Capítulo catorce

1903

Habían transcurrido unos años desde que Adeline le sugirió a Ney, poco después de la muerte de la madre de Édith, que esta podía instalarse en aquella espaciosa casa con su marido, Thomas Gascon, y con sus hijos.

—La artritis de la mano no me deja trabajar bien, señor —había explicado—. Por eso necesito que Édith me ayude más. Si la tuviera siempre cerca, sería mucho mejor.

—¿Y dónde vivirían?

—En el piso de arriba hay tres o cuatro habitaciones vacías. Thomas es muy mañoso. Él podría reformar esos cuartos sin que a usted le costara nada.

El acuerdo fue beneficioso para todos. Édith seguía trabajando por el mismo salario, pero se ahorraba el alquiler. Thomas tenía su propio trabajo, pero iba haciendo las pequeñas reparaciones de la casa cuando era necesario.

—Si no molestan a las ancianas, los niños aportarán un ambiente familiar a la casa —había pronosticado el señor Ney.

Édith tenía la impresión de que el señor Ney se había ido ablandando con el paso del tiempo. Ella ya tenía cuatro hijos: Robert, el mayor; Anaïs, el segundo varón; Pierre, de cinco años; y la pequeña Monique. Como no tenía nietos, aquel rígido abogado se había convertido en una especie de abuelo para sus hijos, a quienes, de vez en cuando, les llevaba bombones, golosinas y pequeños regalos.

Hortense aún no se había casado. Hacia finales de siglo, había anunciado a su padre que el médico le había recomendado pasar los veranos en un clima más cálido, y a partir de entonces residió casi de continuo en Montecarlo.

El retrato que le había hecho Marc Blanchard ocupaba, de todos modos, un lugar de honor en el vestíbulo. Pese a que en principio Ney lo quería para adornar su casa, estaba tan orgulloso del cuadro que para él solo la espléndida arquitectura de la entrada, con el noble arranque de la escalera, constituía un digno marco para exhibirlo.

Con el curso de los años, Thomas Gascon y su familia habían llegado a considerar aquella curiosa y vieja mansión como su casa.

Un frío día de marzo, el señor Ney llegó con aire satisfecho. Después de repartir caramelos a los niños, llamó a Édith y a la tía Adeline para notificarles algo sorprendente.

—Mirando unos papeles antiguos, acabo de descubrir algo extraordinario. ¿Saben qué edad tiene la señorita Bac?

—Debe de tener más de noventa años —aventuró la tía Adeline.

—Va a cumplir los cien este verano. Tengo los documentos que lo demuestran.

—Es un tributo al cuidado que el señor siempre le ha dispensado —lo halagó Adeline.

—En efecto. Y vamos a organizar una fiesta para celebrarlo. La señorita Bac también participará, aunque no sea consciente de las circunstancias.

—Es usted muy bondadoso, señor.

—Y hay más. ¿Han pensado en la publicidad tan favorable que esto conllevará? Pocos establecimientos pueden jactarse de tener una residente de edad tan avanzada. Saldremos en los periódicos como el mejor centro de todo París.

Édith nunca lo había visto tan emocionado.

—¿Se lo va a decir a la señorita Bac? —preguntó.

—Creo que sí. Lo voy a hacer ahora mismo…, aunque no me entienda.

Se fue con aire presuroso y no lo volvieron a ver hasta al cabo de media hora.

Fue Édith quien lo encontró. Estaba tendido en el suelo, delante del retrato de Hortense. Era difícil precisar si había quedado fulminado antes de subir para ver a la señorita Bac o si había sido después. De lo que no cabía duda era de que había sufrido una apoplejía y que estaba muerto.

Cuando Hortense llegó de Montecarlo, realizó las gestiones necesarias con calma y eficiencia. Para el funeral, previó la asistencia de dos docenas de clientes y de varias personas que habían estado implicadas en sus obras de caridad, como Jules Blanchard. Fue una digna reunión que, sin duda, habría satisfecho a su padre. En el sermón del funeral, pronunciado por el sacerdote que acudía a la casa, se destacó la ilustre ascendencia de Ney —hasta llegar a incluir la insinuación de que podía estar emparentado con Voltaire—, así como sus infatigables esfuerzos para garantizar el bienestar y la felicidad de cuantas personas tenía a su cargo.

Entonces se descubrió que se había asegurado un puesto en el cementerio del Père Lachaise (algo nada desdeñable). Aunque no se encontraba en la avenida donde habían enterrado, junto a otros grandes militares del periodo napoleónico, a su distinguido antepasado, tampoco quedaba muy lejos.

Poco después del sepelio, Hortense se volvió a ir al sur, después de dar instrucciones a Adeline y a Édith de que siguieran llevando la casa exactamente igual que antes, hasta que, en mayo, ella regresara.

Hortense no volvió de Montecarlo hasta la segunda semana de mayo. Los sorprendió, pues llegó con un caballero muy guapo de piel aceitunada llamado señor Ivanov. Según explicó, era su asesor financiero.

—Ivanov es un apellido ruso, ¿no? —le preguntó la tía Adeline.

—Es ruso —confirmó él—, pero mi madre era tunecina.

El señor Ivanov tenía un reluciente pelo negro, que se peinaba hacia atrás, y llevaba siempre trajes de impecable hechura. Aunque hablaba poco, siempre estaba al lado de Hortense.

Hortense se quedó un mes en casa de su padre. Casi todos los días iba a la residencia. La tía Adeline le explicó que su padre había deseado organizar una celebración para cuando la señorita Bac cumpliera cien años, pero ella contestó que estaba ocupada y que el asunto debería esperar.

Un día acudió con una pareja de mediana edad y pasó dos horas con ellos mirando el edificio e inspeccionando todas las habitaciones.

Hortense fue a verlos una bonita tarde de junio. Thomas y Édith se encontraban con la tía Adeline, después de haber acostado a sus hijos.

—Tengo noticias que darles —anunció—. Voy a volver de inmediato a Montecarlo. He vendido la casa. Los nuevos propietarios no necesitan ninguna ayuda, así que van a tener que irse. Se van a instalar mañana, pero se pueden quedar un par de semanas más.

—Pero si no tenemos adónde ir —adujo Thomas.

—Disponen de dos semanas enteras —replicó encogiéndose de hombros—. Es tiempo de sobra para encontrar algo, al menos de forma temporal. —Se volvió hacia el señor Ivanov—. Hay un retrato mío en el vestíbulo. Cójalo. Me pertenece. Ahora tengo que ir a despedirme de una de las residentes.

Mientras la tía Adeline, Thomas y Édith permanecían callados, aturdidos por la noticia, y el señor Ivanov iba a descolgar el cuadro del vestíbulo, Hortense subió las escaleras. Édith fue tras ella, resuelta a no aceptar aquel desenlace sin protestar siquiera.

—Señorita Hortense, nos podría dejar más tiempo, al menos. Tengo cuatro hijos.

—Tendrán que buscarse otra cosa. Les daré referencias.

—Mi tía y yo estuvimos al servicio de su padre durante muchos años. ¿No nos ha tenido en cuenta para nada?

—No.

Hortense siguió directamente hasta el piso de arriba. Édith se quedó junto a la puerta cuando entró en la habitación de la señorita Bac. Dentro reinaba el silencio.

—Señorita Bac, ¿me oye? —dijo en voz bien alta. Tras comprobar que no brotaba ningún sonido de la cama de hierro, continuó—: El señor Ney ha muerto. —Hizo una pausa—. Hemos vendido la residencia y todo el mundo se ha ido. Se ha quedado sola. —Volvió a callarse un momento, para dejar que surtiera efecto el anuncio—. Es hora de que se muera —espetó. Después salió.

Bajaron por las escaleras principales. El señor Ivanov sostenía el cuadro en el vestíbulo.

—¿Qué le ha dicho a la anciana? —preguntó.

—La verdad —contestó con un gesto de indiferencia Hortense, antes de abrir la puerta—. Vámonos.

Édith se quedó en la entrada, preguntándose qué iba a hacer ahora.