Capítulo veintidós

1924

Claire se sentía muy contenta de estar en París.

—Yo soy una chica muy curiosa —explicaba riendo—, y mi madre me trajo al sitio más excitante del mundo.

Quien en realidad le abrió los ojos fue su tío Marc.

—La guerra ha arrasado por completo Europa —solía decirle—, pero en París nos recuperamos con clase.

No cabía duda de que para un artista sin recursos, un escritor pobre o una persona joven como Claire, París era un paraíso. Y nadie estaba más enterado de lo que allí ocurría que Marc.

Después de que la tía Éloïse le legara todo a su muerte, Marc se instaló en su piso. Conservó todos sus cuadros y añadió los suyos, de tal manera que las paredes eran dignas de verse. En más de una ocasión le había enseñado con detenimiento las pinturas a Claire, explicándole su procedencia y algunos datos sobre el artista. Un día, ella se fijó en un cuadro que representaba la estación de Saint-Lazare: «En realidad, ese cuadro pertenece a tu madre. Puede llevárselo cuando quiera», le contó Marc.

—La tía Éloïse lo compró para mí, pero nunca se lo llegué a pagar —contestó su madre cuando le habló de él.

—¿Por qué lo elegiste? —preguntó Claire.

—Eso es un secreto del pasado —repuso, sonriendo—. En todo caso, luce muy bien donde está, así que lo dejaremos allí.

Su tío le contaba cosas de los pintores que había conocido.

—Me gustaría llevarte a Giverny a ver a Monet, pero está tan viejo ya que no querría molestarlo —comentó.

—El último superviviente del impresionismo —destacó ella.

—Yo diría que ha atravesado el periodo y lo ha superado —repuso su tío—. Por una parte, están los postimpresionistas como Van Gogh o Gauguin, y los expresionistas, personas que crearon un mundo que parece más intenso, más urgente e incluso más violento que la vida real, aunque todos tienden a la abstracción. Cézanne sobre todo, diría yo. Monet, por su lado, ha durado tanto tiempo que esos estanques de nenúfares y esas pantallas de sauces que pinta se han convertido en una especie de mundo de color teñido de ensueño que es casi una pura abstracción.

—¿Conoces a Picasso? —preguntó ella.

—Sí. Tiene mucho genio como dibujante. Podría haber sido un pintor clásico puro, porque tiene una increíble facilidad para la pintura, pero, en lugar de ello, decidió transgredir todas las reglas del arte. Naturalmente, para inventar el cubismo, se vino a París —añadió con satisfacción.

También hablaron del surrealismo, que estaba muy en boga en ese momento, y de los Ballets Rusos de Diaghilev.

—Actúan sobre todo en París, aunque ahora se van a trasladar a Montecarlo para pasar el invierno allí —explicó Marc, que había sido testigo del escándalo provocado por el Preludio a la siesta de un fauno, así como de la violenta reacción suscitada por la primera representación de La consagración de la primavera, de Stravinsky.

—Debes tener presente, sin embargo —insistía—, que toda esta efervescencia de París no se reduce a la pintura, la música y la danza, por más interés que estas presenten. El fenómeno es más amplio y más profundo. Acabamos de vivir una guerra. El Imperio alemán, el antiguo Imperio de los Habsburgo de Viena y el decadente Imperio otomano se han venido abajo. El Imperio ruso ha sido derrocado por una revolución bolchevique. El antiguo orden mundial ha quedado patas arriba. La guerra a escala industrial que hemos sufrido no solo ha causado la muerte de millones de personas, sino que podría incluso poner en entredicho nuestra sociedad y la propia naturaleza del hombre.

»Por supuesto, la mayoría de la gente da por sentado que se va a reanudar el cómodo estilo de vida de siempre, con su estabilidad, su estratificación de clases, sus amos y criados, que el mundo que nos beneficia a las personas como nosotros va a perdurar.

»Las vanguardias miran el futuro con otros ojos. Esos movimientos artísticos sobre los que lees, los constructivistas de Rusia, los vorticistas de Inglaterra o los futuristas de Italia, son movimientos artísticos, desde luego, provistos de sus manifiestos, pero surgen como una reacción a esta nueva realidad, donde se cuestionan las antiguas certezas de la humanidad y donde las destructivas máquinas industriales que hemos creado parecen haber adquirido casi una inquietante vida propia. Y si quieres conocer la mejor expresión de dicha incertidumbre, lee esto.

Le enseñó un delgado libro de poesía: La tierra baldía, de T. S. Eliot.

—Acaban de publicarlo. Eliot es un americano que vive en Londres. Sospecho que podría acabar convirtiéndose en inglés, como ocurrió con Henry James. Me lo dio su amigo Pound, un norteamericano que estuvo un tiempo aquí en París.

En otras ocasiones, le hablaba de ciertos escritores franceses, como el modernista y anarquista Apollinaire. Le explicó, por ejemplo, con gran regocijo, que estuvo detenido durante un breve periodo de tiempo junto con su amigo Picasso, por motivos que solo alcanzaban a entender las mentes burocráticas, cuando alguien había robado la Mona Lisa.

—Resultó que había sido un loco italiano que quería devolver la Mona Lisa a Italia. La encontraron en su pensión.

Gracias a él, descubrió algo capital para ella: las novelas de Proust.

—Los Proust eran vecinos nuestros en el bulevar Malesherbes —le explicó—. Nosotros creíamos que Marcel era un presumido y un diletante, como todo el mundo. ¿Quién habría sospechado que estaba urdiendo esa genial obra en su cabeza?

—¿Todavía vive allí?

—Se mudó una manzana más allá, al bulevar Haussmann, a solo cinco minutos de Joséphine. Vivió allí hasta después de la guerra, pero dicen que se está muriendo y que quizá su hermano tenga que terminar su obra.

Proust murió al año siguiente. Para entonces Claire había acabado Por el camino de Swann y estaba en la mitad de Sodoma y Gomorra.

Nunca había leído nada igual. Le resultaban fascinantes la indagación que Proust realizaba con su extraordinaria memoria, su recreación de cada detalle de un mundo efímero, el despiadado retrato que hacía de cada faceta de la psicología humana.

—Me alegra que te intereses tanto por la literatura —decía Marc—. Solo lamento que ya no puedas compartirlo con la tía Éloïse. Ella lo había leído todo. Aun así, no olvides que la gente como Eliot y Proust escribe una obra radicalmente nueva, pero sigue anclada en posturas políticas conservadoras. Ellos buscan un sentido en el final del antiguo mundo. Muchos escritores de la vanguardia mantienen un punto de vista muy distinto.

—Ellos creen en la revolución, ¿verdad?

—París siempre se ha enorgullecido de ser el núcleo del pensamiento revolucionario. Desde la Revolución francesa, creemos que todas las ideas radicales nos pertenecen. La gente con ideas radicales siempre ha venido a París para compartirlas. En muchos sectores radicales de la ciudad se cree que solo una revolución resolverá los nuevos problemas. Ahora que ha habido una revolución en Rusia, piensan que el resto de los países seguirá la tendencia…, o que así debería ser. Estoy seguro de que, por ponerte un ejemplo, Picasso es comunista.

Pese al entusiasmo con que vivía la ebullición cultural de París, Claire pasaba buena parte de su tiempo trabajando en una gran empresa comercial: Joséphine.

Cuando volvieron a poner en marcha los almacenes de la familia, su madre y Marc le habían pedido que acudiera a ayudar más que nada para que tuviera algo que hacer. Aquello había sido dos años atrás. Ahora era uno de los pilares de la dirección.

—No sé qué habríamos hecho sin ti —reconocía su tío.

Su madre era, desde luego, la figura central en torno a la cual giraba todo. Tenía una maravillosa aptitud para tratar a toda la gente que trabajaba allí. Siempre se mostraba serena y comprensiva, pero firme, como una madre al frente de una gran familia. Su actitud inspiraba lealtad.

Marie controlaba el funcionamiento cotidiano del negocio y trataba con los proveedores más importantes, como Chanel y otros modistos de peso. Pronto delegó en Claire otra tarea que no dejaba de tener su trascendencia.

—Quiero que descubras nuevos diseñadores y modistos, la clase de profesionales capaces de atraer a las chicas de tu generación. Cuando los hayas localizado, me los traes y veremos si podemos llegar a un acuerdo.

Claire había descubierto gente de interés en París, en las provincias o en Italia. Después asistía a las reuniones que mantenían con su madre y constataba la rapidez e ingenio con que esta detectaba sus puntos fuertes y sus debilidades.

—¿Cómo es posible que se te dé tan bien hacer negocios, si antes no lo habías hecho nunca? —le preguntó en una ocasión.

—Francamente, no lo sé. Supongo que es algo que he heredado. ¿Así que crees que se me da bien? —preguntó su madre con una sonrisa.

—Sabes bien que sí.

Los dos años de trabajo codo con codo habían introducido sutiles cambios en su relación. Ahora sí que eran casi como hermanas. A veces diferían en la conveniencia de incorporar un proveedor o en los precios de los artículos. En tales casos, lo discutían, y aunque Marie tomaba la decisión final, siempre respetaba la opinión de Claire.

Si en algo estaban completamente de acuerdo, empero, era en que los almacenes Joséphine no habrían salido adelante si Marc no hubiera ejercido de guía.

—Nuestro principal competidor son las Galerías Lafayette. Están a dos pasos de aquí y su establecimiento es mayor. El negocio está bien dirigido y en constante innovación. Sería inútil tratar de reproducir todos sus departamentos, como el de ropa de caballero. Nosotros rivalizamos con los demás, tal como hicimos siempre, en prendas de moda a un precio competitivo. Debemos atraer a la gente por cómo vendemos los artículos y porque siempre ofrecemos la última moda ¡casi antes de que haya llegado! Debemos inspirarnos en la antigua máxima militar francesa: Il nous faut de l’audace, encore de l’audace, toujours de l’audace (necesitamos audacia, más audacia, siempre audacia).

—Lo presentas como si fuera una obra de teatro —observó, riendo, Claire.

—Es lo que es —confirmó Marc—. Unos grandes almacenes no son solo un sitio útil. Son una experiencia a la que hay que insuflar dramatismo y sorpresa, como en el teatro.

Y probó con hechos sus teorías. Los almacenes Joséphine ofrecían constantes sorpresas. Ahora en los escaparates usaban maniquíes. Las vitrinas de Joséphine no solo mostraban vestidos, sino que contaban una historia, a la manera de un cuadro. Marc también tenía en el interior del establecimiento una galería, donde se exponían obras de nuevos artistas. Todos los meses, en Joséphine ocurrían cosas que daban que hablar y que incitaban a la gente a acudir a verlas antes de que desaparecieran. Todo un éxito.

El salón de belleza y la peluquería también causaban sensación. Joséphine era el mejor sitio para hacerse el nuevo corte de pelo a lo garçon.

En la primavera de 1924, Marc proyectaba un nuevo tema para el verano.

Los Juegos Olímpicos.

Qué extraordinario era el renacer de aquel evento… El antiguo certamen deportivo había vuelto a celebrarse en 1896. Los primeros juegos tuvieron el acertado marco de la ciudad de Atenas. Descontando la interrupción durante el periodo de la guerra, los Juegos habían seguido celebrándose cada cuatro años. París había sido la sede en 1900, seguida de Saint Louis en Estados Unidos, Londres, Estocolmo y Amberes. Y ahora los juegos volvían a París. Los franceses lo interpretaban como una prueba más de que la capital de Francia era la mejor ciudad del mundo.

Marc ya había proyectado decorar los escaparates con temas relacionados con las carreras, las competiciones de natación y de boxeo y las pruebas de ciclismo. Ese verano en los almacenes se haría hincapié en las prendas de sport, como los confortables trajes de tweed y los desenfadados sombreros de campana previstos para los meses de septiembre y octubre.

Aquel iba a ser un año espectacular. Marc, Marie y Claire habían trabajado con más tesón que nunca, disfrutando intensamente de su labor.

Solo les faltaba algo a sus vidas.

—Ya va siendo hora de que os caséis, las dos —dijo Marc.

—Yo ya he estado casada y tuve un feliz matrimonio —contestó Marie.

—Eres tú el que se debería casar —le dijo Claire a su tío.

—Soy demasiado viejo —adujo con una sonrisa.

—Demasiado egoísta, diría yo —observó Marie.

—Qué injusta —exclamó Marc—. Con todo lo que hago por vosotras…

—No me imagino al tío Marc permitiendo que ninguna mujer le cambie de sitio los cuadros de su piso —opinó Claire.

—Podría hacer lo que quisiera en la cocina —dijo Marc, tras pensárselo un momento—, y quizás en el dormitorio. Al fin y al cabo, yo dispongo de mi propio vestidor. Pero, en serio —insistió, dirigiéndose a Claire—, tu madre fue muy afortunada al casarse con tu padre, pero han pasado casi cinco años desde que murió. ¿No crees que debería volver a casarse?

—Si ella quiere —dijo Claire—. Si encuentra un hombre que le guste de veras. Sí, creo que sí —le dijo a su madre.

—No tengo tiempo —arguyó Marie.

Lo que sí era cierto, en cualquier caso, es que iban a estar muy ocupados con la llegada del mes de mayo y la inauguración oficial de los Juegos Olímpicos.

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En condiciones normales, durante el mes de julio, Roland de Cygne habría estado en su castillo pasando el verano. Ese año, no obstante, se había quedado más tiempo en París a causa de los Juegos. En realidad, la mayoría de las disciplinas le interesaban bien poco, pero a principios de mes iba a haber una semana de partidos de polo en Saint-Cloud, y las competiciones ecuestres se celebraban hacia finales de mes. Puesto que aún iba a estar en la ciudad, había comprado un par de entradas para el espectáculo de ballet que daban en la Ópera como colofón de la temporada, y le había dicho a su hijo que iba a llevarlo.

—Será bueno para tu educación —había insistido, desoyendo las protestas del muchacho.

A modo de compensación, lo había llevado a un estadio situado en las afueras de la ciudad, donde se celebraban las competiciones de atletismo, y habían presenciado emocionantes carreras, que culminaron en la prueba final de los cien metros, que ganó un atleta británico llamado Abrahams.

—A uno le cuesta pensar que un judío pueda ser atleta —le comentó a su hijo—. Hace un tiempo hubo un famoso boxeador llamado Mendoza, pero era un judío español, que es algo diferente.

Ese día había procurado regresar temprano a casa para poder asistir a una pequeña reunión social. No obstante, mientras se encaminaba a los jardines de Luxemburgo, empezó a pensar si no estaría cometiendo un error.

La otra tarde, en un acto caritativo, había visto a Marc Blanchard. Aunque se movían en ambientes distintos, de vez en cuando se acordaba de él por los artículos que publicaba en periódicos serios. Normalmente eran reseñas de exposiciones o de libros, que tenían más un carácter ensayístico que periodístico, tal como correspondía a una reconocida figura del mundo cultural dotada de fortuna propia.

Obedeciendo a las reglas de cortesía, se saludaron. Roland le preguntó a Marc por sus padres.

—Para su edad, están bastante bien. Mi padre todavía mantiene la curiosidad por todo, aunque está un poco desmemoriado. Hace ya muchos años que se retiró a Fontainebleau. ¿Y usted, señor De Cygne? Su padre tenía una casa cerca del bulevar Saint-Germain, si mal no recuerdo.

—Aún la mantengo. Después de la guerra, me retiré del Ejército para ocuparme de mis propiedades y de mi hijo.

—Oí que se había casado.

—Sí, pero, por desgracia, enviudé. Mi padre adoraba a su esposa, y esta falleció y lo dejó con un hijo único. Nunca imaginé que me fuera a ocurrir exactamente lo mismo, pero está claro que le bon Dieu así lo decidió. Es como si se repitiera la pauta que había establecido con la familia.

Marc le dio el pésame.

—¿Y usted se ha casado? —le preguntó.

—Todavía no —confesó Marc—. En este momento tengo mucho que hacer. Mi hermano murió durante la guerra y yo tuve que incorporarme a la dirección del negocio familiar. Aunque no me atraía nada, alguien tenía que mantenerlo para la siguiente generación. Todavía estoy ocupado con ello.

—Eso no le impide casarse —observó amablemente De Cygne.

—Mi hermana dice que soy demasiado egocéntrico.

—Me acuerdo de su encantadora hermana. Se casó con el inglés, Fox, según me dijo su padre.

—Así es. Fueron bastante felices y tuvieron una hija. Por desgracia Fox fue una de las víctimas de la epidemia de gripe. Mi hermana y su hija volvieron a París de visita hace tres años y, finalmente, se quedaron a vivir aquí, para mi gran satisfacción.

—Ah, no tenía ni idea.

—Precisamente voy a organizar una pequeña fiesta en mi casa la semana que viene —dijo, tras una pausa, Marc—. Al morir mi tía Éloïse, me instalé en el piso que ella tenía cerca del jardín de Luxemburgo. Marie y su hija también asistirán. Si le apetece venir, será más que bienvenido. Es el miércoles por la noche.

—Cuando llegue a casa, comprobaré si no tengo ningún compromiso —dijo Roland. Siempre era más sensato reservarse una posible salida—. Pero, si puedo ir, estaré encantado.

Marc le había dado la dirección y luego se habían despedido.

Permaneció indeciso durante varios días. Estaba casi seguro de que los amigos de Marc no le iban a gustar. Por otra parte, sentía curiosidad por ver qué aspecto tendría Marie ahora. Se acordaba de las conjeturas que había hecho en ese sentido hacía años, por la época en que se había planteado la posibilidad de casarse con ella.

No había nada que le impidiera satisfacer su curiosidad, concluyó. Solo tenía que mostrarse afable y educado, y después se podría marchar.

Palpó el encendedor que llevaba en el bolsillo.

Sin duda, era una tontería, pero siempre había pensado que aquel pequeño mechero hecho con un casquillo de bala le había salvado la vida. ¿Habría conmovido el corazón de Le Sourd cuando le pidió que lo hiciera llegar a su hijo? ¿Por eso al final no le había disparado? Quién sabía… Era posible que, en el último momento, tampoco hubiera apretado el gatillo. Aun así, él tenía la impresión de que el encendedor le había traído suerte y casi siempre lo llevaba consigo, como un talismán.

Aunque tampoco esperaba que esa noche fuera a necesitar la intervención de la suerte. La perspectiva de volver a ver a Marie no le entusiasmaba, se repetía al recorrer la corta distancia que separaba su casa del piso de Marc.

Marie Fox estaba de un excelente humor mientras se dirigía con Claire a casa de su hermano. No se sabía quiénes iban a asistir a las fiestas de Marc. En una ocasión, Marie había tenido la oportunidad de charlar con el escritor Cocteau; en otra, había conversado incluso con la novelista norteamericana Edith Wharton. En aquel momento, mucha gente viajaba a París, y parecía que Marc conocía a todo el mundo.

Cuando empezó a trabajar en Joséphine, Marie se planteó volver a instalarse con Claire en la zona donde su familia tenía el piso, para estar más cerca de los almacenes. Había dudado por dos razones. La primera era que tenía dudas sobre volver a vivir en un sitio donde ya había vivido antes, porque le parecía como si fuera una especie de retirada. La segunda era que Claire no quería ir allí.

—Es muy aburrido —aducía.

Para Marie, el principal atractivo del piso donde vivían entonces era el maravilloso jardín de Luxemburgo, que quedaba al lado. Al hacer realidad sus deseos de disponer de un palacete italiano que le recordara a su ciudad, Florencia, la viuda del rey Enrique IV, María de Medici, había legado sin saberlo a las futuras generaciones de parisinos un parque de insuperable encanto. El edificio estaba rodeado de veinticinco hectáreas de jardines, con un gran estanque octogonal donde los niños hacían navegar sus barcos de juguete. Además, había un teatro de marionetas, una gruta, sombreadas avenidas para pasear y retazos de césped donde la gente podía sentarse a disfrutar del sol. Desde el centro del jardín se disfrutaba de una elegante perspectiva que culminaba en el observatorio construido por el Rey Sol.

Para Claire, en cambio, el centro de interés estaba en la zona situada al sur del parque.

Montparnasse. El monte Parnaso, la morada de los dioses. Pese a que los dioses que entonces vivían en Montparnasse eran en su mayoría pobres, gozaban sin duda de la gracia divina. El colectivo de pintores, escritores, actores y estudiantes que poblaba el Montparnasse de los años veinte era como la generación anterior vinculada a Montmartre, con la diferencia de que Montparnasse tenía un carácter aún mucho más internacional. Allí acudían italianos, ucranianos, españoles, africanos, norteamericanos, mexicanos, argentinos, chilenos…, que hacían de ese barrio su hogar. Aquellos parisinos cosmopolitas componían un inmenso club cultural que se ramificaba hasta Buenos Aires, Londres, Nueva York o el Extremo Oriente.

Fue Marc quien zanjó la cuestión.

—Tanto una como otra…, Claire en especial, pero también tú, Marie…, necesitáis vivir en contacto con la vanguardia. Las personas que dirigen Joséphine deben ser elegantes, distinguidas y estar al día de todas las novedades. Aunque cerca de la Madeleine vendamos artículos a la burguesía, debemos saber lo que se cuece en el barrio Latino y en Montparnasse.

Tampoco quedaba tan lejos. Marie descartó la posibilidad de desplazarse al trabajo en coche con un chófer, porque le resultaba más sencillo caminar hasta la estación de metro de Sèvres-Babylone y desde allí llegar al cabo de unos minutos a la Madeleine. Marc tenía razón. Hasta el momento, no se había arrepentido de haberse quedado en la Rive Gauche.

En las fiestas de Marc siempre había bastante gente, pero no demasiada. Claire había encontrado a un joven diseñador con quien charlar. Marie había estado hablando unos minutos con una pareja de escritores que conocía cuando advirtió al alto individuo de porte aristocrático que entró en la habitación. Roland de Cygne resultaba inconfundible, pese a su pelo gris, que, por otra parte, le realzaba los ojos azules y les confería un brillo más intenso. Enseguida se acercó hacia ella.

—La señora Fox, si mal no recuerdo. Bueno, no tengo dudas, porque está casi igual. —Le dedicó una leve inclinación—. Roland de Cygne.

—Señor de Cygne —lo saludó, sonriendo—. Todos hemos cambiado un poco. Usted tiene el pelo gris, pero le queda muy bien. Qué agradable sorpresa.

—¿Su hermano no le había dicho que me había invitado?

—Nunca dice quién va a venir.

—Ah. En primer lugar, permítame que le exprese mi sentido pésame. Marc me dijo que había perdido a su marido, de quien me acuerdo perfectamente, claro está. Quizá no sepa que yo me casé unos años antes de la guerra y que, por desgracia, mi esposa falleció hace dos años. Así pues, comprendo muy bien lo que es perder a alguien. Tiene una hija, me parece.

—Así es señor.

—Yo tengo un hijo.

Empezaron a hablar de ellos. Marie le explicó que Claire se encontraba en París y trabajaba en el negocio de la familia; él, que el suyo era todavía un niño.

—Yo mismo me crie sin mi madre —confió—, y me apena que mi hijo haya tenido que vivir lo mismo. Aunque hago todo lo que puedo, como lo hizo mi padre, es algo que me preocupa. Me da miedo repetir los errores del pasado.

Se había tranquilizado, pensó, y estaba siendo sincero. Le parecía conmovedora su inquietud por el bienestar de su hijo. Siguieron charlando sobre su estancia en Inglaterra, la finca de él y de la vida en París, de tal modo que apenas se dieron cuenta de que había transcurrido un cuarto de hora.

—Yo voy de vez en cuando a la ópera, señora —dijo por fin Roland—. No sé si querría hacerme el honor de acompañarme alguna noche.

—Me parece estupendo —repuso Marie.

—Casualmente, tengo entradas para el ballet del sábado próximo. Le dije a mi hijo que debía acompañarme, con fines educativos. Me imagino que tal vez usted no estará libre con tan poca antelación, pero él le estaría eternamente agradecido si ocupara su lugar.

Marie permaneció pensativa un instante.

—Puedo dejar para otro día la cita que tenía —anunció con una sonrisa.

—Entonces iré a recogerla a su casa.

Cuando Marc se sumó a ellos, la conversación derivó hacia la guerra. Marc hizo una divertida descripción de sus esfuerzos para construir la maqueta del falso París destinada a despistar a los bombarderos alemanes.

—La construcción ya estaba bastante adelantada cuando se declaró el armisticio, ¿sabe? De haberse prolongado la guerra hasta entrado el año 1919, me atrevo a decir que habríamos tenido una torre Eiffel de pega apuntando al cielo.

—En el frente no teníamos la menor idea de todo eso —apuntó Roland, fascinado.

—Era un gran secreto. Claro que habría bastado con que un avión alemán hubiera sobrevolado la zona de día para ver las dos torres. El proyecto era un tanto descabellado, diría yo.

—Hablando de secretos —intervino Marie—, en Londres corrieron rumores de que el ejército francés se había sublevado, pero que habían echado tierra al asunto. ¿Fue usted testigo de ese tipo de sucesos, señor De Cygne?

Roland no dudó ni un segundo. Curiosamente, la verdad sobre los motines no había trascendido a la prensa ni a los libros de historia. Los implicados preferían olvidarlos y el Ejército estaba resuelto a ayudarlos.

—Sí, me enteré de ese asunto —respondió con calma—. Es algo de lo que no me apetece hablar, resulta incómodo. De todas maneras, fue algo limitado. Solo hubo unos cuantos incidentes en un par de divisiones, que apenas duraron un par de días. El grueso del ejército nunca tuvo ni siquiera conocimiento de ello.

—Eso es lo que había oído yo —corroboró Marc—. Ahora le diré dónde no va a haber nunca un motín —prosiguió alegremente—: en los almacenes Joséphine. Y todo eso, gracias a mi hermana. Dirige al personal con mano de hierro y, sin embargo, todos le tienen un cariño enorme.

Marc advirtió la leve expresión de desconcierto de Roland.

—¿No le ha dicho Marie que es ella quien está al frente de Joséphine?

Roland negó con la cabeza.

—Pues ella es la que manda —confirmó Marc con una carcajada—. Muchas veces pienso que es la más dotada para los negocios de toda la familia.

Roland miró con asombro a Marie.

—No me imaginaba que poseyera tan terroríficas dotes, madame —dijo.

Bajo su sonrisa, ella percibió que estaba no solo sorprendido, sino conmocionado.

—¿Significa eso que queda cancelada la invitación a la ópera, señor?

—En absoluto. Por supuesto que no.

«No, eso sería una falta de educación, pero apuesto a que ahora se arrepiente», pensó.

Se alegró de que Claire llegara en ese momento. Siempre se sentía orgullosa de su hija, pero ese día estaba especialmente radiante, cosa que a De Cygne no le pasó por alto.

—Acabo de tener una idea para los almacenes —anunció Claire.

Luego titubeó, mirando a Roland de Cygne.

—El señor De Cygne sabe guardar secretos —la tranquilizó Marc—. Adelante.

—Alguien me acaba de hablar de un libro titulado El fantasma de la ópera. He pensado que quizá podríamos inspirarnos en él como tema para un escaparate. Se podrían hacer muchas cosas con un tema así.

—No conozco ese libro —dijo Marie—. ¿Y usted? —le preguntó a Roland.

—He oído hablar de él, pero no lo he leído —confesó.

—Creo que tienes razón en lo de las posibilidades, pero no son lo más adecuado para un escaparate —opinó Marc—. La historia está basada en un libro muy famoso titulado Trilby, en el que una muchacha se convierte en diva de ópera gracias a la hipnosis. El hipnotizador se llama Svengali. Tuvo un gran éxito en su momento. El fantasma de la otra novela es un monstruo que vive debajo de la ópera, donde hay un lago secreto. Antes de convertirse en libro, se publicó en folletines. Pero no se vendieron muchos ejemplares, así que no creo que ahora sea lo bastante conocido como para considerarlo un buen gancho para unos almacenes.

—Es una pena —se lamentó Claire. Luego se volvió hacia De Cygne—. Ya lo ve, señor, mi vida no es más que una serie de rechazos.

—No me imagino a nadie rechazándola, señorita —respondió con galantería.

—Qué agradable —le dijo Claire a su madre, provocándole una carcajada.

Marc se llevó a De Cygne a un aparte.

—Conozco a un viejo historiador muy agradable que está escribiendo sobre las antiguas familias del valle del Loira. Estaría encantado de conocerle.

Claire se fue a hablar con un joven pintor. Marie empezó a abrirse paso entre los grupos de invitados, dispensando sonrisas y gestos de saludo a los conocidos, aunque se sentía un poco distraída.

Qué extraño era haberse vuelto a encontrar con De Cygne. Recordó los días de finales del siglo pasado, los tiempos de antes de su boda. De hecho, por un momento, la gente que la rodeaba pareció difuminarse, reducida a un tenue telón de fondo.

Pronto se recuperó. Allí había personas que conocer, gente que podía ser útil para la empresa. Miró en derredor y reparó en alguien que miraba atentamente el cuadro de la estación de Saint-Lazare de Norbert Goeneutte…, su cuadro. Aunque el hombre le daba la espalda, tuvo la certeza de que lo conocía. Entonces se volvió.

Era Hadley. Emitió una exclamación ahogada al reconocerlo. Lo más extraño era que no había cambiado nada. Incluso parecía más joven. La misma estatura, los mismos hombros anchos, la misma mata de pelo, los mismos ojos, que la miraban directamente a ella. Dios santo, estaba más atractivo que nunca.

El corazón le dio un vuelco. Sentía que le faltaba el aire. Era como si, por un extraño sortilegio, volviera a ser una muchacha de veinte años.

¿Cómo era posible? ¿Habría abierto el encuentro con De Cygne algún misterioso corredor que comunicaba el presente con el pasado? ¿Habría emprendido, en medio de esa fiesta, un viaje en la máquina del tiempo de H. G. Wells? ¿Estaba alucinando?

Él la observaba. Después empezó a acercarse. Ay, Dios, se estaba ruborizando. Aquello era ridículo. Lo extraño era que la miraba como si no la conociera. ¿Se habría transformado en un fantasma? No, estaba a punto de presentarse.

Je m’appelle Frank Hadley.

Su acento francés dejaba mucho que desear.

—¿Frank Hadley? —repitió el nombre con pronunciación a la inglesa.

—Júnior. Mi padre…

Claro. Ahora se lo explicaba.

—Puede hablarme en inglés, señor Hadley. Soy Marie Fox, la hermana de Marc. Conocí a su padre hace muchos años. Él también conoció a mi difunto marido. Es usted igual que él.

—Ah. —Esbozó una radiante sonrisa—. Mi padre me dijo que me pusiera en contacto con Marc cuando llegara a París, pero, como creía que usted vivía en Inglaterra, no me imaginé que fuéramos a conocernos. Es tal como me la describió.

—¿Ah, sí?

—Dijo que era muy guapa.

Lo observó, sorprendida. No cabía duda: estaba coqueteando con ella, el muy descarado. Viendo que la miraba a los ojos, reparó en que los tenía bonitos, resplandecientes de vida. Notó con turbación una incontrolable flojera en las rodillas.

Aquello era ridículo. Si podía ser su madre… Además, dirigía unos grandes almacenes.

—Voy a quedarme unos meses en París —dijo él—. Mi padre me dio instrucciones de aprender bien francés y no regresar hasta que lo hablara con fluidez.

La insinuación no era manifiesta, pero sí inconfundible. Le estaba diciendo que había ido a aprender francés y que estaba disponible si quería enseñarle.

Se miraron. Transcurrieron un par de segundos. Marc apareció de repente a su lado, junto con Claire.

—Ah, Frank, mon ami —dijo—. Veo que ya has conocido a mi hermana. Ahora te presentaré a su hija, Claire.

Luc Gascon había empezado a fumar durante la guerra. Era algo que iba con el ambiente. Era como si en las trincheras todo poilu tuviera un paquete de Gauloises en el bolsillo. Los pequeños paquetes azules y el fuerte aroma a tabaco turco de los cigarrillos parecían ir a la par con un sentimiento de camaradería. Aparte, se consideraba que calmaban los nervios. Cuando a alguien lo trasladaban a un hospital de campaña, lo primero que hacían las más de las veces los ordenanzas o las enfermeras era darle un cigarrillo. Luc había empezado a fumar más que nada por aburrimiento.

Precisamente estaba fumando un Gauloise cuando conoció a Louise. Fue en un cine. Como de costumbre, fue su talento para prestar favores a la gente lo que le permitió entrar en contacto con ella.

El Louxor no era un cine cualquiera. Desde su inauguración en 1921, se había convertido en uno de los locales exóticos más famosos de París.

Instalado en un rincón del bulevar Magenta, a escasa distancia por el este del Moulin Rouge, el Louxor era un palacio de inspiración egipcia digno de los faraones o de la misma Cleopatra. Con sus pilares, sus ornamentos dorados y sus pinturas de vivos colores, a Luc le recordaba aquellas habitaciones de fantasía oriental que había en los burdeles caros…, en una categoría más alta, claro, comparable a la del palacio de Versalles.

En ese cine se acababan deprisa las entradas. Por eso a Luc no le extrañó, al llegar una tarde, encontrarse con veinte o treinta personas jóvenes que se alejaban de las puertas con expresión abatida.

¿Por qué le había llamado la atención? Por su aspecto, por supuesto, y porque estaba sola. Aquello siempre era intrigante. Hubo otra cosa que despertó su curiosidad, algo diferente que se hizo el propósito de descubrir.

Hay muchas clases de mujeriegos. A unos los mueve la vanidad o un sentimiento de poder; a otros, la avidez. Luc actuada movido por un simple motivo: una insondable curiosidad.

—Lamento que no haya podido ver la película, señorita.

—Sí. Es una pena.

Le contestó con educación, pero con cautela. Tenía la impresión de que si daba un paso en falso, no iba a prolongar la conversación. También advirtió su acento, purísimo, sin el menor asomo de la sofisticada pronunciación de muchos parisinos. Debía de provenir de una familia de clase alta, o bien era una extranjera que había aprendido el idioma en un selecto ambiente.

—Yo no tengo entrada, pero, de todas maneras, voy a ver la película. Mi sobrino es el proyeccionista —explicó, sonriendo—. Voy a ver la película con él, arriba en su cabina.

—¿De veras? —preguntó, divertida—. Entonces sí que tiene suerte, señor.

Él inclinó la cabeza y empezó a alejarse. Después titubeó y se volvió. Ella todavía lo miraba.

—Señorita, creo que hay sitio para una persona más allá arriba, si le apetece. Le prometo que estará a salvo. Y si mi sobrino, que es un buen chico, se distrajera de sus obligaciones a causa de su belleza, le bastaría dar un grito para que todo el público se volviera y el encargado acudiera corriendo.

Ella se echó a reír y le dedicó una breve mirada ponderativa. Su conclusión fue que era una persona digna de confianza.

—De acuerdo, señor, acepto la aventura. Pero si la película me asusta, también gritaré.

—No se preocupe, es una de Buster Keaton —contestó él.

La muchacha acabó de tranquilizarse al ver el deferente saludo que le dedicó el portero.

Bonjour, monsieur Gascon.

—¿Está mi sobrino en la cabina de proyección? Voy a llevar a esta señorita arriba, si no hay inconveniente.

—Cómo no, señor Gascon.

En la cabina de proyección, Louise encontró a un joven más o menos de su edad. Parecía sorprendido. Según le informó, era su sobrino Robert, pero Luc no permitió que ella se presentara.

—Esta joven dama es un ángel que ha bajado a la Tierra para ver la película —declaró, alzando la mano—. Cuando se acabe, Robert, volverá volando a los Cielos…, aunque cabe esperar que nos dé su bendición antes de irse.

La sesión constaba de dos películas de Buster Keaton. Dado que la cabina de proyección no era muy cómoda, Luc se felicitó de que no se tratara de una de las nuevas epopeyas, pues sabía que Abel Gance en Francia y Von Stroheim en Estados Unidos estaban produciendo películas que podían durar siete horas o más. En todo caso, parecía que la chica lo estaba pasando bien.

Robert acababa de trabajar al final de la proyección. Luc dijo que iría con él a casa en cuanto estuviera listo. Mientras tanto, acompañó a Louise a la entrada y le dijo que esperaba que hubiera disfrutado de la sesión.

—Mucho, señor. No sé si le he dado las gracias a su sobrino tal como se merecía.

—Yo me encargaré de hacerlo por usted.

—Parece que cojea.

—Tiene una pierna de madera, señorita. La perdió sirviendo a su país. Trabajaba en el restaurante de la familia, pero, como vi que le molestaba la pierna, le conseguí este trabajo. Fue posible porque conocía al director de este cine. —Hizo una pausa—. De hecho, vamos a cenar en nuestro restaurante, que queda bastante cerca. Si le apetece acompañarnos, con gusto compartiremos mesa con usted. Después buscaremos un taxi para que regrese a su casa.

—No debo volver tarde. No querría molestar a la anciana señora con la que vivo.

—Desde luego.

Al cabo de un cuarto de hora, Luc la había instalado ya en el restaurante, frente a un plato con un sándwich mixto y unas judías verdes. Aquella noche, estaba todo bastante calmado. Édith se acercó a charlar un poco.

—Esta es mi cuñada, la madre de Robert —explicó—. ¿Y cómo debo presentarla, señorita?

—Louise simplemente.

—Así pues, la señorita Louise, que habla un francés tan elegante y tan puro que, o bien se crio en un castillo o en una casa solariega del valle del Loira, o bien sus padres la enviaron aquí para que perfeccionara el francés.

—Es lo segundo, señor —confirmó Louise con una carcajada—. Soy inglesa, aunque tengo algunos parientes franceses.

—Eso lo explica todo, señorita. Apuesto a que gracias a los buenos oficios de sus padres, aconsejados tal vez por el cónsul o alguien de la embajada, se aloja usted en el piso de una viuda, cuyo difunto esposo era un funcionario tal vez, para que pueda vivir protegida, mientras estudia en París. No obstante, puesto que estaba sola esta tarde, parece que, por algún motivo, ha optado por no hacer muchos amigos entre sus compañeros de clase.

—Asisto a varias clases que me interesan, señor, pero, como no estoy siguiendo ningún curso concreto, no siempre coincido con el mismo grupo. He hecho algunos amigos, de todas formas, pero a veces prefiero estar sola. Todo lo demás que ha dicho es tal cual. No sé cómo ha llegado a saberlo.

—El tío Luc lo sabe todo —aseguró Robert.

—En todo caso, cree saberlo —puntualizó Édith.

Luego dispensó a Louise una tenue sonrisa que podría haber sido un simple gesto de afabilidad, aunque a ella le dio la impresión de que podía ser tal vez una señal de aviso.

—Era fácil adivinarlo —dijo con soltura Luc.

—Su familia es afortunada por tener un restaurante —le comentó Louise a Robert.

—En realidad, el propietario es mi tío Luc, pero deja que lo lleven mis padres —explicó él entre bocado y bocado—. Él cuida de todo el mundo.

Louise estaba deduciendo que Luc debía de ser muy buena persona cuando se apresuró a intervenir.

—Mi sobrino está dando de mí una imagen mejor que la que me corresponde, señorita. Es verdad que empecé con el bar de al lado, donde se encuentra ahora el padre de Robert. Y un golpe de suerte me permitió adquirir este pequeño restaurante. Hay que tener en cuenta que mi hermano y mi esposa lo mantuvieron en funcionamiento durante la guerra, y después yo no tenía ganas de volver a ocuparme de él.

—Mis padres están contentos así, desde luego —insistió Robert.

A Louise le gustó la determinación con que destacó la bondad de su tío.

—Tu madre sí está contenta. A ella le gusta llevar el restaurante. A mi hermano le encantaría estar al aire libre, trabajando en una obra, pero ya se le empiezan a notar los años, y a tu madre que trabaje en algo menos arriesgado. Hay que reconocer que dirige muy bien el bar.

—¿Y usted qué gana? —preguntó Louise.

—Lo que quiero, señorita. Me quedo con una parte de los beneficios y, cuando me apetece, como gratis. Así estoy libre para ocuparme de algún que otro negocio que me interesa. —Sonrió, encogiéndose hombros—. No me gusta estar atado.

La había estado observando con más atención de lo que ella creía. Su largo cabello oscuro era espectacular. Tenía unas facciones regulares, pero en su rostro había algo interesante, una especie de aire abstraído que resultaba difícil definir. Era delgada. Si se cortaba el pelo al nuevo estilo garçon, adquiriría un carácter neutro, entre femenino y masculino. Debía de ser bastante fotogénica.

¿Y qué tipo de chica era? Parecía evidente que tenía clase. Era inteligente, inexperta con los hombres y solitaria. Esto último lo intuía, aunque estaba por ver si se trataba solo de algo pasajero o de un rasgo más arraigado.

Por un momento, se le ocurrió que aquella muchacha podía serle útil. Tenía un gran potencial. La cosa requeriría, no obstante, mucho tacto y prudencia. Era un reto casi.

—Dígame, señorita, ¿ha hecho de modelo alguna vez…, para un modisto de prestigio, me refiero?

—No, señor. Estoy segura de que me faltaría elegancia y sofisticación para eso. Hay que caminar de una manera especial, ¿no?

—Eso se aprende. —Calló un instante—. No puedo prometerle nada, pero tengo una idea… Si viene a este restaurante dentro de una semana, le dejaré una nota a mi cuñada. Igual no hay nada, pero podría ser una carta de presentación. Ya veremos. ¿Estaría dispuesta a trabajar en eso?

—Supongo que sí. Esta velada ha estado llena de sorpresas.

—Estupendo. Ahora le iré a buscar un taxi. ¿A qué parte de la ciudad va?

—Cerca de la plaza Wagram. No queda lejos. En realidad, podría ir andando.

—De ninguna manera —contestó.

Al cabo de pocos minutos, regresó para anunciar que había un taxi en la puerta y que había pagado al chófer para que la llevara de vuelta.

—Quizá volvamos a vernos, señorita, o puede que no. En todo caso, dentro de una semana habrá una nota esperándola aquí.

Louise había mentido. Solía no decirles la verdad a los desconocidos, como medida de protección. Era mejor que pensaran que era una respetable joven que contaba con el apoyo de una familia.

Su versión coincidía casi del todo con la verdad. Era una chica decente, que estudiaba en París y que vivía en el piso de una viuda que había sido recomendada por el cónsul británico.

Sin embargo, sus padres no la vigilaban, ni siquiera a distancia, por la sencilla razón de que estaban muertos.

El accidente había ocurrido poco después de su regreso del valle del Loira. Se sentía satisfecha consigo misma y a buen recaudo de nuevo en la gran casa de estilo eduardiano rodeada de altos setos. Sus padres se habían quedado un tanto perturbados cuando les anunció que, hasta que no encontrara un marido, le gustaría enseñar francés en una de las mejores escuelas de Londres. Aunque ellos no se mostraron de acuerdo, estaba decidida a conquistar su independencia.

Y entonces, de repente, el mundo había cambiado a causa de un absurdo incidente. Su padre tenía un automóvil Wolseley del que estaba muy orgulloso y que le gustaba conducir él mismo. Había salido con su madre un día de niebla. Por los caminos de los alrededores de la casa circulaban pocos coches.

El macizo Wolseley no resistió la embestida del gran tractor que les vino de frente. De repente, Louise se quedó sin padres.

El señor Martineau, el socio principal de Fox y Martineau, se había mostrado muy amable. Su padre había dejado una herencia en fideicomiso, que quizá sería suficiente para atraer a un posible marido, pero no para seguir manteniendo el tren de vida al que estaba acostumbrada. A los treinta años recibiría buena parte de la suma y, entre tanto, debería conformarse con solo una modesta asignación.

¿Qué iba a hacer? ¿Convertirse en profesora de francés en Londres o probar algo más arriesgado?

Ya no tenía a nadie a quien complacer, nadie cuya aprobación suscitar. Era mayor de edad y podía hacer lo que quisiera.

La libra británica cundía mucho con el cambio en la Francia de posguerra.

Se había ido a París. Podía vivir tranquilamente allí, asistir a algunas clases y seguir llevando una digna vida de estudiante todo el tiempo que quisiera. O hasta que surgiera algo interesante, claro.

Al fin y al cabo, en el fondo, era francesa, fueran quienes fuesen sus padres.

Chanel. Tenía que presentarse en el número 31 de la calle Cambon, justo detrás del hotel Ritz, donde se encontraba la sublime sede de la maison de couture. Chanel, una de las reinas de París, de Deauville, Normandía, donde se congregaba la flor y nata de la sociedad, de Biarritz, en la parte sur de la costa Atlántica, adonde acudían a veranear muchos ricos españoles. Chanel, que prestó su casa de París a Stravinsky y financió la producción de La consagración de la primavera. Louise no se lo podía creer.

La señora Chanel en persona estaba allí, recién llegada del sur de Francia. A Louise le pareció que aquella mujer de pelo moreno y vestida con gran sencillez irradiaba una elegante sensualidad y que tenía una mirada vigilante, como la de una pantera.

—Así que eres la chica que ha descubierto Luc Gascon. A ver, date la vuelta. Camina hacia delante. Gira y vuelve hacia aquí. Háblame de tu educación y de tus orígenes.

Louise obedeció.

—De modo que hablas perfectamente francés e inglés. Eso no es frecuente. Podrías desenvolverte muy bien, según cómo quieras vivir. ¿Cuántos amantes has tenido?

—Ninguno, señora.

—Si quieres triunfar en la vida, deberías ponerle remedio a eso. Elige con tino. Mis amantes me hicieron rica. Lo demás se lo debo a mi talento y a mi trabajo. ¿Eres despiadada?

—Me parece que no.

—Los ingleses educan a sus hijos para que no sean despiadados. No es más que una mentira, porque los que triunfan son igual de despiadados que todos nosotros. Eso es lo que llamamos la hipocresía inglesa. ¿Eres una hipócrita?

—No, señora.

—Perfecto. Los hipócritas pronto se vuelven aburridos. Ese es su castigo. Nadie quiere hablar con ellos. Búscate un amante rico y vuélvete despiadada. Las chicas te enseñarán como debes caminar. Te pagaré poco. Más adelante quizá te dé más, si eres buena.

Después, tras impartir unas breves instrucciones a sus ayudantes, despidió a Louise.

Durante los días siguientes, Louise aprendió a caminar y muchas otras cosas útiles. En cuanto a lo del amante rico, prefirió tomarse un tiempo para pensarlo.

Una semana después, mientras se encontraba en el restaurante a última hora de la tarde, Luc Gascon la vio llegar. Se levantó educadamente para saludarla y ella aceptó su ofrecimiento para quedarse a comer algo.

—Una ensalada solo —advirtió—. Estoy a régimen.

—Como ve, tengo una botella de Beaune. Una copa no le hará daño —le dijo, sirviéndole un poco.

—He venido a darle las gracias. Estoy haciendo algún trabajo de modelo para Chanel. Parece que usted conoce a todo el mundo en París, señor.

—No a todo el mundo, señorita.

—Me paga un poco. Considero que le debo una comisión, o un regalo al menos.

—Para mí siempre es un placer ayudar a la gente a descubrir su destino. Ese es mi arte, si me permite usar esa palabra. Y para mí ya es un regalo que haya venido aquí y esté cenando conmigo.

Charlaron un rato. Luc le parecía muy agradable. Era muy fácil hablar con él. Le gustaba el tenue aroma a cigarrillos turcos que despedía. Le dedicaba una atención sin fisuras, preguntándole su opinión sobre un sinfín de cosas. Era una grata sensación que un hombre maduro la tratara con tanto respeto.

También pensó que, a su manera, era bastante apuesto. Se lo imaginó, en otro siglo, como un miembro de una poderosa familia italiana como los Medici, convertido en cardenal a los veinte años y disfrutando de los placeres carnales de Roma hasta erigirse en papa. Aunque, no, no acababa de encajar en ese papel. El elegante mechón de pelo oscuro que le caía encima de la ancha frente parecía más apropiado para un maître que para un sacerdote, aunque no sabía decir por qué. En cualquier caso, se notaba que sabía seducir a las chicas.

—Perdóneme, señorita Louise —señaló al cabo de un rato—, pero aunque disfrute de todas estas novedades en su vida, creo percibir en usted cierta tristeza.

—Ah —exclamó. ¿Cómo lo habría notado?—. No es nada.

—¿Un amante que la hace sufrir, quizá?

—No —negó con una carcajada—. No es nada de eso, señor. La señora Chanel me dijo que me buscara un amante rico, pero yo no sabría por dónde empezar. A mí no me educaron así.

—Me alegra oír eso —dijo, con una falsedad experta.

—La verdad es que no fui del todo franca con usted cuando nos conocimos —confesó—. Fue por prudencia. Mis padres murieron no hace mucho y me quedé huérfana. Llevo una vida respetable y estudio, pero a veces me siento un poco sola.

—Estoy seguro de que tiene amigos en Inglaterra, señorita —replicó Luc amablemente—. Siempre puede volver cuando se canse de París.

—Sí, lo sé. —Entonces, impulsada por la necesidad de confiarse a alguien, añadió—: Lo que pasa es algo más complicado.

Entonces le explicó lo de su adopción. No se lo dijo todo. No le contó cómo había conseguido la información sobre la identidad de la madre ni especificó ningún nombre. Pese a su actitud comprensiva, no dejaba de ser casi un desconocido.

Entonces Luc lo comprendió todo. Aquella era la clave que estaba buscando.

—Así que cree que es francesa. —Asintió con aire pensativo—. ¿Quiere descubrir a su familia francesa? ¿Tiene alguna información concreta?

—No estoy segura. Conozco el nombre de mi madre, nada más.

—En todos los Ayuntamientos hay registros, aunque no siempre son accesibles al público. Yo conozco a un abogado que está especializado en esta clase de indagaciones. No es muy caro. —Sacó un pequeño cuaderno y, tras anotar un nombre y una dirección, arrancó la hoja—. Tome. Puede ir a verlo si quiere.

Esperó dos semanas antes de ir a ver al abogado. El señor Chambert, un tipo de pelo gris, voz pausada y manos muy pequeñas, aceptó emprender la investigación, aunque con sus peros.

—Empezaré por París, señorita. Lo más probable es que la Corinne Petit a la que busca fuera muy joven y que la mandaran al campo para dar a luz. Si así fuera, pronto dispondré de una lista de posibles candidatas. —Especificó una suma que equivalía al dinero del que disponía después de recibir un par de pagos de Chanel—. Me atendré a este presupuesto, señorita. Antes de incurrir en otros gastos, le pediré permiso. Venga a verme dentro de diez días.

Cuando volvió, la recibió con una sonrisa.

—La búsqueda ha sido sencilla. Encontré a tres chicas nacidas en París que tendrían menos de veinticinco años en el momento de su nacimiento. Sin rebasar su presupuesto, pude realizar indagaciones sobre sus vidas. Una se casó y se fue a Lyon; otra reside en París. La tercera, en cambio, provenía de una familia que todavía puede localizarse en el barrio de Saint-Antoine. Ya no viven en la dirección de antes, lo cual me ha facilitado las pesquisas con sus antiguos vecinos. En una tarde, pude averiguar bastante. Parece ser que Corinne encontró un trabajo con una familia en Inglaterra y nunca volvió. Después de que se fuera, parece que su familia jamás volvió a hablar de ella. No puedo prometerle nada, pero creo que es muy probable que esa sea la familia que busca. ¿Qué desea que haga ahora?

—Por el momento nada más, señor. Muchas gracias de todas formas.

—Querría advertirle, señorita, que, si va a verlos, es posible que no la reciban bien.

—Comprendo, señor.

En realidad no lo comprendía.

Cogió el metro hasta la Bastilla. Para llegar a la dirección que le había dado el abogado, solo tenía que caminar en sentido este por la calle Lyon y torcer hacia la avenida Daumesnil. Al salir del metro, no obstante, descubrió que el pálido sol de la tarde había dejado paso a un apagado gris. Entonces, con la repentina sensación de que no estaba preparada para aquel encuentro, echó a andar en dirección sur.

Pasó un cuarto de hora merodeando junto a los muelles de uno de los canales del norte, que en el tramo de la plaza Bastilla al Sena se ensanchaba, proporcionando espacio para los muelles donde descargaban las barcazas. Después el desvaído rayo de sol que asomó fue como una señal que la impelió a proseguir su camino. Cruzando el agua junto a la esclusa próxima al Sena, volvió a caminar hacia el este.

La avenida Daumesnil era larga, recta y sombría. Tras ella discurría un amplio y alto viaducto por el que circulaban los trenes en dirección a Vincennes y la periferia oriental. Echó a andar por la avenida. En la calzada había automóviles y autobuses, pero también transitaba con paso cansino algún que otro carro cargado de carbón o madera. En un par de ocasiones, en el viaducto sonó el prolongado traqueteo de un tren que se fue alejando poco a poco tras los tejados.

La calle que buscaba quedaba a la derecha. Era bastante estrecha. Las fachadas de tiendas de la planta baja, con escaparates provistos en general de postigos, informaban con aparente desgana a los viandantes del tipo de servicio que se podía encontrar en el interior. Una selección de martillos, tubos de cobre y cajas de tornillos, asociada al inconfundible olor a metal surgido de la puerta, anunciaba la existencia de una ferretería. Otra vitrina mostraba varios rollos de papel pintado, sin dignarse a revelar más que el estampado de uno de ellos. En mitad de la calle, un escaparate exhibía una mesa y una estantería de buena factura, bajo un desgastado letrero dorado. Al leer PETIT ET FILS, Louise supo que había llegado a su destino.

El joven que acudió a atender el mostrador del fondo era más o menos de su edad. Tenía el cabello castaño y los ojos azules. No había nada especial en su apariencia. No tenía ningún parecido con a ella.

—¿Puedo preguntarle si su apellido es Petit? —inquirió educadamente.

—Sí, señorita —repuso él con respetuosa actitud.

Su acento era el de la calle. Aunque no lo había pensado, entonces cayó en la cuenta de que, tanto en inglés como en francés, ella hablaba con un acento distinto, perteneciente a una clase diferente de la de su verdadera familia.

—Es posible que tengamos un parentesco.

—¿Un parentesco? —dijo con manifiesto asombro.

—A través de Corinne Petit —apuntó, observándolo con cierta ansiedad.

—¿Corinne? —Parecía desconcertado. Estaba claro que aquel nombre no le decía nada—. No hay nadie que se llame así en esta familia, señorita. Nunca lo he oído. Debe de ser de otra familia.

—Se fue a Inglaterra.

—Mi tío Pierre y su familia fueron una vez de vacaciones a Normandía. Eso es lo más cerca de Inglaterra donde ha estado alguien de la familia.

—¿Está tu padre?

—Volverá esta noche, señorita, pero tarde —respondió con tono de disculpa—. Mi abuela sí está, si no le importa esperar un minuto —anunció antes de desaparecer en la trastienda.

Su abuela. «Mi abuela quizá», pensó. La anciana tardó bastante en aparecer.

Era delgada. De joven, debió de tener un tipo parecido al suyo, observó Louise. Llevaba el pelo gris peinado con los pequeños rizos que tan de moda habían estado en épocas pasadas. Los ojos eran iguales que los suyos, pero la miraban con dureza y enojo.

—¿Señorita? —dijo al cabo de un momento.

—Estaba preguntando a su nieto… —empezó a explicarle Louise.

—Sí, ya me lo ha dicho.

—Soy la hija de Corinne Petit, señora.

Observando los ojos de la anciana, percibió una inconfundible expresión de reconocimiento.

—En esta familia no hay nadie que se llame así, señorita.

—Ahora no, pero creo que sí la hubo antes. Llevó una vida respetable en Inglaterra, se casó y murió. Yo nunca la vi. Me adoptó un banquero y su esposa.

—Entonces ha tenido suerte, señorita.

—Puede. Sentía curiosidad por conocer algo de mi familia francesa, señora. Eso es todo.

—¿Y por qué suponía que la encontraría aquí?

—Le encargué a un abogado que hiciera ciertas indagaciones. Localizó a tres familias que tenían una hija con ese nombre, nacidas en París en el periodo adecuado.

—Quizá su madre no naciera en París, señorita.

—Es posible, señora, pero yo sospecho que sí.

—Si yo hubiera tenido una hija llamada Corinne, lo sabría, señorita. Se ha equivocado de sitio.

Mentía. Louise lo sabía. Estaba segura. Aquella anciana era su abuela. ¿Acaso fue tan terrible el escándalo para la familia? ¿Se mantenía igual de despiadada su abuela? Quizá su actitud se debiera a la presencia del muchacho.

—Lamento que no pueda ayudarme, señora —dijo con tristeza, con unas repentinas ganas de llorar.

—Quizá pueda ayudarla en algo —precisó la anciana. Louise trató de identificar algún asomo de piedad o de amabilidad en su voz—. Mi difunto marido tenía un primo con el que nunca se hablaban. Habían tenido una pelea de familia, cuyo motivo no me explicó. Sé que tuvo dos hijas. Una se fue a vivir a Rouen, creo. La otra, no sé. Es posible que se llamara Corinne. Si encontrara a su hermana en Rouen… —Se volvió hacia el joven—. Jean, he dejado el pastel en el horno. Ve corriendo a la cocina y sácalo.

El joven desapareció.

—Yo creo que usted es mi abuela —declaró Louise—. ¿Fue tan terrible mi madre para que tenga que mentir?

Entonces, sin la presencia de su nieto, la anciana cambió bruscamente de actitud. Dirigiendo a Louise una mirada envenenada, le habló en voz baja, casi en un susurro.

—¿Cómo se atreve a venir aquí? ¿Con qué derecho? La persona de la que habla está muerta para nosotros desde hace más de veinte años. ¿Quiere venir aquí con su idiotez de averiguaciones y traer la deshonra a la siguiente generación también? No quisimos nada con ella ni tampoco queremos nada con usted. Ahora márchese y no vuelva a presentarse por aquí. —Se dirigió a la puerta y la abrió—. ¡Fuera! Viva su vida en otra parte, lejos de nosotros. —Agarrando a Louise por el brazo con sorprendente fuerza, la empujó a la calle y después cerró con un portazo.

Louise miró a su abuela a través del cristal. En su pálida cara no había asomo de compasión, solo frialdad y dureza.

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Aún no era de noche cuando Luc llegó al restaurante. Había estado haciendo algunas gestiones.

A veces se decía que debería trabajar más, pero los veinte o treinta clientes a quienes proveía discretamente de cocaína le proporcionaban el dinero que necesitaba para sus gastos. Años atrás, cuando se ocupaba del bar antes de la guerra, también había hecho negocio con unas cuantas chicas, ejerciendo sobre todo funciones de protector. No obstante, había renunciado a ese sector, porque traía demasiadas complicaciones. La gente le preguntaba a veces si podía suministrarles una chica. «Si encuentro alguna, le avisaré», les decía siempre. Hasta el momento, no había descubierto a la persona adecuada.

Llevaba una cantidad considerable de dinero en metálico que iba a guardar en la pequeña caja fuerte que tenía en la oficina de detrás del restaurante. Después pensaba comer, volver a casa a pie y acostarse temprano. Cuando llegó al restaurante, Louise estaba sentada a una mesa.

—Lleva así dos horas —le informó Édith—. Esperándote, supongo.

Tomó asiento frente a ella.

—¿Has comido? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza y Luc pidió para los dos.

—Hoy he conocido a mi abuela —anunció—. Me ha dicho que no volviera nunca por allí. Nadie me quiere, por lo visto —añadió con una triste sonrisa.

—Tienes que comer —la animó él.

Mientras cenaban, en lugar de esforzarse por consolarla, Luc procuró explicarle cuál era la situación. Era normal que la anciana se hubiera comportado tal como lo hizo.

—Seguro que a tu madre la trataron de la misma manera cuando la echaron de casa. Muchas familias habrían hecho lo mismo. Intentan protegerse. Por eso cuando has aparecido tú, amenazando con echarlo todo por tierra, debe de haber sentido terror.

Louise escuchaba. Comprendía lo que le decía, pero aquello no disipaba su sensación de encontrarse sola en el mundo.

Cuando acabaron de comer, él le preguntó calmadamente si quería ir con él y ella asintió. Ya fuera del restaurante, le rodeó el hombro con el brazo en ademán protector, y ella se sintió confortada por el aroma a Gauloises que despedía su ropa. Después subieron la pendiente de Montmartre en dirección a su casa.

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La relación entre Luc y Louise duró varios meses. Al principio, se veían por las tardes en casa de él, pero, después, él le encontró un piso.

—Pertenece a un empresario que conozco y está en un buen barrio, al norte del Palais-Royal, cerca de la Bolsa. También te queda bien para ir a la tienda de Chanel.

—¿No será muy caro?

—No. Es un hombre rico. Su hija lo usaba, pero se ha ido y no ha decidido si lo va a vender o a alquilar. Mientras tanto, estará encantado de tener a una persona respetable viviendo allí. Si te considera una persona decente, no te cobrará ningún alquiler, aunque tendrías que dejarlo si quisiera recuperarlo. Yo creo que es lo que más te conviene.

Conoció al propietario, un corredor de bolsa de mediana edad, que pareció conforme con su extracción social. A veces Luc iba a pasar la noche con ella allí; otras, era ella la que iba a su casa, en la falda de Montmartre.

Le gustaba aquella casa. Aunque era bastante masculina, como cabía esperar, y estaba impregnada de un tenue aroma a café y a Gauloises, como un bar, tenía unos acogedores muebles que seguramente había ido comprando de ocasión a lo largo del tiempo. En el salón había un amplio sofá de estilo Directorio, unas cuantas sillas del Segundo Imperio, grabados de soldados napoleónicos en las paredes y una gruesa alfombra que, según le informó, había colocado él mismo. El dormitorio albergaba una gran campana de la mejor caoba africana, con bonitas incrustaciones. La cocina contaba con una cocina de gas y una nevera. Él era un buen cocinero, en las raras ocasiones en que se tomaba la molestia, pero a ella le gustaba cocinar para él.

Luc era un estupendo amante, hábil, fuerte y considerado. «Aquel fue el momento justo para mí», comentaría Louise años después.

Se encontraban varias veces por semana. Muchas veces iban a explorar juntos la ciudad. Ella, que creía conocer bastante bien París, pronto comenzó a percatarse de que era un conglomerado de comunidades. Gracias a él, fue conociendo a los personajes que habían llevado excéntricas vidas en cada rincón de la ciudad. Descubrió antiguos mercados callejeros, los puestos colindantes al río donde podía comprar flores a buen precio. Luc le enseñó dónde se podía encontrar comida de Normandía, de Alsacia o de Provenza, dónde estaban los burdeles autorizados y dónde se alzaban las antiguas cárceles y patíbulos. Él lo pagaba todo, porque siempre parecía llevar dinero encima, y puesto que el apartamento le salía gratis, podía ahorrar no solo su pequeña renta, sino también las modestas sumas que recibía por hacer de modelo para Chanel.

Una de las ventajas de trabajar para Chanel era que, de vez en cuando, le daban ciertas prendas de ropa. Lo mejor era, con todo, que estaba aprendiendo mucho sobre moda. Gracias a los consejos de las otras modelos y a la información proporcionada por Luc, logró reunir un guardarropa cada vez más chic.

Algo que le divertía de Luc era que, pese a que no siempre lo expresaba, no se le escapaba nunca nada. Un gruñido de aprobación significaba, por ejemplo, que se había fijado en la blusa nueva que vestía. Algunas veces, si llevaba algún elegante bolso que había descubierto en algún sitio, le preguntaba abruptamente: «¿Dónde lo has conseguido?». Y es que no le gustaba saber que hubiera alguna ganga en la ciudad de la que no estuviera al corriente. «No te lo pienso decir —contestaba ella—. Cada chica tiene sus secretos». Después, de vez en cuando, aún le preguntaba: «¿Fue en una de esas tiendas de segunda mano que hay detrás de la calle Saint-Honoré, o se lo has comprado a ese vendedor marroquí de la calle del Temple?». Aunque acertara, ella siempre lo negaba. Aunque fingiera que le molestaba, sabía que a él le gustaban aquellas adivinanzas, así como otros pequeños juegos que aprendió a interpretar, para tomarle el pelo.

Pese al tiempo que pasaban juntos, nunca descubrió nada sobre la naturaleza de sus ocupaciones. Si salía, salía. No había más explicación.

—Nunca le preguntes a un hombre por sus negocios —le decía—. O bien sacará el látigo, o bien se aburrirá.

—Malas alternativas las dos —contestaba ella riendo.

Voilà.

Tenía la impresión de que tal vez era copropietario de otros bares y clubes, y de que quizá cobrara alquileres de alguna finca, pero tampoco lo sabía a ciencia cierta.

Se encontraba a gusto en el barrio donde la había instalado. Frecuentada por los agentes de bolsa y los hombres de finanzas que giraban en torno a la bolsa, la zona era menos residencial que otras partes de la ciudad. No obstante, poseía un elemento de particular encanto: una red de pasillos y galerías comerciales cubiertos de cristal, en ocasiones de más de un siglo de antigüedad, que albergaban toda clase de tiendas, restaurantes y bares. Muchas veces paseaba por aquellos acogedores espacios y se entretenía mirando sus escaparates durante una hora.

Durante todo ese tiempo, solo en una ocasión percibió un atisbo de otra faceta de Luc, e incluso entonces no le fue fácil precisar qué había entrevisto. Aquello sucedió un amanecer de verano, en su casa de la ladera de Montmartre.

Un grito la despertó de forma brusca. Luc se revolvía en la cama. Antes de que pudiera reaccionar, de repente le rodeó la garganta. Intentó zafarse y gritar, pero la tenía atenazada de tal forma que ni siquiera podía respirar. Estaba a su merced, aunque siguiera dormido. Le golpeó con la mano su cara con todas sus fuerzas. Entonces él abrió los ojos, asustado y confuso, y aflojó la presión en su cuello.

—¿Qué haces, Luc? —preguntó con un hilo de voz.

—Era una pesadilla —dijo, sin haber recobrado del todo la conciencia.

—Claro. Pero por poco me asfixias.

—Lo siento mucho, chérie.

—¿A quién querías estrangular?

—A un perro.

—¿Un perro?

Se apoyó en un codo y se quedó mirándola.

—Un perro. No puedo explicártelo. Era un sueño muy loco, sin ningún sentido.

Entonces la miró de una manera extraña.

—¿He gritado algo?

—No.

—¿Algún nombre?

—¿Quieres decir que el perro tenía un nombre? ¿Cómo se llamaba? ¿Fido?

—¿No he dicho nada?

Ya completamente despierto, la observaba con una expresión rara. Nunca lo había visto así y le pareció inquietante.

—Nada. Estabas removiéndote en la cama. Eso me ha despertado. Y acto seguido, te has puesto a apretarme el cuello.

Siguió observándola. Luego, ya satisfecho, adoptó una actitud de tierna preocupación.

—Casi nunca tengo pesadillas. Debe de ser algo que comí. ¿Estás bien? —Le dio un leve beso en la frente—. Lo mejor es que me abraces. Estaba asustado.

Permanecieron así un rato. Ella lo abrazó y él pareció recobrarse del susto. Sin embargo, justo cuando creía que iban a empezar a hacer el amor, Luc se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Tras abrir el postigo, se puso a mirar el pequeño jardín de detrás de la casa. Parecía como si tuviera la vista clavada en un punto fijo.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

—Nada. Estaba escuchando el coro del alba. Hasta parece que estuviéramos en pleno campo.

—Vuelve a la cama.

—Dame un minuto.

Así lo hizo al cabo de poco. Entonces hicieron el amor y todo volvió a la normalidad.

Louise no olvidó la extraña expresión de su cara cuando le había hecho esas preguntas. Aunque no sabía qué significaba.

La chica. Hacía mucho que no lo perturbaba aquella visión. Luc sabía que solía decirse que los asesinos vuelven siempre al lugar del crimen, pero nunca había vuelto a aquella cueva. A esas alturas, de la chica apenas quedaría un blanco esqueleto. Hasta su nombre había caído en el olvido. Al fin y al cabo, habían pasado más de diez años desde su desaparición. Entre tanto había habido una guerra mundial. Habían muerto millones de personas. Los arbustos habían crecido, tapando la entrada oculta de detrás de la caseta del jardín. Habría que cortarlos incluso para poder acceder a las galerías. No había motivos para pensar ni un instante en la chica.

En realidad nunca se acordaba de ella cuando estaba despierto, pero a veces su cara se le aparecía en sueños. Era una cara pálida, de mirada furiosa y acusadora. Entonces sabía que era un fantasma y le daba miedo.

Esa noche el sueño había sido diferente. Había visto su esqueleto, entre los otros de la cueva. De sus huesos había brotado una extraña planta que se prolongaba en finos vástagos. Uno de ellos se había convertido en un largo tallo que había empezado a abrirse camino por el pasadizo, metro tras metro, hasta encontrar la entrada oculta en la parte posterior de su jardín, desde donde había logrado salir, rodear la caseta y aflorar hasta el césped. Allí se quedó, agotada al parecer por el esfuerzo que había realizado para salir de la oscuridad a la luz. Entonces, de la punta del verde tallo empezaron a brotar unas florecillas semejantes a lirios.

Quizá la planta habría permanecido allí, sin causar problemas, de no haber sido por el perro que apareció de repente. Surgido de la nada, cogió la planta y empezó a tirar de ella. Luc lo cogió por el collar e intentó apartarlo, pero el animal insistía. Ya había hecho correr más de un metro el tallo cuando dio un salto y lo aferró más arriba, para sacar otro segmento del túnel. En las profundidades de la tierra, el esqueleto de la chica comenzó a moverse. Luc tomó conciencia de que si el perro seguía estirando, arrastraría a la muchacha muerta hasta el jardín. Debía impedírselo a toda costa.

Fue entonces cuando, en sueños, lo agarró por el cuello y empezó a apretar para asfixiarlo.

Luc esperó un mes antes de sugerir a Louise que había llegado el momento de separarse.

No fue por el sueño, aunque tal vez este le indicó que estaba intimando demasiado con aquella joven.

Desde el principio había previsto que, una vez que hubiera concluido su labor, la relación evolucionase de forma natural. Fue trazando su plan poco a poco.

—Prométeme una cosa, chérie —le pidió cariñosamente una tarde—: cuando nuestra relación llegue a su lógico final, como no puede ser de otro modo, seguiremos siendo amigos. Me dolería mucho que, cuando te fueras, no pudiera contar con tu amistad.

—Por ahora no tengo intención de irme.

—Me alegra oírlo, pero un día lo harás. Es normal. Seguirás adelante con tu vida. Pero a mí me quedarán unos recuerdos maravillosos, los mejores de mi vida. Con eso seré feliz, siempre y cuando sigamos siendo amigos.

—¿Los mejores de tu vida?

—Sí, te lo aseguro.

—Yo era muy inexperta.

—Pero ahora ya no lo eres, ni de lejos. Eres magnífica.

—En ese caso, tengo que agradecértelo a ti.

—Yo solo hice aflorar lo que ya tenías. No es el jardinero el que crea la flor.

Se produjo un momento de silencio.

—¿Estás intentando deshacerte de mí?

—Te estás volviendo demasiado cínica.

—Eso lo aprendí de ti.

—Es solo por tu propio bien. Siendo realista, también me estoy protegiendo a mí mismo. —Sonrió—. Yo soy un hombre de cierta edad y sin importancia. Tú deberías evolucionar, conseguir un amante rico, tal como te aconsejó la señora Chanel.

Dejó que pensara sobre aquello durante un par de semanas y después le anunció que debía ausentarse un tiempo de París. Y era cierto. Tenía que ir una semana a Ámsterdam.

—Cuando vuelva, seremos amigos —dijo.

—Ah, entiendo.

—Pídeme ayuda, siempre que lo necesites, para lo que sea. —Al ver su gesto de duda, añadió—: No olvides que me sentaría mal si no lo hicieras. Mi único temor es que no me vuelvas a necesitar nunca —precisó con tristeza.

No volvió a verlo hasta al cabo de un mes. Estaba segura de que había vuelto de Ámsterdam. Más de una vez le faltó poco para ir a preguntar por él al restaurante, pero la retuvo su orgullo. Luc le había dicho que no lo iba a necesitar. Le demostraría que tenía razón.

Al final, fue él una tarde a su casa.

—He venido a ver cómo estabas.

—Estoy bien —respondió con calma.

No lo invitó a pasar. Si pretendía volver a ganarse sus favores, tendría que perseverar mucho.

—¿Necesitas algo?

—No, gracias.

—¿Te gustaría ganar un poco de dinero?

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Deja que te invite a cenar y te lo contaré —repuso—. Es una oportunidad que se ha presentado. Es posible que no te interese. Es algo… de carácter diplomático.

Movida por la curiosidad, aceptó reunirse esa noche con él en un restaurante de la zona.

Fue interesante observarlo, pues, después de formular con aire abstraído varias preguntas con las que demostraba preocuparse por su bienestar, usó un tono bastante formal en la conversación.

—Se trata de alguien que conozco, un embajador de un pequeño país. Es rico y soltero, cosa bastante rara en un diplomático.

—¿Cómo haces para conocer a esa clase de personas, Luc?

—Eso da igual. Es un hombre agradable, conoce a todas las personas importantes de París, es muy cultivado… y también bastante quisquilloso.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

—Creo que deberías conocerlo. Es posible que le gustes.

—¿Y me propones presentármelo?

—Se lo he contado todo de ti. Está interesado en conocerte. En realidad, le gustaría llevarte a cenar.

—A ver. ¿Está buscando una esposa?

—No.

—¿Una amante?

—Digamos que una amante ocasional.

—Luc, ¿me estás pidiendo que haga de prostituta?

—Él no estaría interesado en la mayoría de las prostitutas. Es muy exigente, tal como te he dicho. En la cena veríais si os caéis bien. Si no, no existe ninguna clase de obligación. Pero si hubiera buena sintonía entre los dos, entonces quizá…

—¿Me pagaría?

—Desde luego. Pagaría mil quinientos francos cada vez. Me darías la mitad a mí. Si tuvieras alguna dificultad, yo me encargaría de resolverlo, aunque estoy seguro de que no habría ninguna. Es un hombre muy civilizado. Tú eres la única persona que le recomendaría, y él es la única persona en la que pensaría para recomendarte a ti. Además, aparte del dinero, podría ser interesante tenerlo como amigo.

—Me cuesta creer que me trates de esta manera.

—Hay que ser prácticos.

—Eso hace de mí una prostituta y de ti un chulo.

—No es exactamente eso… En cuanto al dinero… ¿Por qué no te lo piensas un poco? Ten en cuenta que te ha ofrecido ir a cenar sin ningún tipo de obligación. Es posible que te guste.

Louise guardó silencio un momento.

—Lo que de verdad piensas es que tal vez lo que me gustara sería el dinero.

Cuando tenía un problema, Marie solía ir a pensar al jardín de Luxemburgo. Pese a su diseño clásico, era un marco sencillo, sensato y acogedor. A las diez de la mañana del sábado posterior a la fiesta dada por su hermano Marc, estaba paseando por sus senderos.

A esa hora todavía reinaba la calma. Algunos niños hacían deslizar ya los barcos de madera en el estanque. Otros tantos señores de edad habían iniciado una partida de petanca al lado de una de las estatuas. Marie caminó hasta el final del parque y luego volvió, absorta, sobre sus pasos. Ese día tenía realmente un gran problema.

¿Qué iba a hacer con respecto a Frank Hadley hijo? Se iban a ver más tarde, esa misma mañana.

Marc había empezado a complicar las cosas invitándolos a los Ballets Rusos esa noche. Frank Hadley y Claire habían aceptado. Ella no podía, según explicó, porque tenía un compromiso para ir a la ópera. Entonces Frank Hadley preguntó si alguien querría acompañarlo a una competición de los Juegos Olímpicos.

—Iré a ver un combate de boxeo con un amigo norteamericano y su mujer el sábado por la tarde —dijo.

Claire se mostró dispuesta a acompañarlos. Marc no podía.

Tal vez Claire se sentía atraída por el joven norteamericano. Le había dado esa impresión, y tampoco era de extrañar. En cualquier caso, Marie se había dicho que, de ninguna manera, podía dejar sola a su hija con un joven que tenía unos ojos tan chispeantes. Así pues, había anunciado con firmeza que lo acompañarían las dos.

Trataba de imaginar cómo se iba a presentar el día. Una cosa era que aquel joven norteamericano coqueteara con ella, en serio o en broma. Al fin y al cabo, ella era una viuda, capaz de cuidar de sí misma. Claire, en cambio, era otro cantar. Por más que su hija ya fuera mayor y que el mundo no fuera el mismo que el de antes de la guerra, las reglas sociales no habían cambiado tanto, y el corazón humano, aún menos. Debía proteger a Claire. No quería que su hija corriera ningún riesgo ni que nadie le hiciera daño.

Iba a tener que ser práctica y no andarse con rodeos. En caso necesario, quizá debería echarle una buena reprimenda a Frank Hadley hijo. A no ser, claro, que decidiera hacerse cargo ella misma del joven.

La librería donde debían reunirse con los amigos de Frank quedaba cerca de su piso. Llegaron a mediodía, puntualmente.

Pese a que en el tramo comprendido entre el Sena y el barrio Latino siempre habían abundado los puestos de libros, lo que convirtió aquella pequeña zona en la capital literaria del mundo fue la reciente apertura de dos excéntricas librerías en la calle de l’Odeón. La primera era la librería de literatura francesa de la cariñosa Adrienne Monnier. A la segunda, que se encontraba casi enfrente, su propietaria, Sylvia Beach, le había puesto el nombre de Shakespeare and Company.

Claire estaba más familiarizada con las tiendas de libros que su madre.

—Los escritores franceses van a Monnier y luego cruzan la calle para ir a ver a Sylvia Beach; mientras, los ingleses y norteamericanos empiezan con Sylvia, y después van también a investigar qué hay en Monnier. Las dos son muy buenas personas. Lo mejor es que se enamoraron la una de la otra y ahora hasta viven juntas.

—Ah. ¿Y nadie se ha escandalizado?

—No creo que a nadie le importe. Shakespeare and Company es una especie de club. Aparte de vender libros, Sylvia también los presta. Ella es un respaldo para los escritores. Hará cosa de un año, incluso publicó el Ulises, de James Joyce, el escritor irlandés, corriendo con los gastos. Al parecer, ni en Irlanda ni en Inglaterra nadie se interesó por el manuscrito. Hasta deja dormir a gente en la tienda. Todo el mundo la quiere.

Cuando llegaron, Frank les presentó enseguida a la dueña, que resultó ser una afable y vivaracha mujer de unos treinta y cinco años. Le explicó a Marie que más o menos por la época en que ella y James Fox se fueron a Londres, ella misma había llegado por primera vez a París con su padre, a quien habían nombrado asistente de ministro en la iglesia americana.

—Apenas he tenido ningún antepasado en un siglo que no fuera pastor o misionero —informó a Marie con ironía, antes de dejarlos para ir a atender la tienda.

Los amigos de Frank eran un periodista estadounidense que escribía artículos para un periódico canadiense y su esposa. Esta, que llegó primero, era una mujer de cara ancha, de unos treinta años y de mirada inteligente.

—Esta es Hadley —la presentó Frank, sonriendo—. No somos parientes. Hadley es su nombre de pila. Es pura coincidencia que sea igual que mi apellido.

—Y ahí llega mi marido —dijo Hadley, señalando al individuo que se acercaba.

Era un hombre de aspecto musculoso. Aunque parecía algo más joven que su mujer, compensaba aquella diferencia de edad con su imponente presencia. Medía un metro ochenta, tenía una cara ancha de facciones regulares, con bigote, y unos ojos bastante separados. Pese al cálido día de julio, llevaba un grueso traje de tweed que, según dedujo Marie, debía de servirle para toda clase de ocasiones, y unos recios zapatos marrones, una pista sobre su afición al deporte y a las actividades al aire libre. Se parecía a Theodore Roosevelt, pensó, aunque sin la política ni las gafas. Por su porte, intuyó que describiría con nitidez y precisión los lugares donde había estado y lo que había hecho, y las sensaciones que ello le había procurado.

—Este es Hemingway —dijo Frank.

Marie se llevó una sorpresa cuando Hemingway se volvió de inmediato hacia ella y declaró que ya la había visto antes.

—Le gusta pasear por el jardín de Luxemburgo —explicó—. Nosotros vivimos al sur, al lado de una serrería de la calle de Notre-Dame-des-Champs, en el límite de Montparnasse. En la zona pobre —aclaró con una sonrisa—. A veces me siento en el jardín de Luxemburgo y la veo. Aunque normalmente mantengo la cabeza agachada; entonces, cuando no mira nadie, agarro una paloma.

—¿Para qué?

—Para comer, señora. La mato deprisa, la meto debajo de la chaqueta y me voy a casa. Las palomas de Luxemburgo están bien alimentadas, así que dan buenos guisos.

—No me creo que sean ustedes tan pobres, señor —dijo Marie.

—A veces sí —reiteró.

—Ningún francés se cree que haya norteamericanos con poco dinero —señaló Frank con una carcajada—, y menos aún estos últimos dos años, con la estrepitosa caída del franco frente al dólar. Por eso venimos aquí en bandada. Dicen que en este momento hay treinta mil norteamericanos en París.

Miró a su amigo, que sacudía la cabeza. Después, tras presentar excusas, Hemingway y su mujer salieron fuera para mirar el escaparate de la librería.

—En realidad, Hadley cuenta con unos reducidos ingresos provenientes de un fondo fiduciario —informó en voz baja Frank a Marie—, pero últimamente ha perdido una parte de ellos. Hemingway ha dejado su trabajo en el periódico para dedicarse a su obra de ficción. Por eso a veces pasan estrecheces. Hemingway puede escribir artículos para ganar dinero si lo necesita, y sus relatos ya empiezan a atraer la atención. Ford Madox Fox ha publicado algunos en el Tribune.

Cuando salieron a reunirse con Hemingway, fue Claire quien reparó en el ejemplar del escaparate.

—Mira —le dijo a su madre.

El libro era muy delgado y tenía una tapa muy sencilla. El título, en minúsculas, era in our time, en nuestro tiempo.

—Ese es el libro de relatos de Hemingway —anunció Frank, casi con el mismo orgullo que si fuera una obra suya—. ¿Cuántos ha vendido Sylvia? —le preguntó al autor.

—Casi veinte ya.

—No está mal —ponderó Frank—. No se trata solo de la cantidad, sino de la calidad de los lectores. Con un par de novelas, te harás rico —bromeó.

—Vamos —dijo Marie.

Los combates de boxeo se celebraban en la pista cubierta de ciclismo, el Velódromo de Invierno, que quedaba en la Rive Gauche al oeste de la torre Eiffel. Caminaron por el bulevar Saint-Germain hasta la esquina con el bulevar Raspail, donde se apelotonaron todos en un taxi.

Durante el trayecto, la esposa de Hemingway le contó que ya tenían un niño, de menos de un año. También se enteró de que Frank había ido al estadio de las afueras de la ciudad para presenciar las carreras diez días atrás.

—Los británicos obtuvieron buenos resultados —comentó—. Su representante, Abrahams, incluso superó a nuestro Charley Paddock y se llevó la medalla de los cien metros. El escocés Liddel fue, sin embargo, lo mejor de todo. Se había retirado de la prueba de los cien metros varios meses antes de los Juegos porque las eliminatorias se celebraban en sábado. Entonces se entrenó para la categoría de los cuatrocientos, aunque nadie creía que tuviera ninguna posibilidad. Después corrió como si estuviera inspirado. Recorrió los primeros doscientos metros a una velocidad de la que nadie le creía capaz y mantuvo el ritmo. Corrió para Dios, y Dios le dio el oro. Llegó con casi un segundo de diferencia respecto al americano Fitch. Fue magnífico.

Marie se dio cuenta de que Frank y Hemingway se parecían en muchos sentidos. Ambos eran atléticos, aunque Hemingway era mejor como showman. Pese a que solo tenía un par de años más que él, Frank lo trataba como a un mentor. Quizá su deferencia se debía a que Hemingway ya estaba casado, pero sobre todo debía de influir que había estado en la guerra. Haber estado o no en la guerra constituía una especie de línea divisoria con la generación más joven.

Hemingway, por su parte, trataba a Frank como a un hermano digno de respeto.

—Ya sé que lo que a ti se te da mejor es el remo, Frank, pero deberías probar el boxeo —le aconsejó—. Conozco a un buen entrenador aquí. Estaría encantado de hacerte de sparring.

También los informó de que Frank estaba escribiendo relatos y se quedó extrañado de que no estuvieran al corriente.

—Espero aprender un poco sobre la escritura mientras estoy aquí —confesó Frank—, pero, llegado el momento, volveré a casa como mi padre y trabajaré como profesor. —Esbozó una sonrisa—. Es un tipo de vida correcto para una persona honrada.

—Desde luego —convino Hemingway—, pero podrías hacerte un nombre como escritor. Puede que a ti te cogiera por sorpresa, pero a mí no.

Claire demostró interés por saber más acerca de las aficiones literarias de Frank, pero este no quiso explayarse mucho sobre el asunto.

—Pero sí os explicaré algo —dijo—. El mejor consejo que he recibido nunca me lo dio Hemingway.

—Cuéntanoslo —lo animó Claire.

—Todo aquel que aspire a escribir algo debería saber esto —declaró Frank—. Lo que me dijo Hemingway es que nunca hay que dar por terminada una jornada de trabajo hasta no saber exactamente lo que viene a continuación. Si se para en ese punto, uno podrá volver a recuperar el ritmo en cuanto empiece a trabajar. Si no, lo más probable es que se quede bloqueado al inicio de cada jornada.

—O sea, que no hay que llegar al final de un fragmento y dejar la pluma diciéndose: «Ya está bien por hoy».

—Exacto. Aunque se trata de una reacción natural, es un error fatal.

—Me gusta —dijo Claire—. Está bien eso de aprender cosas prácticas.

Marie se mantenía atenta. Un joven con ínfulas de conquistador puede resultar atractivo, pero si además muestra otras cualidades, se vuelve más intrigante. ¿Qué más iba a decir Frank para atraer el interés de su hija?

El Velódromo de Invierno era un gran estadio cubierto. Para las carreras de ciclismo, colocaban una pista de madera, en torno a la cual se apiñaban los espectadores, tanto en el área central como en las empinadas gradas laterales. Hemingway les confió que le encantaba ir a ver las competiciones de ciclismo, pero que, como todo el vocabulario era en francés, era difícil escribir sobre ellas en inglés.

Para el boxeo, habían transformado el estadio en un enorme auditorio dispuesto en torno al cuadrilátero central, iluminado por unas potentes lámparas colgadas de las vigas metálicas del techo.

Asistieron a varios combates. Tanto Hemingway como Frank estaban muy bien informados. Los Estados Unidos parecían hallarse en condiciones de acaparar buena parte de las medallas, aunque su punto fuerte eran las categorías de peso ligero. Los británicos dominaban en el peso medio, mientras que los escandinavos destacaban en la categoría de pesos pesados.

Los dos hombres demostraron ser bastante entendidos en aquel deporte. Hemingway iba, por lo visto, bastante a menudo a boxear en un gimnasio. Marie le preguntó si había asistido a combates de boxeo en Estados Unidos.

—En el último al que fui, vi al mejor pugilista del mundo.

—¿Quién es?

—Gene Tunney, campeón de peso pesado ligero. Si pudiera aumentar el peso y combatir como peso pesado, creo que podría derrotar a Jack Dempsey.

—Creía que nadie era capaz de eso.

—Tunney podría. Es una de las personas a las que me gustaría conocer.

—¿Y qué le dirías a Tunney si lo vieras, Hemingway?

—Le pediría que boxeara conmigo.

Marie se echó a reír, pero la esposa de Hemingway sacudió la cabeza con expresión seria.

—No lo entiende —advirtió—. Lo dice de verdad.

—Cuéntales lo de Pamplona, Hadley —le pidió riendo Frank, mientras miraba de reojo a su mentor.

—El año pasado, cuando estaba embarazada de Jack —explicó Hadley—, va y me dice que tengo que asistir a una corrida de toros en Pamplona porque la sensación que me cause será beneficiosa para el bebé, que lo hará más fuerte incluso antes de nacer, ¿entienden? Estoy casada con un loco —sentenció, dirigiendo una tierna mirada a Hemingway.

Poco después de las cuatro de la tarde, Marie y Claire se despidieron de sus nuevos amigos para volver a su casa. Frank se iba a reunir con Claire en casa de su tío. Mientras volvían, Marie le preguntó a Claire qué le había parecido el día.

—Me gusta la librería de Shakespeare and Company.

—¿Y los Hemingway?

—Parecen muy enamorados. Él pretende ser una estrella mundial.

—Estoy de acuerdo. Tiene ambiciones de estrella.

—Dicen que sus relatos son muy buenos.

—¿Y Frank Hadley? —preguntó, como sin darle importancia.

—¿Te sentiste atraída por su padre?

Marie se echó a reír.

—Era amigo de Marc, más que mío. Tu padre y yo ya éramos novios por aquel entonces. Creo que el hijo es un poco mujeriego, no muy de fiar.

—Parece muy serio en lo de la literatura, aunque él lo niegue.

—Podría ser. Evítalo si tiene algo de talento.

—¿Por qué?

—Porque los artistas son unos monstruos.

—Háblame del señor De Cygne. ¿Es un antiguo amor?

—No. Su padre y tu abuelo eran amigos. Siempre estaba fuera con su regimiento. Pero las pocas veces que lo vi se comportó muy amablemente.

—Ahora los dos estáis libres. Podrías convertirte en vizcondesa.

—Hay algo mejor que eso, chérie. Podría dejarme ver en la ópera con él. Queda muy digno y elegante.

—¿Le das importancia a cosas como esa?

—No lo entiendes, hija. Con eso podemos darle buena imagen a los almacenes.

Pasó una velada estupenda. Aquella era la última representación de ballet de la temporada, tras la cual la ópera permanecería cerrada hasta septiembre. La opulencia del palacio Garnier, con sus magníficas columnas de estilo corintio, la suntuosa decoración, los palcos y las butacas dorados, así como las rojas tapicerías de terciopelo, le recordaron con tanta intensidad la Belle Époque de su juventud que dejó escapar una queda carcajada mientras tomaban asiento.

Roland le dedicó una mirada burlona de duda.

—Es que es todo tan ridículo —comentó sin reparos.

—¿Lo encuentra vulgar?

—¿Puede ser vulgar un cojín demasiado hinchado? Es una especie de paraíso, como un inmenso pastel.

—Me imagino a mi padre mirando hacia abajo desde el palco con el mismo irónico placer que siente usted —confesó con una ahogada risa.

—Y al mío también. Fumaban la misma clase de puros, ¿sabía?

—Compartimos recuerdos similares.

—Los míos son más burgueses, señor De Cygne. Complementarios, tal vez —concedió con una sonrisa.

—Tiene toda la razón —convino él.

En el entreacto, se quedaron sentados charlando. Marie le preguntó por su hijo.

—Va al mismo colegio al que fui yo —le explicó—. No sé si hice bien. Siempre fue muy conservador y aún lo es. No sé si habría sido mejor mandarlo a un sitio con ideas más modernas. Por otra parte, siento que puedo ayudarlo mejor porque comprendo el funcionamiento del colegio.

—¿Él está contento?

—Eso dice.

—Creo que eligió bien. Si no sintiera cierta compenetración con el colegio y con los profesores, usted mismo se encontraría incómodo. Los niños no tienen por qué estar de acuerdo con los padres, pero les gusta encontrarse a gusto consigo mismos, ya me entiende.

—Me alegra mucho oírle decir eso.

Marie captó la emoción que impregnaba su voz. «Sí, es usted un buen hombre», pensó.

Al terminar la función, dijo que prefería volver directamente a casa, pero cuando él le preguntó si le apetecería acompañarlo a la ópera una vez iniciada la temporada, accedió enseguida.

—Después de pasar una velada tan encantadora en el ballet, señor, no veo por qué no iba a querer ir a la ópera con usted.

—Dentro de un par de días me iré a mi finca —dijo él—, pero puede estar segura de que en cuanto regrese, en septiembre, lo haré con la expectativa de llevarla a la ópera.

Cuando llegó, el piso estaba en silencio. Claire aún no había regresado. Una vez que estuvo lista para acostarse, Marie dio permiso a la sirvienta para que se fuera a dormir, indicando que ella abriría a su hija.

Tenía ganas de saber qué impresión le habían causado a Claire los Ballets Rusos. Diaghilev y su compañía habían decidido representar Le Train bleu para las Juegos Olímpicos. El espectáculo se había inaugurado hacía solo cuatro semanas en el teatro de los Campos Elíseos, que quedaba debajo de la gran avenida, cerca del río. Toda París estaba al corriente del enorme telón que para él había pintado Picasso, con dos extrañas y desgarbadas mujeres que corrían por una playa.

De Claire cabía esperar que le diera una detallada descripción del espectáculo.

Pasó una hora. Pensando que su hermano habría llevado a los jóvenes a un restaurante, o bien les habría ofrecido tomar algo en su casa, Marie decidió llamarlo por teléfono.

Contestó con voz de dormido.

—Estoy buscando a Claire —dijo ella.

—Ah. Se ha ido a tomar algo con unos amigos norteamericanos.

—¿Adónde?

—¿Y yo cómo lo voy a saber?

—¿Dejas que Claire vaya sola con un joven, vete a saber adónde, en plena noche?

—Oye, Marie… Ya no es una niña.

—Es una joven decente. ¿Te acuerdas de cómo son esa clase de chicas? —le gritó—. Pero, claro, me había olvidado que tú nunca te relacionaste con ellas —añadió con amargura.

—¿Qué quieres que haga?

—Que cuides de ella, que me la traigas a casa, y no que la dejes irse de noche con un joven. No tienes ningún sentido de la responsabilidad —exclamó con exasperación—. Nunca lo tuviste.

—Bueno, ahora no se puede hacer nada.

Percibiendo la mezcla de culpa y aburrimiento en su voz, colgó, furiosa.

Después se puso a esperar. Al cabo de un rato, abrió la ventana del salón, que daba al balcón desde donde se veía la calle. París estaba en silencio. Aunque de vez en cuando se perfilaba alguien bajo la luz de una farola, la ciudad parecía dormida.

¿Estarían en un bar o en un club? Hacía una noche cálida. ¿Estarían paseando por el borde del Sena o en uno de los puentes? ¿Estaría la mano del joven Frank rodeando la cintura de Claire? ¿La estaría besando? ¿O habrían ido incluso a su pensión? ¿Sería él capaz de algo así? Por supuesto que sí. Era un hombre joven.

Le dieron ganas de bajar corriendo a la calle para ir a salvar a su hija, y tal vez lo habría hecho de haber tenido alguna idea de dónde se encontraban.

Reprodujo en su pensamiento la alta figura de Frank Hadley, con su rebelde mata de pelo, tan parecido a su padre. Imaginó sus ojos en la oscuridad.

Entonces, la asaltó una terrible sensación. La cogió desprevenida y se apoderó de ella antes de que tuviera conciencia siquiera de qué era.

Quería a Frank Hadley.

No habría sabido decir si era al joven Frank o a su padre. La otra noche, en casa de su hermano, había tenido la impresión de que el Frank que conocía había surgido de repente del pasado. Ahora sentía como si hubiera aflorado la Marie de antes, como si las capas que componían su personalidad se hubieran ido desprendiendo para dejar al descubierto, casi intacta, a la muchacha que había sido un cuarto de siglo atrás.

La conmoción que había experimentado al ver a Frank se había transformado en algo distinto, en un terrible anhelo.

Deseo. Celos. Lo quería para ella.

¿Podía alguien ser dos personas a la vez? Por lo visto, sí. Como madre, quería proteger a su hija de Frank Hadley. Pero cuando pensaba en los dos juntos, ya no era una madre. Era una mujer cuya rival intenta quitarle a su amante. Casi se sentía capaz de agredirla físicamente. Sin embargo, lo primero de todo era saber en qué punto se hallaba.

¿Era Claire su rival? ¿Hasta dónde habían llegado las cosas?

Estaba sentada en el sofá en aquel confuso estado cuando oyó un ruido en la puerta. Fue rápidamente a la entrada. La puerta se abrió. Era Claire.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. —Tenía la cara pálida—. He bebido demasiado.

—Es tardísimo. Estaba preocupada por ti.

—Estoy bien. —Claire cerró la puerta.

—¿Has venido sola?

—No. Me han acompañado hasta la puerta.

—¿Quién?

—Frank y sus amigos.

¿Estaría diciendo la verdad? Marie reprimió las ganas de ir corriendo al balcón para mirar la calle.

—Bueno, al menos estás bien —dijo.

Al día siguiente, avisó a su hija de que debía tener más cuidado con su reputación y lamentó que su tío la hubiera dejado irse tan a la ligera con Frank. Para su alivio, advirtió que Claire no puso ninguna objeción.

Los almacenes Joséphine estuvieron muy tranquilos el mes de agosto, pese a la afluencia de visitantes extranjeros a París. La mayoría de los parisinos estaban fuera de la ciudad. La familia Blanchard se instaló al completo en la casa de Fontainebleau, y Claire y su madre se turnaban yendo a París un par de días por semana para controlar la buena marcha del negocio.

Jules Blanchard y su esposa se habían retirado a uno de los pabellones del patio. Habían dejado la parte principal de la vivienda para la familia. La viuda de Gérard y sus hijos estaban allí, así como Marc, Marie y Claire, pero todavía quedaba espacio para invitados. Así pues, no era extraño, cualquier tarde de agosto, ver hasta a una docena de personas tomando el fresco en la galería que daba al jardín.

Claire se sentía muy a gusto en Fontainebleau. Adoraba a sus abuelos. Últimamente, su abuela estaba un poco aturdida, pero al viejo Jules, aunque a veces se olvidaba de las cosas, todavía le gustaba salir a la veranda a charlar, y entonces ella le hacía preguntas sobre su juventud y él se ponía a describir a las personas de quienes se acordaba, que habían vivido en tiempos de la Revolución francesa y en el periodo napoleónico.

Solo una sombra enturbiaba su vida durante aquellos largos y placenteros días de verano. Había algo que la inquietaba: ¿estaba Frank Hadley interesado por ella?

Quizá que encontrara tan pocos hombres de su gusto se debía a que sus padres provenían de dos países diferentes. Durante su infancia en Londres, aunque le gustasen los niños ingleses que conocía, siempre tenía la impresión de que les faltaba algo. No era solo porque no hablaran francés. Estaba acostumbrada a ver las cosas con la mentalidad francesa de su madre, pero también con la de su padre. De hecho, este había vivido tanto tiempo en París que, aun siendo inglés, también tenía una visión del mundo más amplia que la mayoría de sus vecinos. Era cierto que había muchos ingleses que habían estado en remotas regiones del mundo sirviendo al Imperio británico y que tenían unos horizontes más amplios, pero la mayoría seguía percibiendo aquel vasto mundo con una mentalidad imperialista. Para ellos no había duda: lo británico era siempre mejor. Los ingleses que habían vivido en la Europa continental eran una especie más bien escasa.

Cuando volvió a Francia con su madre, le ocurrió algo parecido. En principio, los franceses le parecían interesantes y seductores, pero a medida que el descubrimiento inicial de la cultura francesa iba dejando de ser una novedad, los franceses que conocía empezaron a parecerle un poco menos fascinantes. También ellos formaban parte de una multitud…, una multitud diferente, pero igual de vulgar.

Casi sin darse cuenta, comenzó a desear que se presentara un hombre de otra clase, un espíritu libre, una persona para quien la vida fuera una aventura sin restricciones. Podía ser inglés o francés, o de cualquier otro país. Podía ser un explorador, tal vez, o un escritor, o quizás un diplomático… Eso estaba por ver.

¿Y dónde se podía encontrar a un hombre así? Le había costado un poco descubrir que en París había una comunidad que atraía a ese tipo de personas.

Los norteamericanos.

Había una serie de factores para que fuera así. La libertad corría por sus venas, como un derecho de nacimiento. Casi todos aquellos emigrantes sentían, con todo, que el poderoso engranaje norteamericano era todavía demasiado joven, demasiado rudo para haber podido desarrollar la fértil cultura que ellos buscaban. Europa contaba, en cambio, con más de dos mil años de cultura a sus espaldas, que se hallaban allí a su disposición, plasmados por ejemplo en los templos griegos, las casas solariegas inglesas o en los clubes nocturnos parisinos. Los estadounidenses acudían sin arrogancia, con ansias de aprender. Les interesaba todo.

De este modo, cualquier día de la semana, en las librerías, bares y teatros de París, podían coincidir Gertrude Stein y Sylvia Beach, de Estados Unidos, el inglés Ford Madox Ford, el español Picasso, Diaghilev y sus Ballets Rusos, escritores franceses como Cocteau y el joven Ernest Hemingway.

Un día su tío Marc le preguntó qué pensaba de los norteamericanos de París.

—No me gustaría casarme con Hemingway, pero sí me gusta su espíritu aventurero —respondió.

—Quizá podrías encontrar a otro más joven y compartir aventuras con él, aunque tal vez tendrías que esforzarte para hacerlo ir por donde tú quieres.

—Eso suena a desafío.

—¿No te gustan los desafíos?

Quizá sí le gustaban.

¿Qué tenía que hacer entonces para que Frank Hadley hijo se fijara en ella?

Era amable. Tenía una conversación agradable. Aquella noche, después de los Ballets Rusos, habían regresado con su tío Marc, y después habían continuado por el bulevar Raspail hasta Montparnasse, donde se habían encontrado con sus amigos. Se había sentido muy a gusto con él, y parecía que él también apreciaba su compañía. Se había reído de sus chistes. En el camino de vuelta a casa, eran un grupo de seis, recorriendo las solitarias calles cogidos del brazo. Frank iba a su lado, y había sentido el cálido contacto de su cuerpo contra el suyo. Después se habían despedido todos con dos besos en las mejillas, a la manera francesa, cuando la habían dejado en el edificio donde vivían. No había logrado dilucidar, con todo, si estaba interesado o no en ella.

Lo había vuelto a ver a finales de julio. Se había citado con él y los Hemingway una tarde en el Dôme Café, donde se reunían pintores y escritores.

—Lenin también solía venir aquí, cuando estaba en París —le explicó Claire—. Me lo dijo el tío Marc.

Lo habían pasado muy bien. Hadley Hemingway los informó con gran orgullo de que Ernest había escrito alrededor de una docena de relatos ese año, y después este le había preguntado a su esposa si había leído alguno de los textos de Frank. Este frunció el entrecejo mientras ella contestaba que no.

—Deberías enseñarle algo —le aconsejó Hemingway a Frank—. Ella tiene buen ojo para esas cosas.

Frank respondió, incómodo, que lo que escribía todavía no era bueno y que probablemente no lo sería nunca.

—Deberías quedarte una buena temporada en París —opinó Hadley—. A nosotros nos parece que te sienta bien.

—Exacto —confirmó Hemingway.

—No vayas a esfumarte así sin más, como Gil —dijo Hadley.

—¿Quién es Gil? —preguntó Claire.

—Bah, era un joven norteamericano muy simpático que parecía muy prometedor. Pero, de repente, un día desapareció sin decir nada —explicó Hadley.

—Yo no haré eso —aseguró Frank.

Después, mientras la acompañaba a casa, le había hablado de su casa en Estados Unidos y le había formulado un sinfín de preguntas sobre Joséphine y los proyectos que tenían para los almacenes. También parecía bastante interesado en lo que su madre hacía allí; de hecho, dejaba traslucir una especie de fascinación por ella. A continuación le dijo que iba a pasar una parte de agosto en Bretaña. Por ello no había esperado volver a verlo hasta septiembre.

La tercera semana de agosto, tras estar fuera de París varios días, Marc regresó en compañía de Frank.

—Había ido al Dôme para ver a alguien y me lo encontré allí. Le dije que viniera conmigo a Fontainebleau.

Dado que la casa estaba casi llena, Marie le indicó a Claire que lo mejor sería que le cediera su habitación a Frank.

—Podemos poner una cama para ti en el boudoir al lado de mi cuarto —le dijo a su hija.

Frank parecía un poco incómodo por estar causando aquellas molestias, y en especial a Claire, pero Marie le aseguró que aquella era una casa familiar, donde todos estaban acostumbrados a hacer sitio para los amigos.

Marc se apresuró a incluir a Frank en un proyecto familiar.

—Tienes ante ti una magnífica oportunidad —declaró—. Te encuentras rodeado de una familia francesa, que te enseñará cómo ser un francés. Hasta podría ser que llegues a superar a tu padre en ese aspecto —añadió, sonriendo.

Acordaron que cada mañana Claire le enseñaría a hablar francés durante una hora. Después pasaría otra hora con Marie. Esta podría llevarlo a la cocina y enseñarle el proceso de elaboración de los diferentes platos, o bien podría acompañarla al mercado. Se trataba simplemente de implicarlo en cualquier actividad que la ocupara en ese momento, aderezándola con algún comentario. Marc, por su parte, lo acompañaría a él, y a quien quisiera ir, al castillo, al pueblo de Barbizon, o a la biblioteca, para enseñarle libros y hablarle de la historia y la cultura francesas. Al cabo de diez días, Frank había aprendido muchísimo.

Una vez, durante la comida, confesó que todavía no había acabado de entender la organización geográfica de París.

—En primer lugar —señaló Marc—, debes comprender la manera en que se transformó París: de modesta localidad romana a ciudad medieval. —Le explicó cómo la ciudad se había ido ampliando, a la manera de un huevo expandido, según su propia expresión, rodeado por una serie de murallas, dentro de las cuales fueron naciendo nuevos barrios—. Tenemos, por ejemplo, la antigua isla de la Cité, y la montaña de Sainte-Geneviève, donde ahora se asienta la universidad y que antaño fue un foro romano. Al otro lado del río queda la zona del Temple, el barrio donde en otro tiempo vivieron los templarios, y cerca de este está el Marais, así llamado porque en otro tiempo era una zona de pantanos. El resto de los barrios conservan, por lo general, los nombres de antiguos pueblos o iglesias, y cada uno tiene su propio carácter…, aunque muchos casi desaparecieron con la redistribución urbanística del barón Haussmann, el siglo pasado.

—Pero ¿y los distritos? —preguntó Frank—. Ahí es donde me pierdo. Tienen números, pero parece que fueran por pares. Además, me da la impresión de que cada uno tiene su propia reputación, ¿no?

Marc se volvió para cederle la palabra al joven Jules, el hijo de Gérard.

—Para ser exactos —le dijo este—, poco después de la Revolución, las zonas interiores de París se dividieron en doce distritos, a los que a veces alude la gente llamándolos los antiguos distritos. En 1860, volvieron a dividir París en veinte distritos. Estos empiezan en la zona del Louvre y la parte occidental de la isla de la Cité, donde está el primer distrito. Después vienen, formando una espiral en el sentido de las agujas del reloj, los primeros cuatro distritos de la Rive Droite. El Tres abarca el Temple, y el Marais cae casi todo en el Cuatro. Después se cruza el río hasta el Cinco, que es el barrio Latino; el Seis, que es la zona del jardín de Luxemburgo; y el Siete, que es quizás un poco más frío, pero rico, en el que se incluyen los Inválidos y la torre Eiffel. Volviendo a cruzar el río, se encuentra la extensa zona que va de norte a sur desde el río hasta el parque Monceau, y de oeste a este del arco de Triunfo a la Ópera, pasando por los Campos Elíseos y la Madeleine. Ese es el Ocho, un barrio muy selecto.

»Luego se sigue rodeando la ciudad por arriba. Los distritos del Nueve al Doce están en la Rive Droite. El Doce parte de la Bastilla por el Faubourg-Saint-Antoine y acaba en la antigua puerta de Vincennes. Después se vuelve a la Rive Gauche, con el Trece, con el Catorce, que corresponde al sector de Montparnasse, y con el Quince.

»Para los últimos cinco se cruza otra vez el río. El Dieciséis, que es alargado, cubre el lado occidental de la ciudad hasta el Arco de Triunfo y la avenida de la Grande-Armée, bordeando el Bois de Boulogne. En el Dieciséis hay antiguos pueblos como Passy, donde vivió Benjamin Franklin, y calles importantes como la avenida Victor Hugo. Tiene fama de ser un barrio elegante y cosmopolita. Por arriba, en el límite noroccidental de la ciudad, está el Diecisiete, en cuyo extremo se encuentra la antigua localidad de Neuilly, un sector muy señorial. El Diecisiete es respetable, pero sin mucha gracia.

—Tampoco está tan mal el Diecisiete —puntualizó su madre.

—Pero es aburrido —susurró Claire a Frank.

—El Dieciocho se puede definir como la parte superior de la ciudad —prosiguió el joven Jules—. Allí están Clichy y Montmartre. Después, en los límites nororientales de la ciudad quedan el Diecinueve, que alberga el parque de las Buttes-Chaumont, y el Veinte, que es el barrio obrero de Belleville, donde está también el cementerio Père Lachaise.

—Normalmente —explicó Claire—, aunque la gente mayor no usa tanto los distritos, si alguien le pregunta a uno dónde vive, contestará «en el Cinco» o «en el Seis», a menos que se trate de una zona de especial interés. Si uno viviera en la colina del Sacré Coeur, podría decir que vive en el Ocho, pero lo más probable es que dijera que vive en Montmartre. Lo mismo ocurre con Montparnasse, o la isla de la Cité, o el Marais.

—Aunque si viviera en Pigalle —intervino Marc—, que comprende el Moulin Rouge y algunos lugares de peor fama, podría decir «en el Nueve», que también podría interpretarse como que vive en el sector más respetable y fino de las proximidades del bulevar Haussmann.

—Ahora lo entiendo —dijo Frank—. Será mejor que estudie un plano.

—Sí, estudia un plano, pero, personalmente, te recomiendo que vivas en París —bromeó Marc.

Las tardes transcurrían entre un placentero sosiego. Mientras el viejo Jules leía el periódico y Marie paseaba por el jardín o descansaba, a Frank lo dejaban escribir en su cuaderno sin intromisiones ni preguntas.

El domingo por la mañana, las mujeres iban a la iglesia, naturalmente, y luego la familia al completo, con excepción de los abuelos, daba su tradicional paseo por el bosque de Fontainebleau.

No obstante, a pesar de que solían estar juntos y pese a su actitud levemente insinuante con su madre, Frank nunca realizó el menor intento de seducir a Claire. Era afable como un hermano, nada más.

A veces lo observaba mientras trabajaba por las tardes. En presencia de los demás, mantenía un semblante satisfecho; de vez en cuando tomaba una nota, con la misma desenvoltura aparente que si estuviera leyendo un periódico. Otra veces, en cambio, la veranda estaba vacía, o bien los demás dormitaban. Entonces, si lo espiaba por una ventana o desde la pequeña pérgola de rosas situada a un lado del jardín, a recaudo de su mirada, adquiría una expresión concentrada e intensa. Estaba segura de que entonces se entregaba a alguna búsqueda que mantenía oculta al resto del mundo, impulsado por una fuerza interior. Sabía que detrás de la fachada de aquel apuesto joven con aires de seductor había un hombre excelente y cabal, cuyo universo íntimo anhelaba compartir.

Tampoco iba a arrojarse a sus brazos, desde luego. A veces decía cosas para hacerlo reír. Otras, iniciaba una conversación en la que le demostraba que podía ser seria y que reflexionaba sobre lo que ocurría en el mundo. Sin embargo, sus esfuerzos no parecían dar ningún resultado.

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Al cabo de un par de días iban a regresar todos a París. En la cálida tarde de agosto, en aquel largo jardín inundado de sol, caían aquí y allá las sombras de los árboles contiguos a la pared. Apenas corría un soplo de aire. Aparte del crujido de los pocos carros que circulaban por la calle, solo se oía el quedo susurro de las abejas que acudían a libar en las rosas y las secas matas de lavanda.

El tío Marc había puesto un disco en el gramófono del salón y por la puerta abierta se expandía la música del Cuarteto de cuerda, de Debussy.

—Es una interpretación del Capet Quartet —explicó, con un libro en el regazo—. Acaban de iniciar una serie de grabaciones. Me lo proporcionó un amigo —añadió con orgullo—. Todavía no ha salido a la venta.

Aparte del abuelo, que dormitaba, Marc era el único que se encontraba en la veranda cuando salió Claire.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó a su tío.

—Frank se ha ido a caminar por el jardín. Creo que tu madre está en la casa. Los otros no lo sé.

Iba a sentarse, pero al final optó por ir a pasear por el jardín, seguida por el eco de la música.

El cuarteto había entrado en su movimiento lento, suave y sensual; era como el quedo murmullo de las abejas bajo el sol. Una franja de sombra cruzó fugazmente su cara y luego el sol relumbró de nuevo en su pelo.

Cuando llegó al seto que delimitaba el césped, la música afrontaba ya el primer momento culminante, como un repentino y apremiante susurro en la aletargada tarde. Por un arco de alheña se accedía al otro espacio, donde había un arbolillo, rosales y arriates de amapolas y acianos.

Allí vio a su madre y a Frank. Estaban muy cerca el uno del otro. Ella levantaba la cara hacia él, que la miraba, y no había duda: Frank estaba a punto de besar a su madre, y esta lo deseaba, a juzgar por cómo sonreía y por la postura de su cara.

Entonces la vieron. Aunque no se separaron de forma brusca, Frank se torció un poco hacia ella para fingir que se habían parado solo un momento mientras charlaban, y le dijo algo que no oyó.

—Me extrañaba que no hubiera nadie —comentó, antes de posar la vista en las flores, como si no hubiera ocurrido nada—. ¿A que es precioso el disco del tío Marc? —agregó.

Después volvió a pasar bajo el arco de alheña y regresó a la casa. El tío Marc despegó un momento la vista del libro para mirarla. Cuando estaba más cerca, advirtió que dirigía la mirada hacia atrás, por lo que dedujo que su madre y Frank también regresaban, charlando como si no hubiera pasado nada. Después se fue directamente al interior, sin detenerse en la galería. Se habría ido a su habitación, pero, como en ese momento era el cuarto de Frank, fue hacia el patio y por la verja de hierro salió a la calle. Antes de volver, estuvo caminando unos diez minutos.

Cuando Marc le propuso a Frank ir a dar una vuelta a la mañana siguiente, este aceptó enseguida. Caminaron por la zona del castillo, charlando un poco de todo. Marc comentó que, pese a la larga historia que tenía aquel monumento, cada vez que se acercaba a él, siempre le evocaba la imagen de Napoleón, despidiéndose de su guardia en el patio antes de partir al exilio.

—Y dime —planteó de repente mientras se aproximaban a la puerta—: ¿tu padre te hizo alguna advertencia antes de venir a Francia?

—Me dio muchos consejos sobre lo que había que hacer y lo que no.

—¿Qué te dijo que debías hacer en el trato con jóvenes francesas decentes?

—Bueno —repuso él con cautela y un tanto desconcertado—, me dijo que tuviera cuidado y que las tratase con el mismo respeto con que lo haría con una chica norteamericana de una familia como la nuestra. Nosotros somos bastante conservadores, ya sabes, pero él me dijo que los franceses lo son aún más.

—Una chica como Claire, por ejemplo.

—Sí. Bueno, ella es bastante inglesa, pero viene a ser lo mismo.

—No querrías enemistarte con su familia.

—No, claro. No creerás que he tenido un comportamiento incorrecto con ella, ¿verdad?

—En absoluto. Si no, no te habría dejado ir con ella por la noche. Estoy seguro de que no ha pasado nada.

—Nada, te lo prometo.

—Te creo. ¿Eres consciente de que está enamorada de ti?

—¿Claire? —soltó Frank, sorprendido.

—Te observa cuando tú no estás mirando. La tienes fascinada.

—Ah.

—¿Te gusta?

—Mucho.

—Pero actúas con cuidado.

—Con mucho cuidado.

—Con mi hermana, en cambio, es distinto.

—¿A qué te refieres? —contestó Frank, incómodo.

—A mí no me escandalizarías aunque lo intentaras, amigo mío. Casi todos los jóvenes creen que sería fascinante tener una aventura con una mujer mayor, y mi hermana es muy atractiva. Es viuda y sabe cuidar de sí misma. No presenta dificultades con su familia ni complicaciones. Me parece que le gustas. Es evidente que le recuerdas a tu padre. Tú eres muy joven, claro, y ella no querría hacer el ridículo, pero… ¿quién sabe?

Frank guardó silencio.

—Pero si por casualidad llegaras a la conclusión de que quieres cortejar a Claire… tal como es debido, por supuesto…, entonces no puedes acostarte con su madre. Sería muy mala idea. No lo pienso consentir. ¿Me entiendes?

—Sí —admitió el chico, bastante perturbado—. No había pensado en lo de… hacer la corte. Es que no tenía ni idea del interés de ella.

—Y te daba miedo ponerte a coquetear con ella, aunque no tanto con mi hermana.

—Yo no lo diría de esa forma. Su madre es extraordinaria…

—No he dicho que no deberías enamorarte de una mujer mayor. Es algo bastante habitual, de hecho. —Marc asintió para sí—. Francia es un lugar sensual, sobre todo en verano. La calidez del Mediterráneo llega hasta el norte, de una manera más difusa y suave. Todo eso impregna la música de Debussy, diría yo.

—Creo que lo entiendo.

—Muy bien —concluyó alegremente Marc—, elige a una o a la otra, pero no a las dos. Volvamos, es hora de comer.

A finales de la primera semana de septiembre, Luc le preguntó a Louise si querría aceptar otro cliente. Hasta el momento tenía tres. A uno lo veía una vez por semana; a los otros, cada dos semanas. Los tres eran ricos y respetables señores de mediana edad. El primero, el diplomático, vivía en un bonito piso situado en la amplia avenida que iba del Arco de Triunfo al Bois de Boulogne. El segundo, en la austera y elegante zona comprendida entre la torre Eiffel y los Inválidos. El tercero, en un elegante piso de la calle de Rivoli en el que se intercalaban elementos de moderno confort con piezas de mobiliario que parecían sacadas de Versalles.

A cambio de pasar dos o tres noches por semana con hombres interesantes en impresionantes viviendas, disponía de todo el dinero que necesitaba y ahorraba más de mil francos por semana. Aunque no era una fortuna, representaba más de lo que podría haber ganado en cualquier empleo a tiempo completo. Luc, que ingresaba lo mismo, debía de ahorrar incluso más gracias a sus actividades.

Ahora entendía por qué las chicas acababan ejerciendo de prostitutas. Si se podía contar con la clientela apropiada, el dinero era muy apetecible y no costaba tanto ganarlo.

—Si añades a este hombre, que es una persona encantadora, duplicarías casi tus ganancias —destacó Luc.

—¿Dónde los encuentras? —le preguntó, no por primera vez.

—Con los años, he ido construyendo una red de contactos —respondió él—. Tú estás teniendo mucho éxito, además. Tienes clase. Eso es algo difícil de encontrar. La gente empieza a hablar de ti.

—Uno más y basta, Luc.

—De acuerdo. Las condiciones serán las de siempre. Nada de nombres, al menos no al principio. Lo conocerás para cenar. Después todo dependerá de ti.

—Y de él también. Puede que no le guste.

—Seguro que sí. Por cierto, este hombre sabe muchas cosas. Podrías aprender bastante con él.

Se dieron cita en el café Procope, al lado del bulevar Saint-Germain. Él parecía tener algo más de cincuenta años, bien llevados. Sienes plateadas, estatura mediana, bastante delgado, expresión inteligente. Aunque tenía algo de artista, ella sospechó que quizá le faltaba la rebeldía de un artista creativo. Debía de ser más bien un intelectual, pero con dinero, desde luego.

—Tengo entendido que eres inglesa —comentó.

—Medio inglesa y medio francesa —repuso.

—Tu inglés no sé cómo será, pero tu francés es muy bueno. ¿Y trabajas de modelo para Chanel?

—Sí. Es bastante interesante, y ella es una mujer extraordinaria.

—En efecto.

Probablemente conocía a Chanel, pero no quiso preguntárselo. Ya se lo diría si le convenía. La discreción era el arte de aquel oficio.

Empezaron a hablar un poco de todo. Con sus espejos y cuadros de dorados marcos, el café Procope parecía salido del siglo XVIII. Louise comentó que le gustaba.

—Lo fundaron en el siglo XVII. Es curioso pensar que el mismo Voltaire comió aquí, y probablemente el local tenía entonces el mismo aspecto. ¿Qué otros restaurantes te gustan?

Se preguntó si estaría esperando que detallara los nombres de unos cuantos establecimientos caros.

—Sitios con personalidad —repuso—. Me encuentro igual de a gusto en un bistró, si es interesante.

—¿De veras? —La miró con aire pensativo—. Hay muchos lugares interesantes para comer, si uno sabe moverse un poco. Por cierto, ¿conoces el origen de la palabra «bistró»?

—Creo que no.

—Tras la caída de Napoleón, durante el breve periodo en que los rusos estuvieron en París, los cosacos que estaban acampados en Montmartre iban a los pequeños restaurantes, y cuando el servicio era lento no paraban de gritar «bistró», que en ruso significa «rápido». A partir de ahí, los franceses empezaron a llamar bistrós a aquellos restaurantes informales. Bueno, eso es lo que dicen. Tal vez no sea cierto.

Hablaron de muchas cosas. Era un hombre inteligente y divertido. Al final de la comida, a Louise no le cabía duda de que le gustaba. La corriente de simpatía la animó a hacerle, en contra de su costumbre, un par de preguntas.

—Luc es muy discreto, señor, y yo también, pero me dijo que no estaba casado. Me sorprende que alguien tan encantador como usted no tenga una amante. Bueno, puede que sí la tenga.

—No, señorita, no —confirmó, riendo—. Aunque hace tiempo… Actualmente, sin embargo, sí puedo encontrar una persona adecuada…, alguien como tú, me refiero, cosa que no es fácil…, para mí es mejor disponer de una noche por semana, digamos, que tener una compañera constante.

—¿Porque supone menos implicación personal?

—No solo por eso. Es que hago muchas cosas. Tengo un negocio familiar que me ocupa bastante tiempo y me ocupo de muchas actividades más. Por las noches suelo asistir a compromisos sociales; cuando vuelvo a casa, me pongo a trabajar o a leer. No dispongo de un espacio para una compañera, a la que debería dedicar atención. Quizá te parezca egoísta, pero es la única manera que me queda para poder hacerme cargo de todo.

—¿Es un pintor… o escritor? No quisiera parecer indiscreta.

—Durante un tiempo fui pintor. Ahora prefiero escribir sobre arte.

—Tengo otra pregunta, si me permite. ¿De qué conoce a Luc? —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Nunca he conseguido averiguar cómo conoce a tanta gente.

La miró con expresión cautelosa.

—¿No lo sabes?

—No. Siempre me ha picado la curiosidad.

—¿Vas a repetir lo que te diga?

—Por supuesto que no.

—Es por la cocaína, señorita. Luc lleva muchos años suministrando cocaína a la gente. La vende a todo el mundo, y siempre es pura. Todos confían en él. Tiene clientes de toda clase, y a veces le piden otro tipo de cosas.

Claro, se dijo Louise. Todo encajaba. ¿Cómo había podido ser tan ingenua y tan estúpida como para no haberse dado cuenta? ¿Por eso conocía a Chanel? ¿Quién sabía? En todo caso, no era asunto suyo.

—Siempre tiene dinero —señaló—, pero no creo que sea rico.

—Las personas como él no son las que se enriquecen en ese negocio. A menudo se vuelven adictas ellas mismas.

—No me parece que Luc se drogue.

—No. Es un caso raro. Yo consumo raras veces esa sustancia. En ciertas ocasiones, cuando tengo mucho que hacer, me sirve para poder trabajar una noche entera seguida. La uso en ese sentido. —Esbozó una sonrisa—. Bien, señorita, yo he contestado a todas tus preguntas. ¿Puedo preguntarte ahora si te interesaría ver dónde vivo?

—Estaría encantada, señor.

Hablaba con franqueza, cosa que él captó.

Al salir del restaurante, enlazó el brazo con el suyo. Su casa quedaba a poca distancia, cerca del jardín de Luxemburgo. En la planta baja, cogieron el pequeño ascensor hasta el tercer piso y entraron en su apartamento. Parecía solitario.

—Solo tengo dos criadas que viven aquí —explicó—. Hoy ya se han retirado a las habitaciones de arriba, así que tenemos la casa para nosotros solos. ¿Quieres tomar algo? Yo beberé un poco de whisky.

—Yo también. Gracias.

El piso era impresionante. Nunca había visto tantos cuadros en una misma casa. Los había de Manet, Monet, Van Gogh…

—Enciende las luces que quieras —la animó, mientras le ofrecía un vaso de whisky—. Enseguida vuelvo.

Se puso a observar el espacioso salón. En un rincón había un piano de cola con varias fotos enmarcadas. Se acercó y encendió una lámpara para verlas mejor.

No eran fotos destinadas a impresionar a las visitas, sino más bien escenas de familia. En varias de ellas aparecía una mujer alta, muy elegante. Una era de boda. Identificó al instante a su acompañante, aunque por aquel entonces era mucho más joven. Después se fijó en los novios, y se quedó de piedra.

El novio era James Fox, el abogado londinense. Era él, sin duda. Permaneció allí, observando la foto.

Oyó que su acompañante regresaba y acudía a su lado.

—Ese es usted, ¿verdad? —preguntó, señalándolo, como si se tratara de algo intrascendente—. ¿Una boda familiar?

—Sí. La del medio, la novia, es mi hermana. Y ese es su marido. Era inglés, de hecho, aunque de origen hugonote. Antes se llamaban Renard, pero adaptaron el apellido: Fox.

—Interesante. La boda parece francesa.

—Es que fue aquí en Francia, en Fontainebleau. Su marido murió, por desgracia. Era muy buena persona. Se lo llevó la epidemia de gripe después de la guerra. —Señaló a la elegante señora de la otra foto—. Mi tía Éloïse. Este piso era el suyo. Era una mujer fuera de lo común.

—Se nota viéndola —comentó Louise con fingido interés.

En su cabeza se sucedían, vertiginosos, los pensamientos. Fox. Su despacho de París. La adopción. Blanchard. Volvió a centrar la atención en los asistentes a la boda.

—Estos deben de ser sus padres, ¿no?

—Exacto. Y ese es mi hermano. Él era el sensato por aquel entonces, y yo era el artista.

—Cuando tenía poco más de veinte años.

—Sí.

—Muy guapo. —Calló un instante, eligiendo con cuidado las palabras—. Parece la típica boda burguesa, si me permite decirlo.

Él rio entre dientes.

—Es una buena descripción de la familia Blanchard, sí.

—¿Me excusa un momento?

—Por allí a la derecha —le informó, señalando un pasillo.

Tardó más de un minuto en recuperarse. James Fox se había casado con un miembro de la familia Blanchard. Aquello era mucha coincidencia. Esa debía de ser la misma familia Blanchard que sabía quién era su padre. Seguramente era uno de ellos. Y si su padre era un Blanchard, el candidato más probable se encontraba justo a unos metros de ella.

De improviso, le entraron ganas de llorar. Así habían sido las cosas. Había estado a punto de encontrar a su padre, pero, o bien se trataba de aquel hombre, que ahora sabía que ella era una prostituta y que Luc, el vendedor de cocaína, era su chulo, o bien era otro a quien este pondría al corriente. Aquella era su vida. ¿Qué clase de acogida podría brindarle aquella presentación?

Permaneció muy quieta, conteniendo las lágrimas. Con glacial claridad comprendió la situación. Estaba a punto de acostarse con un hombre que probablemente era su padre.

Tenía que salir de allí cuanto antes.

Aquel fue el primer conflicto que Claire experimentó con su madre. Fue, no obstante, un silencioso pulso del que no hablaron nunca.

En un primer momento, mientras caminando por el jardín se alejaba de Frank y de su madre, había experimentado solo una fría conmoción. Al entrar en la casa, estaba temblando. Pero cuando salió a la calle, otra sensación se adueñó poco a poco de ella.

Era un sentimiento de furia, de rabia. ¿Cómo se atrevía su madre a robarle a aquel chico? No se lo iba a permitir. Ella era joven y tenía buena presencia. Ya vería su madre. Le iba a quitar a Frank Hadley.

Aunque intensa, la ira no duró mucho. Al pasar junto a la iglesia parroquial, se transformó en un sentimiento de desesperanza. Frank Hadley no le pertenecía. No había mostrado el menor interés por ella. Parecía que quería a su madre, y quizá la iba a conseguir.

No podía oponer ni razonar nada, así pues se calló.

Su madre tampoco dijo nada. Mantuvo la calma de siempre, como si no hubiera pasado nada. Ya sabía lo que le habría contestado si le hubiera planteado la cuestión: «Está coqueteando conmigo. No deja de tener su parte de gracia». ¿Y qué diría ella entonces? ¿Aducir que era repugnante? Entonces su madre adivinaría que estaba celosa, que lo quería para ella, pero que él no la amaba. ¿Para qué iba a exponerse a sufrir tal derrota?

Así pues, no dijo esta boca es mía. Se guardó para sí su dolor, su rencor y su sentimiento de humillación.

Una vez de regreso a París, ambas estuvieron muy ocupadas en los almacenes. Estuvo atenta por si veía a Frank merodeando en torno a su madre, pero no advirtió nada.

Se llevó una sorpresa cuando, una semana después, Frank la llamó por teléfono a Joséphine.

—He pensado que quizá te interesaría. Vamos a ir todo un grupo a Montmartre esta noche. Estarán los Hemingway, algunos pintores y unos cuantos bailarines de los Ballets Rusos. Si estás libre, tal vez te apetezca ir. Hemingway me dijo que te invitara.

No tenía nada previsto. Y él tenía razón, aquel era el tipo de salida que le interesaba.

—No sé si a mi madre le apetecería —dijo.

—Bueno, en realidad todos son más jóvenes.

Se citaron al pie de la montaña. Cuando llegó, ya había una docena de personas esperando. Frank la saludó con los dos besos de rigor, pero le dio la impresión de que era algo más efusivo en su trato.

Los Hemingway aparecieron al cabo de un momento y después todos subieron al funicular. Mientras ascendían la pendiente, Frank, que se encontraba casi pegado a ella, le susurró algo al oído.

—A mí me dan vértigo estos aparatos, pero no le digas nada a Hemingway.

—A él no le parecería mal —opinó.

—No, pero lo escribiría en algún libro.

Una vez arriba, se dirigieron a la escalinata del Sacré Coeur y, delante del inmenso templo blanco, observaron los tejados de París envueltos por la dorada neblina del sol del atardecer; la torre Eiffel, que con la distancia aparecía como un dardo gris encarado hacia el cielo; y las amplias escaleras que cubrían el flanco de la montaña, con la gente y los bancos, cuyas sombras caían, alargándose, hacia el este.

A su lado, Frank señaló en dirección al Bois de Boulogne. Al hacerlo, posó la mano en su hombro. Entonces la recorrió un tenue escalofrío. Él le preguntó si tenía frío y ella negó con la cabeza.

Tras permanecer un rato contemplando la vista, tomaron la estrecha calle que conducía a la plaza du Tertre y se sentaron a una mesa bajo los árboles.

La reunión estuvo muy animada. Claire conocía a algunos de los presentes. Le pareció reconocer a un par de bailarines de los Ballets Rusos. Frank le dijo que Picasso también iba a acudir, pero por el momento no se había presentado. Delante de ella había un hombre ruso encantador y de semblante afable, de unos treinta y cinco años, que le explicó en un francés con marcado acento eslavo que había vivido en París antes de la guerra.

—Volví a Rusia y me quedé un par de años antes de volver a Francia —precisó—. París es el sitio donde hay que estar hoy en día.

—¿Dónde pasó el verano? —le preguntó Claire.

—En Bretaña, en parte —repuso el hombre.

—Frank también estuvo por esa zona. —Señaló a Hadley.

—Parece que no coincidimos —le dijo a Frank.

Se llamaba Chagall, según averiguó, pero, pese a los años que llevaba en París, no era una de las figuras conocidas del mundo artístico. Su tío nunca lo había mencionado, aunque él dijo que conocía a Picasso.

Sin embargo, Frank sí sabía algo de él.

—Pinta unos hermosos cuadros de carácter íntimo, que evocan sobre todo su infancia en un shtetl judío —le informó mientras Chagall hablaba con otra persona—. Es una obra extraña, casi surrealista, con un magnífico colorido.

—He oído decir que Vollard le va a organizar una exposición el próximo año en Estados Unidos —le comentó más tarde al pintor.

—Así es —confirmó, con modestia, Chagall.

—¿Va a ir? —preguntó Frank.

—No me lo puedo costear —confesó el ruso.

Impresionada con lo bien que parecía desenvolverse Frank en aquel ambiente, Claire se hizo el propósito de mantenerse al corriente de cómo evolucionaba la carrera del señor Chagall.

Estuvieron un rato charlando de París y del gran número de personas interesantes que vivían en la ciudad.

—Es curioso —observó Claire—, mi tío Marc, que ha estado al tanto de todo cuanto ha ocurrido aquí durante tres o cuatro décadas, habla de París como una ciudad francesa, llena de cultura francesa. Sin embargo, todos vosotros la percibís de otra manera, como un lugar adonde los artistas acuden a escribir, pintar… No sabría decir cuál es el París de verdad.

—Quizá todo dependa de la perspectiva con que se mire —respondió Hemingway, sirviéndole un poco de vino—. París siempre se ha enorgullecido de ser un centro cultural, desde los tiempos en que se fundó la universidad. Ahora se ha convertido en el lugar donde convergen personas venidas de todas partes del mundo, en una versión más internacional, digamos, de lo que siempre quiso ser. Una ciudad es un inmenso organismo, que puede ser muchas cosas a la vez. No está claro si la historia recordará a los últimos presidentes franceses, pero yo estoy casi seguro de que sí recordará a los impresionistas, los Ballets Rusos, Stravinsky o Picasso. ¿Qué será en ese caso París? El recuerdo de todas esas personas y obras extraordinarias. Todos nos acordamos de Napoleón, el corso, y de Eiffel, que era alsaciano, y muchos también tenemos presente que Benjamin Franklin vivió aquí. Eso es París —concluyó, sonriente—. París se ha convertido en una ciudad internacional, que nos pertenece a todos, a todos los habitantes del mundo.

A continuación encargaron la cena. Hemingway y Frank se enzarzaron en una amistosa discusión sobre París y Nueva York, porque Frank dijo que, después de París, quería ir a vivir a Nueva York.

—Te tienes que quedar aquí —disintió Hemingway—. En este momento, al menos, París es el lugar donde hay que estar. ¿No te parece? —le preguntó a Claire.

—Eso es lo que dice todo el mundo, para la pintura, la danza y la moda —convino ella—. Aunque yo aprecio mucho el teatro de Londres. Con respecto a la música, no sé.

—Stravinsky está aquí —dijo Hemingway—. ¿Qué más queréis?

—Yo quiero jazz —contestó Frank—. Quiero la frescura y el dinamismo del ritmo y la improvisación del jazz. Eso está en Nueva York. Y por cierto —añadió, dirigiéndose a Claire—, ya sé que, en cuestión de teatro, Londres cuenta con la tradición más prestigiosa del mundo, pero en la actualidad en Nueva York hay una extraordinaria ebullición. En Broadway se van a representar cinco obras de Eugene O’Neill esta temporada.

Hemingway no estaba de acuerdo.

—Si vas a escribir obras de teatro, puede que tengas razón, Frank, pero ningún escritor destacado de novela o de poesía quiere vivir en Nueva York. Todos están en Londres y en París. Fíjate en Eliot, Pound o Fitzgerald. Todos están en Europa.

—No es verdad. En Nueva York hay bastantes escritores, que se reúnen cada semana en el Algonquin Hotel.

—Un puñado de carcamales —replicó Hemingway.

—No son carcamales. Son jóvenes y con talento.

—Ya se verá con el tiempo.

De nada servía llevarle la contraria a Hemingway, así que Frank no insistió. Empezaron a comer y, con la caída del sol, los camareros pusieron velas en la mesa.

Antes del postre, en la mesa se había instalado un clima de sosiego. Claire advirtió que Chagall había sacado unos lápices y garabateaba algo en una servilleta. A la luz de la vela, parecía una cabra en medio de un espacio gris, y una mujer que surcaba un cielo azul enfundada en un ahuecado vestido.

Entonces Hemingway dio un golpecito en la mesa y anunció que iba a leer algo. Ella esperaba escuchar uno de sus últimos relatos, pero no se trataba de un texto suyo.

—Es algo que alguien me enseñó el otro día en la Shakespeare and Company. Como me gustó, he pensado que también podría tener interés para vosotros. Es el comienzo de un relato que aún está por escribir.

Hemingway tenía la voz idónea para narrar un texto. Con su timbre de barítono, leía con impecable pronunciación, sin florituras, como un corresponsal que transmitiera desde un lugar remoto, imprimiendo ásperas inflexiones en ciertos pasajes.

Sin embargo, el lugar descrito en las hojas mecanografiadas que tenía en la mano no era una zona de guerra, ni tampoco un bosque americano, ni un río ni una montaña, sino un largo jardín y una amplia casa francesa, sencilla y provinciana, con postigos en las ventanas, un arriate de lavanda y acianos, habitado por un murmullo de abejas, y con una galería donde un anciano leía el periódico junto a su esposa, que ya no recordaba quién era, y donde una bonita muchacha entraba en la casa pasando junto a la cocina, donde todavía flotaba el olor del aderezo de vinagre y aceite prendido en la ensaladera que permanecía aún por lavar encima de una mesa de madera.

Al darse cuenta de que era la casa de Fontainebleau, Claire miró a Frank, que parecía turbado y complacido a la vez.

Cuando Hemingway concluyó la lectura, Claire susurró a Frank que era él quien lo había escrito, y este respondió que ignoraba que su amigo fuera a leerlo en público y que se arrepentía de habérselo enseñado.

Después Hemingway dijo que nunca había leído nada que expresara tan bien y con tanta sencillez los sonidos, el olor y el ambiente de un lugar. Según él, aquella descripción hacía que tuvieras ganas de conocer mejor a los personajes, en especial al de la muchacha, que estaba rodeado de una potente aureola de misterio. Al decir esto último, miró a Claire, sonriendo. Después señaló a Frank, para que todos supieran quién era el autor.

Más tarde, Frank la acompañó a casa. Al despedirse, le dio un beso en la mejilla, y al hacerlo le dio un leve apretón en los brazos.

—A Hemingway le gustas mucho —dijo.

Y ella interpretó que aquello significaba que también a él le gustaba.

Al recordar la humillación sufrida durante los últimos días de la estancia en Fontainebleau, Marie tenía que hacer un gran esfuerzo para no echarse a gritar.

Cuando Marc llevó al joven Frank Hadley a la casa, le dio la habitación de Claire y puso a esta en el boudoir contiguo a su propia habitación. De ese modo, además lograba proteger a Claire del joven. La única puerta del boudoir daba a su habitación, así que nadie podía entrar ni salir de allí sin pasar delante de su cama, y ella tenía el sueño ligero.

Así su hija estaría a salvo. Además (y no le dolían prendas admitirlo), al no tener a mano a su hija, era más probable que Frank se concentrara en ella.

¿Y por qué no? ¿Por qué no podía aspirar a ello, siempre que fuera discreto? Si había dejado escapar a su padre, ¿por qué no podía tener una relación con el hijo?

No había sido difícil despertar su interés, enseñándole cosas en la cocina o en la casa, llevándolo al mercado o a pasear por la localidad, iniciándolo en la profunda sensualidad que impregnaba en verano la Francia provincial. Todavía conservaba un buen tipo y las arrugas que tenía le daban un toque interesante. Como buena francesa, tenía un caminar ligero y comedido, distinto de la espontaneidad de movimientos de las muchachas norteamericanas. Todo aquello componía una excitante combinación para cualquier joven ávido de aventuras.

A ella, por su parte, después de pasar varios años sola, aquello la hacía rejuvenecer de una manera insospechada. Por la noche, al mirarse en el espejo con la suave luz de la lámpara, se soltaba el pelo pensando que la cara que reflejaba no quedaría mal encima de una almohada. Una noche, cuando Claire dormía, se quitó el camisón y observándose desnuda en el espejo de cuerpo entero, comprobó con satisfacción que sus pechos se veían firmes todavía y que apenas tenía que meter barriga. Cuando se volvió para mirar detrás, solo detectó unos cuantos hoyos, imperceptibles casi.

Día tras día, había visto crecer su interés. Y cuando había culminado aquella sensual tarde, en el extremo del jardín, había creído que era suyo. Era solo cuestión de un momento y se hubieran besado. Aquello habría sido suficiente para retenerlo. Quizás habrían hecho el amor en Fontainebleau, aunque habría sido difícil. Podrían haber ido a pasear al bosque y besarse allí con más ardor, al menos. Después, al cabo de un par de días, de regreso a París, todo habría sido posible.

Pero todo quedó en nada cuando Claire apareció.

Al día siguiente, algo había cambiado. De repente, parecía que Frank se había echado atrás. En cualquier caso, no volvió a tomar ninguna iniciativa. Hubo un par de ocasiones en que se encontraron solos, una en el salón y otra en el pasillo, pero no se acercó. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso ya no la encontraba atractiva? ¿Le parecía vieja? ¿Tenía miedo?

Frank iba a coger el tren de París un día antes que los demás. Marc dijo que lo acompañaría en coche a la estación. Mientras el chico aguardaba junto al coche en el patio, Marie salió y se detuvo a su lado. Estaban casi tan cerca como lo habían estado en el jardín. Ella lo miró, sonriendo, y él le devolvió la sonrisa, pero no había nada más, nada en absoluto.

—El otro día dijiste que no habías estado en el Jardin des Plantes —dijo.

—Es verdad.

—Esta es una buena época del año para ir. En invierno resulta un poco apagado. Llámame por teléfono y te llevaré.

—Así lo haré, gracias.

Pasó una semana… y después otra, pero no llamó.

Claire lo vio. Un día, mientras Marie hablaba en la oficina con Marc, se asomó a la puerta y preguntó a su tío si había oído hablar de un pintor llamado Chagall. Este respondió que no y preguntó por qué.

—Es posible que sea alguien que merezca atención. Lo conocí la otra noche, con un grupo de personas, en Montmartre.

—¿Había algún conocido? —inquirió Marc.

—Hemingway.

—¿Estaba Frank Hadley? —preguntó Marie.

—Sí. Nos saludamos, pero casi no hablé con él. Se puso a discutir de algo con Hemingway.

Marie guardó silencio. Quizá debería llamarlo ella, aunque no lo tenía claro. Tampoco había tenido noticias de Roland de Cygne, pese a que no le cabía duda de que se encontraba ya de vuelta en París.

Se sentía un tanto abandonada cuando, unos días después, Claire fue a su oficina y le preguntó si la había llamado Frank.

—Estaba intentando localizarte, pero me he puesto yo al teléfono. Ha dicho que te habías ofrecido a acompañarlo al Jardin des Plantes. ¿Por qué no vamos todos este sábado?

—Ah, bueno, como quieras —dijo Marie con fingida indiferencia.

Comieron juntos en la Brasserie Lipp. Estaban Marc, Marie, Claire y Frank. Marc eligió aquel restaurante porque se encontraba cerca del parque, en el bulevar Saint-Germain, y porque Frank nunca había estado allí.

—Es toda una institución —explicó—. No aceptan reservas, sea de quien sea. Eso sí, si te dicen que tendrás una mesa a punto al cabo de diez minutos, ten por seguro que así será.

La especialidad de aquella brasería era la comida alemana y alsaciana. Marc y Frank comieron salchichas y chucrut, acompañados con cerveza alemana; las mujeres, cassoulet con Riesling seco de Alsacia. Después salieron, ahítos, al bulevar. A los pocos minutos torcieron por la gran pendiente curva de la calle Monge.

—Esto forma parte de la colina donde se asentaba la Lutecia romana —le recordó Marc a Frank—. Si no lo has visto, el antiguo anfiteatro romano queda aquí arriba a la izquierda.

Caminaban despacio, Marc junto a Marie y Frank. Claire iba un poco más adelante.

—Hacen una buena pareja, ¿no crees? —le comentó en voz baja Marc a su hermana.

—Al principio me inquietaba un poco Frank —confesó Marie—, pero no creo que haya una atracción entre ellos.

—Yo no estaría tan seguro —opinó Marc—. Ella está enamorada de él. Me di cuenta en Fontainebleau.

—¿Ah, sí? Pues ella dijo que, cuando lo vio en Montmartre, apenas hablaron.

—¿Y si la cosa fuera en serio? ¿Y si quisiera casarse con ella?

—¿Y llevársela a Estados Unidos? ¿Una francesa en América?

—Es medio inglesa, no lo olvides. ¿Tú habrías ido a su edad, si te lo hubieran pedido?

Marie frunció el entrecejo, sin responder, perdida en un mar de interrogantes. ¿Estaba en lo cierto Marc? ¿Era esa la razón del repentino distanciamiento de Frank? ¿Estaba Claire más cerca de él de lo que había imaginado? ¿La estaba engañando su hija? Todavía se encontraba absorta en sus pensamientos, cuando llegaron a las ruinas del antiguo anfiteatro romano.

—Siempre se dio por supuesto que París había tenido un anfiteatro romano, pero nadie sabía dónde estaba exactamente hasta que lo descubrieron hace seis años —le dijo Marc a Frank—. Empezaron a construir una cochera para tranvías y localizaron los restos. Todavía están excavando, pero, como puedes ver, la arena en sí era un círculo, con unas gradas de piedra semicirculares a un lado. De ello se deduce que probablemente aquí también se ofrecían representaciones de teatro.

—Es bastante grande —señaló Frank.

—Debía de tener una capacidad de entre quince y veinte mil espectadores. Lo normal para una ciudad romana de cierto peso.

Claire observaba el polvoriento y grisáceo espacio central, flanqueado por la pared medianera de un edificio.

—Tiene algo tétrico —comentó—. ¿Hubo luchas de gladiadores? ¿Mataron a personas aquí?

—Por supuesto —confirmó su tío—. Era el Imperio romano. Aun siendo espléndida, nuestra tradición clásica siempre tuvo elementos muy duros.

Frank caminó hasta el centro del gran círculo y tendió con aire pensativo la mirada en derredor. Claire fue a su lado y enlazó el brazo con el suyo. Un gesto amistoso, nada más.

Marie se encontraba justo al lado de una de las entradas del ruedo que comunicaban con un túnel situado bajo las gradas. Por allí debieron de pasar los gladiadores y las víctimas expiatorias, pensó con empatía. Se fijó en Frank y Claire. Él tendía la vista hacia otro lado, pero Claire la estaba mirando a ella, con una inconfundible expresión de triunfo en la cara. Parecía decirle: «Tú lo quieres, pero yo te lo he quitado. Ahora es mío».

Después su hija se volvió hacia otro lado.

Hacía mucho que Marie no había estado en el Jardin des Plantes. De hecho, casi había olvidado lo maravilloso que era.

—Este parque lo iniciaron los médicos del rey, en la época de los Tres Mosqueteros —los informó Marc—. Después el Rey Sol trajo a un grupo de botánicos, los mejores del mundo, que se encargaron de ampliarlo. Y ahora…, no hay más que verlo.

El cielo estaba despejado. El sol aún estaba alto. Si bien no hacía tanto calor como dos semanas antes en Fontainebleau, solo se adivinaba la proximidad del otoño en los primeros tonos amarillos de las hojas de algunos árboles.

Pasearon por las largas avenidas, admiraron el gran cedro del Líbano, traído de los Kew Gardens de Londres, y observaron el pequeño zoológico real, que habían trasladado allí desde Versalles tras la Revolución. También visitaron el precioso invernadero mexicano. Se notaba que Marc y los dos jóvenes lo estaban pasando muy bien. Marie lucía una agradable sonrisa.

Sin embargo, en realidad apenas veía nada de lo que miraban.

Claro, pensaba, qué necia había sido. ¿Qué había sido su súbita pasión por el joven Frank…? ¿Un intento de recuperar la oportunidad perdida con su padre? Sí. ¿Un intento de reavivar sentimientos que ya no esperaba volver a sentir? También. ¿Aquello era normal? No estaba segura. ¿Era absurdo? Sin duda.

Ella ya había hecho su vida. En realidad, había tenido suerte. James Fox había sido un buen marido. Ahora le tocaba el turno a su hija. El destino decidiría si Claire tendría la suerte de su lado. En todo caso, el joven Frank pertenecía a Claire. «Y yo corro el riesgo de ponerme en ridículo», reconoció.

Levantó la vista hacia el sol, cálido y reluciente. Seguro que estaba realzando, con terrible crueldad, cada arruga de su cara.

De repente la invadió un sentimiento de desolación, como si la vida hubiera pasado de largo. Sintió que mucho antes de que estuviera preparada, el destino y aquel terrible sol la habían sentenciado al exilio, a un estéril páramo vacío, empapado de frío otoñal.

Entraron en el laberinto circular de la pequeña colina superior. El curvado sendero y los setos recortados le parecieron una prisión.

Después Marc los condujo al elemento principal del jardín, la vasta sala de exposiciones de la Gran Galería de la Evolución. Se detuvieron fuera un momento, contemplando la larga explanada de hierba que se extendía ante sus ojos.

Ella también miraba, pero, a duras penas, se dio cuenta de que Frank se había colocado a su lado.

—Por cierto —anunció este—, se me había olvidado mencionar que ayer recibí una carta de mi padre. Me encarga que le dé recuerdos.

—Salúdalo también de mi parte, cuando le escribas —dijo, esforzándose por sonreír.

—En realidad, podrá hacerlo en persona —prosiguió Frank—. En su carta dice que va a ir a Londres el mes próximo. Mi madre no va a poder acompañarlo, es una pena, pero después pretende viajar a París para verme. Puede que se quede una temporada.

—¿Tu padre va a venir a París?

—Sí.

—Ah —atinó a decir Marie.

Louise se dirigía de nuevo al despacho del señor Chabert, el abogado, intrigada por lo que habría averiguado. Había ido a verlo el día después del incidente con Blanchard.

A Luc no le había hecho ninguna gracia que hubiera dejado plantado a un cliente. Había ido a verla a su casa esa misma noche.

—¿Estás bien? He recibido una llamada diciendo que te habías ido de repente.

—Me sentía un poco mareada.

—¿Te ha hecho algo malo? ¿Te ha propuesto algo que no querías hacer?

—No ha sido nada de eso.

—Entonces…, ¿estás enferma? Le has gustado. Estaba preocupado por ti.

—No puedo volver a verlo.

—No puedes actuar así —dijo Luc con calma—. Tienes que decirme por qué.

—No puedo, Luc. Pero no volverá a pasar.

Calló un momento, como si estuviera sopesando algo.

—Más te vale —gruñó por fin—. No lo iba a tolerar.

A Louise no le gustó nada el tono que había empleado.

—Creía que eras mi amigo.

—Lo soy, chérie, pero piensa cómo me haces quedar, como un idiota. Y eso también es malo para tu reputación.

—Lo entiendo, Luc. No va a volver a pasar, seguro.

Después él se fue, dejando una estela de tensión en el ambiente.

En cambio, con el señor Chabert no hubo nada de tensión. El abogado la recibió con una radiante sonrisa.

—Señorita, la tarea que me encomendó era muy sencilla. El caballero en cuestión es el señor Marc Blanchard. —Hizo una descripción de la familia, de Gérard, Marc y Marie, de los almacenes Joséphine y de la casa de Fontainebleau—. Curiosamente, es la hermana de Marc, que se casó con Fox, el inglés, la que ahora dirige los almacenes. Marc era un artista. Su obra está bien valorada, aunque no se considera de primera fila.

—Gracias, señor. Eso es lo que quería saber.

—Si esta familia tuvo algún trato directo con su madre, caben dos posibilidades. Pudo haber sido una criada de la casa, o bien haber posado para algunos cuadros.

Louise le dio las gracias y, con el pequeño dosier que le había preparado el abogado bajo el brazo, regresó a casa.

Al día siguiente fue a Joséphine. Tras explicar que trabajaba como modelo para Chanel, le resultó fácil trabar conversación con una de las jóvenes empleadas, que pronto le señaló a Marie y a su hija. Eso le permitió ver cómo eran.

Al cabo de dos días, viajó en tren a Fontainebleau. Al llegar a la dirección que le había dado el señor Chabert, entró en el patio y, tras subir los escalones de la puerta principal, llamó a la campanilla. Acudió a abrir una criada.

—¿Podría hablar con el señor Blanchard? Me llamo Louise Charles —anunció, dando un nombre bastante anodino, que había elegido al azar.

Al cabo de un par de minutos, la hicieron pasar a un salón, donde encontró a un anciano, que la miró con cara de desconcierto.

Había ideado una sencilla historia. Su padre, que se había retirado a pasar la vejez en el sur, había tenido un amigo llamado Gérard Blanchard, cuya familia provenía de Fontainebleau. Al saber que iba a visitar dicha localidad, su padre le había pedido que averiguara qué había sido de su amigo.

—Lamento informarla, señorita —respondió el anciano—, que mi hijo falleció durante la guerra. Su viuda vive en París, así como sus dos hermanos.

Ella explicó que, en realidad, su padre solo conocía a Gérard. Aun así, aceptó la dirección de la viuda, que el anciano insistió en anotarle. Rehusó tomar un refrigerio, pero le dio las gracias por su amabilidad.

Una vez en la calle, caminó un trecho hasta la plazoleta contigua a la iglesia, donde se sentó en un banco.

¿Acababa de conocer a su abuelo? Ojalá fuera así, porque le había gustado aquel anciano.

Y si hubiera conocido a Marc en otras circunstancias, si todavía fuera la persona que había sido antes de que Luc la introdujera en su vida actual, quizás habría regresado y le habría contado su historia a aquel afable anciano. Si hubiera logrado convencerlo de que no había aparecido con intención de causar complicaciones, quizás él habría accedido a decirle quién era y, con suerte, le habría dispensado alguna palabra de cariño.

Pero no podía. Ahora no.

«Al menos, si de verdad es mi abuelo, lo habré conocido y sabré cómo era», se dijo.

Ahora que ya conocía a la familia Blanchard, ¿qué iba a hacer?

La galería quedaba en la calle Taitbout, cerca de su piso. Ya había estado en varias galerías de prestigio… Vollard, Kahnweiler y Durand-Ruel. Aquella investigación era interesante e instructiva. Todos conocían a Marc Blanchard, pero fue el ayudante de Durand-Ruel quien sabía dónde podía encontrarse su obra.

—Es una galería pequeña, bastante nueva, la Galerie Jacob —le explicó.

Efectivamente, la galería era pequeña. El señor Jacob resultó ser un joven de delicadas facciones, apenas un poco más alto que ella.

—Mi abuelo tenía una tienda de antigüedades y mi padre le ayuda, pero yo quería hacer algo distinto —confió—. Me alegra mucho que le interese la obra de Marc Blanchard. Él me ayudó mucho cuando monté el local, y yo lo represento. Si se espera un poco, le traeré algunas obras suyas para que las vea.

Pasaron un buen rato viendo lienzos. Aunque no sabía mucho de arte, le pareció que los cuadros eran buenos. Al ver los retratos, le dijo que le gustaría ver más. El galerista tenía casi una docena.

—¿Se conoce la identidad de alguna de estas jóvenes? —le preguntó.

—La mayoría son modelos de estudio o personas a las que conocía. En general, no se sabe sus nombres. Las obras de encargo se encuentran casi todas en colecciones privadas, aunque hay bosquejos de muchas de ellas. Otras obras las tiene él mismo. Podría preguntarle. ¿Querría conocerlo?

—No —respondió—. No será necesario.

Un cuadro en particular le llamó la atención. Era un desnudo de una muchacha con un bonito cuerpo y una melena larga. Tuvo la impresión de que se le parecía un poco.

¿Estaría mirando una pintura de su madre?

—En esta tampoco consta el nombre —corroboró Jacob.

—Me gustaría volver a mirar estos cuadros —dijo Louise—. Si pudiera averiguar los nombres de alguna de las modelos, también me interesaría. Sería un regalo para mi marido —confesó con una sonrisa—. Le gusta ponerle nombre a las personas.

—¿Y su nombre es…, si no es indiscreción preguntárselo, señora? —inquirió Jacob.

Introdujo la mano en el pequeño bolso que llevaba, como si fuera a sacar una tarjeta.

—Me he dejado las tarjetas en casa —dijo, con expresión contrariada—. Madame Louise. Volveré dentro de dos o tres semanas.

Se fue preguntándose si alguna de aquellas modelos se había llamado Corinne.

La nota que recibió de Roland de Cygne a principios de octubre era pródiga en expresiones de disculpa y bastante conmovedora. En el mes de agosto, en el castillo, su hijo se había puesto enfermo y su salud se había degradado hasta el punto que el médico había temido por su vida.

Sin embargo, todo había acabado bien. Padre e hijo estaban de regreso a París, donde el chico debía respetar un periodo de convalecencia de un mes.

Al cabo de unos días, la llamó para invitarla a la ópera. Marie no podía ir la noche que él proponía, pero, por amabilidad, sobre todo después del mal trago que había pasado con su hijo, le planteó otra alternativa.

—El otro día conocí al director de la manufactura de los Gobelins, que se ofreció a acompañarme en una visita privada por todas las dependencias el último domingo de octubre. No sé si a usted y su hijo les apetecería ir conmigo. Quizá sería divertido para él.

Aceptó de inmediato.

En los años siguientes, Marie se preguntó a qué se debía que de las numerosas discusiones que había mantenido, durante aquellas dos turbulentas décadas, sobre el destino (incluso acerca de la supervivencia) del mundo que conocía, la que quedó grabada con más fuerza en su memoria fue una breve e improvisada conversación con un adolescente.

La fábrica de los Gobelins estaba en el distrito Trece, a menos de un kilómetro del Jardin des Plantes. El director les ofreció un magnífico recorrido por sus diferentes dependencias.

—Como ven, hemos vuelto a realizar tapices, tal como se hacían en la época de Luis XIV —destacó, antes de mostrar al joven Charlie de Cygne el funcionamiento de los telares—. Algunas de estas salas corresponden todavía a las antiguas edificaciones del siglo XVII. Estas se levantaban junto a un pequeño río llamado Bièvre, que desemboca en el Sena cerca de la isla de la Cité. Así, en caso necesario, se puede aprovechar la potencia del agua. Pero ¿saben qué más se fabricaba aquí?

—Durante un tiempo se realizaron muebles —repuso Roland.

—En efecto, señor, pero también se hacían estatuas. —Señaló un par de edificios—. Allí estaban las fundiciones. Nosotros suministramos la mayoría de las estatuas de bronce de los jardines de Versalles.

—¿La manufactura ha funcionado sin interrupción desde los tiempos de Luis XIV? —preguntó Charlie de Cygne.

—Casi. Como tal vez sabrán, las guerras del Rey Sol fueron tan onerosas que se quedó sin dinero en un par de ocasiones. Tuvimos que cerrar durante un breve periodo en la última década del siglo XVII, y después durante unos diez años después de la Revolución. Luego, por desgracia, durante los disturbios de la Comuna de 1871, los comuneros quemaron parte de la fábrica, lo cual obligó a interrumpir la producción durante un tiempo.

Estaba claro que el director no sentía ninguna simpatía por los comuneros. El hombre dirigió una mirada a De Cygne, esperando sin duda que el aristócrata expresara su repulsa contra ellos, pero este no dijo nada.

La visita fue un éxito. Al salir, como ya era casi la hora de la comida, Roland le preguntó a Marie si quería ir a comer algo.

—¿Por qué no vamos a un bistró? —sugirió ella.

Marie se llevó la impresión de que Charlie de Cygne era un agradable muchacho de catorce años, algo tímido, que se parecía a su padre y tenía unos respetuosos modales que solo alguien como Roland de Cygne podía haberle enseñado. También le pareció que estaba totalmente recuperado y en condiciones de volver al colegio. Su padre, no obstante, todavía le miraba con preocupación. Había perdido peso. Aquello suscitó en ella un intenso instinto maternal por alimentarlo.

—Usted comerá un bistec conmigo, ¿verdad? —dijo, pese a que habría preferido una ensalada.

Cuando hubo dado cuenta de la carne, lo convenció para que pidiera un flan de fresa con nata. El joven Charlie, por su parte, no se hizo de rogar para comer.

Se demoraron en la sobremesa, charlando un poco de todo. Tomó la precaución de preguntarle a Charlie qué le había parecido la fábrica de los Gobelins y así hacerle partícipe de la conversación.

Mientras tomaban el café, Roland le preguntó si no le molestaba que fumara un puro, y ella quedó fascinada cuando, en lugar de un elegante encendedor, sacó del bolsillo un extraño objeto hecho con un casquillo de bala.

—Siempre lo llevo conmigo —explicó, al tiempo que depositaba el mechero encima de la mesa—. Me trae suerte.

Fue en ese momento cuando Charlie planteó una pregunta que no tenía nada de banal.

—El hombre de los Gobelins ha dicho que los comuneros quemaron el edificio. Eso fue no hace mucho. ¿Creen que algo así podría volver a pasar?

Marie y Roland intercambiaron una mirada.

—Sí —respondió Roland.

—No sé si estarás enterado de esto, Charlie —dijo Marie—, pero este mismo fin de semana, Zinoviev, que es una personalidad destacada en la Rusia comunista, escribió una carta a uno de los líderes laboristas británicos en la que insistía en que debían trabajar juntos en pos de una revolución mundial. Ese es su objetivo. —Asintió con firmeza—. Toda Inglaterra está escandalizada. Dentro de dos días hay elecciones generales, y esto hará que, probablemente, los conservadores vuelvan al poder.

—El periódico de hoy dice que Zinoviev afirma que la carta es falsa —señaló Roland.

—Eso es lo que le corresponde decir, ¿no? —contestó Marie.

—Es verdad.

—Pero ¿hay muchos franceses que de verdad deseen una revolución comunista, como en Rusia? —preguntó Charlie.

—Desde luego —respondió su padre—. A ti y a mí nos matarían, hijo. Y me temo que a la señora Fox también.

—¿Tú conoces a personas de esas, padre?

Roland cogió el pequeño encendedor y lo observó con actitud absorta.

—Oh, sí. He conocido a alguno. Hay muchos.

—En el colegio dicen que los judíos son los instigadores de los movimientos revolucionarios —dijo Charlie—. ¿Ustedes creen que es cierto?

—El mismo lord Curzon, el prestigioso ministro de Asuntos Exteriores británico, acaba de pronunciar un discurso en relación con la carta de Zinoviev, en el cual destaca que la mayoría de los componentes de la cúpula bolchevique son judíos —señaló Marie—. Él piensa, pues, que existe una conexión. En principio está mejor informado que nosotros. De todas maneras, yo tengo varios amigos judíos y estoy segura de que no son revolucionarios.

Para su sorpresa, el aristócrata no se contentó con dejar el tema en ese punto.

—El propio Lenin, por ejemplo, no tenía nada de judío. En realidad era un noble ruso, como bien sabes. En sus discursos revolucionarios causaba asombro entre el público con su marcado acento aristocrático —explicó, sonriendo con ironía—. En todo esto hay que ser prudente, hijo mío —le aconsejó—. Tus compañeros de colegio se inspiran en parte en los famosos «Protocolos de los Sabios de Sion», un documento que denunciaba un plan judío para apoderarse del mundo. Ahora se ha demostrado que era absolutamente falso.

—Sin embargo, todavía hay mucha gente que cree en ello, sobre todo en Estados Unidos —observó Marie.

Oui, madame, pero eso se debe en parte a que Henry Ford, el fabricante de coches, está obsesionado con la cuestión y pregona por todo el mundo que es cierto. Eso no quita que sea una falsedad. —Hizo una pausa—. Este tema me concierne en especial porque, tal como recordará, de joven, yo mismo estaba del todo convencido de la culpabilidad de Dreyfus. Creía que era un traidor porque era judío.

—Igual que la mitad de la población de Francia.

—Eso no es excusa. Ha quedado establecido sin sombra de duda que era inocente.

—Entonces, ¿no crees que los judíos sean instigadores de la revolución, padre? —insistió su hijo.

—En el movimiento revolucionario hay muchos judíos, sobre todo en Alemania y Europa del Este. También hay que tener en cuenta que, dada la movilidad histórica de las familias judías, es posible que exista una red judía que opere, junto con otras redes, en fomento de una revolución internacional. Aunque mucha gente lo cree, yo no sé si es verdad o no, porque hay muchos revolucionarios que no son judíos. También hay muchos judíos que no son revolucionarios. Uno debe basarse en las pruebas, hijo mío, y no en los rumores o los prejuicios.

—Pero ¿crees que puede existir el peligro de que la revolución internacional se expanda desde Rusia a todo el mundo?

—Estoy convencido de que sí.

—¿Qué deberíamos hacer entonces, padre?

—Eso está por ver. Los revolucionarios son despiadados. Quizá las democracias del mundo libre tengan la fortaleza suficiente para defenderse contra ellos. Yo así lo espero. También es posible que el mundo libre tenga que adoptar algunas de las tácticas de los revolucionarios para contrarrestar su acción, enfrentándose a ellos en su propio juego.

—¿En qué clase de organización piensa? —preguntó Marie.

—No estoy seguro. Quizás algún tipo de orden, como las de los cruzados de antaño. O quizá Gobiernos militares. Necesitaremos dirigentes fuertes, en todo caso, cosa que no tenemos en este momento.

—Eso da un poco de miedo.

—No hay que tenerlo, siempre y cuando dispongamos de personas como usted, señora (y yo mismo espero), para mantener la cordura general —contestó con una sonrisa.

—¿Y tú qué piensas, Charlie? —le consultó Marie al muchacho.

—Yo estoy dispuesto a luchar —declaró—. Padre me dice que quizá deba hacerlo.

—¿Y contra quién vas a luchar?

—Contra los comunistas, supongo, señora.

La conversación acabó allí. Padre e hijo volvieron a casa y ella cruzó el río para ir a Joséphine. No obstante, nunca la olvidó. No habían dicho nada extraordinario. Cualquier persona conservadora e incluso alguna de izquierdas, tanto en Francia como en Gran Bretaña, habría expresado los mismos puntos de vista. También ella los había considerado normales en ese momento.

Para festejar la llegada a París del padre de Frank Hadley celebraron una reunión en el piso de Marc. Asistió toda la familia Blanchard, con excepción de los padres de Marc. Este tenía previsto, de todas formas, llevar a los Hadley a comer a Fontainebleau la semana siguiente.

Había invitado a Roland de Cygne, quien aseguró que para él sería un placer volver a ver a aquel norteamericano después de tantos años y que preguntó si podía llevar a su hijo. Había asimismo dos historiadores del arte y un par de marchantes, entre los que estaba el joven Jacob. Se trataba, pues, del tipo de gente que podía resultar interesante para Hadley.

Estaba junto a su hijo, hablando con Jacob, cuando Marie entró en la habitación. Él sonrió, reconociéndola de inmediato, y ella se acercó para saludarlo.

Entonces ya estaba preparada. Había visto una fotografía reciente que le había enseñado su hijo y sabía que ahora surcaban sus mejillas unas profundas arrugas y que en torno a sus ojos se habían formado patas de gallo, después de más de veinte años de sonreír delante de sus alumnos. Sabía asimismo que aún era alto y musculoso, gracias a la práctica regular de deporte, y que tenía el pelo cano en las sienes. La fotografía, en blanco y negro, no reflejaba con todo la sana tonalidad de su tez ni el intenso color de su cabello, de modo que aunque iba precavida y lo saludó como a un antiguo amigo de la familia, sin perder el dominio de sí, no dejó de notar el tenue grito ahogado que brotó de su garganta mientras se dirigía hacia él.

Mientras charlaban con desenvoltura, Roland de Cygne se sumó a ellos.

—Es una lástima que tu esposa no haya podido venir —dijo Marie.

—Sí, pero como a su hermana se le murió el marido hace poco, quería pasar un tiempo con ella. Además, no le gusta nada viajar.

—Detesta el mar —añadió su hijo—. Nunca sale a navegar con nosotros.

—¿Y dónde se aloja? —preguntó Roland.

—Pensaba quedarme un mes, para volver a visitar los lugares de antes, ya sabe. Así que, en lugar de ir a un hotel, he alquilado un piso en el Ocho, con vistas al parque de Monceau. Hay un ama de llaves que viene cada día. Es la solución perfecta.

—Me gustaría dar una cena en su honor —dijo Roland de Cygne.

—Sería muy amable de su parte.

—¿Te has retirado de la enseñanza, para ausentarte tanto tiempo? —inquirió Marie.

—Todavía me falta mucho para jubilarme —respondió Hadley—. Cogí un año sabático. Al estar mi hijo en Francia, me pareció el momento idóneo. Estoy realizando una monografía sobre los impresionistas en Londres. ¿Sabían que, cuando hizo todos esos cuadros del Támesis y la niebla londinense, Monet se alojaba en el hotel Savoy? Los pintó mirando desde la ventana. Se quedó varias semanas en el Savoy. ¡Qué extraordinario tratándose de un artista pobre!

—Espero que la estancia en el Savoy formara parte de su propia investigación —dijo De Cygne.

—Pues de hecho así fue —corroboró alegremente Hadley.

Todavía hablaba un excelente francés. Reparando en el joven Frank, que observaba al pequeño grupo en compañía de Claire, se dijo que debía de ser estupendo para él tener un padre del que podía sentirse tan orgulloso.

Los diez días siguientes fueron muy ajetreados. Marc y Claire llevaron a los Hadley a pasar una velada en Montparnasse, que iniciaron tomando una copa en el Dingo Bar, un establecimiento frecuentado por extranjeros, para después disfrutar de una larga cena en la Coupole. Una tarde Frank y su hijo dieron una larga caminata desde el Louvre hasta Notre Dame, y luego la prolongaron hasta un bistró del barrio Latino, pero ella estaba demasiado ocupada en el almacén para acompañarlos. Por el mismo motivo, tampoco pudo ir con ellos a Fontainebleau, pese a que le habría gustado. Sí asistió, en cambio, a la cena en honor de Hadley que dio Roland de Cygne en su mansión.

Fue una velada interesante. Roland había invitado a los Hadley, a un diplomático francés con su esposa, que habían pasado unos años en Washington, junto con su hija, que era de la edad de Frank hijo. También había una rica dama norteamericana que vivía en un suntuoso piso de la calle de Rivoli, y la hija de un conde francés, cuya familia poseía una importante colección de arte y que, con diecisiete años, tan solo constituía una compañía casi perfecta para Charlie, a quien habían permitido compartir mesa con los adultos.

Fue interesante observar el ambiente. Durante el aperitivo, Roland presentó a los invitados con elegante donaire; todos parecieron encontrar temas de que hablar. El diplomático y su mujer eran expertos en aquel tipo de encuentros, pero era evidente que Hadley también estaba acostumbrado a asistir a reuniones de gente de categoría. Respecto a la dama norteamericana, pronto encontraron conocidos comunes.

Fueron diez comensales. Roland le pidió a Marie que hiciera las veces de anfitriona. Puesto que la cena se celebraba en honor de Hadley, este se encontraba a su derecha, y el diplomático francés a su izquierda. La conversación fluía con gracia. Hacia el centro de la mesa, pese a su estricta educación, Charlie de Cygne miraba embelesado a la aristocrática joven de su derecha, que poseía una belleza excepcional. Marie se percató de ello al mismo tiempo que Roland. Entonces sus miradas se encontraron y, en silencio, compartieron esa complicidad.

No muchas personas podían dar en París una cena como aquella. El salón, la vajilla y la cubertería de plata, los lacayos detrás de cada silla —contratados para la ocasión, sin duda, pero completamente a tono en una casa como esa—, la deliciosa comida y el selecto vino… ¿Acaso al colocarla en la cabecera de la mesa, frente a él, le estaba mostrando lo que le podía ofrecer a una potencial esposa? Tal vez.

Entre tanto, no obstante, tenía a Hadley sentado a su lado, apuesto hasta lo indecible, y a ella también le constaba que estaba radiante aquella noche. Se le ocurrió, con un leve escalofrío, que, si quería hacerle una discreta insinuación a Hadley padre, aquel era un buen momento, siempre y cuando no se fueran a enterar ni su hijo, ni su hija ni Roland de Cygne.

Pero ¿cómo? Era fácil mantener una conversación intrascendente con él. A lo largo de las décadas anteriores, Hadley había acumulado un gran bagaje de anécdotas divertidas, que hacían de él un comensal divertido. Observaba sus ojos de afable expresión, tratando de hallar algún indicio de que él también la encontraba atractiva, pero era difícil discernirlo. Más alentadora resultaba la fascinación que le producía que dirigiera un negocio.

—Desde la guerra, muchas mujeres norteamericanas de las ciudades se han incorporado al mundo laboral, pero, en ningún caso, llegan a estar al frente de una empresa. ¿La situación es diferente ahora, en Francia?

—Yo creo que solo se da en negocios familiares —opinó—. Pero nadie me obligó y debo reconocer que disfruto haciéndolo.

Le hizo un montón de preguntas sobre su labor como responsable principal de Joséphine y pareció impresionado por sus respuestas.

—Creo que eres extraordinaria —concluyó.

No era un elogio vano. Bueno, al menos había conseguido intrigarlo. Algo es algo.

Ella le formuló un par de inofensivas preguntas sobre su esposa, a la que no le gustaba viajar. Solo recibió inocuas respuestas. La señora Hadley era una buena esposa y madre. Le gustaba el tenis. Se le daban bien las composiciones florales. Era la clase de información que cualquiera podía dar sobre su mujer, pero no iba acompañada con las leves inflexiones que a veces usan los hombres para dar a entender que están aburridos con su esposa. Ella sospechaba, con todo, que incluso si estuviera descontento en casa, él nunca lo demostraría. En todo caso, tampoco era ese su propósito.

Sacó a colación la visita que habían hecho a Giverny hacía tiempo. Aquel recuerdo entusiasmó a Frank. Ella percibió cómo se le iluminó la mirada al evocar aquel día de verano, pero no pudo dilucidar si fue por ella o por el jardín.

Averiguó asimismo que se iba a quedar en París tres semanas más antes de tomar el transatlántico para regresar a Estados Unidos. Si quería pasar algún rato con el señor Hadley mientras estaba en la ciudad, no podía perder mucho el tiempo.

—¿Te gustaría ir a ver los almacenes? —propuso de repente.

Dado el interés que demostraba por el negocio que dirigía, podía ser un lugar idóneo para una cita. El recorrido por las oficinas y los almacenes presentaba toda clase de posibilidades para disfrutar de algún que otro momento de intimidad.

—Sí —contestó—. Si no es demasiada molestia.

—Entonces llámame mañana a mi oficina —dijo—. Tengo que consultar mi agenda, pero seguro que encontraremos un hueco.

Quedó satisfecha con la maniobra. Aunque no sabía si él había captado su intención y participaba como cómplice, le daba igual. Lo único que necesitaba era poder acaparar su atención.

Mientras empezaban a servir el siguiente plato, se volvió con una radiante sonrisa hacia el diplomático que tenía a su izquierda.

Al día siguiente, preguntó a Claire si tenía previsto ver a Frank esa semana. Ella le explicó que lo iba a llevar a un desfile de moda en los locales de Chanel al día siguiente.

—Es un pequeño desfile de tarde para algunos de los clientes, pero él nunca ha asistido a un acto de esos.

Perfecto. Con Claire y Hadley hijo entretenidos en otro lugar, tendría al padre solo para ella.

—Que os divirtáis —le deseó, con una afectuosa sonrisa.

Su sorpresa y sentimiento de vejación fueron mayúsculos cuando, una hora después, en lugar de una llamada del señor Hadley, recibió la visita de su hermano.

—Hadley me acaba de llamar. Me ha pedido si podía vernos a los dos, a ti y a mí, en privado. Dice que podríamos ir a su piso. No está lejos.

—Supongo que sí. ¿Cuándo?

—Mañana por la tarde.

El piso, situado en la tercera planta de un gran y ornamentado edificio, tenía un bonito salón doble que daba al frondoso y cuidado parque Monceau. Estaba decorado con gruesas alfombras y tapices, elementos dorados y mobiliario Luis XV, según el estilo predilecto de las grandes familias de banqueros de finales del siglo XIX. Aunque tal vez no acabara de corresponder a los gustos de Hadley, parecía que este se encontraba a gusto allí.

No bien hubieron tomado asiento, fue directo al grano.

—Nos conocemos lo bastante para ser completamente sinceros unos con otros —resaltó—, así que quería consultaros a los dos. ¿Qué vamos a hacer con mi hijo y con Claire?

Marie se incorporó en el asiento. Miró a Marc, que no parecía afectado en lo más mínimo.

—Te refieres a que han…

—No. Mi hijo asegura que no, y yo lo creo. Pero se está enamorando de ella.

—¿De veras han tenido tiempo para estar ya tan enamorados? —preguntó Marc.

—No lo sé. En todo caso, lo primero que me dijo Frank cuando llegué fue que se alegraba de que hubiera venido, porque cree haber encontrado a la chica con la que quiere casarse.

—Yo estoy en contra —anunció Marie.

—¿Por qué? —preguntó Marc.

—Porque no veo a Frank en Francia durante el resto de su vida, y tampoco veo a Claire en Estados Unidos.

—Tú nunca has estado allí —señaló Marc—. Por cierto, ¿te ha comentado algo de esto Claire?

—No.

—Me extraña —dijo Hadley.

—Los jóvenes son extraños —repuso ella, enfadada—. No los entiendo.

—Lo que me extraña —prosiguió Hadley— es que ninguno de vosotros haya mencionado el asunto de la religión. Mi hijo no es católico.

Marc se encogió de hombros, dando a entender lo poco que le importaba aquello.

—Claire ha llevado una vida fuera de lo común en ese sentido. Se podría decir que se crio entre las dos religiones —explicó.

Después le expuso el acuerdo al que habían llegado inicialmente James Fox y su padre.

—No tenía ni idea —dijo Hadley.

—También debemos tener en cuenta que Claire se crio en Inglaterra más que en Francia —añadió Marc—. La cultura difiere menos de la de Estados Unidos que la de Francia. Pero tú aún no has expresado tu punto de vista —recordó a Hadley.

—Es que no tengo ninguno —reconoció este—. Conozco a vuestra familia.

—Sí, demasiado bien —dijo con aspereza Marc.

—También he tenido ocasión de conocer un poco a Claire, y me gusta mucho.

—Tu hijo también es un buen chico —reconoció Marc—. Nadie tiene nada contra él.

—Puedes estar orgulloso de él —convino Marie.

—La cuestión es —dijo Hadley— que si mi hijo quiere pedir su mano, y si Claire quiere aceptar, cosa que no sabemos… ¿Qué vamos a hacer? ¿Se lo vamos a prohibir?

Marc dio a entender que personalmente el asunto no le preocupaba. Marie guardó silencio.

—Yo podría poner punto final a la relación —añadió Hadley en voz baja—. Podría hacer embarcar mañana a mi hijo hacia Estados Unidos de ser necesario.

—Te das cuenta, ¿no?, de que si se casaran, tu hijo probablemente se llevaría a mi única hija a tres mil millas de distancia, al otro lado del océano, donde no la veré nunca, ni a ella ni a mis nietos. Eso aparte del hecho de que la necesito en la empresa.

—Entonces quizá debería tomar medidas —apuntó Hadley.

—Dejemos que decida por sí misma —declaró, acongojada, Marie.

Los días siguientes no fueron fáciles para ella. Era como si se hubiera proyectado una sombra sobre los tres meses anteriores. La conmoción de su primer encuentro con Frank Hadley hijo y la excitación por la llegada de su padre la habían cegado, y le habían impedido ver la cruda realidad de que, si su hija se enamoraba de Frank, este se la llevaría para siempre y ella se quedaría sola para el resto de su vida. Cuando lo pensaba, maldecía el día en que aquel joven llegó a sus vidas.

A la tarde siguiente, mientras Claire leía una revista, le preguntó qué pensaba del joven Frank. Esta levantó la vista y dijo que era bastante simpático, lo cual era una pura evasiva.

—Pues mejor será que no te enamores de él, si no quieres acabar apartada de todo cuanto quieres, en Estados Unidos…, el sitio del que todos los norteamericanos parecen querer alejarse —dijo, como si bromeara, aunque ambas sabían que hablaba en serio.

—Me gustaría ver Nueva York —contestó Claire en tono informal, antes de volver a enfrascarse en la lectura de la revista.

Marie habría querido proseguir la conversación, pero se dio cuenta de que no merecía la pena. Maldijo para sus adentros aquella escena inacabada en el jardín de Fontainebleau, que la había dejado, para siempre, en una posición en falso con su hija.

Necesitaba alguien que la consolara, pero para eso no podía contar con Marc, ni tampoco quería desahogarse con De Cygne. Y Hadley no la llamaba.

Tres días después de la reunión fue al piso de Hadley. Fue una visita improvisada.

Había mantenido una comida de trabajo con un diseñador que tenía un estudio en la calle de Chazelles, justo al lado del parque Monceau. Al salir, advirtió que, pese a que ya era noviembre, hacía una tarde agradable. Así pues, decidió pasear por el parque, tal como había hecho tantas veces de niña, y luego seguir por el bulevar Haussmann para ir a su oficina.

Una vez que hubo tomado aquella decisión, le bastó con dar un breve rodeo para llamar al timbre del piso de Hadley, por si acaso le apetecía pasear con ella en el parque.

Estaba en casa y bajó enseguida.

Con sus sinuosos senderos y sus discretas estatuas distribuidas entre el césped o debajo de los árboles, el parque era un dechado de elegancia. Por la mañana, las niñeras circulaban con los cochecitos y los niños jugaban, pero en aquel momento estaba casi desierto. Muchos de los árboles aún conservaban las amarillentas hojas en las copas.

—Me alegra que hayas venido —dijo él—. Estuve a punto de llamarte. Después me hice cargo de lo horrible que debe ser para ti la perspectiva de que mi hijo pueda llevarse lejos a tu hija, y no sabía qué hacer.

—Me sentiré sola. Pero… es su vida, no la mía.

Él le ofreció el brazo y ella se apoyó en él. Así caminaron un trecho.

—Nuestras familias han visto juntas más de un acontecimiento —comentó él.

—¿Ah, sí?

—Pensaba en aquello que ocurrió, hace muchos años, cuando Marc se metió en líos por lo del embarazo de esa chica…

—A la niña la adoptó una familia inglesa de muy buena posición, así que debe de estar bien —opinó Marie—. Lo más seguro es que esté felizmente casada. Esa es una parte del pasado que podemos dejar en paz. Nunca llegué a conocer ni siquiera su nombre. —Exhaló un suspiro—. Es asombroso lo mucho que ignoramos. —Siguió caminando con él en silencio un momento—. Hablando del pasado, ¿sabías que por aquella época estuve enamorada de ti?

—Eso me pareció, que un poco —respondió, tras un titubeo.

—Era más que eso.

—Ah.

—¿Te molesta? —preguntó, mirándolo a los ojos.

—No. Me halaga. —Calló un instante—. Probablemente no te enteraste de que Gérard me avisó de que lo mejor era que me fuera.

—¿Cómo?

—Bueno, por lo de la diferencia de religiones. Y la familia no quería que su hija se fuera a América…, y ese tipo de cosas. Estuvo muy correcto. Aunque nunca me cayó muy simpático, debo reconocer que no me acusó de intentar seducirte ni nada de eso. Bueno, como recordarás, él nos sorprendió en la gruta del parque de las Buttes-Chaumont.

—Gérard.

Sacudió la cabeza con asombro. Gérard, que no había parado de traicionarla desde que era una niña. «¡Ojalá se pudra en el Infierno!», pensó, aunque no lo dijo. Se detuvo un momento, cabizbaja. Hadley la rodeó con un brazo para reconfortarla y así permanecieron unos instantes, inmóviles. Después ella indicó que debían ponerse en marcha y él volvió a ofrecerle el brazo. Esa vez Marie se aferró a él, dejando reposar la cabeza en su hombro.

—¿Sabes? —dijo—, siempre sentí que había dejado escapar mi oportunidad. Por eso, si Claire quiere ir a Estados Unidos con Frank, no se lo voy a impedir. No quiero que ella pierda la suya.

—Siento haberte hecho sufrir —se disculpó—. No sé si te habría pedido que te casaras conmigo. Puede que sí.

—Eres muy amable diciéndolo.

—Es la verdad —afirmó sencillamente.

Habían cruzado el parque y estaban en su extremo oriental, junto a un romántico estanque en cuya orilla se alzaba una preciosa columnata de estilo romano.

Marie se irguió, mirándolo a la cara.

—Todavía podríamos recuperar el tiempo perdido, ¿sabes? —dijo con una sonrisa—. Mientras estés en París.

—¿Me estás proponiendo que…?

—Siempre es agradable culminar una historia que quedó a medias.

—Sí, desde luego.

Por cómo lo dijo, Marie dedujo que la idea no carecía de atractivo para él. No estaba mal, para empezar.

—Estoy casado.

—Pero estás en París. Nadie se enterará.

—También hay otras consideraciones que tener en cuenta —añadió.

—Si uno piensa demasiado, nunca actúa.

—También se puede equivocar si no piensa bien las cosas. ¿Qué hay de mi hijo y de tu hija, si se llegaran a casar?

—Es bueno mantener ese tipo de cosas en familia —respondió encogiéndose de hombros.

—Solo un francés podía decir eso.

—Estamos en Francia.

Frank suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Te juro por Dios que me gustaría, Marie, pero no puedo.

—Avísame si cambias de idea —contestó.

Sin embargo, él nunca volvió a sacar el tema.

En mayo de 1925, el señor Frank Hadley hijo y la señorita Claire Fox se casaron en Fontainebleau. El padre del novio acudió desde Estados Unidos para asistir a la boda, aunque solo pudo quedarse unos días. La boda fue formidable.

A la semana siguiente, Marie recibió la visita de su amigo el vizconde De Cygne. Estaba muy apuesto y elegante con un traje de color gris claro y una flor en el ojal.

Le preguntó si quería casarse con él. Ella le pidió un poco de tiempo para pensarlo.