Capítulo ocho
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Jean Le Sourd presidía su corte de malhechores en el Sol Naciente, una taberna.
Le Sourd significaba «el Sordo». Y no es que él fuera sordo, ni mucho menos. Era capaz de oír hasta un alfiler que cayera en la calle. Se decía que hasta podía oír los pensamientos de la gente. En todo caso, si a alguien se le ocurría sacar un puñal, el puñal de Le Sourd ya estaba amenazándole la garganta antes de que hubiera realizado el gesto. Y las más de las veces, acababa degollando a su oponente de un tajo, no por maldad, sino por precaución.
También lo apodaban Rouge Gorge, Garganta Roja.
Por lo general, lo llamaban Le Sourd porque, si alguien lo hacía enfadar, hacía oídos sordos a toda súplica. Nunca concedía una segunda oportunidad. Con él no valía la pena rogar, porque era implacable. Jean Le Sourd reinaba en el territorio comprendido en un laberinto de doce calles situadas a un lado del viejo mercado de Les Halles. El Sol Naciente era el lugar donde le gustaba reunir a su corte.
Pese a su nombre, el local no tenía nada de soleado. La calle donde se encontraba era oscura y estrecha. El callejón que corría en perpendicular a ella, en el cual vivía Le Sourd, era tan angosto que a duras penas se podía caminar de frente por él, y los pisos de arriba estaban tan pegados que un ratón podía saltar de una vivienda a otra. Además, el hedor a orina impregnaba las paredes.
Las calles tenían nombres descriptivos, acordes a sus condiciones y uso, como Pute-y-Muse (Puta Perezosa), Merdeuse (Mierdosa), Tire-Boudin (Tira-Vergas) y otros incluso peores. La gente que vivía allí eran prostitutas, ladrones, cuando no ejercían actividades aún peores.
Jean Le Sourd era un hombre fornido y fuerte, con una tupida maraña de pelo negro. Permanecía sentado frente a una mesa de madera situada en el centro de la taberna, en compañía de varios hombres, algunos de los cuales eran asesinos, aunque uno de ellos, de cara aguileña y tez amarillenta, parecía más bien un sacerdote que había colgado los hábitos o un erudito. De pie, detrás de Le Sourd, estaba su hijo Richard, un niño de diez años, de facciones todavía infantiles, aunque con una mata de cabello negro similar a la de su padre.
Por la puerta entró un individuo que andaba encorvado. Su tonsura apuntaba a una posible condición de eclesiástico y se movía con una curiosa manera de andar que recordaba los saltos de un pájaro. Encaminándose a la mesa central, sacó algo de debajo de la camisa y lo dejó delante de Le Sourd.
Este lo cogió y lo examinó con atención. Era un colgante con una cadena de oro.
—Es poco habitual —comentó.
Después se lo pasó al tipo que parecía algo instruido. Tras una breve inspección, este dictaminó que no provenía de París y lo devolvió. Le Sourd se dirigió entonces al que se lo había dado.
—Averiguaremos lo que vale. Luego tendrás tu parte.
Esas eran las reglas del reino de Le Sourd. Todo cuanto se robaba había que llevárselo a él. Él encontraba comprador y entregaba una parte al ladrón. De los dos malhechores que intentaron burlar la norma, a uno lo encontraron degollado; el otro desapareció.
El tipo que andaba encorvado fue a reunirse con unos amigos al fondo de la sala mientras Jean Le Sourd reanudaba su conversación con el letrado. Al cabo de unos minutos, volvió a abrirse la puerta de la taberna.
Todos se quedaron en silencio.
En la puerta, apareció un joven, de unos veinte años tal vez, de pelo rubio y ojos azules. Llevaba una capa corta y una espada que proclamaba su condición de noble. Aparte, que hubiera entrado solo en un lugar como aquel pregonaba que no conocía bien París.
Aunque podía entrañar peligro matar a un noble, los habitantes de aquella zona no sentían gran respeto por las personas. Uno de los que se encontraba cerca de la puerta se levantó discretamente y, con un cuchillo en la mano, se colocó detrás del recién llegado, atento a la menor señal de Le Sourd.
Al mismo tiempo, el individuo que andaba encorvado alteró levemente su posición, para situarse al amparo de las sombras. Además, dijo algo a su vecino, que se acercó Le Sourd para susurrarle una cosa al oído.
Le Sourd observó con aire pensativo al intruso, ante la expectación general. Todos sabían algo que aquel joven parecía ignorar por completo: sus posibilidades de salir con vida del Sol Naciente eran más bien escasas.
Guy de Cygne había ido a pasar una semana a París. Aquel era su segundo día allí. Sus padres lo habían obligado a ir y, desde el momento en que había cruzado la puerta de Saint-Jacques, se había sentido impaciente por volverse a marchar.
Y es que París era pura degeneración. Ya estaba podrida un siglo atrás, cuando la peste negra se ensañó con sus habitantes, matando a más de la mitad, pero ahora estaba más podrida incluso.
Y lo que era peor, a pesar de la peste, el hambre y la guerra, París había crecido, como una pestilente planta. En la Rive Droite, habían construido una nueva línea de fortificación, a cientos de metros de la antigua muralla de Felipe Augusto, de tal manera que ahora el Louvre quedaba dentro del recinto de la ciudad, al igual que el antiguo templo. Los senderos campestres se habían convertido en angostas calles; los huertos, en casas; y los arroyos, en cloacas al aire libre. En aquella ciudad oscura y dejada de la mano de Dios moraban ya dos mil almas.
¿Había realmente Dios abandonado París? Desde luego, porque desde hacía más de un siglo, la Providencia había abandonado a la misma Francia, y pocos franceses dudaban de cuál era el motivo.
Las razones había que buscarlas en la maldición de los templarios.
El padre del joven Guy de Cygne se lo había explicado cuando aún era un niño.
—Después de detener a los templarios, el rey Felipe el Bello torturó a algunos de ellos durante años. El papa, que era una marioneta suya, disolvió la orden en toda la cristiandad. Al final, el rey mandó quemar en la hoguera al gran maestre Jacques de Molay, un hombre de irreprochable carácter. Mientras ardía, Molay maldijo al rey y a cuantos habían destruido a los templarios.
—¿Y la maldición se cumplió? —había preguntado Guy.
—Por supuesto.
En menos de un año, tanto el rey como el papa habían muerto, y eso fue solo el comienzo. En cuestión de pocos años, todos los hijos del rey fallecieron, de tal manera que los sucedió en el trono otra rama de la familia, la de los Valois.
Las desgracias no acabaron aquí. La hija del rey Felipe se había casado con el rey Plantagenet de Inglaterra, y pronto aquellos agresivos ingleses aspiraron a ocupar el trono de Francia.
Ello dio lugar a una guerra intermitente que duró más de cien años. Antes y después del azote de la peste negra, los arqueros ingleses habían derrotado a la caballería francesa en las batallas de Crécy y Poitiers. Los Plantagenet se habían apoderado de Aquitania y de la mitad de Bretaña. Escocia, la antigua aliada de Francia, había distraído durante un tiempo a los ingleses, pero al final de aquel nefasto siglo XIV, el rey de Francia había enloquecido y, con el caos por ello originado, los ambiciosos Plantagenet volvieron a la carga, para ver qué más podían arrebatar.
Por la época en que el padre de Guy era un niño, Enrique V de Inglaterra había vencido a los franceses en Agincourt y se había casado con la hija del rey francés. Casi parecía que los Plantagenet iban a convertirse en reyes de Francia.
Entonces, por fin, Dios demostró su misericordia. Igual que había hecho mil años atrás, cuando inspiró a santa Genoveva para salvar a París de Atila el huno, envió a la muchacha campesina Juan de Arco para alentar a los hombres de Francia. Aunque su vida fue breve, su legado resultó duradero. Poco a poco, fueron ganando terreno a los ingleses, de tal manera que ahora faltaba poco para expulsarlos.
¿La maldición de los templarios había dejado de pesar sobre Francia? ¿Había recuperado su estado normal la cristiandad?
Tal vez sí. Por lo pronto, ahora había un solo papa, en Roma. Después de setenta años de papas franceses instalados en Aviñón y medio siglo más de papas rivales y antipapas, el cisma católico había quedado atrás.
Pero ¿qué era París? Un pozo de depravación, un lugar tenebroso. Y a juzgar por lo que veía ante sí en ese momento, en la taberna del Sol Naciente, Guy de Cygne no veía que la cosa fuera a cambiar.
Le Sourd dio un golpe en la mesa y la taberna entera quedó en silencio. Después posó la mirada en el joven aristócrata.
—Sois un extraño aquí. ¿En qué puedo serviros? —Lo dijo en un tono tranquilo, pero dejando claro quién mandaba allí.
—Estoy buscando algo —repuso con aplomo Guy.
Aunque ignoraba el grado de peligro al que se enfrentaba, desde pequeño su padre le había dicho siempre: «Delante de animales o de la chusma, nunca dejes entrever el miedo».
—¿Y qué buscáis?
—Un colgante de oro. Iba con una cadena. Aunque no tiene gran valor, me lo dio mi abuela antes de morir, y por ese motivo no querría perderlo por nada del mundo.
—Pero ¿por qué venís aquí, señor, al Sol Naciente, donde solo hay hombres honrados y poetas?
El joven optó por hacer caso omiso de la ironía.
—He visto al hombre que me lo ha robado y lo he seguido. Estoy seguro de que ha entrado aquí.
—Nadie ha pasado por esa puerta desde hace una hora, excepto vos —replicó con tibieza Le Sourd—. ¿No es así? —les preguntó a los congregados, y cuarenta gargantas confirmaron a coro su afirmación, hasta que Le Sourd levantó la mano y todos callaron al instante.
El joven Guy de Cygne paseó la mirada por la taberna. Era difícil distinguir algo en las zonas de penumbra.
—Entonces no os importará que compruebe que el hombre a quien busco no haya entrado por otra puerta —contestó tranquilamente.
Le Sourd lo observó. Por más forastero que fuera, aquel joven aristócrata seguro que se había dado cuenta de que estaba a su merced. Su descaro y su temeridad le gustaron.
—Comprobadlo, os lo ruego —lo animó.
Guy de Cygne se desplazó con rapidez por aquella espaciosa sala. Sabía que se exponía a la muerte, pero ya no podía echarse atrás. Entre las sombras, encontró al individuo que andaba encorvado.
—Es él —dijo—. Lleva tonsura, como un sacerdote, pero es él.
Había oído que había cortabolsas y otros rufianes que se tonsuraban con la esperanza de ser juzgados por los tribunales eclesiásticos, que eran mucho más clementes que el preboste. Seguramente aquel hombre era uno de ellos.
—¡Connard! —le gritó Le Sourd a este—. Deja que te registre este caballero.
El aludido se sometió a la orden. Guy de Cygne no encontró nada.
—Este hombre de Dios ha estado aquí todo el día —declaró Le Sourd—, pero se me ocurre el nombre de otros hombres del barrio que tienen un parecido con él. Ha debido de ser uno de ellos. —Hizo una pausa y después su voz se volvió aterciopelada y peligrosa—. Espero que no penséis que soy un embustero.
Guy de Cygne había quedado en ridículo. Él lo sabía tan bien como ellos. El mensaje de Le Sourd era inconfundible. Si le acusaba de ser un mentiroso, sería hombre muerto.
Aun así, debía conservar un mínimo de honor.
—No tengo motivos para llamaros embustero —respondió con calma.
Con cuidado, se desplazó hacia un lugar donde podía desenvainar la espada y utilizarla. Si lo atacaban, probablemente podría matar a dos o tres antes de que lo redujeran. Los presentes advirtieron su maniobra, pero nadie se movió.
Entonces Le Sourd tuvo una idea. Miró a su hijo, que observaba atentamente la escena. Richard sabía que, allí, la palabra de su padre era la ley. Y también que su padre podía matar a aquel joven noble si le apetecía. Tenía poder para ello.
¿Debía demostrar algo más al chico? ¿Debía humillar a aquel noble, obligándolo a presentar excusas antes de irse? Cabía la posibilidad de que el aristócrata se negara, en cuyo caso tendría que matarlo. También podía aceptar y marcharse con el rabo entre las piernas. En ambos casos, no obstante, habría sido un gesto mezquino, indigno de un padre que, a su manera, todavía quería ser un héroe para su hijo.
No. Demostraría al chico la magnificencia de su padre. ¿Acaso no era él un monarca en su pequeño reino? ¿Y no eran los grandes nobles personas como él, pero a una escala mayor?
—Quizá pueda ayudaros, señor. Os invito a sentaros a mi mesa.
Guy de Cygne no sabía qué hacer. Aquello era sin duda una trampa. No podría ver lo que sucedía a su espalda ni desenvainar la espada. Esa era la manera más rápida de acabar degollado. Le Sourd adivinó su aprensión.
—Sois mi invitado, señor, y os halláis bajo mi protección. Sería un insulto declinar mi ofrecimiento.
De Cygne dudaba, pero el hombre con aspecto de letrado que estaba sentado a la derecha de Le Sourd acudió en su ayuda.
—Podéis tomar asiento sin peligro, señor —dijo, demostrando con su manera de hablar que era alguien instruido—, y os aconsejo que lo hagáis.
Pensando que tal vez aquello sería lo último que haría en la vida, Guy de Cygne se sentó en el asiento que le ofrecía, frente a Le Sourd y de espaldas a la mitad de los congregados en aquella taberna.
Como si este fuera un joven escudero, Le Sourd le ordenó a su hijo que sirviera una copa de vino a su invitado.
—Yo soy Jean, apodado Le Sourd —se presentó—. Este caballero amigo mío es maese François Villon —añadió, señalando al letrado—. Es un destacado poeta. Su tío es profesor en la universidad, y ha sido desterrado dos veces por asesinato.
—Asesinatos que no cometí —puntualizó el poeta.
—Que no cometió —reiteró Le Sourd—. Ya veis, pues, señor, que os halláis en compañía de personas distinguidas y honestas. —Miró al pequeño Richard—. Y este jovencito que os ha servido vino es mi hijo.
A Guy de Cygne no le sonaba de nada el nombre de Villon. Advirtió que el poeta acababa de pelar una manzana con un largo y afilado puñal que ahora reposaba encima de la mesa, y sospechó que aquel utensilio debía de haber servido para cometidos menos pacíficos. Dispensó una leve inclinación de cabeza a todos.
—Yo soy Guy de Cygne, del valle del Loira.
Le Sourd consultó con la mirada a Villon.
—He oído antes ese nombre —comentó este—. Una noble familia.
Le Sourd quedó satisfecho. Era la primera vez que un noble se sentaba a su mesa. Ahora le demostraría a Richard que su padre sabía cómo comportarse con un aristócrata.
—Hay muchas y magníficas fincas en el valle del Loira —ponderó Le Sourd al tiempo que ofrecía un plato de dulces al joven.
—Y muchas, como la nuestra, que han quedado en la ruina —respondió con franqueza De Cygne.
—Eso sí que es un infortunio. ¿Puedo preguntar a qué se debió?
Guy de Cygne pensó que aquello no era de la incumbencia de aquellos malhechores, pero, en vista de su situación, lo mejor era seguir el juego y responder con sinceridad.
—Son cosas que pasan. La peste no ayudó.
Era una manera muy mesurada de decirlo. La peste negra que afectó Francia en 1348 había atacado con especial violencia a su pueblo. De la familia Cygne, solo había quedado con vida un niño de diez años, que apenas pudo contar con el lema de la familia, «de acuerdo con la voluntad de Dios», como guía. Con toda evidencia, era deseo de Dios que la familia sobreviviera. Con tal convicción, había salido adelante, pero la vida había sido dura.
—Mi propia familia tenía una importante función en ese tiempo —señaló Le Sourd con una maliciosa sonrisa—. Mi bisabuelo era el mejor exterminador de gatos de París.
Las autoridades de París, convencidas de que eran los gatos y no las ratas los transmisores de la plaga, habían matado grandes cantidades de aquellos animales. De Cygne no estaba seguro, no obstante, de si su anfitrión hablaba en serio o en broma.
—Pero fueron los ingleses los que nos arruinaron. Mi antepasado pereció en la batalla de Crécy. Diez años después, su hijo fue hecho prisionero en Poitiers y tuvimos que pagar rescate por él. Eso nos costó la mitad de nuestras tierras.
—Estaba bien acompañado —apuntó Le Sourd—. Al rey de Francia también lo apresó en Poitiers el Príncipe Negro de Inglaterra. Lo llevaron a la Torre de Londres.
—Y toda Francia tuvo que pagar su rescate —añadió con acritud Villon.
Guy de Cygne tuvo la impresión de que el poeta no consideraba que el rey valiera tanto.
—Después, los mercenarios ingleses llegaron y saquearon la propiedad —agregó.
—Saquearon media Francia —convino Le Sourd—. Fue como una plaga de langostas.
—Y solo dispusimos de una generación para rehacernos de tantos infortunios —continuó Guy—, antes de que volvieran de nuevo los ingleses. Mi abuelo murió en Agincourt.
Calló y los miró con el orgullo del noble que, aun careciendo de fortuna, tuvo antepasados que lucharon con honor.
Le Sourd asintió poco a poco. Él, cuya vida estaba regida por el puñal, era capaz de respetar a quienes morían empuñando una espada. Si quería tener un aristócrata como comensal, el joven De Cygne era un ejemplar genuino. Tanto mejor que no lo hubiera matado.
—Mi propio padre completó la ruina de mi familia en tiempos de Juana de Arco —prosiguió con calma el joven—. Aunque seguramente sería aburrido para vosotros escuchar cómo ocurrió.
—Para nada. —Sin quererlo, Le Sourd le estaba tomando aprecio a aquel aristócrata—. Continuad, por favor.
El joven Guy de Cygne se disponía a iniciar su relato cuando cayó en la cuenta de que tal vez estaba a punto de cometer un terrible error. Había olvidado averiguar la tendencia política de Le Sourd. Ahora era demasiado tarde. Tendría que arriesgarse y contar las cosas tal como sucedieron.
—París estaba por aquel entonces gobernada por Borgoña e Inglaterra —comenzó a explicar—, pero Juan de Arco acababa de aparecer en escena.
Había sido un periodo horroroso. Después de que el pobre rey enloqueciera, su familia había formado un consejo de regencia. No obstante, las regencias suelen ser fuente de conflictos, y pronto la extensa familia real se dividió en dos facciones enfrentadas que pugnaban por hacerse con el control. Una era la del duque de Orleans. La otra apoyaba al duque de Borgoña. Y es que tras la extinción del linaje de los antiguos duques de Borgoña, cuando sus extensos territorios, entre los que se contaban muchas ciudades flamencas, pasaron a la Corona, se cedió Borgoña a un hijo menor del rey. La facción borgoñesa privilegiaba el floreciente comercio de telas con Inglaterra, que suministraba la lana para los productivos telares de Flandes. La facción de los Orleans, conocida como los Armañac, estaba más anclada en la Francia rural.
Pronto se declaró la guerra entre ambas facciones. El duque de Borgoña se ganó el favor de los mercaderes de París y pronto la capital se halló bajo control borgoñés, mientras que el hijo del rey loco, el delfín, y los desalentados Armañac se vieron repelidos a los territorios del valle del Loira y a la antigua Orleans.
En tales circunstancias, tal vez fuera inevitable que cuando la siguiente generación de ambiciosos Plantagenet acudieron como hienas para ver qué podían arrancar del sangriento cadáver de Francia, la facción borgoñesa hiciera un pacto con ellos. Los mercaderes de lana ingleses eran, al fin y al cabo, sus socios comerciales.
Los borgoñeses apoyaron las ambiciones de los Plantagenet para ascender al trono de Francia.
Cuando la extraña muchacha campesina, Juana de Arco, apareció con aquel famoso mensaje —«Los santos me han dicho que el delfín es el auténtico rey de Francia»—, lo cual insufló nuevo aliento a los Armañac, los borgoñeses se alarmaron. Cuando Juana y los Armañac expulsaron a los ingleses y coronaron al delfín en Reims, quedaron horrorizados.
Entonces los borgoñeses capturaron a Juana de Arco y la vendieron a los ingleses, quienes la condenaron por hereje y la quemaron en la hoguera.
Durante el primer y mágico momento, explicó entonces Guy de Cygne, cuando Juana llegó al valle del Loira con su mensaje divino, su padre emprendió un peligroso viaje. Decidido a representar su papel, estaba dispuesto a vender un poco más de las tierras que le quedaban para equiparse para la guerra. Trató de realizar la transacción en Orleans, pero la ciudad estaba tan exangüe que no encontró compradores. En París conocía, sin embargo, a un mercader de confianza, y también tenía una anciana tía a la que no había visto desde hacía años. Con la excusa de que había acudido a ver a la anciana dama, logró entrar en la ciudad y vender la tierra. El mercader, que era también un Armañac, prometió incluso a De Cygne que, si conseguía el dinero en un plazo de cinco años, podría recuperar su heredad.
—Muy satisfecho con aquel desenlace y con un pequeño cofre de monedas, mi padre pasó una noche en una taberna antes de abandonar la ciudad. Allí había ingleses, pero, para ellos, él era un francés más. Sin embargo, despertó las sospechas de un grupo de soldados borgoñeses. Uno de ellos le golpeó en la cabeza. Cuando despertó, habían desaparecido el dinero y su caballo.
Guy de Cygne calló para observar a Le Sourd. ¿Habría cometido un error contando aquello? Muchos parisinos habían preferido el bando de los borgoñeses y sus comerciantes. ¿Estaba a punto de perder la simpatía de su anfitrión? ¿Iban a rebanarle la garganta?
Viendo que Le Sourd alzaba la mano, acercó la suya a la empuñadura de la espada, pero la mano cayó encima de su hombro.
—Malditos borgoñeses —exclamó el corpulento individuo—. Si hay algo que detesto más que a un inglés, es a un borgoñés. ¿Así que tu padre no pudo participar en la guerra?
—No armado y a caballo, como él quería, pero fue a pie como un humilde hombre armado. Decía que fue su peregrinaje.
—Ah. ¡Bravo, joven! —gritó Le Sourd—. ¡Magnífico! —Cogió la copa y la alzó—. Brindemos por la Doncella de Orleans. Por Juana de Arco y por cuantos lucharon por ella.
Guy de Cygne sonrió. Había merecido la pena correr aquel riesgo.
En realidad, pese a que todo lo que había contado sobre sus antepasados era verídico, la historia del infortunio de su padre no lo era. La había inventado sin pararse a pensar. La verdad —que su padre había cometido, de joven, la estupidez de perder en el juego su pequeña heredad— era muy poco heroica. La versión que había presentado era mucho mejor, y lo más divertido era que aquel rufián se la había creído.
Después de brindar y beber, su anfitrión se volvió hacia él casi solícito.
—Y decidme, señor, ¿habéis venido a París para servir al nuevo rey?
Hacía solo un año que el rey Luis XI de Francia había accedido al trono, pero ya estaba claro que pretendía efectuar cambios. Mientras el padre de Luis se había conformado con mantener el maltrecho reino conservado gracias a Juana de Arco, el nuevo rey se había mostrado más ambicioso. Astuto y despiadado, estaba decidido a destruir toda oposición y a conseguir la gloria de Francia a cualquier coste.
Si la familia de Guy de Cygne hubiera podido costearse una armadura y un buen caballo de guerra, habrían podido aprovechar tal vez el momento, pero no podían. El motivo de su visita a París era más prosaico.
—He venido para conocer a mi prometida —respondió sin entusiasmo.
Había sido un amigo de su padre el que había concertado el noviazgo. La muchacha pertenecía a una rica familia de mercaderes, y los padres de Guy habían quedado más que satisfechos con la dote que ofrecían. El padre le había dejado, no obstante, una posibilidad de elección. «Ve a París y conoce a la chica. Si no os gustáis el uno al otro, lo anularemos. Aunque he conocido parejas que se han llevado perfectamente bien durante años sin gustarse para nada —añadió—. De todas maneras, también es posible que cada uno sea del agrado del otro desde el principio». Guy debía encontrarse con la muchacha al día siguiente.
—¿Vuestra prometida es noble? —inquirió Le Sourd.
—Pertenece a una familia de mercaderes —contestó él, en voz baja y con evidente desánimo.
Villon, que había estado escuchando con atención, sacudió la cabeza.
—Tened cuidado, joven —le aconsejó—. Esto es París y no el campo. No menospreciéis al tercer estado. —De los tres estados que los reyes de Francia congregaban en ciertas ocasiones para tomar consejo y votar las tasas, los dos primeros, representantes de la nobleza y el clero, habían tenido tradicionalmente más peso, pero los tiempos habían cambiado—. No olvidéis que, ya en los tiempos de Crécy y de Poitiers —prosiguió el poeta—, Étienne Marcel, el preboste de la ciudad y representante de los mercaderes y artesanos, prácticamente gobernó París. Fue él quien construyó la gran zanja y los muros que constituirían la nueva muralla. Hasta el rey tenía motivos para temerlo. Hoy en día, los mercaderes más ricos viven como nobles y no es prudente despreciarlos.
—Eso es cierto —confirmó en voz baja Le Sourd—, pero tengo la impresión de que el señor De Cygne preferiría casarse con una mujer de noble cuna.
Guy de Cygne se ruborizó.
Le Sourd dedicó una mirada a su hijo. El pequeño Richard no se perdía ni un detalle. Estaba aprendiendo cosas del mundo. Había visto sonrojarse a un noble y ahora veía como su padre le evitaba mayor bochorno cambiando de tema. Asombrado de su propio tacto, Le Sourd se volvió hacia el poeta y, como si fuese un rey en su corte, solicitó:
—Recitadnos algunos de vuestros versos, maese Villon.
—Como queráis —aceptó el poeta, antes de coger la bolsa de cuero que reposaba a sus pies para sacar unas hojas de papel en las que se distinguían largas columnas de versos, escritos con una cuidada letra picuda—. El año pasado, terminé un largo poema titulado: «El testamento», que tiene varias partes. He aquí un par de baladas de dicha composición.
La primera era una breve e ingeniosa balada en la que preguntaba qué había sido de los dioses clásicos, de Abelardo y Eloísa, e incluso de Juana de Arco. Sencilla pero elegante, contenía un poso de melancolía sobre el paso del tiempo. Al final de cada verso se repetía un hechizante estribillo: «¿Qué se hizo de las nieves de antaño?».
Mais où sont les neiges d’antan?
El segundo, de forma similar, hablaba con cierta sorna de los difuntos gobernantes de la Tierra. ¿Dónde estaba el famoso papa Calixto, el rey de los escoceses, el duque de Borbón? ¿Dónde estaba el virtuoso rey de España, cuyo nombre desconocía? Y de nuevo, con cada verso, se repetía un estribillo: «¿Y dónde está el poderoso Carlomagno?».
—Excelente —alabó su anfitrión—. ¿Y hay algo nuevo?
—He empezado algo. Hasta ahora solo he escrito unos fragmentos. Espero acabarlo antes de que llegue mi ruina.
Frères humains qui après nous vivez
N’ayez les coeurs contre nous endurcis
Car, si pitié de nous pauvres avez
Dieu en aura plus tôt de vous mercis.
Era un poema sobre un grupo de presos que aguardan la ejecución: «Hermanos humanos que después de nosotros vivís, no tengáis contra nosotros los corazones endurecidos, pues, si piedad tenéis de nosotros, pobres, Dios tendrá antes de vosotros misericordia».
Hasta el momento solo había escrito un par de estrofas, pero cuando las leyó, se instauró un extraño silencio entre todos los que escuchaban. No en vano, aquel era un destino al que más de uno estaba abocado, y, aunque tristes y tétricas, sus palabras estaban impregnadas de compasión.
Escuchando a Villon recitar sus versos, Guy de Cygne quedó cautivado por su melodía. Fuera quien fuese, aquel individuo era un erudito, aunque viviera entre asesinos. Pese a ser tal vez él mismo un ladrón, era capaz de escribir poesía que emocionaba a los otros ladrones.
Cuando terminó la lectura, se prolongó un momento el silencio.
—Maese Villon, esos poemas vuestros habría que imprimirlos —opinó Le Sourd.
—Estoy de acuerdo —dijo, con una irónica sonrisa, el poeta—, pero no me lo puedo pagar.
—¿Y no podría ayudaros vuestro tío el profesor?
—Él solo me tolera en contadas ocasiones, nada más. —Villon se encogió de hombros—. Es culpa mía.
Le Sourd inclinó afirmativamente la cabeza y, tras tomar un largo sorbo de vino, se volvió hacia De Cygne.
—Maese Villon tiene talento, ¿no?
—Estoy de acuerdo.
Le Sourd paseó la mirada por la sala y, después de asentir para sí con aire pensativo, se encogió de hombros.
—Esta es nuestra vida —sentenció, casi como si hablara solo. Después, tras un nuevo sorbo de vino, abordó la cuestión que tenía pendiente con su invitado—. Bien, señor De Cygne, volvamos al asunto de ese colgante que habéis perdido. ¿Podéis describírmelo?
—Es de oro y tiene un dibujo, de Bizancio, creo. Mi abuela siempre decía que su padre lo trajo de Tierra Santa.
—No puedo deciros dónde está ese colgante, señor —aseguró Le Sourd—, pero, si hago averiguaciones en este barrio, puede que encuentre a la persona que lo tiene. Pero el robo es como la guerra. El que tenga vuestro colgante querrá un rescate para cederlo.
—Puedo ofrecer cien francos —dijo De Cygne.
En el momento en que uno de los nuevos francos reales valía oficialmente lo mismo que una antigua libra, en su peso en plata, cien francos era mucho dinero, pero el tiempo y la devaluación habían modificado su valor. En ese instante, cien francos representaba una modesta suma.
—Yo diría que vale más que eso —opinó Le Sourd.
—Puede que sí, pero eso es cuanto puedo desembolsar.
—Bien, no prometo nada, pero veré si puedo recuperarlo. Poseo influencia en este barrio. ¿Sería de vuestro agrado la gestión?
Guy de Cygne lo miró un momento, sin dejarse engañar. Aquel rufián probablemente sabía dónde estaba el colgante. No obstante, si había que proceder con cortesía para recuperarlo, estaba dispuesto a seguir el juego.
—Sois muy amable —agradeció—. Quedaría en deuda con vos.
—Entonces brindemos por eso —propuso, con repentina alegría, Le Sourd—. ¿Alzaréis la copa conmigo, como un hombre honorable? Ya sé que este no es el tipo de lugar adonde iríais normalmente, señor, pero —miró alrededor y pronunció con claridad las palabras para que todos los presentes las oyeran— seréis bienvenido en cualquier momento a mi mesa, y a partir de este día, todos los hombres que aquí hay son amigos vuestros. —Calló y miró a De Cygne de una manera con la que daba a entender que también él, a su manera, era un hombre de honor—. Si algún día os importuna alguien en las calles de París, señor, decid que Jean Le Sourd es amigo vuestro y nadie os hará daño.
Probablemente aquella grandilocuente afirmación era bien cierta. Hasta los ladrones de las otras zonas de la ciudad respetarían la protección de un jefe tan poderoso como Le Sourd. De haber sido Guy de Cygne ciudadano de París, habría comprendido que acababa de recibir un regalo que tenía muchísimo más valor que su alhaja de oro traída de Tierra Santa.
Aun así, alzó la copa de vino y dio las gracias a su anfitrión por su hospitalidad y sus muestras de amistad. Entonces Le Sourd observó a su hijo y después paseó la mirada por la taberna como un monarca satisfecho, diciéndose una vez más que los reyes del mundo feudal eran, al fin y al cabo, lo mismo que él…, eso sí, a gran escala… Y la verdad es que no andaba muy desencaminado.
—Mi hijo Richard os acompañará a donde os alojáis, para que así sepamos cómo encontraros —dijo.
Aun cuando no le entusiasmó la idea de llevar al hijo de Le Sourd a la casa del amigo de su padre, aquella parecía la única manera de recuperar el colgante. Así pues, después de reiterar las expresiones de mutua estima, se fue en compañía de Richard.
Al día siguiente conoció a la chica. La familia Renard vivía en una bonita casa de la Rive Droite, cerca del río. Se llamaba Cécile y no estaba mal. Era pelirroja y tenía una cara pálida y ovalada. Algunas personas la habrían considerado guapa. El amigo de su padre, que conocía bien a la familia Renard, acudió con él a la cita.
—Le has gustado, y también a sus padres —le dijo a Guy durante el trayecto de regreso—. Ahora te corresponde a ti tomar la decisión, joven. —Con su tono de voz, le dijo también: «Si renuncias a esa dote, es que eres un necio».
—¿Quiere vivir en el campo? —preguntó Guy.
—Por supuesto que sí.
—Ella no ha dicho gran cosa, pero su familia ha hablado mucho de París.
—Naturalmente. Eso es lo único que conoce. Le encantará el campo cuando llegue allí. —El amigo de su padre sonrió—. Como una muchacha soltera es por lo general doncella, no le gustará tanto estar casada.
Se llevó una sorpresa cuando, al llegar, encontró al hijo de Le Sourd esperándolo. El chico se acercó y efectuó una cortés reverencia con su enmarañada mata de pelo negro.
—Traigo buenas noticias, señor —anunció, tendiendo la mano—. ¿Es este?
Lo era. Supuso que aquel rufián lo había tenido desde el principio, tal como había sospechado. Aun así, se prestó a representar la comedia.
—¿Y cuál es el rescate exigido? —inquirió.
—Nada, señor. Mi padre ha podido convencer al hombre que lo tenía para que se desprendiera de él sin obtener nada a cambio. Mi padre le ha dicho que tal vez esta buena acción supondría la salvación de su alma.
—Confiemos en que así sea —dijo Guy, esforzándose por no sonreír ante el descaro del rufián.
—Mi padre os manda saludos, señor. ¿Debo transmitirle algún mensaje?
Guy de Cygne se quedó pensando. Sabía que Le Sourd era un ladrón, un príncipe de ladrones. Por otra parte, un ladrón que le había devuelto el colgante.
—Hazme el favor de decirle a tu padre que Guy de Cygne le agradece su hospitalidad y le da las gracias por su ayuda.
—Gracias, señor. Quedad con Dios —le deseó el chiquillo con una sonrisa.
—Y tú también.
Esa noche, Guy de Cygne estuvo discurriendo largo rato. Los nobles utilizaban ciertas expresiones para referirse a la alianza matrimonial con una rica burguesa. Una era «redorar los blasones» y otra, menos agraciada, «poner estiércol en la tierra».
Cécile Renard estaba bien. Imaginaba que podría llegar a quererla, pero dudaba que ella fuera feliz en el campo, cosa que le preocupaba un poco. Por otra parte, pensaba en lo que podía representar su dote. Con ella podría ampliar la propiedad y efectuar reformas en la casa solariega.
Sabía cuál era su deber. Antes de acostarse, se puso a rezar. A Dios le dijo que debía honrar a su padre y a su madre, y que casarse con la muchacha era una forma de hacerlo. Entonces se acordó también del lema de la familia: «De acuerdo con la voluntad de Dios», y decidió dejarse guiar por él. Si Dios le enviaba una señal…, si, por ejemplo, su prometida moría antes del día de la boda…, bueno, eso sería una prueba clara de que Dios no deseaba aquel matrimonio. Si, por el contrario, no recibía ninguna señal, lo interpretaría como un consentimiento. Para concluir expresó al Altísimo su propósito de, en la medida de lo posible, hacerle la vida agradable a la muchacha.
La boda se celebró al cabo de tres meses. La ceremonia tuvo lugar en París, en casa de la familia Renard.
Había que reconocer que organizaron el evento con mucha mayor elegancia de la que habría podido permitirse la familia De Cygne en su desvencijada casa solariega. No obstante, sus padres pudieron ofrecer algo que fue muy del agrado de los burgueses Renard.
Congregaron para la ocasión a nobles parientes cuya existencia Guy apenas conocía. Aunque no se casara con una noble, parecía que la noticia de su matrimonio con una rica heredera bastaba para insuflar nuevo vigor a toda clase de relaciones familiares. A la boda asistieron padres e hijos de diversos apellidos aristocráticos. Si los Renard esperaban aquel lucimiento como parte del trato, no quedaron defraudados.
Antes incluso de la celebración de la boda, Guy se encontró de improviso con diversos parientes que aseguraban que su novia era dulce y encantadora, provista de todas las demás virtudes que se atribuyen a una muchacha rica cuando accede a una noble categoría social (siempre y cuando no se muestre antipática). Cécile, que parecía encantada con sus amables atenciones, escuchaba sus promesas de lo distraída que iba a ser su vida en el campo. En cuanto a Guy, sus parientes no tardaron en presentarlo a sus propios amigos, de tal forma que, llegado el momento de la boda, había trabado amistad con jóvenes que pertenecían a algunas de las familias más prestigiosas del país.
La boda fue un éxito en todos los sentidos. Al tercer día, Cécile y él habían llegado a la conclusión de que se atraían mutuamente. Entre tanto, se imponía disfrutar de una semana de alegría en París, antes de llevar a la novia al valle del Loira, donde vería la modesta propiedad que con tanta urgencia necesitaba de su amor.
Tres días después de la boda, estaba en compañía de una docena de nobles cuando desmontaron para dar una vuelta por el gran mercado de Les Halles. Mientras se encontraba junto a un abigarrado puesto donde vendían hierbas y especias oyó un grito.
Era Charles, hijo del conde de Grenache, con quien había estado cabalgando hacía tan solo unos minutos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Guy, acercándose.
—Alguien me acaba de robar la bolsa. La llevaba colgada de la cintura con un cordel y el maldito bribón debe de haberlo cortado con un cuchillo. Vive Dios que ha obrado con rapidez. —Charles de Grenache sacudió la cabeza—. Llevaba treinta francos dentro.
—¿Lo habéis visto?
—No estoy seguro, pero creo que sí. Un tipo que andaba encorvado, tonsurado como un sacerdote. Balanceaba la cabeza como una paloma. —El joven aristócrata miró en derredor—. Se ha esfumado entre el gentío. Nunca lo volveré a ver, ni tampoco mi dinero.
—Bueno, creo que yo os podré ayudar —declaró, sonriente, Guy.
En cuestión de minutos, Guy explicó lo que iba a necesitar. Un joven escudero que estaba con ellos se ofreció voluntario para acompañarlo. Después, tras dejar a los demás en el mercado, Guy y el joven escudero se pusieron en marcha.
Con rapidez, por el camino más directo, se desplazaron hasta una calle desde donde se veía la puerta del Sol Naciente. No tuvieron que esperar mucho. Después de recorrer un ruta más sinuosa, el individuo que andaba encorvado apareció por un callejón y, tras lanzar unas furtivas miradas a su espalda, entró en la taberna.
Guy dejó transcurrir un margen de tiempo. Después, en compañía del escudero, abrió con desenvoltura la puerta de la taberna.
Jean Le Sourd estaba de buen humor. Sentado con su hijo frente a la mesa donde acababan de depositar la bolsa de cuero, vertió su contenido en ella y calculó rápidamente el montante de las monedas de oro y plata. Allí había treinta francos.
—Tendrás tu parte —le dijo al ladrón, tras devolver el dinero a la bolsa.
—¿Cuánto?
—Lo que yo te dé —replicó con aspereza Le Sourd—. Siéntate.
Cuando el individuo que andaba encorvado se disponía a retirarse, se produjo un movimiento en la puerta. Sorprendido, Le Sourd vio llegar al joven noble que había estado allí dos meses antes. Esta vez venía acompañado de otro joven.
¿Sería posible que le hubiera vuelto a robar a él? Interrogó con la mirada a aquel cortabolsas, que con un gesto dejó claro que estaba tan perplejo como su jefe.
De Cygne lo miraba, sonriendo.
—Esperaba encontraros aquí —dijo—. Dentro de dos días se acaba mi estancia en París. —Calló un instante—. Me habíais dicho que sería bienvenido en vuestra mesa. ¿Sigue en pie el ofrecimiento?
Le Sourd lo observó, pensativo, mientras retiraba la bolsa de la mesa para colocarla a sus pies.
—Desde luego. —Dirigió una mirada a la puerta y uno de sus hombres salió afuera.
—Ve a ver a mi padre y dile que volveré dentro de un par de horas —le indicó De Cygne al joven—. Dile que voy a cenar con unos amigos.
Avanzando hacia la mesa, dispensó una afable inclinación de cabeza al joven Richard, y de nuevo dirigió la palabra a su anfitrión.
—Como veis, no he olvidado la bondad con que me acogisteis y he venido a haceros partícipe de mi buena fortuna. Me casé hace dos días, aquí en París.
—Ah, con la heredera.
—Resultó que es un ángel. La voy a llevar a nuestra pobre propiedad esta misma semana.
—Un ángel compasivo. Los campos se van a alegrar.
—Sin duda. ¿Puedo tomar asiento?
El pillastre de la puerta regresó e indicó que no había moros en la costa: aquel joven había venido solo.
—Por supuesto. —Le Sourd esbozó una amplia sonrisa—. Vino para nuestro amigo —pidió.
Parecía que podía relajarse un poco. No se había esperado aquella muestra de cortesía, pero con los nobles nunca se sabía. Dirigió una mirada a su hijo, como para decirle que tomara nota del gesto con que distinguían a su padre.
—¿No está aquí maese Villon? —preguntó De Cygne.
—No, señor.
Se pusieron a charlar un poco de todo. De Cygne eludió preguntar a Le Sourd por sus recientes actividades, convencido de que lo único que había hecho era robar a la gente. El pequeño Richard quiso saber cómo había transcurrido la boda, de modo que, sin dejarse impresionar demasiado por la disparidad existente entre la escena evocada y la pobreza de la taberna, se entretuvo describiendo los vivos colores de los ropajes de los invitados y cómo fue el banquete.
—Una gran pierna de venado. Una cabeza de jabalí rellena de dulces, un enorme pastel hecho con…, no sé…, un centenar de palomas. Ah, no te imaginas qué olor… —dijo animadamente al muchacho.
—¿Y había vino, señor?
—A placer.
—¿Y muchos invitados? —preguntó su anfitrión.
—Hasta entonces no me había dado cuenta de que tenía tantos amigos.
—Conservad el dinero, señor, y así os durarán las amistades.
—Tenéis razón —acordó Guy—. Recordad que yo también fui pobre. —Adivinando lo que pensaban los demás, precisó—: La propiedad tiene un valor, por supuesto, pero es necesario invertir dinero en ella.
Así siguieron conversando un rato. Después hablaron de las actividades del rey. Guy llegó incluso a sugerir que tal vez, un día de aquellos, se hallara en situación de hacer imprimir los poemas de maese Villon, lo cual suscitó, según observó, una reacción de genuino entusiasmo por parte de su anfitrión.
Y después se abrió bruscamente la puerta de la taberna.
Le Sourd vio como entraba a paso expeditivo un joven con la espada desenvainada.
—¡En nombre del rey, que nadie se mueva! —gritó con fiereza.
El guardián de la puerta se abalanzó hacia él con un puñal, pero no llegó a alcanzarlo porque otro recién llegado le traspasó las costillas con una espada. Tras este llegaron más y, en cuestión de segundos, quedaron desplegados por la sala unos quince hombres que empuñaban espadas. Los ladrones y asesinos congregados en el local supieron desde el primer instante que tenían las de perder. Aquellos individuos eran caballeros en la flor de la edad, entrenados en el uso de las armas. Al acudir en nombre del rey, disponían de una excusa legal suficiente. Contaban, además, con otra ventaja: eran nobles y, por consiguiente, despiadados.
Cuando un cazador mataba un ciervo, a menudo percibía la belleza y la nobleza de la criatura, la misma que apreciaba en buena parte de lo creado por Dios. No obstante, cuando un caballero tenía ante sí a personas como las que frecuentaban el Sol Naciente, les daba muerte sin más reparos que los que le inspiraría una rata de cloaca. Los acólitos de Le Sourd lo sabían de sobra.
Le Sourd se fijó en los hombres que irrumpían en la sala, pero en su propia mesa algo se movió.
Guy de Cygne se había subido de un salto al banco, desenvainando la espada. Cuando Le Sourd se volvió de nuevo hacia él, se encontró con la punta de la hoja encarada a su garganta.
Viendo que el joven Richard se llevaba la mano al puñal y que pretendía proteger a su padre, este le gritó, autoritario:
—Deja el puñal, hijo mío. No te muevas.
—He aquí el hombre al que buscabas, Grenache —anunció luego con sequedad Guy de Cygne, quebrando el opresivo silencio que se había instalado en la taberna—. La bolsa está a sus pies.
Le Sourd observó que el joven que había entrado primero avanzaba hacia su mesa. Con cuidado, con la punta de la espada, Charles de Grenache tentó la bolsa y después la desplazó por el suelo hasta que quedó bien visible. Valiéndose de nuevo del arma, la levantó y la dejó caer encima de la mesa.
—Es mi bolsa —confirmó. Volviéndose, inspeccionó la estancia hasta detener la mirada en el individuo que andaba encorvado—. Y ese es el hombre que me la ha quitado —añadió.
—Trabaja para este villano —dijo De Cygne—. Todos trabajan para él. Por eso ahora él tiene la bolsa. Lo llaman Le Sourd.
Le Sourd era un hombre curtido, que había matado a más de una persona. La prevención que había despertado en él la llegada de aquel De Cygne no había sido suficiente. Se maldecía por haber permitido que el joven le tendiera una emboscada.
Aun así, la rotunda transformación de De Cygne lo había desconcertado. La cortesía que había demostrado y las confidencias que habían compartido se habían esfumado de manera tan repentina que era como si jamás hubieran existido. Atónito y dolido, pese a su propia crueldad, Le Sourd no dejaba de mirar, incrédulo, al joven.
Luego, en un destello de clarividencia, captó el alma de Guy de Cygne. El joven había sido pobre y ahora era rico. Pero lo importante era que De Cygne había sido noble y Jean Le Sourd era plebeyo. No importaba tanto que él fuera ladrón. Lo que marcaba la diferencia era ese abismo social que los separaba.
Antes, el joven tenía que llevar una máscara. Ahora, respaldado por sus amigos nobles, se la había quitado.
Para Guy de Cygne, la hospitalidad de Le Sourd no era nada. La amistad, el regalo: nada. Su honor (pues incluso los ladrones tenían honor) no significaba nada. Su hijo, nada. Su misma alma (pues hasta los ladrones tienen almas que redimir) tampoco era nada. Era menos que un caballo, que un perro. Apenas sí tenía el valor de una rata, porque no era noble. Jean Le Sourd lo comprendió y, mirando a su hijo, sintió que lo invadía la amargura.
—Le Sourd —le dijo Charles de Grenache—, a ti y a tu amigo encorvado os aguarda la horca.
Al cabo de un mes, llevaron a Jean Le Sourd al patíbulo. Lo habían tenido encerrado, al igual que al tipo que andaba encorvado, en la prisión de Châtelet. El preboste había ordenado, naturalmente, torturarlos. Se suponía que Le Sourd en especial debía responder de varios asesinatos y el preboste quería obtener confesiones. Aunque llevó un tiempo, las consiguió. Más allá de cierto grado de dolor, la mayoría de los condenados acababan confesando cualquier cosa si sabían que, de todos modos, iban a morir. Era lógico.
Pronto se habían dado por falsas las pretensiones de pertenecer a la clerecía de su compañero de infortunio. Por una parte, carecía de pruebas; por otra, no sabía leer. A él lo habían ahorcado el día antes en uno de los cadalsos de la ciudad. Le Sourd, en cambio, era especial. Querían que su ejecución sirviera de escarmiento. A las multitudes les gustaba, además, ver morir a un villano tan poderoso.
A primera hora de la mañana, erigieron un patíbulo con un elevado tablado en el espacio despejado de Les Halles, su centro de operaciones. Todo el público del mercado asistiría a la ejecución. Además, hacía un día soleado.
Con todo, le permitieron ver a su hijo.
—¿Vas a mirar? —le preguntó al chiquillo.
—No lo sé. ¿Quieres que vaya?
—Me llevarán desde Châtelet a Les Halles en un carro, para que me vea todo el mundo. Eso lo puedes mirar, pero después vete. ¿Sabes lo que me van a hacer? Me dejarán colgado un rato y después me cortarán la cabeza.
—Lo sé.
—No quiero que veas eso.
—De acuerdo.
—Vete justo antes de que entremos en Les Halles. Si no, tal vez te tentaría la idea de quedarte.
—¿Me buscarás en medio de la gente? No sé dónde voy a estar.
—No. No miraré para ver si te veo. No intentes saludarme ni nada de eso. Yo me mantendré bien erguido, arrogante. ¿Me lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Has visto a maese Villon?
—No. No creo que esté en París.
—Él acabará como yo, ya lo sabes.
—A ti no te habría pasado nada de no haber sido ese condenado De Cygne.
Su padre sacudió la cabeza.
—Tarde o temprano me habrían pillado. Ya habrían podido ahorcarme antes.
—Si vuelve, lo mataré.
—No. Te lo ordeno. No quiero que te ejecuten también a ti.
—¿Qué voy a hacer, papá? —preguntó el chico, con un nudo en la garganta.
—Ponte de aprendiz de menestral. Ya sabes dónde está escondido el dinero. Hay suficiente para pagar a un maestro para que te acepte. De todos modos, para el año próximo, ya tenía pensado ponerte de aprendiz.
—¿Por qué?
—En realidad, lo de robar no da mucho dinero, y uno nunca tiene paz. Aparte, está… esto. —Se encogió de hombros—. Te he enseñado cuanto sé sobre robar, que es mucho, y solo ha sido una pérdida de tiempo.
—No sé, papá.
—Sí, lo sabes.
—Ojalá tuviera una madre.
—Pues no la tienes. Así que haz lo que te digo.
—Bueno.
—En cuanto a De Cygne, no te metas con él. Seguramente no lo volverás a ver más, pero déjalo en paz. Hay algo que debes tener presente sobre los nobles…, no solo sobre De Cygne, sino sobre todos ellos. Les traemos sin cuidado. No lo olvides. Haz lo que tengas que hacer con ellos, porque tienen el poder. No sé si lo tendrán siempre, ahora es así, y así será mientras tú vivas, hijo mío. Nunca te enfrentes a ellos. Y, sobre todo, digan lo que digan, jamás te fíes de ellos, porque nosotros no valemos nada para ellos, porque no somos de los suyos.
Alzó la vista al advertir que había entrado el carcelero.
—Dile adiós a tu padre —le dijo al chico, y se dieron un beso—. Ahora vete.
Una hora después, Richard oyó rugir a la multitud y supo que ya no tenía padre.