Capítulo once
1604
A veces, los hermanos se pelean. Sin embargo, Robert y Alain de Cygne nunca lo hacían. Quizá se debiera a que tenían casi la misma edad, pero caracteres muy distintos. Viéndolos, habría costado adivinar que eran hermanos. Robert tenía un pelo fino y oscuro, que comenzaba ya a ralear en la frente, y cierta inclinación por el estudio. Alain, de constitución más robusta, tenía el pelo castaño claro, grueso como la estopa. Le gustaba estar al aire libre y, aun con pésimo tiempo, siempre prefería salir de caza que quedarse a leer un libro. Pese a aquellas diferencias, ambos eran grandes amigos.
Robert era dos años mayor y más calmado. Alain podía ser un poco exaltado a veces. Durante toda su infancia, la gente de la zona se refería a ellos llamándolos «los chicos De Cygne» o incluso a veces «Robalain». Iban a todas partes juntos y siempre los invitaban a los dos a la vez.
Robert, al ser el mayor, iba a heredar la finca y la fortuna familiar.
—Si algo me ocurriera —solía decirle a Alain—, tendré el consuelo de saber que la heredad pasará a tus manos.
Pese a que era un poco alocado, Robert estaba seguro de que, llegado el caso, sería un excelente administrador de los bienes familiares.
—No, tú te casarás y tendrás hijos —respondía Alain—. Prefiero abrirme mi propio camino en el mundo.
Robert sabía que su hermano decía la verdad. A él lo atraían el reto y la aventura, tanto que a veces pensaba que para él eran más importantes aún que el fin en sí mismo.
En el supuesto de que no le ocurriera ningún percance y formara una familia, el sueño de Robert era que él y Alain tuvieran unas buenas casas y fincas situadas cerca una de otra. Con dicho objetivo, estaba haciendo todo lo posible para garantizar el ascenso de su hermano en el mundo.
Por esa razón, seis meses atrás, había dejado a Alain en el campo, a cargo de la propiedad, y se había trasladado a París para ver qué podía hacer por él. Instalado en una agradable casa del barrio del Marais, se había puesto manos a la obra.
Habían acordado que Alain acudiría a París en septiembre. Robert sabía que su hermano estaba entusiasmado con la perspectiva. Y ahora había llegado septiembre y, con él, Alain. Robert debía afrontar un horrible dilema.
¿Debía confesarle a su hermano que sus gestiones habían sido un fracaso?
¿Debía decirle que la reunión a la que se dirigían ese día de otoño era su última posibilidad?
Caminaban por el barrio conocido como el Marais, la marisma, situado justo al norte del eje que iba del Louvre a la Bastilla. Las marismas estaban drenadas casi del todo, aunque ciertos días, en las calles se podía atisbar un resto de olor a lodo. Además, a lo largo de las décadas anteriores, algunos de los personajes más prestigiosos de Francia habían construido allí sus mansiones.
Alain estaba maravillado con la magnificencia de algunos de aquellos aristocráticos hôtels. En general constaban de un gran patio al que se accedía por una verja, denominado la cour d’honneur, una espléndida mansión con alas laterales y un jardín posterior.
—¡Imagínate, Robert, si nuestra familia pudiera tener una casa así! —exclamó cuando se detuvieron delante del Hôtel Carnavalet.
—Para eso, uno de los dos tendría que ser uno de los hombres más ricos de la corte —contestó Robert con una sonrisa—. Así que no te hagas tantas ilusiones todavía.
Robert dirigió una afectuosa mirada a Alain, consciente de que este ya se hacía la idea de vivir allí con la fortuna que no poseía. Deseaba tanto poder ayudar a su aventurero hermano a hacer realidad sus sueños…
En un aspecto al menos, el joven Alain contaba con una gran ventaja con respecto a la gran mayoría de los hombres. Era un aristócrata.
Los privilegios que aportaba tal condición eran muchos. En primer lugar, los nobles estaban exentos de pagar la mayor parte de los impuestos a los que estaban sujetos los plebeyos. Su prestigio social les ofrecía mayores posibilidades de encontrar una novia rica. Por encima de todo, los mejores puestos de la administración real iban a parar casi siempre a los aristócratas. Un hombre de extraordinarias capacidades podía prosperar al servicio del rey, pero, al llegar a cierta altura del escalafón, casi siempre descubría que el puesto al que aspiraba y que se había ganado a pulso era concedido, junto con las compensaciones que acarreaba, a un noble al que debía someterse.
No obstante, aquellas ventajas no habían procurado hasta el momento ningún resultado.
La primera posibilidad que se había planteado Robert era el puesto de arrendatario de impuestos. Aunque no era popular, el sistema de arrendamiento de impuestos funcionaba bien. En lugar de mantener una extensa red de funcionarios, que de todas formas podían ser corruptos, la Administración local subcontrataba las actuaciones de recaudación a operadores independientes. Los arrendatarios de impuestos garantizaban unos ingresos determinados a la Corona, y lo que podían recaudar de más entre la gente se lo embolsaban ellos mismos. El rey sabía lo que había. Y los arrendatarios de impuestos se enriquecían. Por otro lado, si el pueblo estaba descontento, se podía achacar la culpa a los arrendatarios de impuestos antes que al rey.
Por ello cuando Robert había localizado un arrendatario de impuestos con una hija casadera, había tendido las redes. El trato era muy simple. La chica obtendría una promoción de clase social y, con el respaldo económico de su padre, su noble marido podría hacer una gran carrera. Todo el mundo salía beneficiado. Robert tenía una bonita miniatura de Alain, bastante fiel al original. A la muchacha y a los padres les había gustado el retrato. Estaba a punto de hacer venir a Alain a París cuando el arrendatario de impuestos le había informado de que, por desgracia, disponía de una oferta mejor. Aquel tipo de cosas no era infrecuente, pero, aun así, supuso un duro golpe.
Después logró que lo presentaran al mismo gran Sully en persona.
Maximilien de Béthune pertenecía a una de las más antiguas familias de Europa. Con las diferentes ramas instaladas en Francia, Inglaterra y, en especial, Escocia, donde su apellido se escribía a menudo «Beaton», cada generación producía algún hombre de talento. Nombrado duque de Sully gracias a sus servicios, aquel soldado administrador era la mano derecha del rey y ya había equilibrado las deficitarias finanzas del país.
Robert se encontró ante a un hombre de mediana edad, de cabello ralo y cabeza algo abombada, dotado de un par de ojos grises de astuta expresión que lo miraban con un asomo de hilaridad.
—De modo, señor De Cygne —comentó, sonriendo—, que no habéis venido a solicitar algo para vos mismo, sino una ayuda para vuestro hermano. Muy encomiable por vuestra parte. ¿Posee algún talento en especial?
—Sus talentos son generales, señor.
—No me cabe duda. ¿Posee por azar algún conocimiento del comercio del lino, o tal vez de la fabricación del cristal, o de la elaboración de la seda?
—No, señor.
—Ya me lo suponía, pero nunca se sabe. De muchísima mayor importancia es, sin embargo, lo siguiente: ¿posee conocimiento y experiencia en la construcción de puentes o carreteras?
—Todavía no, pero estoy seguro de que podría aprender.
—Seguramente, pero yo necesito personas con experiencia. Hubo un momento de silencio.
—Yo tenía la esperanza —aventuró Robert— de que se pudiera encontrar algo para él. Nuestra familia siempre ha…
—Mi querido señor De Cygne —lo interrumpió el prócer—, conozco a vuestra familia. Si tuviera algo que ofreceros, correspondería en el acto a vuestra demanda, os lo aseguro. —Dirigió una afable mirada a Robert—. ¿Sabéis cómo gobierno Francia?
—Bueno… —Robert no sabía cómo responder a aquella inesperada pregunta.
—Muy pocas personas lo saben. La respuesta es, con todo, muy simple. Se trata de hacer lo mínimo posible. —Advirtiendo la cara de estupefacción de Robert, levantó la mano—. Vos pensaréis que el rey y yo tenemos mucho trabajo, y así es. Permitid que os lo explique. Veréis, los gobernantes de Francia suelen pasar el tiempo destruyendo el país. Entablan guerras. Los conflictos de las pasadas décadas han ocasionado terribles desperfectos en el campo, y por eso necesito hombres para construir carreteras y puentes. Los reyes tienen también la deplorable costumbre de erigir extravagantes edificios y de dar dinero a todos sus amigos. El rey actual no es mejor que los demás. —Volvió a sonreír—. No os preocupéis, yo mismo se lo digo a la cara cada día. El caso es, señor De Cygne, que pese a las tentativas que en cada generación se llevan a cabo para arruinar Francia, no lo consiguen. El territorio es tan vasto y tan rico… Los campos de trigo que se extienden desde Chartres a Alemania, los manzanales y las ganaderías de Normandía, los viñedos de Borgoña… La lista sería inacabable. No hay más que dejar que las cosas rueden solas para que la tierra se recupere por sí misma.
»Lo único que yo he hecho, por consiguiente, es ceñirme a lo esencial, emplear solo a personas que son útiles, construir lo que se precisa y, a ser posible, mantenerme al margen de guerras innecesarias…, pues, como soldado, sé bien que la guerra es ruinosa…, y haciendo eso, la riqueza de Francia fluirá como un gran río. Por ello ahora disponemos de un superávit en el tesoro, y por ello no puedo crear un cargo innecesario para vuestro hermano menor.
Cuando Robert se marchaba, abatido, el prócer añadió algo más.
—Quizá deberías tratar de conocer al rey. A él yo no lo controlo.
Había sido arduo. Robert había tenido que recurrir a diversos conocidos para que al final le presentaran al monarca. Su nombre y los siglos de leal servicio prestado por su familia le habían propiciado una cordial recepción. Además, el rey era una persona muy efusiva. Cuando por fin reunió el valor para preguntar si podía presentarle a su hermano menor cuando este fuera a París, el monarca le aseguró que contaba con ello.
Aquella era la misión que debía cumplir ese día. ¿Haría algo el rey por Alain si este le caía bien? Nunca se sabía…
Había preparado minuciosamente el encuentro con Alain. Por una vez, su hermano menor parecía estar algo nervioso.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a decir? —preguntaba.
—Sé tal como eres, hermano. A la gente le gustas tal como eres. Además, si intentas ser diferente, el rey se daría cuenta de inmediato de que estás fingiendo. Ten presente que él ha visto muchas cosas. Solo necesitas tener en cuenta cuatro cosas.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, adondequiera que va, hay mujeres. Sé educado con ellas. Cualquiera de ellas podría ser una amante suya, o quizá varias de ellas. Una podría ser incluso su esposa.
»En segundo lugar, tienes que admirar el nuevo puente que ha construido, ese que está casi acabado. Te lo enseñé el otro día. ¿Recuerdas lo que te dije?
—El Pont Neuf. Construido en piedra. Atraviesa todo el río, tocando solo la punta de la isla central.
—¿Y qué más? Has olvidado algo.
—Ah. No va a tener casas encima. Será solo un puente, puro y simple, el primero de París sin casas. ¿Qué importancia tiene eso?
—Porque así ofrecerá una vista sin obstáculos del río hasta el Louvre, que lucirá con más donaire. El rey está obsesionado con esa idea. Tenlo bien presente.
—De acuerdo.
—En tercer lugar, si te pide que juegues con él, acepta de inmediato, aunque no tengas dinero.
—Pero ¿y si pierdo?
—Es poco probable. El rey pierde casi siempre. Le encanta perder. Le encanta dar dinero a la gente. Sully tiene que encontrar el dinero para satisfacer todas sus deudas de juego. Eso lo pone furioso. Sospecho que al rey le parece divertido.
—Has dicho que había cuatro cosas. ¿Cuál es la cuarta?
—Ah, sí. Esta es un poco especial. —Robert esbozó una mueca, antes de explicar a su hermano de qué se trataba.
—Ah, vaya por Dios —exclamó Alain.
Enrique IV de Francia, rey de Navarra, nacido católico y convertido al protestantismo por su madre, mantuvo dicha adscripción hasta aquel fatídico día de San Bartolomé en que Catalina de Medici lo amenazó de muerte si no se hacía católico.
Y quién sabe, tal vez se habría mantenido católico si Catalina y los De Guisa no hubieran cometido un error de cálculo. Habían supuesto que la masacre de 1572 aterrorizaría a los protestantes supervivientes, que los reduciría al silencio, pero no fue así. Pese a los violentos ataques de los ejércitos reales, los grandes bastiones protestantes como La Rochelle se mantuvieron en pie. Al poco tiempo volvían a presionar al Gobierno exigiendo libertad de culto con la misma firmeza que antes.
Enrique de Navarra se convirtió de nuevo al protestantismo. Aunque le costó años, al final logró reunir un ejército protestante.
¿Sería él el futuro ocupante del trono de Francia? Nostradamus así lo había predicho cuando Catalina de Medici lo fue a ver. Ninguno de sus hijos dejaba un heredero legítimo. El último de ellos, un travestí de talento, no tenía el menor interés en proveer uno. Así pues, todo apuntaba a que, tras su muerte, Enrique heredaría el trono.
Sin embargo, los De Guisa no habían jugado todavía todas sus cartas. Formaron la Liga Católica y España acudió en su ayuda. Cuando Enrique llegó con su ejército a París, encontró una ciudad católica, reforzada con tropas españolas.
Después de un largo asedio e interminables negociaciones, Enrique se halló impelido a una única salida. Reconociendo que París bien valía una misa, tal como decía la gente, se hizo de nuevo católico y accedió al trono de Francia. Pero no por ello volvió la espalda a sus aliados protestantes. En 1598, dictó el famoso Edicto de Nantes, que permitía a los protestantes elegir libremente su forma de culto.
Y, pese a todos sus defectos, fue el rey más simpático que jamás habían conocido los franceses.
Lo encontraron en el inmenso patio del Louvre, rodeado de un grupo de personas entre las que había más mujeres que hombres.
—¿Está la reina allí? —susurró Alain mientras se acercaban.
El rey mantenía una actividad amorosa bastante intensa y una vida marital un tanto excéntrica. El matrimonio con la hija de Catalina de Medici, celebrado en 1572, no había sido un éxito. Tras años de infidelidad por ambas partes, el papa había accedido a anular el matrimonio. Ambos mantuvieron cordiales lazos de amistad, no obstante, y Enrique había construido recientemente para su anterior esposa un espléndido palacio situado cerca del Louvre. Durante años había vivido con sus amantes, hasta que al final se había casado con otra representante de la familia Medici.
María de Medici no estaba, sin embargo, entre el corro de mujeres que lo acompañaban ese día.
—Dicen que tiene una conversación bastante limitada, pero que es fantástica criando hijos —informó Robert a su hermano.
Estaba claro que los Borbones no querían quedarse sin herederos, como les había sucedido a sus primos los Valois.
Un cortesano acudió a su encuentro y, tras saludarlos con suma amabilidad, los condujo hasta el rey. Al acercarse, Alain tuvo ocasión de observar al monarca. Su corto pelo rizado y la picuda barba gris enmarcaban un rostro rebosante de inteligencia, ingenio y jovialidad. Aunque no era especialmente alto, su erguido porte hizo pensar a Alain en un carnero en medio de un rebaño de corderos.
—Acuérdate del cuarto punto que te comenté —susurró Robert cuando se hallaban a tan solo diez pasos del rey.
Entonces lo percibieron, con una intensidad impactante. Robert sonrió y Alain procuró seguir su ejemplo, aunque no era fácil.
Y es que acababa de captar el olor que emanaba del rey.
El rey Enrique IV apestaba. No le gustaba lavarse. El acre olor a sudor rancio que desprendía su cuerpo resultaba chocante incluso en una época como aquella, en que la gente no se solía bañar. Y en lo tocante a su aliento…, la combinación de ajo, pescado, carne y vino consumidos día tras día sin ninguna forma de higiene bucal producía una halitosis tan marcada, tan pútrida, que a Alain casi le dieron arcadas.
Se preguntó cómo era posible que oliendo tan mal tuviera tantas mujeres a su lado.
Aun así, ofreció una profunda reverencia a aquel rey de oscura tez e inteligente semblante, que lo observaba con aprobatoria expresión.
—Bienvenido a París —dijo con cordialidad el monarca—. ¿Os gusta?
—Desde luego, majestad.
—¿Habéis visto mi puente?
—Tengo entendido, majestad, que empezaron a construirlo con ancho espacio, para poner encima casas, como es de costumbre, pero que vos les prohibisteis hacer tal cosa. Por mi parte, considero que va a tener un magnífico aspecto.
—Excelente. Quienquiera que os haya aconsejado decir tal cosa no iba errado. —El rey soltó una carcajada. Ante la pestilente vaharada emitida, Alain contuvo una mueca de repugnancia que trató de transformar en sonrisa. En lugar de poner edificios en el puente y estropear la vista, mi intención es construir unas cuantas y espléndidas casas en el triángulo de tierra que forma el puente al atravesar la punta de la isla—. El rey asintió con satisfacción—. Y, como veis —prosiguió, abarcando con un gesto el largo edificio que quedaba detrás—, también estamos construyendo en el Louvre.
Había que reconocer que aquel enorme palacio era todavía un desbarajuste desde un punto de vista arquitectónico. A lo largo del siglo anterior, los reyes de Francia habían descubierto que, después de abandonar el viejo palacio real de la isla de la Cité para trasladarse al inmenso espacio del Louvre, no era tan fácil decidir cómo querían acondicionarlo.
Por otra parte, nadie quería volver a instalarse en la isla. Descontando las glorias góticas de la Sainte-Chapelle, el antiguo palacio de la isla de la Cité se había convertido en un inmenso laberinto de juzgados, mazmorras y oficinas reales. En el Louvre, no obstante, el empeño que cada generación ponía en dejar su propia huella redundaba en detrimento del conjunto.
El palacio central de estilo renacentista tenía su potencial, pero, al construir su palacio particular en la punta de las Tullerías, Catalina de Medici había obstruido la noble perspectiva de la que de otro modo habría gozado por el lado oeste. El rey Enrique había asumido personalmente una empresa de mayor interés, plasmada en la espléndida serie de galerías que se sucedían por poniente desde el palacio renacentista, en paralelo a la orilla del Sena, durante cuatrocientos metros.
—Hay quien dice —le había comentado Robert a su hermano— que, en caso de que hubiera tumultos, el rey Enrique piensa que podría irse por las galerías y escapar por una discreta puerta lateral que hay en el extremo oeste, como ocurre en algunos palacios de Florencia.
La función más probable de las galerías iba a ser, sin embargo, la de constituir un imponente marco para impresionar a los visitantes extranjeros con el esplendor de las colecciones de arte reales.
—¿Sabéis en qué reside la importancia de la larga galería? —le preguntó entonces el rey a Alain.
Este respondió, lógicamente, que en la colección de arte.
—En absoluto. Lo mejor de esta nueva ala se encuentra en la planta baja. ¿Sabéis qué uso le voy a dar? Voy a instalar talleres y estudios. Habrá montones de artistas y artesanos que trabajarán allí, como en una gran academia. Va a ser un hervidero de actividad —aseguró con patente entusiasmo—. Un país no es nada, De Cygne, hasta que no tiene paz. Y un rey no es nada si no promueve las artes y los oficios de su país. Y un palacio no es nada más que un cascarón vacío si no sirve como centro de una actividad útil. Por eso pienso llenar este palacio de talleres. —Entonces, volviéndose hacia Robert, preguntó—: Os alojáis en el Marais ¿verdad?
—Así es, majestad.
—Debéis enseñar a vuestro hermano el lugar donde voy a construir mi nueva plaza. Ya han empezado a despejar el terreno. Está en la calle des Francs-Bourgeois, antes de llegar a la Bastilla. En el nivel de la calle habrá columnatas donde la gente podrá pasear; encima, casas y apartamentos para honrados trabajadores, construidos en ladrillo y piedra. Va a ser un remanso de paz para ciudadanos modestos, en pleno barrio aristocrático. Lo llamaré la Place Royale. —De repente miró a Alain—. ¿Os parece bien el esfuerzo que realizo en beneficio del pueblo llano, señor?
—Sí, alteza.
—¿Por qué?
Alain se tomó un momento para pensar. En realidad nunca había meditado sobre aquella cuestión.
—Supongo que es algo parecido al asunto de la religión. Francia disfruta de paz ahora, después de haberse visto desgarrada por divisiones religiosas, pero también puede haber otras cosas que dividan a la gente. El odio entre las clases puede entrañar el mismo peligro. A lo largo de la historia ha habido revueltas campesinas que fueron terribles. A mí me parece que vuestra majestad procura que Francia esté en paz consigo misma. —Calló, temiendo haber hablado demasiado.
—Perfecto —alabó el rey—. Y ahora vayamos al grano, señores —prosiguió—. Puesto que solo tenéis una hacienda —dijo, dirigiéndose a Robert—, vuestro hermano deberá abrirse camino en el mundo. ¿Habéis ido a ver a Sully?
—Sí, alteza.
Alain ignoraba el significado de aquella pregunta, pero Robert no. Se trataba de una manera de darle a entender que Sully ya le había hablado de sus gestiones en favor de su hermano.
—Dudo que sacarais nada de él —señaló el rey—. Él nunca desperdicia el dinero. ¿Os dijo que soy un derrochador?
Alain se quedó boquiabierto. ¿Cómo diablos había que responder a semejante pregunta? Robert, en cambio, sabía que podía ser contraproducente responder con una burda mentira al rey.
—Sí me lo dijo, alteza —reconoció con una sonrisa—. Pero yo no lo creí.
—¡Magnífica respuesta! —lo felicitó el monarca—. Nunca hay que creer nada que salga de la boca de Sully. Podéis decírselo si lo volvéis a ver.
Aquella prometedora conversación parecía a punto de tomar un derrotero útil, pero justo entonces un grupo de damas se acercó al rey.
—Vuestra alteza nos tiene muy descuidadas —se quejó una de ellas—. Ibais a contarnos lo que sucedió en Fontainebleau.
Robert quedó consternado con aquella brusca interrupción. Justo cuando habían logrado la atención del rey…, ¿la iban a perder?
—En efecto —confirmó el rey, volviéndose hacia las damas—. Todos lo vais a oír —proclamó en voz alta. Aquello fue como una señal para que todos los asistentes se concentraran en corro en torno a él—. Ocurrió la semana pasada, en el castillo de Fontainebleau —explicó el rey—. Yo estaba allí, con mi esposa, mi hijo y nuestros acompañantes habituales. Ese día disfrutamos de una distracción especial, por gentileza del embajador inglés. Una compañía de actores representó una obra de un hombre llamado Shakespeare. ¿Alguien ha oído hablar de ese autor de teatro? ¿No? Bueno, yo tampoco, pero en Inglaterra lo tienen en gran estima. Ya os podréis imaginar mi entusiasmo cuando me dijeron, y así lo interpreté yo, que la obra estaba inspirada en mí.
—Un magnífico tema —exclamó uno de los cortesanos.
—En eso estoy más bien de acuerdo —contestó con amabilidad el rey Enrique—. El caso es que resultó que la obra hacía alusión al inglés Enrique IV. Mi decepción fue grande, pero ¿qué podía hacer? Todos nos sentamos a ver el espectáculo. Yo puse a mi hijo a mi lado. Aunque solo tiene tres años, pensé que sería bueno para él. Un príncipe nunca es demasiado joven para aprender a aburrirse. —Lanzó una irónica mirada en derredor—. Así, amigos míos, dio comienzo la obra. No diré que lo entendiera todo. Sí me acuerdo de que había un personaje alto y gordo llamado Falstaff que parecía bastante divertido.
»Me llevé una sorpresa al ver que mi hijito parecía disfrutar más que nadie con la representación. Estaba fascinado con el tal Falstaff. Ignoro la razón, pero así fue. Llegó el final de uno de los actos y, después de los aplausos, se produjo un momento de silencio. Entonces, mi hijo se levantó de repente y, señalando al actor que representaba al príncipe, se puso a gritar: «¡Que le corten la cabeza!». Así como os lo cuento. «¡Que le corten la cabeza!».
»Todo el mundo se volvió a mirarlo. Se notaba que los actores estaban alarmados. Seguro que sospechaban que los franceses eran unos monstruos. «¿De veras quieres que lo decapite?», pregunté. «Oui, papa. Que le corten la cabeza», me respondió.
—No sabía que fuera tan sanguinario —bromeó una de las damas.
—Tampoco yo, señora mía —confesó el rey—. Entonces fue cuando cometí un gran error. Mirándolo severamente, le dije: «Deberás aguardar. Aquí nunca ejecutamos a un actor hasta que no se haya acabado la obra». Y allí acabó la cosa.
—¿Queréis decir que luego se calló?
—No, señora. Me refiero a que los actores se negaron en redondo a continuar. Rogaron al embajador que los salvara. No hubo manera de convencerlos de que declamaran ni un solo diálogo más. —Se volvió hacia uno de los caballeros presentes—. Bertrand, vos estuvisteis allí. ¿Fue así como sucedió?
—Exactamente así, alteza.
Se produjo un estallido de risas general.
—¿No les ordenasteis que continuaran? —preguntó una de las damas.
—Bueno, a decir verdad, ya me empezaba a aburrir —admitió el rey Enrique—, así que pedí que sirvieran un refrigerio.
Una vez relatada la anécdota, parecía que el rey pretendía trabar conversación con una de las damas. Robert tuvo que reprimir las ganas de retenerlo agarrándolo por el brazo, pese a su temor de verse privado también de aquella ocasión de ayudar a su hermano.
El rey le murmuró algo a la dama y, de improviso, volvió a concentrar la atención en Robert.
—Venid a pasear conmigo, De Cygne —lo invitó—, y vuestro hermano también, por supuesto. Siempre pienso mejor caminando.
Comenzaron a andar por el sendero que discurría en paralelo a la gran galería.
—Decidme: ¿sois un joven amante de aventuras? —le preguntó el rey Enrique a Alain.
—Sí, alteza —confirmó este.
—Hoy en día, las más espléndidas oportunidades de aventura se encuentran en América —declaró el rey Enrique—. Me refiero en particular a esa región del norte llamada Canadá. Es un inmenso territorio casi desierto y de inimaginable extensión que abriga, sin duda, grandes riquezas y que aún está por explorar y repoblar. Dentro de unos años, podría convertirse en una gran colonia, una nueva Francia. ¿Os interesaría esa empresa?
Robert miró, horrorizado, al rey Enrique. ¿Se proponía enviar a su amado hermano a aquel remoto lugar, donde tal vez no volvería a verlo más? A Alain, en cambio, se le había iluminado el semblante.
—¿En qué condiciones, alteza? —consultó.
—Concedí el monopolio comercial y de colonización al señor de Mons, que dispone de diversos hombres de talento. Está, por ejemplo, Du Pont, el explorador. También cuenta con un joven llamado Champlain, que procede de una familia de marineros y sabe cómo explorar los grandes ríos y hacer mediciones de tierra. Parece poseer grandes aptitudes. Disponemos tanto de católicos como de protestantes, que trabajan a la par, pero de muy pocos nobles. Si le pido a Mons que os acoja entre ellos, aceptará. Después, no obstante, os corresponderá a vos impresionar a esa gente y abriros camino. En tales circunstancias no hay muchas ceremonias, aunque sí grandes posibilidades de aventuras. Aprenderíais mucho.
—Estoy dispuesto a aprender, majestad —aseguró con entusiasmo Alain.
Robert, por su parte, reflexionaba sobre algo que el rey había dicho. Había muy pocos nobles en aquellos territorios. Si Alain demostraba capacidades, más adelante, una vez que los asentamientos hubieran tomado cartas de colonia sometidas a la autoridad real, contaría con una ventaja respecto a los demás. Era posible incluso que acabara ejerciendo algún día el cargo de gobernador de una provincia. Desde Francia, su familia haría todo lo posible para que su nombre se tuviera en cuenta en la corte real. Debía reconocer que la oferta del rey era inteligente, aunque lo abrumara la cuestión de la distancia.
—¿Debo interpretar, pues, que estáis interesado? —inquirió el rey.
—Sin duda alguna, alteza.
—Me temo que vuestro hermano nunca me lo perdonará. —El rey dirigió una comprensiva mirada a Robert—. Parece que os tiene mucho afecto.
—Mi hermano es la mejor persona que conozco, majestad —declaró con fervor Alain.
—A veces, De Cygne, para avanzar hay que hacer concesiones e incluso sacrificios —le dijo el rey a Robert—. Debéis tener en cuenta que Francia está llena de ambiciosos nobles. La mayoría de ellos tienen familias mucho más poderosas que la vuestra. Al otro lado del océano, en cambio, un hombre puede hacer méritos más fácilmente. —Hizo una pausa y asintió con la cabeza—. Y hay tanta tierra allí…
El rey les daba a entender que la entrevista había terminado y que debían retirarse.
—Larga vida, Alain de Cygne —le deseó mientras se alejaban.
—Y para vuestra majestad también —contestó Alain.
El rey Enrique se quedó pensativo, pero no dijo nada.
Durante el trayecto de regreso al Marais, los dos hermanos permanecieron callados.
—No había pensado que te fueras a ir —comentó finalmente Robert.
—Lo sé —repuso Alain—. Yo tampoco, pero es una buena oportunidad, una gran aventura. Y con una carta de recomendación del rey…
—Pero Canadá…
—Te escribiré, hermano, con cada barco que cruce el océano —prometió Alain, rodeando con el brazo el hombro de Robert.
Simon Renard no estaba muy lejos de los dos hermanos cuando enfiló la calle que conducía a su casa. A sus cuarenta y pocos años, era un hombre bastante apuesto, con apenas unas cuantas canas. Su esposa había fallecido un año atrás. Le había dejado a su cuidado tres hijos. Todavía no había acabado de superar la pérdida.
Al llegar a casa, la encontró en silencio. Solo había una criada en la cocina, que le informó de que su hija se había llevado a sus dos hermanos menores con uno de sus amigos, pero que la madre de este acudiría más tarde a recogerlo.
Simon acogió con gusto aquella ocasión para repasar tranquilamente la contabilidad durante un rato. Se disponía a salir para ir al almacén situado en el patio, cuando oyó que llamaban a la puerta. Al abrirla, vio a una agradable mujer morena, que debía de ser sin duda la madre del amigo de su hija.
—Pasad —la invitó, procurando disimular su disgusto por ver interrumpido su trabajo—. Los niños han ido al mercado, pero no creo que tarden.
La mujer entró y miró en derredor.
—¿Siempre habéis vivido aquí? —preguntó.
—Sí. Era la casa de mis padres. La amplié hace unos años.
—Ah. —Realizó un gesto afirmativo—. ¿Todavía viven vuestros padres?
—No. Murieron durante la peste del 96.
Simon procuró encontrar un tema de conversación. Sus hijos tenían muchos amigos y él no siempre se acordaba de los detalles de todas sus familias.
—He olvidado cuántos hijos tenéis —dijo.
—Solo tres.
—Ah, sí. Igual que yo.
Habían pasado a la sala, una estancia bien amueblada, con un par de sillones cuadrados de madera de nogal con tapicería de Bruselas en el respaldo y una mesa de caballetes con cantos labrados. Había asimismo una alfombra turca en el suelo y un tapiz en la pared. Simon, que estaba bastante orgulloso de la pieza, quedó complacido con la admiración que despertaron en la mujer sus detalles, así como con el elogioso comentario que le dedicó:
—Veo que vuestro negocio prospera —comentó con una sonrisa.
A diferencia de su padre, Simon no había rehusado cualquier forma de ayuda venida de la familia. Cuando el padre de Guy le propuso introducirlo en el comercio de importación de seda y guantes de cuero de Italia, aceptó con gusto y obtuvo excelentes resultados. De hecho, habría podido incrementar más su fortuna de haberlo deseado, pero esa no era su ambición. Había ampliado la casa, y a su familia no le faltaba de nada. Con eso a él le bastaba. Aunque era miembro de una cofradía, no participaba en política. No le interesaba impresionar a nadie. Simplemente aspiraba a que sus hijos se casaran con pretendientes de familias estables y honradas. Nunca se había movido del tranquilo rincón situado al fondo de aquel callejón, que constituía un remanso de paz y silencio en medio de la agitación del mundo.
—No os acordáis de mí —dijo la mujer, sonriéndole.
—Perdonadme —se disculpó, turbado, reconociendo que de nada servía disimular—. Mis hijos tienen tantos amigos…
—La culpa es mía. Es evidente que esperáis a alguien, a la madre de algún niño amigo de vuestros hijos, pero yo soy otra persona. La última vez que estuve en París fue hace treinta y dos años. Ni siquiera conocía vuestro apellido, pero he venido aquí para ver si todavía vivíais en el mismo sitio, porque debo daros las gracias. Cuando era niña, me salvasteis la vida. ¿Sabéis quién soy ahora?
—Dios mío —exclamó, mirándola con asombro—. Sois la niña protestante. ¿Sois Constance?
—Os habría enviado un mensaje hace años, pero, cuando vuestro padre me dejó con mis parientes en La Rochelle, hace tantos años, ni siquiera les dijo su nombre. Simplemente se fue a toda prisa.
—No lo sabía. —Simon inclinó la cabeza, con aire pensativo—. Supongo que, por aquel entonces, cuando era peligroso hasta ayudar a un protestante, debió de pensar que de ese modo protegía a nuestra familia.
—Eso creo yo también. Si llegué a enterarme de vuestro apellido, me olvidé. Solo tenía cinco años. Sin embargo, siempre quise agradeceros el gesto. Por eso, cuando llegué a París el otro día, me propuse localizar la casa. Pensaba que podría acordarme de dónde estaba.
—Y así ha sido.
—Sí —reconoció con una sonrisa—. Aunque antes he estado dando vueltas durante una hora. Ignoraba si aún viviríais aquí o si sería capaz de reconoceros, pero, en cuanto habéis abierto la puerta, he pensado que erais vos. Y luego, antes de que dijera nada, me habéis hecho pasar.
—Es estupendo —se congratuló él, recordando—. Cuando mi padre volvió de La Rochelle, nos dijo que estabais a salvo. Poco tiempo después, el ejército real asedió la localidad. Los protestantes resistieron con tanta firmeza que el ejército acabó renunciando. Como oí decir que había muerto mucha gente durante el sitio, no sabía si habríais sobrevivido. Y ahora estáis aquí. Debéis traer a vuestro esposo e hijos para que conozcan a los míos.
—Todavía somos protestantes, ¿sabéis?
—Ahora es legal —respondió Simon, encogiéndose de hombros.
La verdad era que, aun siendo católico, a Simon Renard ya no le importaba mucho la religión que practicaba cada cual. Todavía recordaba muy bien la consternación que le había producido de niño el que los cristianos pudieran asesinar a personas inocentes en la calle en nombre de su fe, y la decepción que había sentido al ver que el tío Guy parecía justificar aquel comportamiento. Había pasado a integrar aquel nutrido grupo de católicos moderados que consideraban, dijera lo que dijese el papa, que aquellos horrores eran contrarios al espíritu del cristianismo.
—Con gusto traería a mis hijos para presentarles a vuestra familia —dijo ella—, pero, por desgracia, no puedo acudir con mi esposo, porque falleció hace dos años. He venido a París con mi cuñado y su familia. Nuestros hijos crecieron juntos. Así pues, cuando él decidió venir a París para integrarse en la iglesia protestante de aquí alentado por unos amigos, resolvimos acudir todos juntos.
—Entonces debéis venir todos —la animó Simon—. Celebraremos una reunión.
Iba a decirle que también su esposa había muerto, pero en el último momento prefirió callar. Todavía no era el momento.
Acordaron que todos se encontrarían la tarde del sábado siguiente. Después Constance se fue.
Una vez que se hubo marchado, Simon fue a atender sus quehaceres, pero le costó concentrarse.
¿Se acordaría Constance de que, en aquellos remotos días de su niñez, él le había enseñado el alfabeto? Tal vez. Se lo preguntaría. ¿Se acordaría de que, cuando estaba a punto de irse con su padre, él le había prometido que se casaría con ella? Probablemente no.
Aquello habría sido, en todo caso, imposible. Por más que el rey Enrique hubiera fomentado la paz, los católicos y los protestantes no se casaban entre sí.
Cayó en la cuenta de que nunca había estado en una iglesia protestante. No tenía ni idea de cómo debían de ser sus servicios.
Tal vez podría pedir a Constance y a su cuñado que lo llevaran a uno de sus templos. Aquello no tenía nada de malo.