Capítulo quince

1907

Roland de Cygne no se acababa de creer lo que oía. Para entonces era ya capitán; su amigo, el antiguo capitán, era ahora comandante. No obstante, pese al respeto que este le merecía, pensaba que debía de estar en un error.

—Te aseguro, mon cher ami, que es cierto —insistió el hombre—. No te lo dije en su momento porque, gracias a ese camarero del Moulin Rouge…, a quien, por cierto, le debes la vida…, ese individuo se asustó y se esfumó. Sin embargo, todos te teníamos vigilado. Después de la muerte de tu padre, trasladaron el regimiento a otra parte, como recordarás, con lo cual disminuyó nuestra preocupación, pero, ahora que estamos de nuevo en París, me siento obligado a ponerte al corriente de ello.

—¿Y cómo se llama ese loco…, ese desalmado…? No sé cómo llamarlo.

—Jacques Le Sourd. Ignoro su paradero, pero es posible localizarlo. Aparte, quién sabe si todavía querría asesinarte… ¡Por si acaso, ten cuidado…, si fueras a ver otra vez a alguna de las cortesanas de París!

—Creo que iré a ver al camarero —resolvió Roland—. ¿Cómo se llama?

—Luc Gascon.

No era difícil encontrar a Luc. Para entonces era dueño de su propio bar, situado cerca de la plaza Pigalle, a menos de medio kilómetro del Moulin Rouge.

Aunque estaba más corpulento que antes, no había perdido su gracia. Cuando Roland se presentó, enseguida asintió con la cabeza.

—Me ha parecido reconocerlo, señor De Cygne. Sabía que su regimiento estaba fuera. Bienvenido a París.

Roland le explicó brevemente cómo había averiguado el asunto de Le Sourd.

—Comprenderá, pues, que hasta hace poco no tenía ni idea del servicio que me había prestado —concluyó.

—Lo sé, señor.

—Querría que aceptara esto en prueba de mi gratitud —dijo Roland, entregándole un sobre que Luc inspeccionó en cuestión de segundos.

—Es usted muy generoso, señor De Cygne —respondió—. Podría montar un restaurante con esto.

—Lo único que le pido es que no se lo gaste en las carreras —replicó Roland con una sonrisa—. Lo que ahora me pregunto es qué debo hacer con respecto a Le Sourd. ¿Sabe por qué quería matarme?

Non, monsieur. No llegué a averiguarlo.

—Me gustaría hablar con él. ¿Sabe dónde está?

—Deme un día y lo localizaré, señor. Pero podría ser peligroso que se viera con él.

—Llevaré una pistola —dijo Roland.

Era agradable volver a encontrarse en la vieja casa familiar. Ahora que estaba destacado en París, aprovecharía para disfrutar de ella en la medida que se lo permitieran sus obligaciones. Si bien la mayoría de las habitaciones tenían el mobiliario protegido con fundas, aún vivían allí un ama de llaves, una criada y su antigua niñera, con quien pasó un buen rato charlando.

Por lo general, cuando se encontraba enfrascado en sus deberes militares, Roland no pensaba mucho en cuestiones políticas. Al hallarse de nuevo en la antigua mansión de sus antepasados, en el gran centro histórico de Francia, lo asaltaba, sin embargo, un sentimiento de asombro ante la mutabilidad tanto del presente como del pasado.

Los antepasados que habían vivido en aquella casa habían considerado a Inglaterra como su tradicional enemigo, tal como venía sucediendo desde hacía siglos. Pero todo había cambiado. Bismarck había dado cuerpo al Imperio alemán. Francia había sufrido la humillación de 1870, así como la pérdida de Lorena y Alsacia. Cuando era niño, ¿quién le decían que eran sus enemigos los maestros que había tenido en el colegio católico? Los alemanes, por supuesto. ¿Y cuál era la obligación que recaía sobre su generación? Vengar la afrenta de Francia.

¿Y quiénes eran ahora los aliados de Francia ante la amenaza del káiser alemán? Los ingleses, unidos a Francia por la llamada Entente Cordiale, junto con los rusos, que también temían una agresión del káiser.

Se mirara por donde se mirase, desde las ruinas de las murallas medievales a Notre Dame, o hasta la adusta grandiosidad de Los Inválidos, el mensaje de las calles del antiguo París siempre era el mismo: hombres llamados a alcanzar la gloria o a defender la patria; hombres muertos por millares en las batallas. La lucha por el poder, intercalada con la tentativa de hallar un equilibrio de fuerza entre las naciones, hasta que de nuevo se quebraba la paz.

¿Serían mejores los logros de su generación?

Luc Gascon cumplió su palabra. Por la tarde apareció con la dirección del lugar donde trabajaba Le Sourd, una imprenta situada en el extremo de Belleville, e incluso le facilitó la relación de los días de la semana en que se le podía encontrar allí.

Roland salió de casa a la mañana siguiente con un plan muy simple. Primero comería en Maxim’s y después iría a entrevistarse con Le Sourd. Para la última hora de la tarde y para la noche no había previsto nada. Si las cosas se torcían, era posible que a aquellas horas Le Sourd lo hubiera matado, o él a Le Sourd. En ambos casos, la velada podía verse alterada. No valía la pena hacer proyectos que tal vez no se fueran a cumplir.

Antes de irse, detectó un pequeño problema. Su revólver de servicio no era fácil de disimular. Aunque cabía en el profundo bolsillo de su abrigo, alguien podía descubrirlo cuando se lo quitara en Maxim’s. La alternativa era ponerlo en un maletín.

Aquello presentaba, sin embargo, un inconveniente de orden social. En Europa ningún caballero cargaba con un bulto si podía evitarlo, pues para eso estaban los criados o, en el peor de los casos, las mujeres. Según la mentalidad de Roland de Cygne, un simple maletín le confería a uno un aspecto de hombre de negocios, una imagen que nada tenía que ver con la de un aristócrata. Si hubiera ido de uniforme para asistir a una reunión, habría sido diferente, pero ese día iba a comer a Maxim’s.

Estuvo varios minutos cavilando sobre el asunto. Si hubiera llevado su propio vehículo, habría podido dejar la pistola allí. El bonito carruaje de su padre seguía en la cochera, aunque sin caballos ni cochero. Él, por su parte, estaba pensando en comprarse un coche de motor, un Daimler tal vez. Sin embargo, de momento no disponía de medio de transporte, así que debía coger un coche de alquiler. Una vez en el restaurante, dejaría el maletín en el guardarropa, y con suerte ningún conocido lo vería llegar con él. Después de comer, quizá podría sacar discretamente el revólver, introducirlo en el bolsillo del abrigo y dejar el maletín en Maxim’s, para recogerlo después. Le preocupaba que, si, por aquellas cosas de la vida, Le Sourd lo mataba, los periódicos informaran de que habían encontrado su cadáver junto a un maletín. Aquella idea le resultaba mortificante.

Sí, intentaría hacer eso, resolvió.

Pese al posible peligro al que se iba a enfrentar, Roland estaba de buen humor. Hacía un luminoso día de octubre. Estaba contento de hallarse de nuevo en París y tenía ganas de averiguar qué había cambiado durante su ausencia.

De momento ya se había quedado impresionado con el gran número de coches de motor que circulaban por la calle. Aunque no eran tan numerosos como los vehículos tirados por caballos, había muchos más que en las ciudades de provincia. Más sorprendente aún era lo del metro. Pese a que París había tardado en adoptar los trenes subterráneos, una vez que se había decidido recurrir a ellos, la red había crecido deprisa. Lo que más lo había maravillado era la sinuosa elegancia, de estilo art noveau, de las entradas del metro que se erguían en todos los bulevares.

Pronto encontró un coche e indicó al conductor que siguiera un trecho bordeando el Sena, hasta la altura de Los Inválidos. En ese punto había tres elementos arquitectónicos que quería observar. El primero era un puente.

El puente Alejandro III, bautizado así en honor al reciente zar de Rusia que había sido aliado de Francia frente a la agresión germana, lo habían acabado mientras él se encontraba fuera. Era un monumento muy vistoso, con un par de dorados jinetes alados asentados sobre altos pedestales en cada punta y otros emblemas representativos de la vinculación de París con San Petersburgo. Aunque era un poco recargado para su gusto, el conjunto era magnífico.

Justo después de cruzar el puente, ante él aparecieron las otras dos novedades arquitectónicas. A su izquierda, el Grand Palais; a su derecha, el Petit Palais.

Así como la gran exposición de 1889 había legado la torre Eiffel a París, la siguiente, celebrada en 1900, había dejado aquellos dos magníficos pabellones. Se trataba de dos espléndidas salas de exposición situadas frente a frente que, aunque asentadas sobre muros de piedra, estaban coronadas por enormes cubiertas de cristal de estilo art nouveau, a la manera de un invernadero. Eran como palacios de ópera de cristal, pensó, y en aquella corta avenida que desembocaba en el nuevo puente, con los árboles de los Campos Elíseos como telón de fondo, su situación no podía ser más idónea.

El carruaje torció en los Campos Elíseos. Al cabo de un momento se encontraban en la plaza de la Concordia, donde se desviaron en dirección a la Madeleine. A la izquierda estaba el Maxim’s.

La única vez que Roland estuvo allí, en los noventa, el Maxim’s era un pequeño restaurante que atravesaba una situación económica complicada. Ahora se había transformado en un palacio.

Su situación había ayudado, desde luego. Aquella ancha calle ubicada entre la plaza de la Concordia y la Madeleine quedaba en el mismo epicentro de la ciudad, tanto para los parisinos ricos como para los forasteros. Aunque la fachada era discreta, había sido la transformación del interior lo que había consagrado el Maxim’s como uno de los establecimientos más en boga de la capital. Al entrar, Roland quedó asombrado.

Manteles blancos, alfombra roja y bancos acolchados a lo largo de las paredes ofrecían el discreto y elegante lujo que cabía esperar para disfrutar de la alta cocina. Lo que hacía especial el local era la decoración. Todos los elementos del art nouveau estaban allí: madera tallada, paneles pintados, lámparas e incluso el gran techo de cristal pintado. Con su tenue iluminación, se veían sensacionales. Aunque eran lo último en cuestión de moda, desde el momento de su creación pareció como si estuvieran allí desde siempre. Al igual que ocurría con los grandes hoteles y restaurantes, el Maxim’s no era solo un lugar para comer, sino un teatro. Y también una obra de arte.

Tomó solo una ligera comida compuesta por un filete de lenguado con una copa de Chablis. Después pidió de postre pastel de chocolate acompañado de un café. Quería mantener la mente clara.

No había visto a ningún conocido, lo cual constituía tal vez un indicio de que había estado demasiado tiempo fuera. Estaba a punto de irse cuando un caballero se detuvo junto a su mesa.

—¿Señor de Cygne?

Era Jules Blanchard. Era imposible no reconocerlo, pese a que había ganado algunos kilos. Roland se levantó para saludarlo.

Estuvieron charlando un poco. Roland supo que Marie y Fox se habían casado y se habían trasladado a Londres, donde James debía relevar a su padre al frente de la empresa. Marie hablaba ya un perfecto inglés, le informó con orgullo su padre.

De todas maneras, confiaban en que su ausencia no fuera muy larga…, sobre todo porque ahora tenía una hija, Claire.

—Mi nieta hablará perfectamente inglés —predijo el abuelo—, pero siempre será francesa, por supuesto.

—Yo dejé escapar mi oportunidad de casarme con ella —dijo educadamente Roland—. Por desgracia, fue cuando mi padre murió…

Le hizo prometer a Jules que iría a cenar un día a su casa junto con su esposa.

—Voy a abrir la casa, aunque solo sea por eso —declaró.

Si seguía vivo, claro.

Aparte de un par de veces en que había ido al Père Lachaise, Roland nunca había estado en el barrio de Belleville. La imprenta se encontraba en una pequeña zona industrial entre un patio con materiales de construcción y un sórdido edificio de oficinas.

En cuanto se bajó del vehículo, introdujo la mano en el bolsillo del abrigo, dejándola apoyada en la pistola.

En el interior de la imprenta, encontró una oficina con pilas de material recién impreso en el suelo y un mostrador de madera lleno de manchas, atendido por un hombrecillo calvo en mangas de camisa. El olor a papel y a tinta era tan fuerte que casi le hizo llorar.

—He venido a ver al señor Le Sourd.

—Está trabajando —respondió, con cara de sorpresa, el hombre—. ¿Lo está esperando?

—Tenga la amabilidad de decirle que un viejo amigo del pasado ha llegado a París y que está impaciente por volver a verlo.

El hombre salió con desgana por la puerta que tenía detrás y volvió un minuto después con un mensaje de Le Sourd, según el cual este no esperaba visita de nadie.

—Dígale que esperaré —replicó Roland.

Sin embargo, no fue necesario, porque, al cabo de un momento, atraído por la curiosidad, Jacques Le Sourd apareció en el umbral.

Al ver a De Cygne, se quedó petrificado. «De modo que me conoce», pensó. Tras una breve vacilación, Le Sourd recuperó la compostura.

—¿Le conozco de algo, señor?

—Capitán Roland de Cygne —respondió Roland, mirándolo a los ojos.

—No tengo nada que decirle, señor.

—En eso disiento. Usted puede ayudarme a resolver un misterio. Solo le robará diez minutos de su tiempo. Después, cada cual podrá volver a sus asuntos. O, si no, puedo esperarlo aquí, hasta que esté libre al final de su jornada.

Jacques Le Sourd consultó con la mirada al calvo, que se encogió de hombros. Después indicó a Roland que lo siguiera hasta la calle.

A unos cien metros había un pequeño bar. Aparte del propietario, no había nadie. Se instalaron en una mesa y Roland pidió dos coñacs. Mientras esperaban, mantuvo la mano derecha en el bolsillo, cosa que a Le Sourd no se le pasó por alto.

—Lleva una pistola —señaló.

—Una mera precaución, por si me atacara alguien —repuso con calma Roland—. Tengo una cita para cenar esta noche y sería de mala educación no presentarme.

Llegaron los coñacs. Roland cogió la copa con la mano izquierda, tomó un sorbo y la dejó en la mesa.

—Y ahora, señor Le Sourd, de cuya existencia no tenía noción hasta hace muy poco, va a tener la amabilidad de decirme por qué quiere matarme.

—¿Por qué piensa eso? —replicó el otro con expresión imperturbable.

—Porque, hace unos diez años, estuvo esperándome con una pistola en la calle des Belles-Feuilles. No tengo ni idea de por qué, pero comprenderá que sienta curiosidad.

Jacques Le Sourd guardó silencio. Por un momento pareció como si fuera a plantear una pregunta, pero al final renunció.

—No estamos lejos del cementerio del Père Lachaise —dijo—. Allí hay una pared llamada el Muro de los Federados, donde fusilaron a bastantes comuneros.

—Eso tengo entendido. ¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?

—Los fusilaron de manera atropellada, sin un juicio. Fueron asesinatos.

—Dicen que durante la última semana de la Comuna se cometieron muchas atrocidades, por parte de ambos bandos.

—Mi padre era uno de los que murieron fusilados contra ese muro.

—Lo siento.

—¿Conoce el nombre del oficial que dirigió el pelotón de fusilamiento?

—No tengo ni idea.

—De Cygne. Su padre. —Le Sourd lo observaba atentamente.

—¿Mi padre? ¿Está seguro?

—Completamente.

Roland miró a Le Sourd. No tenía ningún motivo para haberse inventado tal cosa. Dejó vagar la mirada un momento.

¿Por eso su padre nunca quería hablar de aquel periodo de su vida? ¿Acaso vivía obsesionado por el recuerdo de la ejecución? ¿Por eso había acabado renunciando a su rango de oficial? De ser así, su padre se había llevado el secreto a la tumba.

Pero Roland era demasiado orgulloso como para compartir aquellos pensamientos con Le Sourd.

—¿Y eso le daría derecho a asesinarme?

—Dígame, señor De Cygne, ¿cree usted en Dios?

—Por supuesto.

—Pues yo no —contestó Le Sourd—. Por eso no puedo permitirme el lujo de imaginarme que existe otra vida. Cuando su padre asesinó al mío, le quitó todo cuanto tenía. Todo.

—Entonces me alegro de creer en Dios, señor. Y supongo que, al no ser cristiano, cree en la venganza.

—¿No es cierto que muchos oficiales cristianos, hombres de honor, creen que su deber es vengar la pérdida de Lorena y Alsacia?

—Algunos.

—¿Cuál es la diferencia? Considere mi deseo de matarlo como una deuda de honor.

—Pero usted no ha salido a cara descubierta para ello, tal como haría un hombre de honor.

—No pienso arriesgar asuntos más importantes solo para procurar su muerte. No tiene suficiente peso.

—Qué suerte —replicó Roland con sequedad—. Supongo que los asuntos tan importantes de que habla son de naturaleza política.

—Por supuesto.

—Sin embargo, durante los últimos treinta años los partidos radicales han conseguido muchos de sus objetivos —señaló Roland, antes de desgranar algunos—. Hay escasas probabilidades de que se instaure una monarquía o un Gobierno militar bonapartista. Todos los hombres tienen derecho a voto. Hay educación pública gratuita para todos los niños y niñas… Aunque yo no vea la necesidad, así es. Además, la educación está en manos del Estado y no de la Iglesia. Hasta la tradicional independencia de las antiguas regiones de Francia sufre, en mi opinión, una erosión protagonizada por sus burócratas de París. Como persona que ama Francia, es para mí motivo de tristeza. Pero todos esos cambios no son suficientes para usted, ¿no?

—Son un comienzo, nada más.

—Entonces quizá forme parte de la Internacional de Trabajadores. —Hacía dos años que el ala izquierda de los radicales de Francia se había desmarcado formalmente para formar la sección francesa de la Internacional de Trabajadores—. Solo se conformará con una revolución socialista.

—Exacto.

Roland lo observó, pensativo. Le Sourd estaba consagrado a todo cuanto él despreciaba. Sabía que presentaría una oposición feroz contra él y los de su clase, pero curiosamente no lo odiaba. Tal vez que aquel individuo quisiera vengar la muerte de su padre lo hacía más humano.

—Si cree que su presencia es esencial para la revolución mundial, le aconsejo, señor, que no vuelva a intentar matarme —le dijo—. Ahora hay constancia de que desea asesinarme; si algo me ocurriera, lo detendrían de inmediato.

Le Sourd lo miró fijamente. En sus ojos, tan separados, había sin lugar a dudas inteligencia, pese a que no expresaban ninguna emoción.

—Me alegro de haber mantenido esta entrevista —afirmó—. Durante siglos, su clase y todo lo que representa han sido una fuerza maligna, pero veo que estamos realizando progresos, porque usted es casi una cosa irrelevante y, si no me equivoco, pronto será poco más que algo absurdo.

—Es usted muy amable.

—Cuando se presente la ocasión de matarlo, la aprovecharé. —Se puso en pie—. Hasta entonces, señor De Cygne. —Y dirigiéndole una inclinación de cabeza, se fue.

Antes de volver a casa, Roland tuvo una idea. Había otra persona a quien necesitaba ver.

—Lléveme al otro lado del río —le ordenó al taxista—. Puede dejarme en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés.

Situada en aquel barrio aristocrático, la iglesia no quedaba lejos de la mansión familiar, pero él quería ir a un antiguo presbiterio cercano que albergaba a una docena de ancianos sacerdotes. Entre ellos se encontraba el padre Xavier Parle-Doux.

El padre Xavier estuvo encantado de verlo.

—En tu última carta decías que ibas a volver a París, pero, con todas las cosas que debes tener que hacer, no esperaba verte tan pronto.

Se habían escrito siempre una vez al mes, más o menos, de manera que no tardaron en ponerse al corriente de las últimas novedades. Roland expresó al padre Xavier su alegría por volver a estar en París, que le parecía incluso más elegante que antes.

—He pensado que le interesaría saber que acabo de reunirme con un hombre que intenta matarme —anunció.

—Por lo que se ve, todavía no lo ha conseguido. Cuéntamelo todo —lo animó el sacerdote.

Cuando hubo terminado de explicárselo, Roland le preguntó:

—¿Alguna vez mi padre le expresó su pesar por este tema? Me estoy preguntando si tendría algo que ver con su decisión de renunciar a su rango de oficial.

El padre Xavier tardó un poco en contestar.

—Si tu padre me hubiera dicho algo al respecto bajo secreto de confesión, no debería decírtelo. De todas maneras, no es un secreto que consideraba como una insensata aventura la guerra de Napoleón III contra los alemanes y que para él fue angustiosa la necesidad de que los franceses se mataran entre sí en el periodo de la Comuna. —Miró a Roland con curiosidad—. ¿Quieres informar a la policía de las intenciones de ese tal Jacques Le Sourd?

—No. Sería difícil de probar que intentó matarme hace diez años. Además…, no es mi estilo.

—Personalmente, no creo que corras un peligro inmediato —opinó el sacerdote—. Por más que Le Sourd sea un loco, en el plano moral, no creo que sea un tonto. Si esa revolución socialista triunfara un día, en cambio…

—De todas maneras, lo más probable es que me mataran igual.

—Siempre he tenido el presentimiento, desde tu infancia, de que Dios te reservaba para algún cometido especial —confesó el padre Xavier—. Aunque uno no debe sondear los designios de Dios, es algo que sentí. Siempre me ha parecido que el maravilloso nacimiento de tu antepasado Dieudonné, en la época de la Revolución, era una señal del especial amor que Dios profesa a la familia De Cygne. Quizá deberíamos limitarnos a aguardar que se concrete su plan sin preocuparnos demasiado de los desvaríos de ese ateo.

—Me alegra oírle decir eso, mon père. Eso mismo pensaba yo.

—Y hablando de tu familia, ¿no sería hora de que te casaras? —planteó con desenfado el padre Xavier—. Ya sabes que necesitamos otra generación.

—Quizá tenga razón —concedió, sonriendo, Roland—. Lo pensaré.

—No esperes mucho. Me gustaría ver a tus hijos.

Roland lo volvió a mirar. El sacerdote estaba más delgado que la última vez que lo había visto. ¿Estaría mal? El padre Xavier se dio cuenta de cómo lo había observado.

—No estoy enfermo, Roland, pero ni tú ni yo vamos para jóvenes. Además, ya he decidido cómo voy a morir.

—¿Ah, sí?

—Creo que cuando se acerque la hora, lo sabré. Y entonces, tengo la intención de ir a Roma.

—¿Por qué?

—¿Qué mejor lugar para morir que la Ciudad Eterna? —contestó él, con una sonrisa irónica.