía con el paisaje. Aquello era un puro desatino. Doscientos cincuenta mil soldados vestidos de azul y rojo cayeron muertos o heridos en una sola semana en la batalla del Marne. Tuvieron que pasar meses antes de que el Ejército francés aplicara el sencillo arte del camuflaje.

Hasta su armamento era inadecuado. Las ametralladoras Saint-Étienne, Hotchkiss y Chauchat funcionaban fatal. Hasta el segundo año de la guerra las tropas no dispusieron de la Berthier, que era más fiable, y tampoco se distribuyó en cantidades suficientes.

En los tres primeros años de la guerra habían fallecido casi un millón de franceses, lo que constituía un cinco por ciento de la población masculina del país. Los muertos eran de todas las edades. Y eso fue antes de la más reciente catástrofe.

«¿Por qué no aprendió nada mi país de los conflictos ocurridos en las décadas anteriores?», se preguntó. Los británicos habían transformado sus uniformes e incorporado tácticas de camuflaje y de intervención flexible de la caballería a raíz de la guerra de los Boer librada en África. Los alemanes también habían aprendido esas lecciones. Además disponían de mejores armas.

Si él hubiera formado parte del alto mando, ¿habría estado más acertado? ¿O habría sucumbido al terrible hábito francés de la arrogancia, igual que todos los demás? Francia era la mejor nación, la más culta e inteligente del mundo, eso repetían y repetían; así pues, por tanto, no tenía nada que aprender de los ordinarios alemanes, de los toscos anglosajones ni de nadie más.

Tal como demostraba el millón de muertos, aquella actitud era una estupidez. Tenían valientes soldados, que peleaban como leones, las mejores tropas de asalto del mundo, en opinión de Roland. Incluso los soldados británicos pensaban lo mismo.

«Hemos sido nosotros los que los hemos dejado en la estacada. Nosotros, que preparamos de manera tan deficiente nuestro ejército, que nos equivocamos al evaluar el plan alemán, que construimos un mundo europeo que no pudo evitar esta guerra. Nosotros, la élite, dotada de la capacidad para destruir cuanto amamos y de la estupidez suficiente para hacerlo», se decía.

Y ahora, por lo visto, los altos mandos habían llegado al colmo del exceso.

La ofensiva lanzada por el general Nivelle aquella primavera había sido audaz, pero muy poco imaginativa.

—Vamos a abrir brecha en la línea alemana del río Aisne. Así ganaremos la guerra —había declarado.

A Roland aquel plan le había parecido demasiado similar a la estrategia que ya había costado tantas vidas.

—Vamos a irrumpir en el tramo conocido como la cresta del Camino de las Damas y forzaremos el repliegue de la línea alemana —le había explicado el general de su regimiento—. Lo interesante es que vamos a aplicar una táctica que ya probamos en Verdún, pero a gran escala.

—¿De qué se trata, mon général?

—De una ofensiva apoyada con una cortina de fuego. La artillería disparará al frente de nuestras tropas mientras avanzan. Después del tremendo ataque de artillería proyectado contra las trincheras enemigas, los pocos alemanes que queden estarán completamente desorientados. Entonces nuestros hombres podrán llegar corriendo tras las explosiones y arrollar al enemigo antes de que ni siquiera tengan tiempo de vernos.

—¿Y no caerán muchos de los proyectiles demasiado cerca…, encima de nuestros propios soldados?

—Sí, pero confiamos en que no sean demasiados. Es un precio que hay que pagar para que los nuestros puedan irrumpir en las trincheras casi sin encontrar resistencia.

Roland tenía sus dudas, pero sabía que era inútil expresarlas.

—¿Y los carros de combate? —preguntó.

Aquellos nuevos carros de metal eran una suerte de mecánicos caballeros con armadura. Y, en parte por esta razón, creía que eran importantes.

—Sí, habrá muchos —respondió el general—. Sabemos lo que hacemos.

La ofensiva de Nivelle logró abrir alguna brecha en las líneas alemanas, a pesar del mal tiempo y del estrepitoso fracaso del asalto con los tanques. Sin embargo, los alemanes mantuvieron el terreno, mientras que los franceses sufrieron un espantoso número de bajas.

—No fue culpa nuestra. La causa está en el deficiente servicio de inteligencia, mi querido De Cygne —aducía su general—. ¿Quién podía haber imaginado que los alemanes hacían trincheras así?

Tras avanzar bajo el fuego de su propia artillería, cuando por fin llegaron a las trincheras alemanas, las tropas francesas no encontraron a un enemigo diezmado ni desorientado.

Las trincheras alemanas no se parecían en nada a las francesas. Para el soldado francés, una trinchera era solo un improvisado refugio temporal desde el que atacar. Para los alemanes, una trinchera era un sistema.

Muchas de las trincheras alemanas contaban con la ventaja de estar situadas en un terreno más elevado, pero, sobre todo, estaban construidas con un método mejor. Los alemanes cavaban a mucha más profundidad y fortificaban las posiciones. Incluso disponían de refugios subterráneos. Mientras se desarrollaba el masivo bombardeo francés, los alemanes aguardaron en sus hondos reductos; cuando por fin llegaron los soldados, los encontraron esperándolos, bien pertrechados con nuevas y eficaces ametralladoras con las que los abatieron fácilmente.

Lejos de desbaratar el frente alemán, la ofensiva de Nivelle apenas causó mella en él.

La tragedia era que el que había salido perdiendo era, una vez más, el ejército francés.

Y la misión que tenía ante sí Roland de Cygne tenía que ver con todo esto. Era una terrible misión que jamás había imaginado que debería ejecutar.

Y es que, aunque no lo supieran ni sus aliados ni sus enemigos, justo al otro lado del frente Occidental, el valiente ejército francés se había sublevado.

Si aquel día de junio, Roland de Cygne guardaba un secreto, Marc Blanchard tenía tres. Dos de ellos, que conocía desde hacía una semana, le habían causado una gran angustia. Esa tarde iba a ir a hablar con su tía Éloïse antes de tomar una decisión al respecto.

El tercero había llegado a su conocimiento aquella mañana.

La reunión era tan secreta que no se había celebrado en ningún despacho gubernamental, sino en un piso particular de una anodina calle del norte del bulevar de Batignolles. Asistieron a ella diversos miembros del Gobierno, un importante contratista de obras, un ingeniero eléctrico italiano llamado Jacopozzi y varias personas más. No sabía muy bien por qué lo habían invitado a él. Quizá porque, a aquellas alturas, lo consideraban diseñador y empresario a partes iguales. En cualquier caso, se sentía halagado de que depositaran su confianza en él.

Se reunieron en el comedor del apartamento. El primero en tomar la palabra fue el representante del primer ministro.

—Señores, nos encontramos aquí para considerar un proyecto de capital importancia. Debo pedirles que, bajo ningún concepto, divulguen lo que aquí se va a hablar.

»En este momento, creemos que París podría afrontar una nueva y terrible amenaza. Se trata de una amenaza que Londres ha sufrido ya y que no hará más que intensificarse con el tiempo. Me refiero, naturalmente, a los bombardeos aéreos. —Hizo una pausa—. En los tres años transcurridos desde el inicio de esta guerra, son muchos los aspectos del esfuerzo bélico que se han visto alterados, pero la transformación de la guerra en el aire ha sido colosal. Al principio, había unos cuantos aviones, que, en su mayoría, tenían misiones de reconocimiento. Si utilizaban bombas, eran, por lo general, granadas o proyectiles adaptados que dejaban caer a mano los pilotos o los copilotos de esos pequeños aparatos.

»Ahora, en cambio, los bombarderos alemanes Gotha son mayores, transportan una carga explosiva de más de mil kilos y pueden volar a más de veinte mil pies, lo que hace prácticamente imposible que nuestros cazas puedan atacarlos.

»No necesito insistir aquí en la suprema importancia de París, del lugar que ocupa su historia, su arte y su cultura para Francia y para el resto del mundo. Hay que proteger a toda costa la capital. Sin embargo, no nos encontramos lejos de las líneas alemanas. Efectuando repetidas incursiones nocturnas, los bombarderos Gotha podrían causar horrendos destrozos… No solo nos referimos a las explosiones, sino a los incendios que pueden ocasionar. Nosotros podemos disparar hacia el cielo. Nuestros cazas pueden salir a enfrentarse a los bombarderos, pero todo indica que sería difícil contener ataques a gran escala. En vista de ello, no nos queda más remedio que aceptar que, si no podemos contenerlos, tendremos que engañarlos.

—¿Engañarlos?

Marc estaba tan desconcertado como los demás, con la excepción del italiano Jacopozzi, que sonreía. Entonces otro representante del Gobierno desenrolló un gran mapa de París encima de la mesa y se dirigió a ellos.

—Los aviadores no distinguen bien el suelo de noche. No obstante, si hay un poco de luz de luna, normalmente captan el brillo reflejado en un río y a menudo navegan guiándose por los cursos fluviales. —Cogió un puntero y señaló un punto del mapa—. Aquí pueden ver el río Sena, en un lugar situado a unos cinco kilómetros al norte de la ciudad. Como ven, el Sena traza aquí una serie de curvas que se parecen mucho a las que efectúa al atravesar París. Como también pueden ver, esta zona de aquí se compone en gran medida de campos. Sería mucho mejor, por lo tanto, que las bombas alemanas cayeran aquí y no en la ciudad. Nuestra intención es incitar a los alemanes a que hagan exactamente eso.

—¿Incitarlos? —preguntó Marc, confuso.

—Eso es, señor Blanchard, y de la manera más sencilla posible. París va a desplazarse por arte de magia. —Sonrió mientras los demás permanecían en vilo—. Señores, vamos a promover un apagón total en el propio París y después vamos a construir un segundo París, un París falso, justo al norte.

—¿Van a construir una falsa ciudad? ¿Del tamaño de París?

—Lo bastante grande como para que se pueda confundir con París desde una altura de veinte mil pies, sí. —El hombre extendió las manos—. Hablo de un escenario, señores, de un pueblo Potemkin, pero mil veces mayor de lo que podrían haber imaginado los rusos.

—¿Construido con qué?

—Con madera y lona pintadas, sobre todo. Y con luces. —Señaló al italiano—. Con miles de luces, gracias a la colaboración del señor Jacopozzi.

—¿Van a hacer copias de los grandes edificios?

—Desde luego, de los edificios que el enemigo va a buscar como puntos de referencia y que puede alcanzar a ver, como la Gare du Nord, por ejemplo.

—¿Y la torre Eiffel?

—Sí. Eso sí los despistará.

—Yo puedo reproducir con toda precisión las luces de la torre Eiffel —declaró con entusiasmo Jacopozzi—. No habrá quien note la diferencia. Ellos solo verán una ciudad iluminada.

—Están locos —exclamó Marc, sacudiendo la cabeza—. Ese sería el montaje más atrevido de la historia de la guerra.

—Gracias —dijo el representante del primer ministro—. Pensábamos que podía gustarle.

Marc se echó a reír.

—Es atrevido. Tiene estilo —convino. Después, tras meditarlo un poco, dedicó al proyecto el mayor cumplido que puede expresar un francés—: Ça, c’est vraiment français.

Aquello era realmente francés.

A continuación pasaron a considerar las diferentes cuestiones prácticas. Al final se acordó que él y Jacopozzi supervisarían juntos el diseño general y presentarían una lista de recomendaciones concretas.

Una vez terminada la reunión, decidió recorrer a pie la corta distancia que lo separaba de la plaza de Clichy, por la zona que solía frecuentar antes, para después dirigirse a la oficina. Desde que se había implicado en la empresa familiar, a comienzos de la guerra, casi no iba por allí.

Al pasar por un bar al que iba a veces, entró y pidió un café. Marc advirtió que el joven camarero que le sirvió cojeaba un poco. Después observó el local.

París era un curioso lugar en tiempos de guerra. Durante los últimos tres meses de 1914, en los que tanta gente había huido y hasta el Gobierno se había trasladado de manera provisional a Burdeos, había pensado que París tal vez se iba a convertir en una ciudad fantasma, pero una vez que ambos ejércitos se hubieron enzarzado en una guerra de trincheras, el Gobierno y la mayoría de los habitantes regresaron, y la vida parisina había reanudado su curso, aunque de forma un poco más moderada. Pese a que la comida solía escasear, las provisiones seguían afluyendo a Les Halles y a los mercados callejeros. Los bares y restaurantes todavía abrían, y también seguían en activo los espectáculos nocturnos.

París cumplía entonces tres funciones principales. En primer lugar, dirigía la guerra, desde los cuarteles generales de Los Inválidos. Era asimismo el sitio adonde llevaban al gran número de heridos. Todos los grandes hospitales de la ciudad estaban llenos. Los ayudaba en su labor el hospital Americano de Neully, donde los voluntarios estadounidenses habían ocupado también el instituto local, donde se ofrecían camas para los soldados franceses. Y París era, por supuesto, el lugar donde hallaban reposo y entretenimiento las tropas cuando estaban de permiso.

Aquello implicaba la presencia de muchos hombres, llegados no solo de todos los rincones de Francia, sino también de todas las colonias, por ejemplo, los pintorescos zuavos de África o los tiradores de Senegal, Argelia, Marruecos o incluso de Indochina. Aquellos soldados de todos los colores le daban a París un aspecto más internacional del que normalmente tenía.

En un rincón del bar, Marc reparó en dos zuavos que hablaban en voz baja. Era una lástima, pensó, igual que todo el mundo, que las elegantes tropas del ejército francés de África se hubieran visto obligadas a renunciar a sus uniformes de vivo colorido, con sus pantalones abombachados, para llevar aquel apagado color caqui que se había generalizado. Aun así, conservaban cierta aureola romántica mientras fumaban sus largas pipas.

Había oído rumores de que se habían producido disturbios en el ejército. Se decía que una división o dos se habían negado a volver al frente si no mejoraban sus condiciones y que el Ejército se planteaba concederles más permisos. De ser así, habría aún más soldados que acudirían a París. Las mujeres de la calle tendrían más trabajo.

Volvió a concentrarse en aquel proyecto del París falso. ¿Daría resultado? ¿Podría mantenerse el secreto, sin que se enterasen los alemanes? Estaba ponderando tales cuestiones cuando el dueño del bar salió de la barra y le habló.

—¿Señor Blanchard? ¿Se acuerda de mí?

Marc observó su cara. Le sonaba de algo, pero le costaba ubicarla, hasta que por fin le vino a la memoria.

—Usted era el capataz cuando construimos las nuevas salas en Joséphine. Había trabajado en la torre Eiffel.

Oui, monsieur. Soy Thomas Gascon. Mi hermano es el propietario de este bar.

—Un hombre de pelo oscuro, ¿verdad? Yo solía venir por aquí. ¿Dónde está ahora?

—En el ejército.

—¿En el frente?

—No exactamente. Está en el Departamento de Intendencia. Se ocupa de los suministros. A él se le da bien eso.

Thomas omitió añadir que él y su familia habían sido de vez en cuando beneficiarios de los víveres del Ejército, con ocasión de las visitas de Luc.

—Recuerdo que era un buen capataz. ¿Todavía trabaja en ese sector?

—Últimamente no, señor. Hay poca demanda. A no ser que alguien quiera construir otra torre Eiffel —agregó con una sonrisa.

«Si usted supiera», pensó Marc. Cuando empezaran las obras, Thomas Gascon podría servir de capataz. Lo tendría en cuenta.

—Tiene familia, me parece.

—Mi mujer y mi hija están en el restaurante de al lado. Mi hijo Robert, con la pierna de palo, es el que le ha servido el café.

—¿No tiene más hijos?

—Tenía. A Pierre, mi hijo menor, lo perdimos en Verdún.

—Lo siento.

—¿Y su familia, señor?

—Mis padres se han instalado en Fontainebleau, a pasar de que ya son muy mayores. Mi hermana está bien, pero mi hermano mayor murió hace tres meses —le contó con tristeza—. Por eso yo debo ir a la oficina ahora…, para mantener en funcionamiento la empresa familiar…, lo mismo que le pasa a usted.

Thomas Gascon no aceptó que le pagara el café. Marc se fue con el propósito de ir un día al restaurante y dejar propina.

Gérard muerto. Todavía le costaba creerlo. Estaba trabajando cuando ocurrió. Un empleado, blanco como el papel, había entrado en su despacho para conducirlo por el pasillo hasta la oficina de Gérard. Su hermano estaba sentado frente a su escritorio en su voluminosa silla, casi como siempre, pero con una inclinación extraña. No cabía duda de que había muerto en el acto, de un derrame cerebral fulminante.

Marc no había tenido más remedio que asumir las riendas del negocio.

Con el tiempo, había llegado a pensar que, desde el primer día en que le pidió su ayuda, Gérard albergaba una ligera sospecha de lo que iba a ocurrir. Se había preocupado de que, pese al escaso interés que le inspiraba, Marc se formara una idea cabal del funcionamiento del negocio de venta al por mayor, de quiénes eran sus proveedores, de cómo había que tratarlos y de los mecanismos del proceso de distribución. Pese a que Gérard controlaba las cuentas, incluidas las relativas a los grandes almacenes, Marc comprendió cómo había que cuadrarlas y dónde se guardaba la información. Para él fue una sorpresa descubrir, una vez superada la conmoción de la muerte de su hermano, que sabía exactamente lo que debía hacer.

Durante los tres meses anteriores, había mantenido la empresa a flote. Además, había indagado en todos los niveles del negocio, para asegurarse de que no surgieran imprevistos.

Así fue como, la semana anterior, había realizado los dos terribles descubrimientos que no habían dejado de atormentarlo desde entonces.

Gérard sabía que él lo iba a descubrir. En realidad, esa era su intención.

¿Qué diría la tía Éloïse cuando se lo contara?

Era extraordinario lo bien que se conservaba. Aunque usaba un bastón de marfil para caminar, a menudo prescindía de él. Aún tenía el cutis liso y se veía igual de elegante a los setenta que cuando tenía cuarenta.

Él le había propuesto llevarla a cenar, pero ella prefirió tomar una deliciosa colación servida en su apartamento. La consumieron debajo de un pequeño Manet y un Pissarro. Marc prefirió esperar al postre para abordar el tema.

—Tengo dos malas noticias. La primera es que descubrí una irregularidad en las cuentas. Aquello ocurrió a comienzos de 1915, pero lo vi cuando revisaba el historial de uno de nuestros proveedores.

—¿Debemos dinero?

—No exactamente. Es algo peor. Gérard mantuvo tratos con un mayorista de la costa norte, de Dunquerque para ser exactos. Suministraban cargamentos de comida para el Ejército francés.

—¿Sí?

—Un gran cargamento, compuesto de patatas, harina y toda clase de alimentos básicos, desapareció. Al parecer, los alemanes se apoderaron de él. A Gérard le pagaron de todas formas.

—No hay nada de malo en eso.

—Lo malo es que se lo vendió a los alemanes.

—¿Estás seguro?

—No me cabe duda. El caso es que a los alemanes no les llegó el cargamento. Les dijo que el Ejército francés lo había requisado. Entonces los alemanes le pagaron para que les suministrara otro.

—¿Se lo entregó?

—No. Dijo que también lo habían requisado los franceses.

—¿Y quién se quedó con el cargamento al final?

—Los franceses. Pero tuvieron que volverlo a pagar. Vendió cuatro veces la misma mercancía.

—Al menos al final la obtuvimos nosotros.

—Pero eso es un delito.

—Según la mentalidad de Gérard, se podría decir que fue un acto patriótico. Los alemanes pagaron dos veces y no recibieron nada.

—Sabe Dios qué otras operaciones turbias de las que no estoy enterado llevó a cabo. Lo que me preocupa es lo que debo hacer al respecto. Me gustaría hacer algo positivo por los franceses.

—Lo primero: no debes decir ni una palabra de esos cargamentos, a nadie. Ahora ya no se va a descubrir y no sirve de nada mancillar su memoria y nuestro buen nombre. Piensa en su viuda y en sus hijos. Deberías quemar de inmediato toda constancia que quede de este dato. Si no, dame los papeles a mí y yo lo haré. Después olvídate del asunto. Eso sí, busca la manera de contribuir al esfuerzo bélico. Te darán las gracias y serán merecidas. Al fin y al cabo, tú no tuviste nada que ver con eso, y me consta que nunca habrías hecho algo así.

—Es que me llevé una sorpresa tremenda.

—Has dicho que había dos malas noticias. ¿Cuál es la otra?

—Joséphine. Los almacenes están perdiendo dinero. En realidad, las pérdidas empezaron desde el comienzo de la guerra. Gérard siempre me decía que nos manteníamos, pero mentía. Yo lo dirigía, pero él se ocupaba de las cuentas. Ahora me siento como un idiota.

—No me extraña en lo más mínimo. La guerra no es el mejor momento para vender artículos de moda. La gente anda escasa de dinero.

—De todas maneras, seguíamos vendiendo. Bajamos los precios, modificamos las mercancías, operábamos solo con una parte de los locales. Aun así, por lo visto, perdíamos dinero. ¿Por qué no me lo dijo?

—Ese era el precio que creía que debía pagar para mantenerte en la empresa. Menos mal que lo hizo. Ahora te necesitamos al frente de ella.

—No sé qué hacer.

—Sí lo sabes. Vender o cerrar.

—Pero eso es terrible. Piensa en papá. Se le partiría el corazón.

—Él es un hombre de negocios y lo entenderá. Lo único que quiere es disfrutar de la vejez en Fontainebleau.

—Pero yo no puedo dirigir una empresa mayorista.

—Debes hacerlo. Gérard tiene dos hijas y un hijo, a quien van a llamar a filas de un momento a otro. Debes hacerlo por ellos. Es tu deber.

—Pero mi talento…

—Tendrá que esperar. Yo te quiero, Marc, pero debes seguir actuando de manera desinteresada. Tu familia te ha dado la buena fortuna de que disfrutas. Dijiste que querías recompensar a tu país por el robo de Gérard. Me parece bien. También debes compensar a tu familia por tu buena situación.

—No puedo decir que sienta un cariño especial por los hijos de Gérard.

—Me da igual. Marc, cuando yo me vaya…, siempre he tenido la intención de que seas mi heredero. ¿A quién si no iba a dejarle todos estos cuadros? Pero, si no cumples con tu obligación, pienso legarlo todo al museo.

—Creía que eras más espiritual.

—Soy muy espiritual, pero ten en cuenta que hay gente que está muriendo en el frente. En comparación tu deber es mucho más sencillo de cumplir.

—Temía que fueras a decir algo así —reconoció Marc, que suspiró.

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Le Sourd no tenía dudas sobre cuál iba a ser su final. Iba a morir fusilado. Había escrito dos cartas a su hijo, una que pasaría tal vez por la censura, y otra, de la cual había realizado tres copias, que había entregado a tres personas de confianza de su regimiento.

En la carta explicaba en qué creía y por qué había actuado como lo había hecho, pero no alentaba a su hijo a que siguiera sus pasos. Le aconsejaba que decidiera el rumbo que debía tomar su vida cuando fuera mayor y que, mientras tanto, pensara solo en el bienestar de su madre.

Nunca había ocultado que era socialista, ni tampoco había tenido necesidad. En el ejército había muchos sindicalistas y la mayoría eran de tendencia socialista.

—Tenemos que luchar contra el Imperio alemán —les decía a sus camaradas—, pero fue la clase capitalista la que nos metió en este embrollo. Cuando los obreros los hayan echado del poder, ya no habrá necesidad de guerras.

Como era mayor que los demás, empezaron a llamarlo Papá. Hasta los sargentos lo llamaban así a veces. Su trabajo en la imprenta y sus lecturas le habían procurado un bagaje cultural superior al de la mayoría. Si algún joven tenía dificultades para escribir una carta, solía recurrir a Le Sourd para que le corrigiera las faltas o le indicara las palabras que no encontraba. A veces, hacía más. Cuando Pierre Gascon cayó en Verdún, junto con su teniente y su capitán, fue Le Sourd quien redactó una carta para sus padres, en la que destacaba el valor del joven y sus numerosas cualidades.

No obstante, nunca perdía de vista su objetivo fundamental y se mantenía atento para aprovechar las oportunidades. La misma guerra, con su impresionante número de víctimas, era de por sí una oportunidad. Si aquella carnicería y destrucción absurdas eran el resultado del actual orden mundial, ¿no quedaba claro que era hora de cambiar? ¿Acaso no estaba demostrando el mundo capitalista que era un despiadado segador de vidas, y que sus inherentes contradicciones conducirían a su propia pérdida? Con argumentos de ese tipo, había hecho adoptar a bastantes compañeros su punto de vista.

Incluso sospechaba que en cierta ocasión había convencido a un oficial.

—A ver, Papá Le Sourd, ¿usted cree que los trabajadores del mundo podrían haber organizado mejor esta guerra? —había bromeado.

—Lo que cabe preguntarse, mon capitaine, es si lo habrían hecho peor —le replicó.

El oficial se echó a reír y no dijo nada. Le Sourd pensó para sus adentros que en eso estaba de acuerdo con él.

En 1916 lo habían ascendido a cabo. Su capitán le preguntó una vez si le gustaría ser sargento. No, no le gustaría. Supondría una excesiva concesión al sistema.

Mientras tanto, había estado recibiendo con regularidad publicaciones que le enviaban desde París. Algunas eran periódicos permitidos; otras, comunicados de carácter más privado.

Y entonces, en 1917, llegaron increíbles noticias desde Rusia: el ejército se había sublevado. Había estallado una revolución.

Los socialistas estaban atónitos. Todos pensaban que la revolución se iniciaría en los países industrializados, donde había un proletariado urbano, no en la atrasada Rusia. Evidentemente, la guerra había sido el catalizador. Y si aquello se había producido en Rusia, ¿por qué no podía pasar lo mismo en otras partes? Le Sourd empezó a recibir un torrente de folletos de París. En todo el frente occidental, estaban poniendo sobre aviso a otros hombres como él. Para los comprometidos combatientes de izquierda, en el aire flotaba un nuevo sentimiento de entusiasmo.

Después, a finales de mayo, tras el desastroso desenlace de la ofensiva de Nivelle, llegó la otra noticia. Aunque las autoridades hubieran podido ocultarla ante el resto del mundo, fue imposible que los rumores no se propagaran por todo el frente. De hecho, se extendieron como un reguero de pólvora.

—Se ha producido un motín. Hay regimientos enteros que abandonan el frente.

Diez, veinte, treinta mil hombres habían retrocedido y se negaban a volver a sus puestos. Las condiciones eran terribles. La dirección de la guerra era del todo incompetente. Aquella carnicería no tenía sentido alguno. En todo el frente, los soldados que habían estado en las poblaciones se negaban a acatar las órdenes. Justo después de iniciado el mes de junio, un regimiento en pleno se había sublevado y, en su retroceso, había ocupado la pequeña localidad de Missy-aux-Bois, que mantenía en su poder.

Una brigada de infantería había saqueado una columna de suministro y regresaba a París. Otros habían asaltado un convoy motorizado.

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Estaban en el frente cuando el motín estalló en su regimiento, a raíz de un pequeño incidente. Las trincheras enemigas contaban en ese tramo con varias fortificaciones exteriores, de una de las cuales se había apostado un francotirador. En los días anteriores, había conseguido herir a un soldado y matar a otro. Uno de los tenientes había acudido a la sección de la trinchera contigua a la de Le Sourd y le había comunicado a un cabo y a varios de sus soldados que esa noche los llevaría en misión de reconocimiento, para ver si lograban neutralizar al francotirador.

No se supo si lo tenía planeado o si fue una reacción espontánea, pero el caso fue que el cabo respondió que no.

—No se niegue a cumplir una orden —lo avisó, sin alterarse, el teniente.

La advertencia no sirvió de nada.

—Me niego. Ya estoy harto —replicó al cabo.

—Yo también —declaró el soldado que tenía al lado, que depositó solemnemente el fusil en el suelo—. Se acabó eso de cumplir órdenes.

Del corro de hombres congregados a su alrededor brotó un murmullo de aprobación.

Así empezó la sublevación.

Le Sourd no perdió el tiempo. Al cabo de unos minutos, ya estaba distribuyendo panfletos en el frente. En su sector, puso a tres soldados a cantar la Internacional. Un joven izó una improvisada bandera roja por encima de las líneas.

—El motín es solo el comienzo —pregonaba—. No se conseguirá nada a menos que desemboque en una acción con un sentido real. Francia dio ejemplo al mundo con su Revolución. Ese fue el principio, pero ahora tenemos la oportunidad de dar un gran paso adelante. Esta guerra ha demostrado la naturaleza absurda del mundo capitalista. Ha llegado el momento de unirnos a los trabajadores de Rusia y del mundo entero. Lo que nos conviene es, ni más ni menos, una revolución.

Durante unos días, creyó que había posibilidades. Otras unidades izaron la bandera roja a lo largo de la línea del frente. Si la sublevación hubiera sido completa, si las tropas hubieran dado media vuelta para marchar hacia París, ¿quién sabe qué hubiera podido ocurrir?

Sin embargo, los soldados franceses aún amaban a su país. Y por una vez, el Gobierno actuó correctamente. Nivelle fue destituido y en el mando colocaron a un hombre muy listo y muy valiente: Pétain.

El general Pétain actuó con rapidez, enviando un comunicado a todas las tropas en el que se comprometía en el acto a atender sus reclamaciones, a reducir los periodos de servicio y a conceder más permisos. La última promesa también era de peso: «Los norteamericanos acudirán en nuestra ayuda. No habrá nuevas ofensivas hasta que dispongamos del apoyo de las armas y los soldados norteamericanos».

Gracias a aquellas concesiones, la sublevación del ejército francés cesó y se iniciaron conversaciones a todos los niveles.

Los amotinamientos eran, con todo, un hecho grave. Había que restablecer la disciplina y hacer comparecer ante un consejo de guerra a los principales culpables. «Escoged solo a los cabecillas. Se les someterá a un juicio justo», se comunicó a todos los regimientos donde había habido motines.

A cada regimiento se mandaron delegaciones encargadas de orientar a los mandos y detener a los cabecillas para llevarlos a juicio.

Le Sourd no tenía duda de que lo iban a elegir. Era culpable de algo peor que de incitar a la sublevación. Había alentado a las tropas a derrocar al propio Gobierno.

Y si abrigaba alguna leve esperanza acerca del desenlace de todo aquel asunto, esta se desvaneció en cuanto vio llegar a caballo al jefe de la delegación.

Era Roland de Cygne.

Concentrado en la misión que lo aguardaba, Roland no reparó en Le Sourd. El general que se la había encomendado había sido muy franco con él.

—Mi querido de Cygne, comprendo que esta misión que le encargo pueda parecerle horrible, más propia de un verdugo o un carcelero.

—Así es, mon général.

—Aun así, se trata de una misión importantísima que requiere un gran tacto. Por ello, le voy a confiar antes un pequeño secreto. Pétain ha ido a ver a Haig, el general que está al frente de las fuerzas británicas. Le ha informado de que se ha producido algún que otro motín, que se sofocó enseguida, y que solo afectó a dos divisiones del Ejército francés. ¿Sabe usted en cuántas divisiones hubo de hecho disturbios?

—No, mon général.

—En más de cincuenta.

—¿Cincuenta? —preguntó, atónito, Roland—. Eso representa la mitad del ejército.

—Exacto. El asunto es un secreto de Estado. Están clasificando todos los documentos como materia reservada. Con suerte, nadie va a tener acceso a la verdad durante cincuenta años. Mientras tanto, vamos a tener que proceder con sumo cuidado; si no, nos quedaríamos sin ejército. Si los alemanes se enterasen…

—Comprendo.

—Debemos hacer dos cosas. La primera es fortalecer la disciplina militar. Muchos oficiales superiores creen que deberíamos ordenar de inmediato ejecuciones masivas. Pétain no lo ve claro, ni tampoco el primer ministro. ¿Qué piensa usted?

—Mi opinión está influida por lo que acaba de decirme con respecto a la envergadura de la sublevación. Yo creo que las represalias deberían limitarse al menor número posible de personas.

—Sí, señor. Cuando los tengamos a todos reunidos, vamos a celebrar los juicios y sentenciar a muerte a solo unos pocos. Después fusilaremos a una parte de los condenados. Al final serán probablemente menos de un centenar. —Hizo una pausa—. Porque la segunda cosa que debemos hacer, y que reviste una importancia capital, es devolver la moral a las tropas. En cada regimiento o división adonde vaya…, algunos están justo en la línea de frente y otros más retirados…, deberá cerciorarse de que, cuando los oficiales y suboficiales seleccionen a los hombres que van a ser juzgados, elijan a los alborotadores, es decir, a los que pueden volver a exacerbar la tensión. A ser posible, no han de ser demasiado populares entre sus camaradas. Queremos que haya la menor cantidad posible de mártires. No deseamos minar la moral de los soldados. Lo dejo a su criterio. Ya ve que puede considerar como un elogio el que le confíe a usted esta misión —añadió mirándolo fijamente.

Roland comprendió el mensaje, pero no por ello se alegró de tener que cumplir con aquel cometido.

La reunión tuvo lugar en la tienda de los oficiales. A ella asistieron el coronel del regimiento, un hombre bajo con barba y bigote, un capitán y tres tenientes.

—Le tenemos preparados diez —anunció el coronel—, aunque podría dejar que se llevase a cincuenta que merecen ser fusilados.

—Preferiría que fueran cinco —contestó Roland—. Tampoco fueron unos disturbios tan terribles. —Entonces expuso el propósito de Pétain—. Hemos de buscar el mínimo necesario para mantener la disciplina y no afectar a la moral de las tropas.

—Si eligiéramos solo los que iniciaron el motín, los que se negaron a cumplir una orden directa, creo que serían cinco —apuntó el capitán.

—Y ese demonio de Le Sourd —puntualizó el coronel—. Con él suman seis.

Roland advirtió que el capitán y uno de los tenientes parecían incómodos.

—Descríbanme a ese tal Le Sourd —pidió Roland.

—Es un individuo alto —respondió el capitán—. Debía de superar el límite de edad cuando se alistó. Los soldados lo llaman Papá.

—Es un agitador comunista, un revolucionario —declaró con furia el coronel—. Ordenó que izaran una bandera roja y les dijo a los demás que marcharían hacia París y derrocarían al Gobierno. Merece que lo fusilen más que a nadie.

—¿Tiene el pelo negro y los ojos bastante separados? —preguntó Roland.

—Así es. ¿Lo conoce usted, señor?

—Podría tratarse de alguien con quien me crucé una vez. Tenía la misma tendencia política. —Roland se tomó un momento para reflexionar—. Dicen que los hombres lo llaman Papá. ¿Significa eso que le tienen aprecio?

—Sí —confirmó el capitán—. Los ayuda con las cartas y ese tipo de cosas, ya sabe. Es un buen soldado —agregó, lanzando una furtiva mirada al coronel—. Lo que ocurre es que cree en la revolución a escala mundial, nada más.

El coronel soltó un bufido de repulsa.

—Necesito saber algo —dijo Roland—. ¿Cometió algún acto manifiesto de rebeldía? ¿Se negó a cumplir órdenes de combatir?

—No, de hecho no —respondió el capitán, dispensando otra mirada de disculpa al coronel—. Él se puso a abogar por la revolución después de que empezara el motín.

—¿Y qué importancia puede tener eso? —exclamó el coronel.

—Es un revolucionario, pero no se amotinó —precisó Roland.

—¿Está usted loco o qué? —gritó el coronel.

—En este momento, hay en el Gobierno personas que es probable que crean en una revolución mundial —argumentó tranquilamente Roland—. Después de la guerra, si usted desea alzarse en armas contra ellos, mon colonel, yo lucharé a su lado. Soy el vizconde De Cygne y soy monárquico. Sin embargo, las instrucciones que tengo, y que provienen directamente de Pétain, me obligan a aconsejarle que no considere a Le Sourd como un amotinado…, puesto que no es el tipo de agitador que nos conviene sancionar en este momento. Ahora, señores, me ausentaré un rato —anunció con gesto serio—. Cuando vuelva, espero recibir de ustedes los nombres de los hombres que deberán someterse a un consejo de guerra.

Se alejó de la tienda, contento de estar solo. Aquella era la primera vez que su misión lo llevaba hasta la línea del frente. La tienda de oficiales quedaba justo detrás de un bosquecillo. Después de atravesarlo, a corta distancia vio un parapeto hecho con tierra y mimbre. No había nadie. Un poco más allá, vio un puesto de observación.

Miró por encima del parapeto. Era extraño pensar que el enemigo se encontraba solo a unos centenares de metros de distancia, seguramente sin sospechar el drama que tenía lugar al otro lado de la tierra de nadie que los separaba.

La guerra siempre había sido algo sanguinario, pensó con tristeza. En eso no había ninguna novedad. Sin embargo, aquella guerra era diferente. ¿Había realmente lugar para una persona como él… o para cualquier ser humano, ya puestos…, en aquel terrible mundo de ametralladoras, alambradas, hoyos y trincheras?

Los hombres solían hablar de la gloria de la guerra, pero empezaba a pensar que todo eso era mentira. Hablaban de honor, pero puede que solo fuera mera vanidad. Hablaban de dolor, pero es que, en ese momento, después de tanto tiempo, ya casi no había ni dolor.

La guerra era una industria, una especie de gran máquina destructora de ruedas metálicas que comprimía la carne y los huesos aplastándolos contra los interminables campos de barro. ¿Y con qué objetivo? A él mismo le costaba recordarlo.

Si los soldados de a pie decían que él y los de su clase los habían conducido a aquella pesadilla, a aquel páramo sin sentido, debía reconocer que tenían razón, y que quizás aquella sublevación, por la que iban a ser fusilados, era el único acto sensato que había tenido lugar durante aquellos cuatro años.

Y, cuando todo hubiera acabado, ¿qué versión se daría de todo aquello? ¿Se inventarían gloriosas hazañas? ¿O bien habría un gran silencio? Las personas a las que se las somete a tortura después no tienen ganas de hablar de ello. Encierran el recuerdo en una caja revestida de plomo que abandonan en un lugar recóndito de su cerebro. Quizá sería eso lo que ocurriría. O tal vez se produciría una revolución.

Oyó el chasquido del cerrojo de un fusil a su espalda, y después una voz.

—Si se lleva la mano a la pistola, disparo.

Se volvió despacio.

—Le Sourd. Ya había oído que estaba aquí.

—Estamos prácticamente solos. ¿Sabía que hay un francotirador alemán por ahí? Pensaba dispararle antes de que lo hiciera él.

—Debí preverlo. Ha pasado mucho tiempo. ¿No estaría corriendo un riesgo también usted?

—Podría decir que vine a avisarlo de la presencia del francotirador, pero que llegué tarde. Después podría dirigir algunos disparos hacia las líneas alemanas.

—Podría salirle bien, aunque quién sabe.

—Poco me importa. De todas formas, me van a fusilar por insurrección. No tengo nada que perder.

—Quizá no lo acusen de insurrección.

—Yo creo que sí.

Roland de Cygne se quedó mirando a Le Sourd. Podría haberle dicho que no iban a acusarlo, pero podría haberse interpretado como si intentara ganarse su favor, una despreciable señal de debilidad. Y Roland era demasiado orgulloso para aceptarlo.

—Quizá —dijo con calma—, cuando me haya disparado…, y le aconsejo que pruebe con la historia del francotirador, porque podría darle resultado…, podría hacerme un favor. En mi bolsillo encontrará un encendedor que hizo para mí un soldado. No es un objeto de mucho valor. Pueden enviarlo a mi hijo y decirle que yo le pedí que lo hiciera. Me gustaría que supiera que pensé en él. Eso es todo.

—¿Me pide que le haga un favor?

—¿Por qué no? Con mi muerte, habrá vengado a su padre. Entonces estaremos en paz. No tiene motivos para negarse a tener un detalle con mi hijo.

—Hasta en la muerte conserva esa ridícula afectación aristócrata —replicó Le Sourd—. No me impresiona, señor vizconde. Usted no hace más que representar un papel. Aquí, en medio de este desierto del espíritu, interpreta un personaje que es… —buscó la palabra justa— una mera ilusión, un montaje. Es absurdo. Quizá se imagina que, en la otra vida, Dios va a quitarse el sombrero para dispensarle un cortés saludo, como al Rey Sol.

Roland de Cygne guardó silencio. Aunque hubiera estado de acuerdo con Le Sourd, no lo habría reconocido.

Le apuntó y Roland esperó su final.

Merde —exclamó Le Sourd.

En lugar de disparar, dio media vuelta y se alejó entre los árboles.