Capítulo siete
1887
Todos estaban furiosos con él. La señora Michel no les dirigía la palabra a sus padres. En cuanto a Berthe, nadie sabía qué pensaba.
¿Qué explicación podía dar? A él no le gustaba mucho Berthe, ni tampoco el negocio de su madre. Él solo pensaba en trabajar en la torre del señor Eiffel. De todas maneras, suponiendo que sus padres lo entendieran, dudaba que tuvieran en cuenta sus deseos. Su madre ponía mala cara. Su padre parecía abatido. Era comprensible, después de haber abrigado la esperanza de que él iba a mantenerlos.
—Supongo —sugirió en una ocasión su padre— que también podrías ser herrero y casarte con Berthe.
—No, no creo —contestó Thomas.
—La chica y el negocio van juntos —remachó su madre—. Eso es evidente.
—Tendréis que buscar a otra muchacha rica —bromeó Luc, aunque nadie le hizo caso.
En parte para alejarse una temporada de su familia, una semana antes de empezar a trabajar en la torre, Thomas les anunció algo:
—Creo que será mejor que encuentre un alojamiento más cerca del trabajo.
—Si solo tienes una hora de camino desde aquí… —objetó su padre.
—Un poco más. Y la jornada será larga. El señor Eiffel dispone de solo dos años para terminar la torre.
—Vas a pagar el alquiler a alguien en lugar de traer el dinero a casa —señaló su madre.
—Solo será mientras trabaje al otro lado del río.
Se estaba comportando como un egoísta y lo sabía. Nadie añadió nada más.
Encontró alojamiento sin grandes dificultades.
En casi todas las casas y edificios de París había, debajo del tejado, una red de habitaciones para las criadas, algunas de las cuales eran buhardillas con ventana, mientras que otras apenas superaban el tamaño de un armario. Las que no estaban ocupadas por el servicio, las alquilaban a la gente de pocos recursos. Gracias a un anuncio, Thomas se puso en contacto con un señor mayor que vivía solo con una criada cerca de la obra, al otro lado del río, en la antigua calle de la Pompe, que convergía con la avenida Victor Hugo. Tras demostrar que estaba empleado en el gran proyecto del señor Eiffel, Thomas pudo alquilar un diminuto cuarto que tenía un chirriante suelo de madera, el espacio justo para poner un colchón en el suelo y un ventanuco redondo por el que podía contemplar los tejados de los alrededores. El anciano pedía un arriendo muy bajo. Quedaba a escasa distancia del puente de Iéna, que daba directamente a la obra.
A partir de entonces, Thomas iba a ver a sus padres todos los domingos y siempre le daba a su madre todo el dinero que lograba ahorrar.
Cada mañana, al llegar a la obra, un sentimiento de orgullo henchía a Thomas. Tal como era conocido, gracias a la publicidad que le dieron los periódicos, tan solo tres años atrás, en Estados Unidos, con sus casi ciento setenta metros, el monumento a Washington había superado a las antiguas pirámides y las agujas de las catedrales de Europa, con lo que se había erigido en el edificio más alto del mundo. No obstante, la torre del señor Eiffel no solo iba a batir ese récord, sino que alcanzaría una altura dos veces superior, lo cual constituiría un auténtico triunfo para Francia.
En la vasta explanada reinaba, sin embargo, una extraña calma. Los cuatro gigantescos pies de la torre parecían los restos de una fortaleza arrasada en medio del desierto. Y cuando los pilares fueron creciendo a partir de estos, al estar los obreros trabajando en las vigas de hierro, a menudo no había casi nadie en el suelo.
—¿Por qué no hay nadie aquí? —preguntó en una ocasión un curioso a Thomas.
—Porque el señor Eiffel es un genio —respondió, muy satisfecho—. Aquí solo trabajamos ciento veinte personas. Nosotros solo construimos la torre.
La prefabricación era la clave de aquella obra.
En la fábrica se encontraban almacenadas las vigas, en secciones preensambladas de cuatro metros y medio con un peso máximo de tres toneladas. Cada día, a la obra llegaba cargada en grandes carros tirados por caballos justo la cantidad necesaria para el trabajo de la jornada. Unas grandes grúas accionadas con vapor colocaban las secciones en su sitio correspondiente, y luego, bajo la atenta supervisión del capataz, Jean Compagnon, Thomas y sus compañeros —las ardillas, tal como los llamaban con orgullo— las ensamblaban remachándolas en caliente con los martillos.
—La precisión es asombrosa —explicaba a su familia—. Cada pieza encaja exactamente, y todos los agujeros están perforados a la perfección. Nunca tengo que interrumpir el trabajo. La torre entera va a ir subiendo según está calculado. Y más vale que sea así —añadió—, porque la exposición empieza dentro de dieciocho meses.
Poco después de empezar a trabajar allí, llevó a su hermano Luc para enseñarle cómo funcionaba todo. El chico quedó muy impresionado.
—¿Y cómo va tu vértigo? —preguntó.
—No tengo el más mínimo problema —le aseguró Thomas.
El capataz de los montadores, Jean Compagnon, era un fornido trabajador con aspecto de sargento curtido en la batalla que vigilaba con ojo atento su labor. El propio señor Eiffel también acudía casi todos los días. Thomas procuraba no interrumpirlo nunca, pero siempre que el ingeniero veía al joven obrero, no dejaba de saludarlo con un gesto amable.
A medida que los enormes pilares crecían y se ensanchaban, parecía como si los cuatro pies de la torre fueran las aristas de una vasta pirámide de hierro. Día tras día, iban agregando segmentos de viga hasta que, a finales de agosto, los pilares tenían ya doce metros de altura.
Una tarde, mientras observaba los progresos de la estructura antes de irse a casa, Thomas oyó una voz a su lado.
—¿Qué, señor Gascon, le gusta ser una ardilla?
—Oh, sí, señor Eiffel. Está tan bien organizado todo, señor…
—Gracias. —Eiffel sonrió—. He hecho lo posible por que así fuera.
—Aunque supongo que esta es la parte más fácil —aventuró Thomas—. Cuando estemos más arriba…
—En absoluto, joven. Esta es la parte más difícil, te lo aseguro. —Eiffel señaló los pilares que se curvaban hacia el centro—. Esos pilares tienen un ángulo de inclinación de cincuenta y cuatro grados. ¿No les ves algo raro?
—Bueno… —Thomas titubeó, pero el prestigioso ingeniero, con un ademán, lo animó a proseguir—. ¿No se van a caer? —se atrevió por fin a plantear.
—Exacto. Se van a caer, según mis cálculos, el día 10 de octubre, cuando alcancen una altura de veintisiete metros, para ser precisos. —Sonrió—. Pero no se van a caer, mi joven amigo, porque los vamos a sujetar con unos grandes puntales de madera. ¿Has visto los contrafuertes arbotantes de Notre Dame?
—Oui, monsieur.
—Tendrán un aspecto parecido a ellos, con la diferencia de que estarán en el interior de los pilares. Después seguiremos construyendo los pilares hasta la altura de la primera plataforma, que los mantendrá juntos. Eso será a una altura de cincuenta y siete metros, de modo que, mientras la construimos, habrá que poner una estructura de andamios debajo, claro está. —Abrió una pausa—. No es nada fácil hacer todo eso, te lo aseguro.
—Lo entiendo, señor.
—Entonces vamos a aplicar un procedimiento bastante especial. Debo cerciorarme de que la plataforma quede perfectamente nivelada. ¿Y cómo se consigue eso? ¿Tiene alguna idea, señor Gascon?
—No sé, señor.
—Pues te lo voy a explicar. —Señaló uno de los grandes pies de la torre—. Debajo de cada pie hay un sistema de pistones, accionado mediante agua comprimida, que me permite realizar sutiles e infinitesimales ajustes tridimensionales en la altura y ángulo de cada pilar. Los agrimensores efectuarán meticulosas mediciones. Después yo subiré y haré comprobaciones con un nivel de burbuja.
—Oui, monsieur Eiffel.
—¿Más preguntas?
—Tengo una, señor. —Thomas apuntó hacia las grandes grúas que subían las vigas—. Esas grúas no llegarán, ni de lejos, a la altura a la que debemos construir. ¿Qué pasará después de que lleguemos a la altura de las grúas?
—¡Bravo, joven! Es una excelente pregunta.
Thomas aguardó educadamente.
—Ya lo verás —se limitó a agregar el gran ingeniero.
Empezaba a oscurecer ya cuando cruzó el puente de Iéna para trasladarse a la Rive Droite. Delante de él, en la pendiente que dominaba el puente, se elevaba la curiosa sala de conciertos Trocadero, que, con su estilo morisco, había sido construida una década atrás para la última exposición internacional.
Thomas sonrió para sí al pasar frente al exótico palacio. Diez minutos después llegó al edificio donde vivía, pero no entró. Tenía hambre. Si caminaba cinco minutos más por la calle de la Pompe hasta su confluencia con Victor Hugo, llegaría a un pequeño bar donde podría comer un bistec con judías. Se lo había ganado.
Prosiguió el camino, muy animado. Al ver a su derecha la valla del liceo Janson de Sailly, volvió a sonreír.
Todo París conocía la historia del flamante colegio que habían inaugurado hacía poco en la calle de la Pompe. Aquel rico abogado que daba nombre al colegio había descubierto que su esposa tenía un amante. Para vengarse, la había desheredado y había legado la totalidad de su fortuna, hasta el último centavo, para la construcción de un colegio… ¡solo para muchachos! Pese a que acababa de abrir, el liceo estaba ya muy bien considerado. Thomas se preguntó qué habría sido de la viuda.
Por las ventanas se advertía todavía un resplandor de luces de gas. Seguramente el personal de la limpieza estaba terminando su trabajo. Mientras miraba, vio que se apagaban las luces y se detuvo.
No supo por qué se había parado. En realidad, no tenía ningún motivo. Solo por vaga curiosidad, para ver salir a las limpiadoras.
Al cabo de un momento aparecieron dos mujeres, una mayor y otra joven, aunque no les vio la cara. La mayor cruzó la calle y la joven siguió por esa misma acera. Él siguió andando y llegó a su altura cuando pasaba cerca de una farola. Cuando la miró, se quedó petrificado.
Era la chica del funeral. Había transcurrido tanto tiempo desde su breve encuentro que casi se había olvidado de ella. Aunque había dudado de que, llegado el momento, fuera capaz de reconocerla, ahora que la veía, incluso con la sola luz de la farola, no le cupo la menor duda. La había estado buscando por todo París y allí estaba, a menos de dos kilómetros de donde la había visto la primera vez.
Como ella se había adelantado un poco, dio unos pasos para alcanzarla. Entonces la chica se volvió con brusquedad.
—¿Me has estado siguiendo?
—No. Yo solo iba por la calle cuando tú has salido del colegio.
—Sigue tu camino, pues.
—En ese caso, serás tú quien me siga —apuntó ingeniosamente.
—No creo.
—Haré lo que me pides, pero primero tengo que decirte algo. Ya nos hemos visto antes.
—No es verdad.
—Estuviste en el funeral de Victor Hugo.
—¿Y qué? —contestó la chica encogiéndose de hombros.
—Estabas en la primera fila, en los Campos Elíseos. Un soldado te obligó a apartarte. —Calló un instante y al ver que no reaccionaba, continuó—. ¿Te acuerdas de un hombre que estaba colgado de la reja del edificio de atrás?
—No.
—Era yo.
—No sé de qué me hablas. —Sin embargo, estaba pensando—. Me acuerdo de un tipo loco, que le decía groserías a un hombre que estaba debajo de él.
—Exacto. Era yo.
—Eres repugnante. Apártate de mí.
—Estuve buscándote.
—Pues ahora ya me has encontrado. Lárgate.
—No lo entiendes. Estuve yendo al mismo sitio de los Campos Elíseos durante semanas. ¿Volviste alguna vez?
—No.
—Después fui de un barrio a otro, por todo París, durante más de un año, con la esperanza de encontrarte. A veces me acompañaba mi hermano pequeño. Te juro que es verdad.
Ella lo miraba fijamente.
—Trabajo para la torre del señor Eiffel —prosiguió con orgullo—. Él me conoce.
Ella seguía mirándolo.
—¿Siempre meas encima de la cabeza de la gente? —preguntó.
—Nunca. Lo juro.
—Debes de estar loco.
—Hay un bar aquí cerca. Iba a comer algo allí. Te invito a cenar. Es un sitio respetable. Estarás a salvo. Cuando te quieras ir, no te voy a seguir.
—¿De verdad estuviste buscándome por todo París, durante un año?
—Te lo juro.
En el bar, Thomas advirtió que lo estaba sometiendo a un meticuloso escrutinio, pero fingió no percatarse. Se habían sentado ante una pequeña mesa de madera.
Debía de tener dos o tres años menos que él. Era incluso más pecosa de lo que recordaba y tenía los ojos de color avellana, aunque de cerca percibía diferentes matices, que tan pronto viraban al verde como al azul. Lo que más le llamó la atención fue su boca. Recordaba que era grande, pero ahora captaba un excitante potencial sensual en sus labios. Aparte, tenía unos dientes blancos, regulares, que no había podido ver la otra vez.
Permanecía sentada frente a él, algo inclinada hacia atrás, como si pretendiera mantener las distancias. Era comprensible.
—Me llamo Thomas Gascon —dijo.
—Édith.
—¿Eres de este barrio? —preguntó.
—Siempre hemos vivido aquí. Desde que era un pueblo.
—Yo soy del Maquis, en Montmartre.
—Nunca he estado allí.
—No está mal. La gente sube hasta allí para ir a los bailes y ver la vista. Pero como nuestro apellido es Gascon, el señor Eiffel dice que procedemos de Gascuña.
—Parece que el señor Eiffel es importante para ti.
—Trabajé para él en la estatua de la Libertad. Después me puse enfermo, pero me dejó trabajar en la torre como favor. Esta misma tarde ha estado hablando conmigo.
—Entonces debe de tenerte en buen concepto.
—Yo soy un trabajador cualificado. Por eso me contrata. Es importante que un hombre tenga una profesión, si puede.
—Mi madre y yo nos dedicamos a limpiar. Y también trabajo para mi tía Adeline. Ella está bien colocada. —Hizo una pausa—. Puede que algún día herede su puesto.
—¿Te gustaría?
—Claro. Trabaja para el señor Ney, el abogado.
—Ah. —Aunque a él no le sonaba de nada, era evidente que para ella era alguien tan prestigioso como el señor Eiffel.
Tomó un poco de vino, pero no quiso comer, aduciendo que iba a ir a casa de su tía, que la esperaba para cenar.
Después de hacerle varias preguntas sobre su trabajo y su familia, dijo que tenía que marcharse.
—Espero que nos volvamos a ver —sugirió él.
—Ya sabes dónde trabajo por las tardes —contestó, encogiéndose de hombros.
—Yo no termino de trabajar hasta tarde en los meses de verano —señaló él.
—Yo no termino de trabajar hasta tarde durante todo el año.
—¿Quieres que te acompañe a casa de tu tía?
—No. —Estaba a punto de levantarse, pero se detuvo—. Dime una cosa: ¿por qué desperdiciaste el tiempo buscándome por todo París?
Él permaneció pensativo un momento.
—Te lo diré —respondió—, pero en otra ocasión.
—Entonces puede que nunca lo sepa —replicó ella con una carcajada.
Sí la vio, sin embargo, una semana después, y esa vez ella aceptó comer algo, aunque solo fue una crepe.
—Todavía no has contestado a mi pregunta —apuntó, hacia el final de la comida.
—¿Por qué te estuve buscando? —Calló un instante—. Porque, en cuanto te vi, me dije a mí mismo: «Esta es la chica con la que me voy a casar». Por eso te tenía que encontrar.
Lo observó en silencio un momento.
—¿Te atas a una reja y te quedas colgado amenazando con mearte en la cabeza de la gente y después ves a una persona a la que no conoces de nada y decides casarte con ella?
—Exactamente.
—Estás trastornado. Estoy comiendo con un loco. —Sacudió la cabeza—. Pues ni lo sueñes, señor.
—No te puedes negar.
—Desde luego que sí.
—Imposible. Todavía no te lo he pedido.
—¡Agh, qué imbécil!
A la semana siguiente, no obstante, cuando lo encontró esperándola una tarde, le dijo que, si quería, podían verse el sábado por la tarde delante del Trocadero, a las dos.
Aquel sábado fue un cálido día de septiembre. Ella llevaba un vestido de rayas claro, ceñido con un cinturón.
En la pendiente de delante de la sala de conciertos del Trocadero, situada al otro lado del río, frente al futuro emplazamiento de la torre del señor Eiffel, había unos jardines, donde sobresalían dos grandes estatuas, una de un elefante y la otra de un rinoceronte.
—Recuerdo que de niña mi padre me traía aquí a mirarlas —explicó ella, con una sonrisa—. A veces me gusta venir a verlas. Me trae buenos recuerdos.
—¿Todavía está con vosotras tu padre?
La joven negó con la cabeza.
—Hay un acuario —dijo, señalando un largo edificio achatado—. ¿Has entrado alguna vez?
Thomas nunca había visitado el acuario. Pasaron un agradable rato viendo toda suerte de peces exóticos. Había un pequeño calamar negro de aguas profundas que lo dejó fascinado, así como medusas con aguijones venenosos. Todavía era más interesante una anguila eléctrica capaz de matar a una persona. Atraído por el poder de aquellos monstruos marinos, Thomas se los mostraba con entusiasmo a Édith.
—Son más impresionantes incluso que los tiburones —afirmó.
Aunque miraba, ella prefería los peces tropicales de colores.
Cuando salieron, Édith eligió el itinerario. Thomas advirtió que se dirigía a la calle de la Pompe.
—Cuando mi madre tenía mi edad —comentó—, esto no formaba parte de París. Todo pertenecía al pueblo de Passy.
—Igual que Montmartre.
—¿Sabías —dijo con orgullo— que el famoso norteamericano Benjamin Franklin vivió aquí al lado?
—Ah. —Había oído hablar de Benjamin Franklin, aunque no recordaba gran cosa de él—. No lo sabía.
—En el lado oeste de Passy, había un palacete en el que se quedaba a veces María Antonieta. Ya ves que estoy muy orgullosa de Passy.
—Sí.
—Así que te voy a enseñar algo todavía más importante.
Siguieron caminando hasta la parte baja de la calle de la Pompe. Más arriba, la mayoría de las viviendas estaban rodeadas de jardines. Algunas eran residencias de granito, casas de ciudad recién construidas para los ricos. Otras, algo más antiguas, eran villas típicas de las afueras, menos pomposas, con postigos en las ventanas y frondosos jardines cuyos frutales hablaban de un pasado más rural. La joven se detuvo delante de la verja de un patio que contenía varios establos, más allá del cual se veía un huerto.
—¿Sabes quién vivía aquí antes de la Revolución?
—No tengo ni idea.
—El propio Charles Fermier.
Thomas calló, reacio a demostrar su ignorancia.
—¿Qué, quién era Charles Fermier? —le preguntó ella.
—No lo sé —confesó Thomas.
—El antepasado de mi padre —le informó con una sonrisa—. Era un campesino. Por aquel entonces, aquí casi todo era campo.
—¿Era propietario de la tierra?
—Oh, no. Casi todo Passy era propiedad de unos cuantos terratenientes. Él era arrendatario, pero tenía muchas vacas. Desde entonces, hemos vivido aquí. Bueno, excepto mi padre. No sabemos adónde se fue. —Se encogió de hombros con un asomo de tristeza.
—¿Y tu familia no siguió trabajando la tierra?
—Mi abuelo se ocupaba de los caballos en un castillo del otro lado de Passy. Después mi padre se puso a trabajar en la casa de un comerciante, hasta que se fue.
Siguieron caminando por la calle. Después de dejar atrás un hermoso castaño de Indias llegaron a la casa donde se alojaba Thomas.
—Tengo alquilado un cuarto aquí —dijo.
—Parece bonito.
Él pensó en su diminuta habitación, donde apenas tenía espacio para acostarse.
—No está mal. Me temo que el propietario no querría que lleve a ninguna mujer adentro.
—Yo soy una chica decente y no entraría aunque me lo pidieras.
Siguieron andando.
«Gano bastante trabajando para el señor Eiffel —pensó—. Podría alquilar un sitio mejor si no le diera el dinero que me queda a mi madre». Aquel era un conflicto moral que no se había planteado hasta entonces.
—¿Dónde vives? —preguntó.
—Mi madre vive por la Porte de la Muette —respondió con vaguedad—. Mi tía Adeline en la otra dirección. Yo vivo entre las dos.
Antes de llegar al liceo Janson de Sailly, torcieron a la derecha y enseguida fueron a parar a una calle de pequeñas tiendas, donde encontraron un lugar donde sentarse. Édith pidió té y una pasta.
—Lo he pasado bien esta tarde, pero ahora tengo que regresar con mi tía —anunció.
—La que trabaja para el abogado.
—Para el señor Ney —precisó ella con tono respetuoso.
—Me gustaría ver a un caballero tan importante.
—Me tengo que ir —reiteró.
—¿Cuándo nos volveremos a ver?
—El miércoles es un buen día —repuso, antes de irse.
Así siguieron viéndose durante varias semanas. Los miércoles ella salía del trabajo con su madre, como de costumbre, y después continuaba sola hasta la casa de su tía Adeline. Thomas la iba a buscar y se sentaban y charlaban un rato. Después ella dejaba que la acompañara un trecho, pero nunca hasta casa de su tía. Algunos domingos él iba a ver a su familia a Montmartre. Otros, cuando ella aceptaba reunirse con él, paseaban alegremente juntos. Estaba claro que, por el momento, Édith quería mantenerlo a distancia, y él se lo tomaba con paciencia, suponiendo que era una chica prudente.
No obstante, tenía la impresión de que había ciertos aspectos de su vida que aún no le había revelado del todo.
El mes de octubre, Thomas realizó dos descubrimientos en la torre del señor Eiffel que lo dejaron asombrado.
Al llegar como de costumbre una mañana, vio a unas personas congregadas junto a uno de los pies de la torre. Al acercarse, distinguió a Jean Compagnon y al señor Eiffel, que miraban atentamente mientras una cuadrilla de obreros que no había visto antes ensamblaban una ancha pieza de maquinaria.
Thomas había estado trabajando en aquel pilar el día antes, pero Compagnon le indicó que se incorporase a otra cuadrilla. A la hora del almuerzo, sin embargo, no perdió ni un minuto antes de ir a inspeccionar la nueva pieza, que ya estaba totalmente ensamblada.
Eiffel, al verlo, lo saludó con una inclinación de la cabeza mientras se disponía a hablar a los hombres reunidos a su alrededor.
—Amigos míos, hace un tiempo alguien me preguntó cómo elevaríamos los segmentos cuando la torre fuera más alta que las grúas. Aquí tenemos la respuesta. Esto es una grúa trepadora. Se desplazará sobre raíles en la cara interior de cada pilar de la torre, y cuando este esté acabado, esos mismos raíles servirán de soporte para los ascensores que utilizará el público…, a no ser que quieran ir por las escaleras. Puesto que los pilares de la torre son inclinados, la grúa y más tarde los ascensores se desplazarán con la misma inclinación, igual que un funicular. —Sonrió—. Nos irá acompañando según vayamos subiendo de nivel. El brazo de la grúa se desplegará y permitirá levantar cada segmento, detrás del cual reptará, por así decirlo, la grúa. Las grúas también pueden girar, si se desea, hasta trescientos sesenta grados.
A partir de ese momento, Thomas fue ascendiendo a su puesto de trabajo por el pilar en compañía de la grúa trepadora.
El segundo descubrimiento lo efectuó la última semana de octubre.
Una de las características más destacadas de aquella obra era el esmero que Eiffel había aplicado en las medidas de seguridad. El trabajo en las estructuras de hierro como aquella era, de por sí, peligroso. El constructor que terminaba un gran puente metálico sin contar al menos con un obrero malherido podía considerarse afortunado y, en el caso de la torre, su altura implicaba que cualquier caída podía tener un desenlace fatal.
Por ello Eiffel había diseñado un complejo sistema de barreras móviles y redes de seguridad. Su intención era alcanzar el casi imposible logro de culminar el proyecto sin haber perdido ni un solo hombre. Puesto que sus trabajadores estaban, además, acostumbrados a trabajar en altura, creía que, extremando las precauciones, podía conseguir tan ambicioso récord de seguridad.
Hasta ese momento, Thomas había trabajado con la misma cuadrilla. Se llevaban bien y estaba claro que Jean Compagnon estaba satisfecho con ellos, porque, de lo contrario, se lo habría hecho saber.
Una mañana les faltaba una persona en una cuadrilla que trabajaba cerca de ellos. «Te voy a poner en esa cuadrilla en la que falta alguien hoy», le anunció Compagnon. Así pues, Thomas subió con ellos, sin inquietarse. Su propio grupo había estado trabajando en el borde exterior del edificio, mientras que aquel lo hacía en el interior, a escasos metros de distancia. Llegó a pensar incluso que tal vez lo habían solicitado personalmente a él, aunque la labor era, por supuesto, idéntica. Mientras se dirigían a sus puestos, se volvió hacia sus antiguos compañeros y los saludó con la mano.
Cuando adoptó su posición en la cara interior de la torre, dirigió la vista hacia abajo y se sintió paralizado.
Al cabo de un segundo, se había aferrado con la mano izquierda al borde de una viga situada justo encima de su hombro; con la derecha, había localizado un puntal metálico que había justo detrás, que agarraba con tal crispación que el borde se le clavaba en la palma de la mano. Aunque le dolía, no podía evitarlo. Era incapaz de aflojar la presión. El pánico se había adueñado de él, como si, de repente, toda la fuerza se le escapara por los pies. Permanecía petrificado, incapaz de avanzar ni retroceder, con la respiración entrecortada.
Hasta ese momento, Thomas Gascon nunca había experimentado el pánico. Nunca se le había ocurrido que la sensación de trabajar en el borde interior de la pendiente de la torre fuera distinta de la que se tenía en la cara exterior en la que había estado hasta entonces. Lo cierto era que, el día antes, había tenido el entramado de vigas debajo. Ese día, sin embargo, no había nada bajo sus pies. Nada, salvo cuarenta metros de espacio vacío.
Había dado por supuesto que no tenía vértigo porque era capaz de permanecer en lo alto de una colina y mirar abajo. En cualquier caso, cuarenta metros no era tanto, pero aquello era como caminar sobre una cuerda floja.
Entonces se dio cuenta de que había dos hombres mirándolo. El señor Eiffel sonreía, pero Jean Compagnon lo escrutaba, con cara seria.
—¿Qué pasa? —preguntó con aspereza—. ¿Quieres bajar?
En ese momento, Thomas Gascon supo que iba a perder el empleo.
—Mais non! —gritó. Después, sin saber cómo, impelido por la pura fuerza de voluntad, se inclinó un poco hacia fuera y, soltando la mano derecha de la viga, saludó al señor Eiffel—. Bonjour —dijo—. Estoy esperando a que esa grúa trepadora me traiga algo.
Eiffel sonrió correspondiendo a su saludo, pero Compagnon seguía observándolo con recelo. Ignorando si este podía ver los nudillos blancos de su mano derecha, que seguía aferrada al puntal, Thomas se volvió con cuidado y miró a un compañero de la cuadrilla. Solo con apartar la vista del abismo que tenía debajo, se sintió un poco mejor. Advirtiendo que el hombre también lo miraba con curiosidad, esbozó una forzada sonrisa.
—Cuando trabajaba con el señor Eiffel en la estatua de la Libertad, me dijo que ese sería el proyecto más famoso que haría nunca, y ahora construye esto. —Logró soltar la mano del puntal y se encogió de hombros—. Cuando acabemos aquí, le voy a preguntar: «¿Qué, señor, y qué va a hacer ahora como propina?».
Los hombres se echaron a reír y él se fue calmando. Durante el resto del día, dirigía de vez en cuando la mirada abajo y poco a poco se acostumbró.
—¿Cómo vas con el vértigo? —le preguntó Luc ese fin de semana, cuando subió a Montmartre.
—Perfectamente —respondió.
La segunda semana de noviembre, decidió dar un paso decisivo.
—El domingo tengo que ir a ver a mi familia —le dijo a Édith—. ¿Te apetece venir? Te podría enseñar Montmartre.
Ella agachó la cabeza, pensativa.
—Queda bastante lejos —adujo.
—No tanto. Podemos coger un tranvía hasta Clichy y después subir a pie. —Vio que aún dudaba—. Creo que deberías venir, si no llueve; si lo hace, no te podré enseñar la vista.
—Podría ir si hay buena vista.
—Exacto. Yo tengo que comer con mi familia, pero después te puedo acompañar por el barrio. Si hace un día claro, incluso en noviembre, suele haber artistas pintando afuera.
—De acuerdo —aceptó.
Subieron a un tranvía, un poco más arriba del Arco de Triunfo. Dado que los tranvías no tenían paradas oficiales, cuando las personas les hacían señas, los conductores paraban o no según su propio criterio. Para una respetable señora mayor, detenían los caballos, pero no así para jóvenes pobres como Thomas y Édith. Al poner el pie en la plataforma en movimiento, Édith resbaló; si Thomas no la hubiera cogido del brazo, podría haberse caído. Él aprovechó la ocasión para atraerla hacia sí, y ella no pareció ofrecer resistencia. No obstante, después se sentó con recato a su lado. Cuando él trató de ponerle la mano encima de la pierna, la retiró suavemente.
Se bajaron del tranvía en la plaza Clichy y emprendieron el ascenso de la colina. Cerca de la cumbre, él la condujo por las pintorescas callejuelas y ella comentó que, cuando era niña, ciertas partes de Passy se parecían a aquello. Los molinos de viento la entusiasmaron, pero cuando comenzaron a bajar hacia el caótico barrio de chabolas del Maquis, a Thomas le pareció que se había puesto un tanto taciturna.
—El sitio donde vivimos no es un palacio —comentó.
—¿Y a quién le interesa vivir en un palacio? —contestó ella, sonriendo.
En la casa, encontraron a los padres, a Luc y también a Nicole. Todos se quedaron bastante sorprendidos de que Thomas hubiera llevado a una joven, pero este les explicó con desenvoltura que Édith era una amiga de Passy, que nunca había estado en Montmartre.
—Le he dicho que le enseñaría la zona y que antes podía venir a comer con nosotros. ¿Hay algún inconveniente? —consultó a su madre.
—Por supuesto que no. —Su madre no dejaba de sonreír. Dios no quisiera que ninguna familia francesa careciera de comida en la mesa para recibir a un invitado. De todas maneras estaba bien que fuera domingo, pensó Thomas, porque si no quizá no habría habido suficiente—. ¿Has ido a misa hoy? —le preguntó a Édith.
—Oui, madame. Con mi madre —respondió esta.
—¿Has oído? —le dijo la madre de Thomas a Nicole—. A ver si me acompañas el domingo que viene, en vez de quedarte holgazaneando en la cama.
—Estaba cansada, mamá —contestó con tono irritado su hija.
—De Passy, ¿eh? —intervino el señor Gascon—. Un barrio elegante.
—Antes teníamos una granja allí, señor —explicó Édith—, pero ya no.
—¿Y tú a qué te dedicas, si no es indiscreción? —inquirió la madre de Thomas.
—Ayudo a mi madre, señora. Es la portera del liceo Janson de Sailly. Y también ayudo a mi tía Adeline. Está muy bien colocada con el señor Ney, el abogado, y a lo mejor un día puede pasarme su puesto.
—Janson de Sailly —dijo el padre—. He oído que ya ha cogido mucha fama.
Thomas advirtió como su madre efectuaba sus propios cálculos con dicha información, mientras Nicole observaba la falda y la blusa de Édith, y también los zapatos. A él la ropa le parecía bien, aunque no alcanzó a captar la opinión que le merecía a Nicole. A juzgar por su expresión, su madre todavía no había llegado a una conclusión, pero no estaba muy impresionada.
—Este año empecé a trabajar de criada en la casa de un médico cerca de la plaza Clichy —anunció Nicole.
—Parece una buena colocación —ponderó educadamente Édith.
—No está mal —admitió ella, encogiéndose de hombros.
Había comida suficiente. Había una gran bandeja con judías verdes, y hasta carne, aunque Thomas vio como su madre cortaba discretamente en pedazos más pequeños dos de las piezas, para que hubiera para Édith. También había pastel de fruta. Se alegraba de que su familia pudiera comer bien los domingos, sabiendo además que el dinero que entregaba a su madre debía de contribuir a ello. Se pusieron a hablar un poco de todo y su madre averiguó que Édith era hija única.
Luc había estado observando a Édith, pero, cosa rara en él, hasta el momento había permanecido bastante callado. Ella le preguntó en qué quería trabajar de mayor.
—Trabajaré en Montmartre, igual que hago ahora —respondió animadamente—, y después voy a ser un gran actor cómico y haré fortuna.
—Ah —dijo Édith.
—Es mejor que trabajar —afirmó Luc.
—Bromea —declaró Thomas, aunque no estaba seguro; puede que hablara en serio.
Para dar conversación, Thomas les contó que habían tomado el tranvía y que Édith había estado casi a punto de caerse.
—Ah —exclamó su padre—. Thomas está trabajando en esa gran torre, y la gente acudirá de todo el mundo para verla. Pero cuando vean cómo nos movemos por la ciudad, vamos a quedar mal.
—¿Por qué? —preguntó su mujer.
—En Londres tienen trenes con máquinas de vapor que te llevan por toda la ciudad, y muchos van bajo tierra. Nosotros todavía no tenemos nada de esto.
—Y en Nueva York —intervino Luc—, tienen trenes elevados.
—Los ingleses y los norteamericanos pueden hacer lo que quieran —disintió Édith—, pero ¿para qué íbamos a estropear nosotros la belleza de París con hollín y vapor, y con esos horribles raíles por todas partes? Puede que ellos sean más modernos, pero nosotros somos más civilizados.
—Yo estoy de acuerdo —apoyó la madre de Thomas—. Aquí la vida es más civilizada.
Después de comer, Thomas y Édith salieron a las calles sin pavimentar del Maquis. La llevó a lo alto de la colina, al Moulin de la Galette. El día era claro pero frío, y, pese a ser domingo, no había mucha gente. Después fueron a la plazoleta donde solían pintar los artistas. Había solo tres, que, abrigados con pesadas parkas y bufandas, aplicaban con perseverancia la pintura a los lienzos. Después de mirarlos unos minutos, continuaron hasta las obras del Sacré Coeur. Aun cuando los muros de piedra de la iglesia iban subiendo a buen ritmo, lo único que se alcanzaba a ver a aquellas alturas era una gran fortaleza de andamios en medio de un mar de barro.
No obstante, desde el borde de la explanada, se disfrutaba de una magnífica vista.
—Allí están las torres de Notre Dame. —Tras apuntar hacia ellas con orgulloso ademán, Thomas señaló las doradas cúpulas de la Ópera, situadas a menos de dos kilómetros, y Los Inválidos, un poco más allá—. Y allí es donde la torre del señor Eiffel despuntará por encima de todas —indicó, deteniendo el dedo en un punto a la derecha de Los Inválidos—. Ya sé que el Maquis es un poco primitivo, pero a mí me encanta Montmartre. No hay otro sitio igual en París.
—Estás muy orgulloso de la torre, ¿verdad?
—Desde luego.
—Eso está bien.
Antes del anochecer, la acompañó a Passy. En la avenida Victor Hugo, ella le dio las gracias y, después de dejar que le diera un beso en la mejilla, se alejó. A Thomas le parecía que le había gustado la vista, pero no estaba seguro del todo.
El domingo siguiente ella no estaba libre, de modo que fue a ver a sus padres. Su madre aguardó hasta el final de la comida para abordar el tema.
—Esa chica que trajiste aquí…, ¿estás interesado en ella?
—No lo sé —repuso—. Es posible.
—Puedes conseguir algo mejor —le aseguró su madre.
—Eso lo dices solo porque no es la hija de la viuda Michel —replicó. Luego miró a su padre y, como este desvió la vista, volvió a dirigirse a su madre—. Pues parecía que os llevabais bien.
—Puedes conseguir algo mejor.
Después de la comida, salió a pasear con Luc. No le había tomado por sorpresa la reacción de sus padres. Ahora no se iban a dar por satisfechos con nada que fuera inferior a la hija de la viuda Michel. En todo caso, esperaba que su hermano pequeño tuviera otra actitud.
Cuando este tomó la palabra se quedó, sin embargo, asombrado.
—¿Era esa la chica a la que estuvimos buscando? —preguntó de repente.
—Sí. ¿Cómo lo has adivinado?
—No sé.
—¿Qué te pareció?
Luc calló un instante.
—Yo no le caí bien —declaró, algo apesadumbrado.
—¿Por qué lo dices? Ella no me dijo nada de eso, ni una palabra. Yo creo que sí le gustaste.
—No. Estoy seguro. Lo noto.
—Seguro que te equivocas —insistió Thomas, tratando de disimular su perplejidad.
Tres días después, Édith le preguntó si ese domingo estaría disponible para ir a visitar a su madre y a su tía.
Se encontraron a media tarde. Ella lo esperaba al principio de la avenida Victor Hugo. Rodearon el gran círculo que circundaba el Arco de Triunfo hasta la imponente avenida de la Grande-Armée, que se prolongaba hacia el oeste al otro lado de los Campos Elíseos. Unas manzanas más allá, torcieron a la derecha y prosiguieron un trecho. Pese a su respetable apariencia, las casas de esas calles tenían un tono gris y deslustrado que a Thomas le parecía deprimente. Una de una esquina, algo mayor que las demás, tenía una impresionante puerta central y una verja contigua que daban a un patio, protegido de los intrusos por una alta reja de hierro. A la derecha de la barrera metálica había una puerta y una campanilla, de la que Édith tiró. Thomas oyó un áspero ruido metálico procedente del interior. Al cabo de un momento, se abrió la puerta.
—Esta es mi madre —dijo Édith.
El parecido saltaba a la vista. Las mismas pecas, la misma boca grande. El tiempo no había sido clemente, sin embargo, con la madre de Édith. Se notaba que antaño había sido guapa. Después había engordado y, en los últimos años, se había vuelto dejada. Hacía un tiempo se había teñido el pelo con hena, y las raíces grises se dejaban ver con la misma crueldad que un viento invernal que dispersa las hojas secas. Los ojos que antes fueron relucientes estaban hinchados. La piel del cuello colgaba, surcada por multitud de arrugas.
—Así que eres el chico que trabaja en la torre —dijo con un amago de sonrisa.
—Oui, madame —respondió él cortésmente.
Los condujo por un estrecho pasillo hasta una habitación amueblada con un sofá de respaldo curvado, dos pomposos sillones, un aparador encima del cual había una licorera, una botella y varias copas, y una mesa pequeña. La ventana, enmarcada por dos pesadas cortinas de damasco, daba al patio, pero el visillo de gruesa gasa dejaba entrar muy poca luz.
—Mi cuñada tiene una buena colocación, n’est-ce pas?
De modo que la tía Adeline era la hermana del padre desaparecido… Thomas no había caído en la cuenta hasta entonces.
—Estupenda, señora —convino.
—Mi tía es la conserje —explicó Édith—. Ella se ocupa de todo el edificio.
—Es una casa grande —ponderó la madre de Édith—. La responsabilidad es grande, pero ella tiene cabeza para eso, seguro.
—¿Y el señor Ney vive aquí? —preguntó Thomas.
—El señor Ney es el dueño —dijo la madre de Édith, con el orgullo propio de las personas que cuentan con un amigo rico—. Tiene el despacho en la puerta de al lado y vive en una casa cerca de aquí, con su hija.
—Su hija se llama Hortense —informó Édith.
—Ah, la señorita Hortense —exclamó la madre—. Un día de estos encontrará un buen partido, seguro.
—Quizá debería enseñarle la casa a Thomas —sugirió Édith.
Su madre dirigió una mirada al aparador y asintió.
—Dile a tu tía que la estamos esperando.
Thomas siguió a Édith por una pequeña escalera y después por un corredor que desembocaba en la parte posterior de la casa principal. Ella abrió, sonriente, otra puerta, que daba a un amplio rellano de la gran escalera a cuyos pies se encontraba la puerta principal.
—Es una entrada muy bonita —apreció—. ¿Alguna vez entráis por aquí?
—Ah, no. La puerta principal siempre está cerrada —le informó—. Ven.
Se encaminó a una puerta de la derecha. Tras llamar con los nudillos, entró.
La habitación era espaciosa. Aun cuando los paneles de la pared tenían alguna que otra resquebrajadura, el efecto general era imponente. La chimenea estaba presidida por la perfecta serenidad del rostro de una aristócrata del siglo XVIII retratada en un cuadro; las paredes estaban adornadas con vistosos grabados de damas ataviadas con espléndidos vestidos. Delante de la ventana había un pequeño y elegante escritorio rococó. Al otro lado de la estancia, frente a la chimenea, se erguía una magnífica cama con dosel del siglo XVIII. Recostada en ella sobre mullidos cojines, una distinguida dama envuelta en encajes leía un libro encuadernado en cuero.
—Ah. La petite Édith —dijo la señora cuyo rostro habría sido casi exacto al del cuadro de la chimenea, de no ser por algunos dientes de marfil algo torcidos.
—¿Me permite que le presente a mi amigo Thomas Gascon? —preguntó ceremoniosamente Édith—. Trabaja en la torre del señor Eiffel.
La señora Govrit de la Tour miró a Thomas por encima del libro.
—Lamento oír eso, joven —contestó con calma—. He visto en los periódicos los dibujos de esa torre del tal señor Eiffel. —Articuló el nombre del ingeniero como si lo considerase impronunciable—. Debería buscarse otro empleo.
—¿No le gusta la torre, señora? —inquirió Thomas.
—Desde luego que no. —Dejó el libro boca abajo encima de la colcha—. Cuando pienso en lo que Francia ha construido en el pasado, joven…, en el Louvre o en Versalles…, y después veo los dibujos de esa monstruosa aguja, que sin duda se habrá oxidado antes de que la hayan acabado siquiera, esa bárbara vulgaridad de feria que va a afear el cielo de París, me pregunto adónde ha ido a parar este país. —Volvió a coger el libro—. Usted parece respetable, pero está deshonrando a Francia. Debería parar de trabajar en eso ahora mismo.
—Gracias, señora —dijo Thomas, antes de retirarse en compañía de Édith.
—Espero que no te haya molestado —dijo Édith con una risita una vez que hubo cerrado la puerta.
—No, no. Eso es lo que piensa la mitad de París —reconoció Thomas.
Todas las semanas, los periódicos publicaban algún artículo que expresaba las mismas opiniones.
—Ya lo sé, pero ella tiene una manera particular de decirlo. Es nuestra aristócrata —remató Édith con cierto orgullo.
—¿Y qué es esto? ¿Un sitio donde vive gente mayor?
—Sí, pero es algo muy especial. El señor Ney llega a un acuerdo privado con cada persona. Algunos le dan una cantidad de dinero; otros tienen una casa, o tierras, o algún tipo de rentas, y entonces cuando vienen a vivir aquí, él se ocupa de todo. Como es abogado, siempre sabe qué hay que hacer.
—¿Cuántas personas hay?
—Unas treinta.
—¿No tienen familia?
—Algunas sí, pero todos saben que pueden fiarse del señor Ney. Cuentan —añadió, bajando la voz— que una anciana quedó tan satisfecha que al morir le dejó toda su fortuna al señor Ney.
Thomas no dijo nada.
Miraron en otra habitación, no tan lujosa como la primera, donde una anciana permanecía sentada en el único sillón del cuarto, de cara a la ventana. Parecía medio dormida.
—La señora Richard puede ser difícil a veces. Mi tía tiene que darle un poco de láudano —explicó Édith.
Mientras proseguían por el corredor, de una de las habitaciones salió una mujer bajita y gorda, vestida de negro, con una cara tan mofletuda que parecía un globo. ¿Sería aquella la tía Adeline?
—¿Has visto a mi tía, Margot? —preguntó Édith.
—Non. No la he visto —respondió plácidamente la rolliza mujer—. Bonjour, monsieur —saludó a Thomas, al pasar.
—Es Margot, la enfermera —explicó Édith—. Puede que mi tía esté arriba.
Subieron al último piso por una empinada y estrecha escalera. El pasillo estaba apenas iluminado por una claraboya en el fondo. Édith llamó un par de veces a su tía, pero no obtuvo respuesta. Se disponía a regresar a la angosta escalera cuando, por curiosidad, Thomas abrió la puerta que tenía al lado.
La habitación estaba casi vacía. La ventana, cuyos cristales nadie debía de haber limpiado desde hacía meses, carecía de cortinas. Las paredes presentaban manchas de humedad en varios puntos. En el centro había una cama de hierro, pintada de negro, cubierta con una manta roja, bajo la que yacía, como un inservible rastrillo desechado, una huesuda vieja. Su cabello blanco colgaba en finas hebras por el costado del colchón de pelo de caballo. Estaba muy quieta y, si respiraba, no emitía el menor sonido. En el suelo había polvo, pero ni una miga de pan que pudiera tentar a un ratón. Le llamó la atención algo más. En la pared de delante de la cama, expuesta en un marco de metal, colgaba una lámina barata de la Virgen con el niño, bajo la protección de un vidrio que estaba reluciente de tan limpio.
—Thomas —llamó Édith—, ¿qué haces?
—Nada —respondió, cerrando la puerta—. ¿Quién es la mujer de allí adentro?
—La señorita Bac. Es muy pobre. Vamos.
Cuando volvieron al cuarto de la tía Adeline, la señora en cuestión ya había llegado. Después de dedicar una breve inspección a Thomas y haber visto, según sospechó este, cuanto necesitaba ver, lo invitó a sentarse.
Luego fue al aparador y cogió la botella de sidra.
—¿Tomará un poco de cidre doux? —preguntó.
—Quizás el joven prefiera coñac —sugirió con optimismo la madre de Édith.
—Non —rehusó con firmeza la tía Adeline—. Cidre doux.
—Sí, gracias —aceptó Thomas.
La tía Adeline sirvió sidra para todos en unas pequeñas copas. Vestía una camisa blanca almidonada y un largo vestido de color azul marino. El pelo, moreno, lo llevaba recogido en un austero moño. Tenía unas cejas espesas y unos ojos oscuros de mirada alerta.
—¿Dónde vive, joven? —preguntó.
—Me alojo en la calle de la Pompe, señora, pero mis padres viven en Montmartre.
—No será en el Maquis, espero.
—En el Maquis, señora. Pero son personas respetables —añadió—. Me mandaron a la escuela y me hicieron aprender un oficio.
—Me alegra oírlo.
—¿Lleva muchos años dirigiendo esta casa, señora?
—Sí. Es una gran responsabilidad.
—De eso no cabe duda —intervino la madre de Édith, pese a que la tía Adeline procuraba mantenerla al margen—. Verá, el señor Ney empezó con un sitio mucho más pequeño. Entonces ejercía de abogado en los barrios bajos de Belleville, y tenía solo dos habitaciones en un piso. Una la ocupaba la señorita Bac; la otra, una viuda cuyo marido le dejó un negocio que funcionaba bastante bien. Tenía una ferretería, pero, como ella no tenía la menor noción de cómo dirigirla, él se encargaba de todo, de la tienda y de cuidar de ella. Y cuando murió, se lo dejó todo a él. Así empezó a hacer fortuna. Después se trasladó a un sitio mayor, cerca de la Gare du Nord. Y ahora aquí. Pero es una persona muy leal. Siempre se llevó a la señorita Bac con él. ¡Ella, que empezó en un cuarto de Belleville, ahora vive en una gran casa cerca del Arco de Triunfo!
—Es suficiente —advirtió su cuñada.
—El señor Ney sí que tiene cerebro —continuó, animada, la madre de Édith—. Una vez le pregunté: «¿Cuál es el secreto del negocio de la ferretería, señor Ney?». ¿Y saben lo que me respondió? «Resulta que son los clavos», dijo. Fíjense, solo clavos.
Cuando calló, habiendo agotado al parecer sus reservas de información, la tía Adeline pareció aliviada. A Thomas, por su parte, no le molestó. En realidad había encontrado interesantes sus comentarios.
—¿Quieres que diga algo sobre el señor Ney? —terció Édith—. ¿Habrás oído hablar del gran Ney, que fue uno de los mariscales de Napoleón?
—Por supuesto.
—El señor Ney y él están emparentados. ¿Verdad, tía Adeline?
—Podría ser, aunque el señor Ney es demasiado discreto para decirlo.
—Pues tiene un buen negocio aquí —comentó Thomas.
La tía Adeline le asestó una severa mirada.
—El señor Ney es sumamente bondadoso —aseguró con un asomo de reproche—. Nadie que tenga la buena suerte de venir aquí necesita volver a preocuparse por nada.
—Es un ángel —exclamó la madre de Édith, aprovechando el rumbo que tomaba la conversación—. Un ángel.
—¿Y tiene una hija?
—Eso es —confirmó la tía Adeline—. La señorita Hortense es una joven encantadora.
—Heredará una fortuna y hará un buen casamiento —abundó la madre de Édith.
—No cabe duda —convino la tía Adeline.
Thomas se preguntaba si iban a ofrecerle algo de comida, aunque todo apuntaba a que no. Se estaba planteando qué debería hacer a continuación cuando llegó un ruido de la entrada. La tía Adeline pareció sorprendida al oír girar una llave en la cerradura de la puerta de afuera.
—Debe de ser el señor Ney —dedujo—. Normalmente no viene a esta hora.
Al cabo de un momento, sonaron unos pasos quedos en el corredor y luego un leve golpe en la puerta. La tía Adeline se apresuró a abrir, y el propietario del establecimiento entró en la habitación. Édith y Thomas se pusieron en pie y la madre de Édith, incapaz de levantarse con suficiente rapidez, expresó mediante una obsequiosa reverencia desde su silla el profundo respeto que se le debía.
El señor Frédéric Ney era un abogado de poca monta, de estatura algo inferior a la media, pero dotado de una notable presencia gracias a su extrema delgadez y a su pálida cara, demasiado larga para su cuerpo, y que a Thomas le recordó la de un pez. Los pantalones le iban tan ajustados que casi parecían las medias que se solían llevar antaño. Ese día vestía una chaqueta de color chocolate oscuro.
Los examinó a todos. ¿Sería posible que un sexto sentido le hubiera indicado la presencia de un forastero en sus dominios? En todo caso, detuvo la mirada en Thomas.
—Bonjour, monsieur Ney —lo saludó Édith con una encantadora sonrisa… La leve inclinación que adoptó la comisura del carnoso labio del abogado indicó que la muchacha gozaba de su favor—. Permítame presentarle a mi amigo Thomas Gascon. Trabaja en la torre del señor Eiffel.
El señor Ney inclinó la cabeza.
—Lo felicito, joven. —Hablaba tan bajo que Thomas tuvo que adelantar la cabeza para oírlo bien—. Aunque haya distintas opiniones sobre la torre, yo creo que no debemos temer al progreso, siempre y cuando no olvidemos la tradición.
—Sí, desde luego —aprobó la madre de Édith.
—Lo he llevado a ver a la señora Govrit —dijo Édith—. A ella no le gusta para nada la torre —añadió con una carcajada.
El abogado tensó de nuevo la comisura del labio.
—La señora Govrit tiene una habitación estupenda, señor —apuntó Thomas, para mostrarse agradable.
Al parecer logró su propósito, porque, de repente, el abogado pareció animarse.
—En efecto, joven, tal como corresponde a una persona de su condición. Estoy orgulloso de disponer de una habitación como esa en esta casa. Todas las habitaciones son satisfactorias, confío, pero la suya es, por así decirlo, la mejor.
Thomas sabía que no debía hacer aquel comentario, pero no se pudo contener.
—También he visto el cuarto de la señorita Bac. Ese no era tan bonito.
—Ah, pobre señorita Bac —contestó, sin la menor señal de embarazo, Ney—. Vino conmigo hace muchos años, con pocos recursos, pero yo la acepté. Y ahora… —Sonrió—. Soy yo quien pago su comida y manutención. —Efectuó un contenido ademán con las manos, como si dijera—. ¿Qué se le va a hacer?
—Es un ángel —murmuró la madre de Édith.
—Estoy convencida de que ella se lo agradece, aunque no pueda expresarlo, señor Ney —dijo la tía Adeline.
—Me alegra oírselo decir —respondió sentidamente el abogado—. Me alegra porque hay dos cosas en el mundo que yo valoro en especial. —Se volvió hacia Thomas—. Tome nota, joven, porque con esas virtudes saldrá adelante en la vida. La primera es la gratitud. Y confío en que todos los residentes de esta casa tengan motivos para sentir gratitud.
—No hay nada que el señor Ney no esté dispuesto a hacer por ellos —exclamó la madre de Édith.
—Yo creo que les proveo de cuanto necesitan y de aún más…, si lo permiten las reservas de dinero —apostilló Ney, antes de dirigirse de nuevo a Thomas—. La segunda cualidad, joven, es la lealtad…, como la que tengo la fortuna de recibir de parte de la señora Adeline. Gratitud y lealtad son lo fundamental.
Thomas tuvo la sensación de que, si alguien se mostraba desagradecido o desleal con aquel hombre, podía llegar a lamentarlo.
—¿Es usted agradecido y leal? —preguntó de improviso Ney a Thomas.
—Yo estoy agradecido al señor Eiffel por haberme dado un trabajo —afirmó Thomas—. Y sin duda sería leal con él.
—Voilà. Pensamos exactamente igual —concluyó el señor Ney. Después de dispensar una vidriosa mirada a Thomas, sonrió a Édith—. Un joven excelente. —Luego se volvió hacia la tía Adeline—. Quizá recuerde que, cuando estaba efectuando la ronda, ayer, me llamaron y me tuve que ir. Por eso he venido hoy a ver a los tres o cuatro residentes que me faltaba por ver. La señorita Bac es una de ellos.
—¿Desea que lo acompañe, señor Ney? —se ofreció la tía Adeline.
—No, no es necesario.
—Siempre tiene la imagen de la Virgen y el niño —dijo Édith—. Margot le saca brillo al cristal siempre que va. Ya sabe que ella siempre está muy quieta, pero yo sé que mira el cuadro.
—La religión es un gran consuelo —afirmó su madre, con una inclinación de cabeza.
—En efecto —acordó Ney, mientras se dirigía a la puerta.
Thomas se preguntó si la anciana podría contar en adelante con el consuelo del cuadro.
—¿Y la señorita Hortense está bien? —se interesó la madre de Édith.
—Sí.
—Ah —dijo la madre de Édith—. Es una joven que lo tiene todo. Es guapa, es amable…
El señor Ney abandonó la habitación.
Después de unos minutos de desganada conversación, la tía Adeline sacó un pequeño reloj de plata sujeto a una cadena y lo miró.
—Ahora tengo cosas que hacer, y Édith me va a ayudar —anunció.
Thomas captó la insinuación y se levantó.
—Quizás al joven le apetezca quedarse conmigo y tomar un coñac —aventuró la madre de Édith.
La tía Adeline la observó como si mirara a una oveja empapada que hubiera tenido la inoportuna mala suerte de caerse de un muelle.
—Es una lástima, pero me tengo que ir, señora —mintió Thomas.
Una vez en la calle, no supo qué hacer. No tardaría en anochecer. Se quedó un momento delante de la magnífica puerta principal. Al mirar arriba, estuvo casi seguro de haber identificado la gran ventana de la señora Govrit. La sórdida buhardilla de la señorita Bac, por otro lado, debía de encontrarse en la parte posterior, bien alejada de la vista.
A juzgar por lo que había visto de la madre de Édith, dedujo que el lugar donde vivía con Édith no debía de ser mucho mejor.
Retrocedió para rodear la esquina. Aquella parte del edificio presentaba una alta pared, con una serie de ventanas pequeñas y estrechas, que se prolongaban en el muro del patio. Mientras avanzaba, calculó que el apartamento de la tía Adeline debía de encontrarse justo antes del patio. Encima de su cabeza había un ventanillo entreabierto, que tal vez perteneciera a su cocina. Pensando que quizá oiría la voz de Édith, se detuvo un momento.
Sin embargo, la voz que oyó fue la de la tía Adeline.
—Ya has oído, ma chérie, ese estúpido comentario que ha hecho sobre la señorita Bac. Eso ha sido una actitud de descaro con el señor Ney.
—El señor Ney ha dicho que era un joven excelente —adujo Édith.
—Sí, por ser bueno contigo. Pero no le ha gustado, te lo aseguro. Y tú no puedes permitirte un joven que moleste al señor Ney.
Édith añadió algo más, que Thomas no alcanzó a oír.
—Hija mía —contestó la tía Adeline—, me da igual si ese joven fue a buscarte a la Luna. Ya tenemos a una insensata en la familia. Perdóname, pero hablo de tu madre. No podemos permitirnos dos. No vuelvas a ver a ese Thomas Gascon, por favor. Puedes conseguir a alguien mejor.
Thomas estuvo esperando con inquietud durante los tres días siguientes. Él creía en el destino. Aunque a sus padres no les gustara, él quería a Édith. No estaba, con todo, seguro de si ella sentía lo mismo.
El miércoles por la tarde, estuvo esperando cerca del liceo. Édith y su madre salieron juntas como de costumbre, pero, en lugar de separarse, continuaron las dos hacia casa. Y él, como no quería encontrarse con la madre, prefirió no acercarse. No supo si Édith lo había visto. En cualquier caso no dio ninguna señal. La tarde siguiente ocurrió lo mismo.
El viernes fue un frío día de noviembre. Un gélido viento proveniente del este se colaba entre las vigas, helándole las manos mientras trabajaba, y se paseaba por los bulevares, arrancando las hojas de los árboles.
Cuando acabó la jornada, al anochecer, cruzó el río y buscó un bar donde tomar un gran cuenco de sopa para calentarse. Después se encaminó a la calle de la Pompe. Las luces del liceo se apagaban justo en el momento en que llegó. Estaba decidido a hablar con ella esa misma tarde, tanto si iba con su madre como si no. Al cabo de un momento, la vio salir sola y fue directamente a su encuentro.
—Oh, eres tú —dijo.
—Claro que soy yo. ¿Dónde está tu madre?
—Está enferma.
—Te acompañaré —dijo Thomas.
Después, al pasar frente a un bar, comentó que necesitaba calentarse y la condujo adentro.
—Solo un minuto —advirtió ella.
Se sentaron a una mesa y él pidió una copa de vino para cada uno.
—Me alegro de verte —dijo—. Me gustó conocer a tu familia.
—Sí.
—¿Qué vas a hacer este domingo?
—Cuidar de mi madre, seguramente.
—Quizá podríamos vernos un rato.
—Me parece que no —respondió, tras dudar un momento—. En este momento todo es complicado.
—¿No tienes tiempo para verme?
—Ahora no. Lo siento.
—¿Quieres verme?
—Claro, pero…
Lo comprendía. Thomas había creído que aquella era la mujer que le tenía reservado el destino. Así lo había sentido. Sin embargo, parecía que no había sido más que una necia ilusión.
Era una lástima. Pero ¿por qué lo rechazaba? Porque no era del agrado de su tía. Porque la tía Adeline pensaba que era un estúpido. Porque no había demostrado suficiente respeto por el señor Ney. El hecho de que tuviera razón (sabía que no debió haber realizado aquel imprudente comentario) no hacía más que acentuar su resentimiento.
—No le gusté a tu familia —señaló.
—Yo no he dicho eso.
—No lo has dicho, pero es la verdad.
Ella guardó silencio.
—Dime: ¿te vas a pasar toda la vida besándole la mano al señor Ney?
—Es el patrón de la tía Adeline.
—¿Y ella lo ayuda a robar el dinero a un montón de ancianas indefensas?
—No.
—Sí. Eso es lo que hace. Y, si pasas la vida trabajando para él, eso es lo que vas a hacer.
—Te crees que lo sabes todo, pero no es así.
—¿Crees que él va a cuidar de ti? ¿Crees que va a cuidar de tu tía? Yo te diré cómo va a acabar tu tía: igual que la señorita Bac.
—No lo entiendes —gritó de improviso Édith—. Al menos la señorita Bac tiene un techo bajo el que vivir.
—Antes preferiría acabar en el arroyo.
—Eso es lo que probablemente va a pasar. Mi tía tiene razón. Eres un estúpido. —Se puso en pie—. Me tengo que ir.
—Lo siento.
—Me tengo que ir.
Thomas se quedó sentado allí, muy enojado, sin sospechar que, cuando se hubo alejado unos veinte metros por la calle, Édith se echó a llorar.
A Thomas Gascon aquel invierno se le hizo largo. Para entonces trabajaba a una altura superior a la de los tejados de París, en la fría torre de hierro. Entre la interminable sucesión de días grises, los desnudos árboles cercanos y la larga cinta del Sena ofrecían un triste y desolado aspecto.
El trabajo era duro. Cuando las grúas subían el material, los obreros se apiñaban para recogerlo. Los segmentos de viga llegaban ensamblados de la fábrica con pernos, que había que sustituir por remaches.
Para remachar se precisaba una cuadrilla de cuatro hombres. En primer lugar, el aprendiz calentaba el remache en un brasero hasta que quedaba candente. Luego otro obrero, protegido con gruesos guantes de cuero, cogía el remache con unas tenazas y lo colocaba en el agujero, perfectamente igualado entre las vigas o las planchas de metal que había que unir. Después lo aseguraba con un contrapeso de metal, mientras uno de sus compañeros moldeaba con ayuda de un martillo, aplastándola, la otra punta del roblón. A continuación, el cuarto componente de la cuadrilla lo aseguraba con una maza. A medida que se enfriaba y encogía, el remache incrementaba la presión de unión de las planchas, hasta ejercer una fuerza de tres toneladas.
Cada cuadrilla producía su propio sonido particular de martilleo, de modo que entre sí se identificaban sin necesidad de mirar.
El trabajo era intenso. Tanto si llovía como si nevaba, se prolongaba ocho horas por día.
Thomas se encargaba de descargar el martillo contra los roblones. Él prefería trabajar con mitones, y así calentarse de vez en cuando las manos con el calor desprendido por las hogueras con las que se calentaban los remaches. Al final tuvo que descartarlos y usar guantes de cuero, y, aun así, a menudo se le entumecían los dedos. Cuando se levantaba viento, le azotaba el cuerpo con la misma furia que padece el marinero encaramado a un mástil.
A principios de año, su labor cambió, porque empezaron a construir la inmensa plataforma de la torre.
Thomas se sentía extraño. Era como si, en el proceso de fabricación de una mesa, hubiera pasado de repente de las secciones verticales de la pata al vasto espacio horizontal de arriba.
—Esto se parece más a la construcción de una casa —comentaba.
Se trataba de una casa encumbrada en el aire, desde luego…, o más bien de un enorme edificio de pisos, construido con hierro.
La base de la plataforma se elevaba a casi sesenta metros en el aire. En el hueco inferior, del suelo surgió un enorme andamio, semejante a un tronco de árbol cuyas ramas se extendían hasta el borde de la plataforma, de tal manera que, al mirar hacia abajo en las partes alejadas del centro, todavía percibía una caída vertical ininterrumpida. También advirtió, no obstante, que como debía dirigir constantemente la vista hacia el piso horizontal que poco a poco cobraba forma, apenas tenía conciencia del abismo que se abría debajo.
Thomas comprendía que, estructuralmente, era esa plataforma la que sujetaba los cuatro grandes pilares y la que iba a servir de base para la altísima torre que se elevaría encima. Aun así, a medida que avanzaba la obra, no dejaba de asombrarle la magnitud del proyecto. La pasarela que rodeaba los lados, desde la que se disfrutaba de interesantes vistas de París, tenía una longitud de más de trescientos metros. Había espacio para numerosas habitaciones, incluido un amplio restaurante.
Aquel inmenso piso suspendido en el vacío debía quedar minuciosamente encajado en los soportes. La tarea fue ardua, tal como había previsto Eiffel, y llevó tiempo culminarla. Hasta marzo, después de comprobar la perfecta solidez y nivelación de la estructura básica de aquella mesa de cuatro patas, el ingeniero no dio la orden de proseguir hacia arriba.
No obstante, cuando las grúas trepadoras reanudaron sus trayectos por los soportes, Thomas se percató de algo más.
Le daba la impresión de que la obra se estaba retrasando. Los ingenieros que ayudaban a Eiffel a veces parecían inquietos. Thomas lo notaba por sus gestos. Por los planos que había visto, sabía que, en su lado exterior, entre el suelo y la plataforma iban a agregar un elegante arco semicircular. El mes de abril se iba agotando. Sin embargo, las pilonas proseguían su camino hacia el cielo desde la plataforma, y la parte inferior de la torre era un desbarajuste. No obstante, pese a las preocupaciones que pudiera tener, Eiffel se mostraba siempre tranquilo, educado y sereno.
Thomas solo vio enfadado al señor Eiffel en una ocasión. Fue durante la pausa del almuerzo, un día de mayo. Estaba solo, leyendo el periódico cerca del pilar noroccidental de la torre. De repente, Thomas vio que arrugaba el diario y lo golpeaba con furia contra su costado. Entonces, al ver que él lo miraba, le indicó que se acercara.
—¿Sabes por qué estoy enfadado, joven Gascon? —Era evidente que necesitaba desahogarse con alguien.
—Non, monsieur.
—No les gusta mi torre. Algunas de las personalidades más prestigiosas de Francia la detestan, como Garnier (que construyó la Ópera de París), Maupassant (el escritor) o Dumas (el hijo del autor de Los tres mosqueteros). Incluso han recogido firmas contra su construcción. ¿Conoces tú a gente que la detesta?
—Oui, monsieur. La señora Govrit de la Tour me dijo que no debería trabajar aquí.
—¿Ves? Hasta tratan de volver a mis trabajadores en mi contra. Pero este artículo que publica hoy el periódico, joven Gascon, es ya lo que colma el vaso. Dicen que mi torre es indecente, que va a ser ni más ni menos que un gran falo en medio del cielo.
Como no sabía qué decir, Thomas se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Cuál es la peor amenaza para una estructura alta, joven Gascon? ¿Lo sabes?
—Su peso, supongo, señor.
—No. Es el viento. La razón por la que mi torre tiene la forma que tiene, la razón por la que está construida como está construida, es el viento, cuya fuerza la derribaría de ser de otro modo. Esa es la simple razón. Nada más.
—¿Por eso está formada solo de vigas metálicas, para que el viento pueda pasar a través de ellas?
—Excelente. Se trata de una construcción en celosía, para que no presente una obstrucción contra el viento. Y a pesar de que está hecha con hierro, que es fuerte, en realidad es muy ligera. Si se colocara la torre en una caja cilíndrica, tal como a veces se venden las botellas de vino, el aire contenido en la caja pesaría casi tanto como la propia torre metálica. Es asombroso, pero cierto.
—Nunca habría imaginado tal cosa —confesó Thomas.
—Pero lo fundamental no es eso. La forma de la estructura, con su esbelta curva, responde a puros cálculos matemáticos. La tensión de la estructura posee una equivalencia exacta a la del viento, venga de la dirección en la que venga. Por eso tiene esta forma. —Sacudió la cabeza—. Las artes y la literatura son la gloria del espíritu humano, pero, demasiado a menudo, quienes las practican tienen una escasa comprensión de las matemáticas, y menos aún de la ingeniería. Con su visión superficial, ven un falo, y creen haber comprendido algo, pero no han comprendido absolutamente nada. No tienen ni idea de cómo funcionan las cosas ni de la verdadera estructura del mundo. No son capaces de entender que, en realidad, esta torre es una expresión de ecuaciones matemáticas y de una sencillez estructural mucho más hermosa de lo que podrían siquiera imaginar. —Miró con indignación el arrugado periódico.
—Oui, monsieur —dijo Thomas, con el sentimiento de que, aunque no comprendiera las bases matemáticas de la torre, al menos la estaba construyendo.
—Más vale que te vayas —le aconsejó Eiffel—. Si llegas tarde, dile a Compagnon que ha sido culpa mía y que le pido disculpas. Tampoco es que me interese retrasar la construcción aún más —murmuró para sí.
Thomas se incorporó a su puesto con un minuto de retraso. Al pasar al lado de Jean Compagnon, empezó a darle explicaciones, pero este lo despidió con un ademán.
—Ya te he visto con Eiffel. Le gusta hablar contigo, sabrá Dios por qué.
Desde que, en noviembre, habían puesto fin a su relación, Thomas apenas había visto a Édith. En una ocasión, en diciembre, y en otra, a principios de año, había ido a encontrarse con ella, pero la chica le había dejado claro que no quería verlo más. A partir de entonces, había evitado el liceo, y aunque la veía por Passy alguna que otra vez, no habían vuelto a hablar.
Puesto que pasaba todos los domingos con ellos, sus padres habían deducido que ya no salía con Édith, aunque nadie decía nada. Un día Luc le preguntó qué había pasado. Thomas le respondió que habían roto.
—¿Estás triste? —preguntó Luc.
—Ah, simplemente no funcionó —contestó él.
Su hermano pequeño no dijo nada.
A comienzos de primavera, había pensado buscar otra mujer, pero por el momento no había encontrado a nadie que le atrajera en especial. Además, no tenía mucho tiempo ni energía.
Durante los meses de mayo y junio, el trabajo en la torre se aceleró. Los obreros trabajaban doce horas diarias. El primer arco de debajo de la primera plataforma quedó acabado y entonces retiraron el andamiaje central. De repente, la torre comenzó a adoptar un aspecto más majestuoso. Los cuatro grandes soportes de las esquinas proyectaban, estrechándose, hacia el cielo su curva, en busca del siguiente objetivo, la segunda plataforma. A ciento quince metros por encima del suelo, iba a constituir una segunda mesa de cuatro patas por encima de la primera. Después la torre proseguiría su ascenso como una vara calada hasta una altura de vértigo. A finales de junio, la segunda plataforma quedó terminada.
No pudo ser más oportuno el momento, ya que faltaba poco para el 14 de julio.
La conmemoración de la toma de la Bastilla.
Fue una suerte para las generaciones venideras que los harapientos sans-culottes inauguraran la Revolución francesa irrumpiendo en la antigua fortaleza de la Bastilla en 1789, en un día de verano. Era una fecha perfecta para un día festivo de celebraciones, desfiles y fuegos artificiales.
—El señor Eiffel va a dar una fiesta en la torre el día 14 —le anunció Thomas a Luc—. ¿Quieres venir?
Hacía una tarde radiante. Mientras cruzaban el puente de Iéna, Thomas lanzó, orgulloso, una ojeada a su hermano menor.
Luc ya había cumplido quince años. Se le había puesto la cara más llena y, con aquel elegante mechón de pelo oscuro que le caía en la frente, en el Moulin, donde solía trabajar, los clientes pensaban muchas veces que era un joven camarero italiano. Pese a su juventud, los años que había pasado allí le habían aportado una mezcla de experiencia mundana y encanto infantil que su hermano mayor observaba maravillado.
Ese día, se había puesto una camisa blanca sin chaqueta y un sombrero canotier.
Cuando llegaron, había una gran multitud caminando por la explanada de la obra. Las partes inferiores de la torre estaban llenas de banderines de color rojo, blanco y azul, los de la bandera francesa. Había una tienda con refrigerios y una banda vestida con elegantes uniformes.
Por más que los periódicos hubieran criticado la fealdad de la torre, resultaba ya patente que aquel inmenso arco de dos pisos iba a constituir una magnífica entrada para el recinto de la exposición del año siguiente. Con sus ciento quince metros, la plataforma recién acabada superaba con creces la altura de las torres de Notre Dame, e igualaba la de las más encumbradas agujas de las catedrales europeas.
Allí había toda clase de público, incluidas personas distinguidas.
—Te presentaré al señor Eiffel si viene por aquí —le prometió con orgullo Thomas a Luc, cerca de la tienda de refrigerios.
Llevaban cinco minutos allí cuando Luc dijo de improviso:
—Mira quién está allí. —Cuando Thomas miró, no distinguió a nadie entre el gentío—. Por allí.
Luc señaló un grupo de personas muy bien vestidas y entonces la vio.
Era Édith. Llevaba un vestido blanco que debía de haberle dado alguien, porque ella nunca podría haberse costeado aquella prenda, y un sombrerito. Estaba muy guapa. A su lado se encontraba el señor Ney y una mujer pálida cercana a la treintena que, según infirió Thomas, debía de ser su hija.
—Iré a decirle bonjour —anunció Luc.
—No puedes hacer eso. Está con el señor Ney —exclamó Thomas.
Pero Luc ya se había puesto en marcha.
Thomas observó, sin saber qué hacer, como Luc se quitaba educadamente el canotier y dirigía una reverencia a Édith. Vio que esta le decía algo a Ney y como después Luc inclinaba la cabeza ante el abogado y su hija. A continuación, el chico dijo algo más, tras lo cual todos se volvieron a mirarlo. Luc sonreía, indicándole que se acercara.
Cuando llegó junto a ellos, después de dedicar una cortés sonrisa a Édith, Thomas puso especial atención en dispensar una profunda reverencia al señor Ney.
—Es un gran honor, señor, que haya venido a visitar la torre donde trabajo.
—Le he dicho al señor Ney que has prometido presentarme al señor Eiffel, si viene —comentó Luc—. Y el señor Ney ha dicho que le gustaría que se lo presentaras también a él.
Thomas miró, boquiabierto, a su hermano. ¿Él, un humilde obrero, iba a presentar a Eiffel a aquel rico abogado? Su asombro fue en aumento, no obstante, cuando vio la amplia sonrisa de Ney. Era evidente que aquel encantador muchacho de quince años con su canotier de paja podía desenvolverse de un modo que a él le resultaría imposible.
—Desde luego, señor —dijo, preguntándose cómo demonios iba a hacer tal cosa.
—¿Conoce a mi hija, la señorita Hortense? —preguntó el abogado.
—Señorita. —Thomas volvió a hacer una reverencia.
El parecido saltaba a la vista. La misma cara alargada y pálida, el mismo cuerpo estrecho y los mismos labios un poco carnosos. Cayó en la cuenta, sorprendido, de que la combinación le resultaba extrañamente sensual. No había dado ninguna señal de ello, pero tal vez ella se había dado cuenta. Llevaba un vestido de color gris. Quizás el que llevaba Édith había sido suyo. Lo observó fríamente, sin sonreír.
—¿Y tú a qué te dedicas, joven? —preguntó Ney a Luc.
—Trabajo sobre todo en el Moulin de la Galette de Montmartre, señor, pero también hago recados y presto servicios a la gente.
—¿Qué clase de servicios?
Luc sonrió antes de contestar con aplomo:
—Depende de lo que me pidan, señor.
El abogado lo miró con aire pensativo. Thomas tuvo la impresión de que, de un modo que él no llegaba a comprender del todo, el señor Ney y su hermano menor se comprendían perfectamente.
Aún no le había dicho nada a Édith. Se estaba volviendo para hacerlo cuando Luc le dio un leve codazo.
—Ahí está el señor Eiffel —susurró.
Iba caminando a menos de diez metros de distancia. Thomas respiró hondo y se acercó.
—Ah, joven Gascon. Espero que te estés divirtiendo.
Aunque era amistoso, el tono de su voz indicaba que estaba ocupado. No había tiempo que perder.
—Señor, tengo a mi hermano aquí, pero también hay un importante abogado que conocemos, que desea que se lo presente. —Dirigió una mirada implorante a Eiffel—. Se llama señor Ney. Yo solo soy un obrero, señor, y no sé cómo hacer esas cosas. —Señaló a Ney y a su hija.
A Eiffel le bastó con una ojeada para comprender que aquel hombre podía serle útil. Además, aquel día se estaba dando un baño de multitudes. Colocando la mano encima del hombro de Thomas con afable ademán, se encaminó hacia él.
—El señor Ney, supongo. Gustave Eiffel, a su servicio.
—Señor Eiffel, permítame presentarle a mi hija, Hortense.
El gran ingeniero se inclinó sobre la mano que le ofreció la joven.
—El señor Gascon trabaja conmigo desde la época en que construimos la estatua de la Libertad —dijo Eiffel con una sonrisa—. Somos viejos amigos.
—Y esta es la señorita Fermier —la presentó Ney—, cuya tía trabaja conmigo como persona de confianza.
Eiffel se inclinó ante Édith.
—¿No estará emparentado, por casualidad, con el gran mariscal Ney, si no es indiscreción? —inquirió Eiffel.
—Somos otra rama, pero de la misma familia —repuso el abogado.
—Debe de estar muy orgulloso de él —apuntó Eiffel.
—En efecto, señor. Su ejecución fue una deshonra para Francia. Cada año visito su tumba y deposito en ella una corona de flores.
Tras la caída del emperador Napoleón, los monárquicos sentenciaron a muerte al mariscal Ney. Había afrontado con gallardía el pelotón de ejecución, proclamando que no veía que constituyera un crimen estar al mando de unas tropas francesas que luchaban contra los enemigos de Francia. En general, la mayoría de la gente compartía el mismo punto de vista. Lo habían enterrado con todos los honores en el cementerio del Père Lachaise.
Después de hablar un momento sobre los avances de la construcción, Eiffel dijo que esperaba recibir al abogado y a su hija en lo alto de la torre, una vez que estuviera terminada. Ya estaba a punto de irse cuando reparó en Luc.
—Tú eres el hermano de este héroe, ¿verdad? Me acuerdo del día en que te perdiste y tu hermano fue a buscarte. —Volvió a posar la mano en el hombro de Thomas—. He aquí una persona leal. Espero que le estés agradecido.
—Lo estoy, señor —aseguró el chico con una encantadora sonrisa.
Después de que se fuera Eiffel, Ney anunció que ellos también debían marcharse. De todas formas, era evidente que estaba satisfecho con el favor que le había hecho Thomas.
—Quizá nos volvamos a ver —le comentó a este—. Y a ti también, joven amigo —añadió dirigiéndose a Luc.
Durante todo aquel tiempo, Édith no había pronunciado ni una palabra.
—Tienes muy buen aspecto, Édith —le dijo Thomas—. Confío en que tu madre y tu tía estén bien. —Al recibir como respuesta una inclinación de cabeza, añadió—: Salúdalas de mi parte, por favor.
Le pareció que ella le había correspondido, tal vez, con una sonrisa.
Se quedaron dando vueltas por allí con Luc durante casi toda la tarde. Presentó su hermano a algunos compañeros y escuchó la banda. Eiffel había prometido para esa noche una espléndida exhibición de fuegos artificiales lanzados desde la plataforma de la torre. Antes, sin embargo, Thomas y Luc cruzaron al otro lado del río y fueron a cenar a un bar.
—A mí me parece que, si se lo pidieras, Édith volvería a salir contigo —señaló Luc, mientras acababan de comer.
Thomas lo observó, pensativo.
—¿Por qué me animas a hacerlo, cuando crees que ella no siente simpatía por ti?
—Porque creo que no estás contento sin ella.
Thomas miró con afecto a su hermano y después le propinó un suave puñetazo en el brazo.
—Eres un buen chico, ¿sabes?
—¿Yo? —Luc lo pensó un momento—. No, no lo soy.
—Yo creo que sí.
—No, no soy una buena persona, Thomas. En realidad —hizo una pausa—, ni siquiera quiero serlo.
Thomas levantó la copa de vino y lo miró por encima de ella.
—No te entiendo, hermanito.
—Ya lo sé —respondió Luc—. ¿Vas a ver a Édith?
A finales de julio, la gente empezó a percibir que ocurría algo extraño en la torre Eiffel. Todo París sabía que debía estar terminada al cabo de ocho meses, y todavía le faltaban ciento ochenta metros más para culminar su altura. Pese a ello, cuando miraban hacia el enorme tocón metálico desde distintos puntos de la ciudad, advertían que apenas crecía. Comenzó a circular el rumor de que el gran ingeniero había topado con un problema técnico. Después de tanto trabajo… y de tanta publicidad…, ¿al final resultaría que la gran exposición debería iniciarse la primavera siguiente con un mamotreto inacabado en la entrada? ¿Iba a ser Francia el hazmerreír del mundo?
El joven Thomas Gascon estaba preocupado.
Pese a la veneración que le inspiraban la torre y su creador, había momentos en que se desentendía de la cuestión. Tenía otras cosas en que pensar.
El primer domingo de agosto, él y Édith salieron a pasear por la tarde. Como ella salía de la casa de su tía, se dieron cita en la esquina de la avenida de la Grande-Armée. Aquella amplia prolongación de los Campos Elíseos arrancaba desde el Arco de Triunfo y continuaba por el oeste, atravesando el antiguo pueblo de Neuilly antes de acabar en el extenso parque del Bois de Boulogne.
Aquel cálido día de verano era ideal para disfrutar de las delicias del bosque.
Cuando Napoleón III y Haussmann llegaron a la antigua zona de caza situada en el extremo occidental de la ciudad, no lo dudaron ni un momento.
—Quiero algo parecido al Hyde Park de Londres —anunció Napoleón III—, pero mayor y mejor. —No podía ser de otro modo.
El Bois de Boulogne era efectivamente, y con diferencia, más extenso que el parque inglés. En el extremo sur instalaron el gran hipódromo de Longchamp, al que se accedía por una larga y magnífica avenida y que, junto con el de Chantilly, situado al norte de París, y el de Dauville, en la costa de Normandía, iba a ser escenario de algunas de las carreras más distinguidas del mundo.
Mientras que Hyde Park tenía el lago Serpentine, el Bois de Boulogne contaba con dos lagos artificiales, unidos por una cascada. Los caminos se multiplicaban, flanqueados de árboles. En la punta nororiental, lo que inicialmente fue un zoológico infantil se había transformado en un parque temático antropológico, donde se podían admirar algunas de las pintorescas culturas de lejanas tierras.
Por allí precisamente iniciaron ellos la visita.
El lugar estaba muy concurrido. Había familias, con hijos endomingados con traje de marinero y vestidos de muselina, que provenían de las clases medias altas; otros eran pequeños empleados o tenderos, y también había obreros como él mismo y Édith.
Ella llevaba un vestido azul y blanco complementado con un sombrerito provisto de una cinta y una sombrilla. Thomas sospechaba que aquellas cosas debían de haber pertenecido a la señorita Hortense. Tal como iba engalanada, podía pensarse que Édith pertenecía a una clase superior a la suya. De todos modos, él había observado a menudo que las mujeres solían ir mucho mejor arregladas que sus parejas. La chaqueta corta que llevaba él estaba bastante limpia, pero las botas nunca habían estado relucientes, ni siquiera antes de quedar impregnadas para siempre de polvo. De repente se le ocurrió pensar qué se habría puesto su hermano para una ocasión como aquella.
A Édith le gustó aquel sitio. Había un pequeño templo oriental y diversos animales exóticos. Al ver la extensa zona despejada que preparaban para exponer algo nuevo, preguntaron a un guarda de qué se iba a tratar.
—Ah, eso es para la Exposición Universal del año próximo —repuso este, retorciéndose el bigote—. Será la muestra más fenomenal que se haya presentado nunca. Habrá un pueblo entero.
—¿Qué clase de pueblo? —quiso saber Édith.
—Un pueblo africano, con chozas de los indígenas y todo lo demás.
—¿Y habrá indígenas de verdad? —inquirió Thomas.
—Por supuesto. Van a importar cuatrocientos negros. En la anterior exposición, la del 77, tuvimos expuestos nubios e indios inuits —añadió con entusiasmo.
—¿Como en un zoo? —preguntó Édith.
—Sí, claro, como en un zoo. Un zoológico humano. ¿Y saben qué? Que eso atrajo a un millón de visitantes, fíjense. ¡Un millón!
Thomas había oído hablar de aquellos espectáculos que se exhibían en diversos países y a los que denominaban zoológicos humanos. La escala que iba a alcanzar aquel era, sin embargo, impresionante.
—Esto va a rivalizar con el show de Buffalo Bill y los pieles rojas —pronosticó con orgullo el guarda.
Mientras se alejaban del zoológico, Édith se volvió hacia Thomas.
—¿Me llevarás a ver a Buffalo Bill cuando venga?
—Claro —contestó Thomas, al que no le pasó por alto lo que aquello implicaba.
Cuando la había ido a esperar delante del liceo la semana después de su encuentro del 14 de julio, no había sabido muy bien a qué atenerse. Ella se mostró cautelosa y precisó que no podía verlo hasta principios de agosto, pero no dijo que no. Y ahora, después de pasar tan solo una hora con él, acababa de pedirle que la llevara a un espectáculo que se iba a celebrar el verano siguiente.
¿Habría cambiado de opinión? ¿Le habría expresado el señor Ney su aprobación? ¿O sería tal vez que Édith lo había echado de menos? Bueno, tendría que esperar para ver qué ocurría. Por el momento, se sentía contento.
Se preguntó si sería oportuno rodearle la cintura con el brazo, pero, observando su precioso sombrero y la sombrilla, resolvió que más valía no intentarlo todavía.
Llegaron a una magnífica avenida. Era evidente que allí acudían las damas distinguidas para dejarse ver en sus lujosos carruajes, en compañía de hombres ricos y oficiales. Thomas se planteó cómo debía de ser aquello de no tener que trabajar y se dio cuenta de que no tenía ni idea.
Sí sabía, en cambio, cómo había que tratar a una chica en una tarde de domingo de verano.
Al poco rato llegaron al lago superior. Los árboles que lo circundaban le conferían un aire rústico. En el centro había una isla con un bar restaurante acondicionado en un edificio inspirado en un chalé suizo. El conjunto ofrecía un encantador efecto romántico.
Thomas llevó a Édith directamente al embarcadero. En cuestión de minutos se hallaron en el agua. Édith ofrecía una bonita estampa sentada en la popa, mientras él remaba con un vigor varonil.
Pese a que solo había ido en barca un par de veces en su vida, se esmeró y solo salpicó a Édith en dos ocasiones, lo cual provocó unas cuantas carcajadas por su parte. Como hacía calor, se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa, y así se sintió más cómodo.
Había muchas más barcas en el agua. La mayoría de los remeros eran caballeros, algunos de los cuales se habían quitado la chaqueta, al igual que él. Advirtió con sorpresa, sin embargo, que varias embarcaciones las impulsaban a remo mujeres muy bien vestidas, que parecían divertirse mucho compitiendo con los hombres.
Después de circular por el lago durante casi media hora, atracó en la isla e invitó a Édith a un helado en el chalé suizo.
Cuando volvieron a la barca, Édith dijo que quería remar.
—¿Lo has hecho antes? —preguntó él.
—He estado mirando cómo lo hacías tú.
La ayudó a subir y él subió después, pero la barca se balanceó en el agua y Édith perdió el equilibrio. Thomas la agarró cuando estaba a punto de caerse. Su intervención fue providencial, porque podría haberse abierto la cabeza contra el banco de madera. Él se dio un golpe en la pierna, pero no le importó. Al final quedaron tumbados en el fondo de la barca, él debajo y ella encima. Sintiendo la presión de su cuerpo contra el suyo, la rodeó con los brazos y así permanecieron un momento. Ella lo miraba a la cara y él estaba a punto de besarla.
—Venga, ayúdame a levantarme, tonto —dijo.
Al mismo tiempo reía, alborozada.
Después ella remó hasta la orilla. Lo salpicó varias veces y, en un par de ocasiones, él creyó que lo hizo a propósito. Aquel fue el rato más feliz de su vida.
Luego caminaron por el bosque. Iban por un largo y solitario camino cuando él la enlazó por el talle, y ella no opuso resistencia. Al cabo de un poco, se detuvieron. No había nadie a la vista. Él la besó y ella correspondió a su beso, pero cuando sus manos comenzaron a recorrer su cuerpo, lo contuvo. Después siguieron andando. Él la mantuvo agarrada por la cintura hasta que vieron llegar a otra gente.
Con el sol a sus espaldas, desanduvieron el camino por la avenida de la Grande-Armée, mientras frente a ellos, a lo lejos, el Arco de Triunfo brillaba como si fuera a disolverse en medio de los rayos de sol.
Aquel fin de semana, Thomas fue a ver a su familia a Montmartre.
—¿Saliste con Édith? —le preguntó Luc, cuando se encontraron solos.
—Sí, la llevé al Bois de Boulogne. Fuimos al lago.
Luc sacó algo del bolsillo.
—Toma —dijo—. Son los mejores.
Thomas observó, atónito, el paquetito que le ofrecía. Eran preservativos.
—¿Mi hermano pequeño me está dando capotes anglaises?
El hecho de que las naciones francesa e inglesa hubieran optado por atribuirse mutuamente la paternidad de aquellos artefactos constituía toda una curiosidad cultural. Los franceses los llamaban capuchas inglesas, y los ingleses, por algún ignoto motivo, los llamaban «cartas francesas». La mayoría eran de goma y podían reutilizarse, aunque no eran muy fiables.
—¿Por qué no? Me los dio uno de mis clientes ricos. No son los normales, sino mejores. Él me dijo que eran los mejores.
Thomas sacudió la cabeza. Con quince años, su hermano frecuentaba extrañas compañías, pero ¿qué se podía hacer? En el Maquis, habría costado seguramente encontrar un niño entre diez que fuera inocente.
—Ella no es de esas —señaló.
—Quédatelos de todos modos —contestó Luc.
Thomas se los guardó en el bolsillo, riendo. Y, en ese momento, pensó en la posibilidad de que tal vez los necesitara.
En septiembre de 1888, tras varias angustiantes semanas de lento avance, la torre comenzó de improviso a cobrar altura a buen ritmo.
Aquello debía haber empezado a notarse después del 14 de julio, ya que por encima de la marcada curva que experimentaba después de la segunda plataforma, la torre se estrechaba mucho. En lugar de construir en horizontal, tal como hacían en las zonas bajas, los montadores disponían las piezas casi en vertical. El mismo número de hombres, instalando idéntica cantidad de secciones, podían multiplicar por dos o por tres la altura que antes lograban. Mientras que algunas cuadrillas, como la de Thomas, seguían ascendiendo por la torre, otras se ocuparon de la labor de relleno en la gran plataforma y en los arcos inferiores.
Sin embargo, un terrible inconveniente había hecho paralizar casi por completo la obra.
El problema venía de las grúas. Las ingeniosas grúas trepadoras eran espléndidas, pero lentas, y ahora, cuando tenían que reptar decenas y decenas de metros, los montadores instalaban enseguida las piezas que estas transportaban y después tenían que esperar durante el lento ascenso de la siguiente. El trabajo se estaba retrasando y todo el mundo se estaba poniendo nervioso.
Cierto día, Jean Compagnon empezó a hablar con Thomas.
—A ti al menos se te ve contento, Gascon. ¿Te has echado novia? ¿Es eso?
—Oui, monsieur —confirmó, sonriente, Thomas.
—Ah, tanto mejor para ti. —Asintió con aire pensativo—. No me gusta el ambiente que percibo entre los hombres, Gascon. ¿Sabes cuándo surgen los problemas en el trabajo?
—Non, monsieur.
—Pues te lo voy a decir. No es cuando los obreros trabajan demasiado, sino cuando no tienen suficiente trabajo. Lo he visto muchas veces. O sea, que tú piensa en tu novia y no te busques complicaciones ¿me entiendes?
—Oui, monsieur.
La solución que encontró Eiffel tardó un tiempo en perfilarse, pero por fin demostró su eficacia. En cuanto la aplicaron, la mecánica de la operación cambió por completo.
Unos tornos accionados por unas máquinas elevaban en vertical los segmentos de vigas desde el suelo a la primera plataforma. Desde esta, los sujetaban a otro sistema que los subía en vertical hasta la segunda plataforma.
—Y cuando estemos más arriba, dispondremos otro torno a unos doscientos metros de altura —los informó Eiffel.
Subir las piezas con los tornos era cuestión de minutos. Desde allí, las grúas trepadoras ascendían por los raíles hasta los lugares donde se necesitaban los fragmentos de vigas, de tal modo que la totalidad del proceso podía llevarse a cabo en poco más de un cuarto de hora.
Eiffel anunció asimismo un incremento en la paga. La construcción de la torre estaba entrando en su fase final.
Una vez modificado el procedimiento operativo, surgió otro problema.
Una de las primeras mañanas en que trabajaban con el nuevo sistema, a mediados de septiembre, al llegar al Sena, Thomas descubrió que no alcanzaba a ver la punta de la torre. Por encima de la segunda plataforma, las vigas habían desaparecido envueltas en una niebla otoñal. Subió a la torre con entusiasmo, pensando que sería como trabajar entre las nubes. Cuando empezaron la jornada, los fuegos destinados a calentar los remaches destacaban, en medio de la bruma, con un misterioso resplandor que no olvidaría.
Después tomó conciencia del frío. Allá arriba, a más de ciento veinte metros de altura, la temperatura era menor. Pese a que trabajaba duro, el ejercicio no bastaba para impedir que la fría humedad se le filtrara hasta los huesos. Mirando a su alrededor, comprobó que los demás experimentaban lo mismo. Cuando bajaron para el almuerzo, oyó que muchos proferían maldiciones a su alrededor. ¿Iba a volver tan temprano el terrible frío del invierno anterior?
Aquella semana se incorporó un nuevo miembro a su cuadrilla, para sustituir a alguien que se había puesto enfermo. Se trataba de un alegre italiano, más joven que él, al que todos llamaban Pepe.
—Tú debes de estar acostumbrado a un tiempo mejor —comentó Thomas cuando bajaron.
—Es verdad. Pero me gusta trabajar en torre —respondió el hombre, sonriente—. Mi padre trabaja en carreteras. Trabaja en un agujero. Yo no quiere trabajar en un agujero, así que trabajar en el cielo.
Thomas sonrió, procurando contagiarse de su optimismo.
Esa tarde se despejó la niebla, pero se levantó un frío viento que se colaba gimiendo entre las vigas y azotaba sin piedad a los obreros. Todos estaban morados del frío al final del día. Hasta Pepe había dejado de sonreír.
Al día siguiente, el 19 de septiembre, al llegar a la obra, Thomas se encontró a una multitud de hombres concentrados al pie de la torre. Jean Compagnon se mantenía aparte, con expresión sombría. Los carros que traían las piezas para la jornada ya habían llegado y permanecían parados con los caballos enganchados. La grúa no había cogido ningún segmento de viga y nadie subía a la torre.
Vio a Pepe.
—¿Qué ocurre?
—Los hombres en huelga. Quieren más paga.
Al cabo de unos minutos, cuando todos los trabajadores habían llegado, uno de los montadores más veteranos, un individuo alto y de cara enjuta llamado Éric, tomó la palabra.
—Compañeros, las condiciones en las que trabajamos son desastrosas. Por eso anoche nos reunimos un grupo y ahora os pedimos que os suméis a nosotros para declarar una huelga. Nos hemos puesto de acuerdo en las principales reivindicaciones. Si queréis expresar otras quejas, ahora es el momento de manifestarlas. ¿Estáis de acuerdo en que lea las protestas?
Sonó un coro de exclamaciones de aprobación.
—En primer lugar, nos piden que trabajemos en condiciones peligrosas. Nadie ha tenido nunca que trabajar a alturas como esta y, aun así, a los trabajadores de esta torre se les paga lo mismo que si estuvieran trabajando en un edificio cualquiera. Además, no bien acabó el invierno, el señor Eiffel pidió que trabajáramos doce horas por día, y tantas horas seguidas provocan fatiga, lo cual es de por sí peligroso en un edificio tan alto. Eiffel trata de exprimir hasta la última gota de sangre de los obreros de esta torre, hermanos. Los obreros sufren condiciones de explotación.
Siguió un murmullo generalizado de asentimiento.
—¿Y qué pasa con el sueldo? —preguntó alguien.
—Exacto. En segundo lugar, el señor Eiffel ha anunciado un pequeño aumento en la paga. Los de arriba recibirán dieciséis céntimos más por hora. Fijaos bien, por hora. Pero ahora estamos justo a punto de volver a hacer un horario de invierno. ¿Vais a recibir más dinero por vuestro esfuerzo? Ni un céntimo. Vamos a estar todavía más explotados, en condiciones de clima ártico, y a Eiffel le da igual. La única manera de reclamar su atención es haciendo un paro.
—¿Quieres decir una huelga? —preguntó alguien.
—Ahora paramos de trabajar. Si al final del día no estamos satisfechos, declararemos una huelga. —Paseó la vista entre los congregados—. Compañeros, os cedo la palabra. ¿Quién quiere hablar?
Varios trabajadores manifestaron su opinión. Uno habló de la necesidad de recibir bebidas calientes, y otro de disponer de ropa especial. Otros dos se quejaron del sueldo y de las horas. Mientras escuchaba, Thomas sentía que no estaba del todo de acuerdo con lo que decían y, casi sin darse cuenta, dio unos pasos al frente.
—Estoy de acuerdo con lo del frío y la necesidad de tomar bebidas calientes —declaró—. El invierno pasado se me helaban las manos y, a medida que subimos, parece que hace más frío aún. —Aquellos suscitó gestos de aprobación—. No estoy seguro, en cambio, de que ahora haya más peligro. Las barreras y las redes de seguridad funcionan bastante bien, y hasta ahora nadie se ha caído. Lo que quería decir es que, si uno se cayera, da igual que sea desde sesenta que desde ciento veinte metros, porque de todas formas va a ir a parar al cementerio.
Algunos hombres recibieron el comentario con carcajadas, pero a Éric no pareció gustarle mucho.
—¿No quieres que te paguen más por el aumento de altura?
—A mí me gusta tanto el dinero como a cualquiera —respondió Thomas—, pero nos comprometimos con este trabajo sabiendo cuál era la paga, y de todas formas recibimos más de lo que se acostumbra a pagar.
Era verdad, pero no era lo que todos deseaban oír. Hubo algunos gruñidos. Thomas comprobó que Éric se había colocado a su lado. Aquel obrero alto y fuerte apoyó su mano, enorme y dura, sobre su hombro.
—Todos sabemos que este joven es amigo del señor Eiffel, así que quizá no está exactamente en el mismo bando que nosotros. —Aquello suscitó un murmullo de conformidad, y hostil al mismo tiempo. Thomas se quedó sorprendido. No había previsto que el hecho de haber trabajado antes para Eiffel o de que este charlara a veces con él pudiera volverse en su contra. Éric prosiguió, no obstante, con tono conciliador—: No, compañeros, no, yo no creo que este joven tenga mala fe. Es un buen chico. De todas maneras, compañeros debemos tener bien presentes dos cosas. La primera es que nuestras demandas son razonables y que todos estamos de acuerdo con ellas…, bueno quizá nuestro joven amigo no lo esté. La segunda es que esto es una negociación. —Esbozó una sonrisa de complicidad, dejando que calara el mensaje—. Amigos, Eiffel debe terminar esta torre. Con ella se juega su reputación y su fortuna personal. Si no la acaba, se queda en la ruina. Y además, ya lleva cierto retraso. Lo tenemos en un puño —afirmó, antes de hacer una pausa—. ¿Alguien más tiene algo que objetar?
Nadie dijo nada. Solo se oyeron gritos de aprobación, mientras Éric mantenía la tenaza de su mano sobre el hombro de Thomas.
—Si la torre no se acaba —dijo este en voz demasiado baja para que los demás lo oyeran—, habremos deshonrado a Francia ante el mundo entero.
—Se acabará —contestó Éric, con voz igual de baja—. Pero yo, en tu lugar, mantendría la boca cerrada. No querrías caerte de la torre, ¿verdad?
Ese día el trabajo quedó interrumpido. Eiffel apareció en la obra una hora más tarde y mantuvo una conversación con Jean Compagnon. Después ambos fueron a hablar con Éric. El ingeniero parecía furioso, poco dispuesto a ceder. Los trabajadores permanecieron inactivos todo el día, sin que nada ocurriera. A última hora de la tarde, el capataz les dijo que podían irse a casa.
Cuando Thomas se alejaba de la obra, Pepe llegó a su lado.
—¿Quieres tomar algo? —propuso.
Como no tenía nada más que hacer, aceptó con gusto. El italiano, que vivía en el desperdigado barrio de la Rive Gauche situado al sur de la torre, lo llevó a un bar de la zona.
—Yo no me he atrevido a decir lo que tú —confesó Pepe—, pero pienso que tienes razón.
Después hablaron de su familia y de la chica italiana con la que confiaba poder casarse, y Thomas le habló un poco de Édith, aunque no mucho, y acordaron encontrarse un domingo. Pepe prometió llevarlos a un sitio donde podían degustar comida italiana por poco dinero. Tras despedirse como grandes amigos, Thomas desanduvo el camino y, tras cruzar como de costumbre el río, se dirigió a su casa.
Llegó a la calle de la Pompe y, no lejos del edificio donde tenía su cuarto, pasó junto al oscuro umbral del patio donde antaño se encontraba la granja de la familia de Édith.
Una mano férrea le atenazó el hombro, tomándolo completamente por sorpresa. Se dispuso a correr, pero notó que también le habían agarrado el otro brazo. Una persona muy fuerte había surgido de entre las sombras. Se retorció, lanzando puñetazos por encima del hombro hacia donde calculaba que debía de estar la cara de su agresor, pero este lo esquivó. Entonces le lanzó un puntapié hacia atrás con la bota derecha y notó que quien le sujetaba apartaba hábilmente el cuerpo. Quienquiera que fuese sabía pelear. Iba a abrir la boca para pedir socorro, cuando una voz familiar sonó en su oído.
—Estate quieto, tonto. Tengo que hablar contigo. —Cuando se vio libre, se volvió y percibió la fornida figura de Jean Compagnon—. Quédate en la oscuridad —le advirtió el capataz.
Thomas se pegó al portal.
—¿No podríamos habernos visto en un bar? —indicó, ya recuperado, Thomas.
—No habría sido prudente. Uno nunca sabe quién puede verlo. Los hombres ya creen que puedes ser un soplón.
—Pero no lo soy.
—Esa no es la cuestión. Hoy has estado valiente. No me lo esperaba. Pero ahora tienes que proceder con cuidado.
—¿Se refiere a que Éric podría empujarme desde lo alto de la torre?
—No, a no ser que lo molestes. Hoy le has sido bastante útil, ¿sabes? Has sido como un foco hacia donde apuntar. A cualquiera que se le ocurriera mostrar su desacuerdo con él, lo habría señalado como a un amigo tuyo, un soplón de Eiffel. Eso es lo que le convenía a Éric.
—El muy cabrón…
—Son estrategias… Éric no te hará daño, pero uno de los obreros sí podría. Nunca se sabe.
—¿Qué debo hacer?
—Nada. Mantén la boca cerrada y los ojos abiertos. Ya tengo bastantes problemas como para tener que estar vigilándote todo el tiempo. Ya lo hice una vez.
Thomas guardó silencio. ¿Estaba dándole a entender Compagnon que se había percatado de su pánico aquel día en que miró hacia abajo durante la primera fase de construcción de la torre? Probablemente.
—¿Qué va a pasar con la huelga? —preguntó.
—Eiffel está furioso, pero Éric tiene razón. Vamos a tener que pactar. Eso llevará un día o dos.
—¿Y Eric no empezará luego otra vez?
—No creo.
—¿Cómo puede estar seguro?
—Me aseguraré de que así sea. Ahora vete a casa, chaval. ¿Vas a mantener la boca cerrada?
—Sí.
—No hables conmigo ni con Eiffel. Mantén la cabeza baja. Y ahora, largo.
Thomas prosiguió calle arriba. Supuso que Jean Compagnon permaneció allí unos minutos, al amparo de la oscuridad. En todo caso, él no se volvió a mirar.
Las negociaciones duraron tres días. Al final, los trabajadores consiguieron un plus de cuatro céntimos por día, además del compromiso de recibir impermeables, zamarras y vino caliente para combatir el frío. Eiffel dispuso asimismo una cantina en la primera plataforma.
Los hombres volvieron al trabajo. Pese a las miradas de recelo que le dirigían, nadie molestó a Thomas. Durante el mes de octubre, la torre fue subiendo con rapidez.
Thomas veía con frecuencia a Édith. Un sábado por la noche salieron con Pepe y su amiga Anna, una agradable chica italiana de redondeadas facciones, que los llevó a un pequeño restaurante donde servían comida italiana, que ni Thomas ni Édith habían probado nunca. Lo pasaron muy bien y descubrieron que Pepe tenía una bonita voz y era aficionado a cantar canciones napolitanas.
Thomas besaba a menudo a Édith, pero, hasta el momento, no había tenido ocasión de utilizar las capotes anglaises que a veces llevaba en el bolsillo, porque ella nunca lo dejaba llegar hasta el final.
Volvieron a visitar a su tía. Aquella vez, la madre de Édith no estaba. Aunque es probable que no estuviera encantada de verlo, la tía Adeline se mostró amable con él. El señor Ney, que entró un momento, lo saludó educadamente.
—La próxima vez que venga, joven, no olvide traer a su hermano —le recomendó.
Por ello, cuando a mediados de noviembre, acordaron verse con Édith el domingo siguiente en casa de su tía, le dijo:
—Dile al señor Ney que llevaré a Luc.
El domingo, se encontró con Luc cerca del Arco de Triunfo. Su hermano pequeño parecía muy contento mientras caminaban por la avenida de la Grande-Armée.
—No sé para qué querrá verte Ney —admitió Thomas—. En todo caso, será mejor que no lo decepciones.
—No tiene ningún motivo en particular —le aseguró Luc—. ¿Te acuerdas del calamar gigante que ataca al submarino en Veinte mil leguas de viaje submarino? —No era necesario haber leído el clásico de Julio Verne para acordarse del calamar gigante, ya que casi todos los niños de Francia estaban familiarizados con la historia gracias a las ilustraciones populares—. La gente como este notaire extiende los tentáculos para atrapar todo lo que pueda. Si cree que quizá yo le pueda ser útil un día, querrá agarrarme con uno de sus tentáculos, eso es todo.
—¿Y cómo ibas a serle útil tú a él? —planteó Thomas.
—¿Quién sabe? Yo solo soy un joven que presta servicios a la gente, sin hacer preguntas. Eso es lo único que él necesita saber. —Luc sonrió—. Tiene razón. Es posible que algún día le haga un favor, siempre y cuando me pague.
—Si tú lo dices… —contestó Thomas.
Édith salió a recibirlos a la puerta. Al saludarlos, presentó la mejilla para que Luc la besara, pues era el hermano de Thomas, y los condujo al interior.
—El señor Ney ha salido, pero no tardará en venir —les dijo—, pero la señorita Hortense está aquí. Ha venido a ver a la señora Govrit, y mi tía dice que deberíais subir a su cuarto para relevarla. A la señora Govrit le gusta ver caras nuevas.
La anciana permanecía recostada como de costumbre en su exquisita cama, con un gorro de encaje en la cabeza. En el lecho había varias revistas que había traído la señorita Hortense, que se hallaba sentada muy tiesa, con perfecta postura, en una silla contigua al lecho. Thomas y Luc le dedicaron una cortés reverencia, y la señora Govrit se quedó mirándolos.
—Me acuerdo de ti —le dijo a Thomas—. ¿Todavía construyes esa monstruosa torre?
—Sí, señora. Es mi trabajo. Lo siento.
La anciana dio un respingo.
—Bueno…, será mejor que os acerquéis para que os pueda oír en condiciones. ¿Y este quién es?
—Mi hermano menor, Luc, señora.
—¿Él también construye la torre?
—Non, madame.
—Me alegro. Tiene más sentido común que tú. —Observó con aprecio a Luc—. Este va a ser muy guapo, ¿no cree? —le comentó a Hortense, quien inclinó levemente la cabeza para dar a entender que sí, que podía ser—. Y parece listo. Me gusta. ¿Eres listo, jovencito?
—Yo soy lo que las damas quieren que sea —respondió, meloso, Luc.
—¡Ay, qué desparpajo! —exclamó, encantada, la anciana—. Menudo pilluelo. No se case con el más joven, querida —advirtió a Hortense—. La llevaría al retortero. El mayor parece más estable, creo. No tan divertido, pero… —Volvió a posar la vista en Luc—. Ah, pero qué mirada más maliciosa…
La señorita Hortense se volvió despacio para mirar a los dos hermanos. Después de observar un instante a Luc, desplazó la mirada hacia Thomas.
Tenía los ojos de color marrón oscuro. No se había percatado de lo oscuros que eran, casi de una tonalidad chocolate. No eran, sin embargo, expresivos, de modo que no pudo captar ninguna emoción en ellos, ni tampoco en su largo y descolorido semblante. Llevaba un elegante traje de montar, ceñido en la cintura, que acentuaba el contorno de sus pequeños pechos. De forma más marcada que la vez anterior, la pálida hija del abogado le sugirió eróticas posibilidades.
—Debo dejarla con estos dos jóvenes, señora —anunció en voz baja, levantándose.
Al pasar junto a él, Thomas tuvo la impresión de que se detenía, solo un instante, antes de encaminarse a la puerta. Entonces se le ocurrió una idea absurda. Tal vez, si él le gustara…, al fin y al cabo, debía de tener casi treinta años y aún no estaba casada… Qué sorpresa sería para su familia si, después de haber rechazado a la hija de la viuda Michel, acabara quedándose con la heredera del rico señor Ney, el notaire.
Luc, mientras tanto, se daba maña entreteniendo a la vieja señora Govrit.
—¿Juega a las cartas, señora?
—Antes sí, joven, pero ahora no tengo cartas.
Luc introdujo la mano en el bolsillo y sacó dos barajas de cartas.
—Tiens —exclamó ella—. Este joven tiene de todo. ¿Tienes dos barajas?
—Oui, madame. ¿Quiere que juguemos al bezique?
—Estupendo —aceptó, aplaudiendo.
Puesto que al bezique se jugaba con dos personas, Thomas se limitó a traer una bandeja, que depositó en la cama, y a observar mientras la anciana y su hermano empezaban la partida. No habría sabido decir si Luc le estaba dejando ventaja, pero la señora estaba ganando más manos y se la veía cada vez más animada. Así transcurrió una agradable media hora. Al final de la partida, la victoriosa anciana le dispensó una sonrisa a ambos.
—Ya he tenido suficiente, joven —le dijo a Luc—, pero me lo he pasado muy bien. —Dirigió un ademán con la cabeza a Thomas—. Espero que no te hayas aburrido mucho.
—En absoluto, señora. Como mi hermano es un poco creído, me gusta ver que lo ganen de vez en cuando.
—¿Y qué piensas tú de esa torre que está construyendo tu hermano? —preguntó a Luc—. Dicen que se ve desde todo París, aunque yo no puedo verla desde mi ventana.
—Es ya más alta que la aguja de la catedral más alta de Europa —le contestó Luc—. Desde la avenida de la Grande-Armée seguro que se ve.
—Quiero verla —declaró la señora Govrit—. Quiero verla ahora mismo. Todavía nos queda un par de horas de luz. ¿Me querréis llevar a la avenida, jóvenes?
—Desde luego, señora —aceptó Luc—. No queda lejos.
—Hazme un favor, joven —le ordenó a Thomas—. Diles que deseo salir.
Édith se quedó sin habla un momento.
—¿Salir? Nadie sale de aquí. No creo que lo tengan permitido.
Fueron a buscar a la tía Adeline.
—Todo lo que las residentes necesitan lo tienen aquí —afirmó con contundencia—. Y, si no, se les va a comprar. Estoy segura de que el señor Ney no querría ni oír hablar del asunto.
—Tendrás que decírselo tú, tía Adeline —señaló Édith—. Nosotros no podemos.
Hasta la tía Adeline titubeó ante esa idea. Sin embargo, la llegada del señor Ney dejó el asunto en sus manos.
—Ah, tiene razón, es delicado —convino, una vez que la tía Adeline le hubo expuesto la situación—. Normalmente no dejamos salir a las residentes porque la mayoría están achacosas y algunas uno poco confusas —les explicó a Édith y a Thomas—. La financiación no permite emplear a personal que las saque a la calle, y ellas no pueden ir solas. Imaginad si las dejáramos ir por ahí por París. Pero la señora Govrit… —Asintió con aire pensativo—. Sí, quizá sea un caso especial. ¿De verdad quiere salir? —consultó a Thomas.
—Me temo que ha insistido en ese sentido, señor. —Thomas advirtió que, sin darse cuenta, estaba adoptando su manera de hablar, pero no pudo evitarlo—. Ha estado jugando a las cartas con mi hermano, y ahora quiere ir hasta la avenida para ver la torre del señor Eiffel…, aunque no creo que le complazca mucho la vista.
—¿No podríamos decirle que hace frío y que es mejor esperar a otro día? —sugirió Édith.
—Con otra residente, funcionaría —concedió, con una tenue sonrisa, el señor Ney—, pero la señora Govrit no se olvidará del asunto, os lo aseguro. —Se volvió hacia Thomas—. No puedo disponer de Édith ni de su tía, pero ¿podría pediros a ti y a tu hermano que la acompañéis a la avenida?
—Por supuesto, señor. —Aquella era su oportunidad para ganarse su aceptación—. Será un placer. La atenderemos con sumo cuidado.
—Gracias —dijo Ney—. Iré a hablar con ella yo mismo.
Con cuidado la ayudaron a bajar la escalera principal. Aunque ella insistía en caminar con sus bastones, no le sobró la presencia de los dos hermanos flanqueándola. Habían abierto la pomposa puerta principal para la ocasión.
—Mi tía dice que la última vez que la abrieron fue cuando llegó la señora Govrit —susurró Édith.
Una vez franqueado el peldaño de la entrada salieron a la calle, donde la ayudaron a subir a la espaciosa silla de ruedas que había traído el señor Ney.
Se trataba de un espléndido vehículo, sin duda, con dos grandes ruedas laterales y una frontal y una silla de bonito tejido de mimbre. Al cabo de un par de minutos, la señora Govrit estuvo apoltronada, envuelta con un chal alrededor del cuello y cubierta con una manta. Cuando todo estuvo a punto, Thomas la impulsó y la silla se alejó lentamente de los espectadores de la puerta principal con la solemne dignidad de un buque que zarpara del puerto.
La silla de ruedas de mimbre era pesada, así que Thomas y Luc se fueron turnando para empujarla. La señora Govrit mientras tanto, con la cara enrojecida por el frío, lo observaba todo con atención. Tomaron una calle, doblaron por otra, cruzaron junto a una pequeña iglesia. La señor Govrit comentó que hacía frío y Thomas le preguntó si quería regresar.
—Nunca —gritó.
Al cabo de poco, Thomas advirtió, no obstante, que había cerrado los ojos. Aunque estuvo cabeceando durante un par de minutos, volvía a estar bien despierta cuando llegaron a la amplia avenida de la Grande-Armée.
Era una calmada tarde de domingo. Los árboles de la avenida estaban desnudos. A la izquierda, culminando la suave pendiente de la calle, el Arco de Triunfo ocupaba un retazo gris del otoñal cielo de noviembre. Al otro lado de la avenida, la larga y baja hilera de edificios ofrecía una sombría réplica de las construcciones de enfrente. De vez en cuando, por la solitaria calle pasaba un carruaje, como un barco en un canal desierto. Apenas circulaban peatones.
Thomas señaló hacia la izquierda.
—Allí está, señora —dijo—. Allí está la torre.
De haber habido sol, los rayos de poniente habrían bañado las vigas con el aura de su luz, haciéndola parecer a una imponente aguja gótica, impregnada de una romántica promesa. Sin embargo, no había sol, y lo único que se divisaba a un kilómetro y medio por encima de los tejados era una desolada torre industrial que atacaba los cielos con sus escarpadas barras de hierro.
—Mon Dieu! —exclamó, horrorizada, la anciana—. ¡Es espantoso! ¡Es horrible! ¡Es peor de lo que habría podido imaginar! —Golpeó con la mano el brazo de la silla de mimbre—. Ah, non!
—Cuando esté acabada… —quiso intervenir Thomas, pero la anciana no le prestó atención.
—¡Qué horror! —gritó con rabia. Adelantó el torso, forcejeando con el chal y la manta, como si quisiera levantarse y destruir aquella horrible torre con sus propias manos—. Hay que parar esto —gritó—. ¡Hay que pararlo! ¡Ah!
Se enredó con el chal y volvió a caer en la silla. Thomas miró con consternación a Luc, que se encogió de hombros.
—Ha elegido una mala tarde —dictaminó.
La señora Govrit parecía estar casi sin resuello después del esfuerzo, pero después se resignó, al parecer. Viendo que se estremecía bajo la manta, Thomas trató de cubrirla mejor.
—Lo siento, señora —dijo—. ¿Quiere que volvamos?
La señora Govrit se negó a responderle. Entonces solicitó la ayuda de Luc, que se inclinó hacia la dama.
—Verá, señora —empezó a hablar, cuando de repente calló y se quedó mirándola, pensativo.
—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.
—Está muerta —respondió Luc.
Diciembre transcurrió sin incidentes en la torre, hasta que llegó el día veinte. Ese día, uno de los montadores anunció que le habían estafado una hora en la paga. Al cabo de un rato, parecía que los trabajadores podían volver a declararse en huelga. Esa vez, Eiffel prometió un sustancioso plus de cien francos a cada obrero que siguiera con él hasta que hubieran terminado el edificio. No obstante, todo aquel que no se incorporara al trabajo de inmediato, sería despedido. Fueran cuales fuesen las disposiciones que había tomado Jean Compagnon parecían darle confianza, y Éric no estuvo tan combativo esa vez. Los pocos trabajadores que se resistieron fueron despedidos y sustituidos inmediatamente por otros. Por Navidad, la torre seguía creciendo.
Eiffel hizo también algo que causó gran impresión a Thomas.
—Voy a pintar en una placa el nombre de cada hombre que ha trabajado en la torre de principio a fin, para que todo el mundo lo vea.
—Imaginaos, voy a ser inmortal —comentó Thomas a su familia.
Su familia dijo que se alegraba por él, pero su padre quedó profundamente conmovido.
—Ah, eso sí que es extraordinario. La primera vez que nuestro apellido aparece escrito en algún sitio.
Thomas tuvo la impresión de que su padre estaba más contento con aquella elevación del honor familiar de lo que lo hubiera estado si se hubiera casado con Berthe Michel.
Aunque el primer día del año era normalmente la fecha en que se intercambiaban felicitaciones en Francia, las fiestas cristianas se observaban con respeto. A comienzos de diciembre se celebraba el día de San Nicolás; y a principios de enero, la Epifanía. La celebración de la Navidad era más discreta que en otros países, pero no menos intensa.
El señor Ney no escatimó en nada cuando llegó la Navidad. En Nochebuena, antes de oficiar la misma del gallo en su iglesia, el sacerdote de la parroquia acudió antes a decir misa para las ancianas de la casa, en el vestíbulo contiguo a la puerta principal. La tradicional cena que se celebraba después de la misa la retrasaron hasta la comida del día de Navidad.
Arriba, en Montmartre, la familia Gascon iba a festejar la ocasión con sus vecinos en el Moulin de la Galette hasta altas horas de la madrugada. Por ello, cuando Édith anunció a Thomas que estaba invitado para compartir mesa con el señor Ney el día de Navidad, no dudó en aceptar.
Durante una semana después del fallecimiento de la señora Govrit, había temido que el abogado pudiera echarle la culpa. No obstante, dado que él y Luc la habían sacado a petición suya, aquella actitud no habría sido muy razonable. Además, pese a que Ney lamentaba haber perdido a aquella valiosa residente, cuyo aristocrático nombre y presencia servía como reclamo para que otras se pusieran en sus manos, había otras compensaciones.
Poco después de su muerte, se descubrió que, además del dinero que había pagado al señor Ney a su llegada, también había dejado un generoso legado a Hortense.
—Ella le tenía mucho cariño a la señorita Hortense —explicó la tía Adeline.
El resto de su herencia debía ir a parar a la hija de una prima pobre que no tenía ni idea de que iba a recibir algo.
—La señora Govrit era la bondad personificada —declaró el señor Ney—. Pensaba en todos.
Había dicho a la tía Adeline que, en su condición de albacea, sería para él un placer hacer llegar su herencia a aquella pariente pobre, siempre y cuando lo permitieran los fondos disponibles.
Por otra parte, el relato de lo que le había ocurrido a la señora Govrit sirvió de advertencia para las otras residentes y de confirmación de lo atinado que era el señor Ney al insistir en que no debían salir.
A su llegada, Thomas encontró a Édith y a su tía ayudando a instalar a las ancianas que no estaban postradas en cama en una larga y estrecha habitación contigua al vestíbulo, donde habían colocado una mesa. Al final, había casi una veintena de residentes sentadas. El señor Ney ocupó una cabecera de la mesa, y la tía Adeline la otra. La señorita Hortense estaba ausente. Thomas había abrigado la secreta esperanza de verla, porque quería observarla un poco más.
—Por desgracia, mi hija no se encuentra bien —explicó Ney—. La muerte de su amiga la señora Govrit la ha afectado muchísimo. Lo cierto es que padecía un grave resfriado y me vi obligado por su salud a enviarla al sur. Espero que con el tiempo más clemente de Montecarlo se restablezca pronto.
El abogado había hecho venir a dos mujeres de su propia casa para ayudar a servir la mesa. Édith y Margot, aquella vieja enfermera, llevaban la comida a las ancianas que no se podían levantar. Thomas se ofreció a ayudarlas, pero Ney no quiso ni oír hablar de ello.
—Eres nuestro invitado —zanjó.
A Thomas lo sentaron entre la madre de Édith y una anciana que parecía muy satisfecha masticando la comida mientras él le daba conversación, sin dar respuesta alguna.
La comida era buena. Empezaron con ostras, acompañadas con una copa de champán. Después había pavo relleno de castañas y morcilla, regado con un vino tinto de Burdeos. A las ancianas les dieron solo una copa, pero Ney le indicó a Thomas que podía llenarse la suya tantas veces como le apeteciera. A la madre de Édith no hacía falta animarla en ese sentido, y era evidente que, al menos en aquella ocasión, la tía Adeline y el señor Ney la dejaban beber cuanto quisiera, previendo que pronto se quedaría dormida.
En un momento dado, pareció que la madre de Édith quería levantarse para proponer un brindis, pero la tía Adeline le lanzó una mirada tan acerada que, aunque ya estaba un poco achispada, se reprimió.
—Una excelente comida, señora —se apresuró a decir Thomas.
—Eso ni qué decir tiene —contestó.
Después llegó la culminación del banquete: el pastel de Navidad. A diferencia del compacto pastel de fruta, este era de esponjoso bizcocho dispuesto en forma cilíndrica y cubierto con una espesa crema de chocolate. Realmente el señor Ney se había esmerado con el postre. Había ido a una de las mejores pastelerías de París y había comprado un pastel que tenía casi la mitad de la longitud de la mesa. El bizcocho presentaba un bonito color dorado y la recia espiral del relleno de cada porción era de chocolate con aroma de castañas. Por fuera estaba espolvoreado con azúcar.
—El pastelero ha inventado un nombre muy gracioso para el pastel —les explicó el señor Ney—. Lo llama tronco de Navidad…, une bûche de Noël.
Al final de la comida, todos estaban satisfechos. Ney, como un monarca que sabe que sus súbditos serán obedientes si se los distrae de vez en cuando, paseaba la mirada por la sala con una expresión de plácida benevolencia. Contentas y soñolientas, las ancianas volvieron a sus habitaciones, con la ayuda de Thomas, mientras las dos muchachas recogían la mesa.
Édith y la enfermera regresaron, después de dar a comer a las otras residentes en sus habitaciones. Les sirvieron en la mesa vacía los platos que les habían guardado calientes en la cocina y, tras darles las gracias por su colaboración, el señor Ney las dejó con una botella de vino antes de regresar a su casa. La tía Adeline se retiró a su apartamento con la madre de Édith, que ya estaba medio dormida. Thomas se reunió con Édith y Margot en la mesa.
Mientras Margot comía en silencio, imperturbable, Édith se sirvió vino para ella y para Thomas.
—Ya he bebido demasiado —señaló él.
—Para acompañarme —pidió ella, sonriendo.
Estuvo observándola. Durante las semanas anteriores el pelo le había crecido. Había cobrado volumen y ahora le caía en suaves rizos por encima de los hombros, distribuido con una raya en el centro. Su cara se veía también un poco más llena, tal vez.
Le pareció más atractiva que nunca. Aunque no le había parecido adecuado llevar las capotes anglaises a la fiesta de Navidad del señor Ney, esperaba poder tener ocasión de utilizarlas pronto.
¿Sentiría ella lo mismo? Él creía que sí. Al fin y al cabo, salía con él y dejaba que la besara, y lo había invitado a la comida de Navidad. Aun así, era precavida a la hora de manifestar sus sentimientos. Era poco expresiva.
Cuando hubo acabado de comer, Margot se fue a la cocina y los dejó charlando. Entre los dos dieron cuenta de la botella de vino, pero como Édith lo rebajaba siempre con un poco de agua, en realidad él bebía más. Así pues, con lo que ya había consumido antes, empezaba a sentirse achispado y relajado. Ella le posó la mano en un brazo.
—Tendrás que irte pronto —advirtió—. Yo voy a tener trabajo al final de la tarde y necesito descansar un poco.
—Está bien.
—Gracias por haber venido. Me alegra tenerte aquí. —Se levantó para acabar de recoger la mesa y él se dispuso a ayudarla—. No te vayas —dijo.
Al cabo de unos minutos, estaba de regreso.
—Mi madre está dormida, claro, y hasta la tía Adeline se ha quedado traspuesta.
Se sentó a su lado y él empezó a besarla, pero no resultaba muy cómodo en aquellas sillas de rígido respaldo.
—Será mejor que me vaya a descansar —dijo ella.
—De acuerdo. —Se levantó—. Por cierto —añadió—, ¿han encontrado a una sustituta para la señora Govrit?
—No. Puede que tarden. El señor Ney va a querer a una persona muy especial para esa habitación. ¿Sabes?, la señorita Hortense ya la ha redecorado. ¿Quieres que te la enseñe antes de irte?
—Sí, desde luego.
Lo acompañó hasta el vestíbulo y después subieron por la escalera principal, uno de cuyos peldaños emitió un noble crujido a su paso.
—Ya está —anunció, abriendo la puerta.
Thomas reconoció la cama, el armario y los cuadros, eran los mismos de antes. El revestimiento de madera, en cambio, había sido reparado y pintado. La cama tenía una nueva colcha, muy bonita, de pesado damasco, y delante de la chimenea había aparecido un pequeño sofá de estilo Segundo Imperio con respaldo curvado, tapizado con la misma tela. Encima de la repisa de la chimenea había un reloj cuya esfera sostenían dos querubines dorados, y, a ambos lados, un par de preciosas figurillas de porcelana del periodo Luis XVI. La alfombra también era nueva. Junto con el pequeño escritorio rococó, los nuevos detalles componían un conjunto encantador, aunque algo falto de originalidad.
Dada la rapidez con que habían acondicionado el cuarto, Thomas se preguntó si alguno de los objetos procedería de la casa del abogado, tal vez de la habitación de la señorita Hortense.
—Como ves, está todo a punto para enseñarla —comentó alegremente Édith—. Tenemos un jarrón de flores, para cuando alguien venga a verla.
Thomas asintió. La habitación estaba, desde luego, lista para otra señora Govrit de la Tour, con su toque femenino, quizás incluso sensual.
Al cerrar la puerta, Édith le dirigió una curiosa mirada.
—Puedes besarme si quieres —dijo. Él se disponía a hacerlo cuando ella se dirigió a la cama y, apartando la colcha de damasco, se tendió encima de las mantas—. Solo un beso —le recordó.
Al cabo de media hora todavía seguían allí, sin embargo, más ligeros de ropa. Thomas lamentaba no haber llevado aquellas capotes anglaises, pero no había pensado que las cosas fueran a desencadenarse de ese modo. Entonces Édith se levantó, porque no se atrevía a usar las sábanas y fue a buscar al armario una toalla que tendió encima de la cama.
—Debes tener cuidado.
Thomas la besó, abrazándola.
—Lo tendré. Si te duele, solo tienes que decírmelo.
Édith sonrió, sin embargo, y dijo que no tenía que preocuparse por eso. Al advertir su sorpresa, añadió que no fue nada importante, que había ocurrido hacía mucho tiempo. Thomas se dio cuenta de que era demasiado tarde para ponerse a pensar en eso.
—Ay, no, eso no —gritó ella al cabo de un poco.
Sin embargo, ya era demasiado tarde.
Durante los primeros dos meses de 1889, las obras de la torre Eiffel avanzaron a un ritmo increíble. En marzo, alcanzaba ya la cota de doscientos setenta metros, en la que estaban construyendo la tercera y última plataforma. Rodeada de vidrio, iba a constituir un asombroso mirador, que ofrecería una vista panorámica que, en días despejados, abarcaría un radio de sesenta kilómetros: por el norte, hasta el maravilloso parque de Chantilly; por el sur, hasta el extenso bosque de Fontainebleau; por el oeste, hasta más allá de Versalles, casi hasta los pináculos de la catedral de Chartres. Estaban pintando la torre de color bronce, con tonos más claros a medida que se incrementaba la altura para potenciar su aspecto de grácil elegancia.
En aquella fase final, la mayor dificultad radicaba en la instalación de los ascensores, ya que si bien había escaleras desde el suelo hasta la cumbre, pocas personas iban a estar dispuestas a subir los mil seiscientos sesenta y cinco escalones y después volverlos a bajar.
Se contactó con varias empresas para adjudicar esa parte de la obra, pero aquella tarea era superior a sus capacidades, lo cual, hasta cierto punto, resultaba comprensible. Nadie les había pedido nunca que transportaran un número tan elevado de pasajeros hasta tan inusitadas alturas. Los ascensores que debían cubrir los ciento setenta metros que mediaban entre la segunda plataforma y la cúspide planteaban menos problemas. Lo complicado era hacer subir un ascensor que debía desplazarse desde el suelo, durante casi ciento veinte metros, hasta la segunda plataforma, sobre raíles con una curva variable.
Al final, se utilizaron dos sistemas para los cuatro pilares de la torre. Los ingenieros franceses idearon dos innovadores ascensores de cadena que al menos transportaban a la gente hasta la primera plataforma. La empresa American Otis Elevator había inventado, sin embargo, un ingenioso sistema que funcionaba mitad como ascensor hidráulico y mitad sobre raíles, y que subía a los pasajeros por los otros dos pilares de la torre y continuaba directamente hasta la segunda plataforma.
—El señor Eiffel asegura que el ascensor de Otis llevará años de adelanto a los franceses, pero no tenemos que decirlo —confesó—. Cuando la galería de arriba esté acabada, van a construir encima una oficina privada para el señor Eiffel. Dice que será su despacho durante el resto de su vida. Imagínate, trabajar cada día así, en medio de las nubes, como un dios.
Si a Thomas le gustaba su trabajo, tanto mejor, pensaba Édith. Y si idolatraba al señor Eiffel, pues tampoco había nada de malo en ello.
—Figúrate —solía recordarle él—, muy pronto mi nombre quedará pintado allá en la torre, porque yo he ayudado a construirla.
Algunas veces, durante aquellas semanas, Édith caminaba hasta el Trocadero antes de ir a trabajar al liceo y dirigía la vista hacia el cielo, hacia el lugar donde estaba trabajando Thomas. Si había niebla, no alcanzaba a ver siquiera la parte superior de la torre. A menudo, bajo un manto de nubes y a través del humo de un millar de chimeneas, entreveía un atisbo de luz en el cielo, desprendida por los pequeños braseros con los que calentaban los remaches allá arriba. En ocasiones, no obstante, en los días claros, veía aquellos mismos braseros que brillaban como estrellas y se preguntaba, sonriente, si Thomas estaría empuñando el martillo junto a uno de ellos.
No habían vuelto a hacer el amor desde Navidad. Él había insistido (disponía de protección), pero ella se había mostrado reacia. «Todavía no», le había contestado varias veces. Él se había quedado dolido y frustrado. Édith sabía que su negativa no era fácil de entender, pero, por razones que no podía revelar, no quería entregarse de nuevo a él. Todavía no era el momento. Antes debía decidir qué iba a hacer.
A mediados de enero empezó a alarmarse, pero manteniendo la esperanza de que fuera un error, no confió a nadie su inquietud. A mediados de febrero, ya no le cupo duda. Como era inútil hablar con su madre, fue a ver a la tía Adeline.
—¡Idiota! —gritó su tía—. ¿Cuándo? —Y cuando Édith le precisó los detalles, espetó—: Estás loca. ¿Y él no tomó precauciones?
—No fue algo planeado. Surgió así.
—¿Se lo has dicho a él?
—No.
—¿Por qué?
—Porque querría tener el hijo y que nos casáramos. Lo conozco.
—Ah. —La tía Adeline reflexionó un momento—. Es posible que si lo supiera todo, no estuviera tan predispuesto.
—No. Esa es su manera de ser.
—¿Lo quieres?
—Me estuvo buscando por todo París, durante un año. Al principio no me lo podía creer, pero es verdad. Y desde que me encontró, nunca ha renunciado.
—No te he preguntado si él te quería. Te he preguntado si lo quieres tú.
—Es bueno y considerado conmigo. Procura complacerme y es honesto. Es algo que me gusta. Me parece atractivo. Lo quiero cuando está conmigo.
—No tiene dinero.
—Por eso no me voy a quejar. Yo tampoco tengo.
—Intentaremos que puedas reunir un poco. Ya sabes que opino que puedes conseguir a alguien mejor.
—A la gente con poco dinero le gusta encontrar otra gente que también tenga poco dinero. Quizá los ricos se casan con quien quieren.
—No, no es así. Sus familias se ocupan de eso.
—Él es leal. Por lo menos, no creo que me fuera a dejar como hizo mi padre.
La tía Adeline guardó silencio un momento.
—No quiero decírselo al señor Ney. No le gustaría nada. —Se quedó pensativa—. Quizá podría tomar disposiciones para que te fueras durante una temporada. Podrías tener el hijo en otro sitio, pero luego tendríamos que darlo en adopción. Nadie tendría por qué enterarse. Esa es una alternativa. —Miró con tristeza a Édith—. Si no, conozco a un médico que podría hacerse cargo…
—Eso me da miedo. Podría ser peligroso.
—Ya sabes, hija, que, si tienes el niño y te quedas con él, no tendrás posibilidades de casarte como es debido, ¿verdad? A no ser que te cases con este chico, pero con él preveo una vida de pobreza.
—Lo sé. Necesito pensar.
—Pues no te lo pienses mucho, porque dentro de poco se te va a notar.
—Siento como si ya se me notara.
—Eso son imaginaciones tuyas, pero durante la primavera…
Y cuando llegó marzo, Édith aún no había decidido qué hacer, y tampoco le había dicho nada a Thomas.
Édith no pensaba a menudo en su padre. La verdad era que casi no se acordaba de él. Sabía qué aspecto tenía. Su madre no conservaba ninguna foto de él, pero su tía Adeline sí. Era un hombre bastante bien parecido. Tenía el mismo tono oscuro de pelo que la tía Adeline, pero mientras que ella lo llevaba bien recogido hacia atrás, el suyo era hirsuto. Tenía un aire juvenil, con la camisa sin abotonar en el cuello debajo de la chaqueta. Parecía lo que era, un trabajador inteligente, un albañil, según aseguraba la tía Adeline.
¿Se habría ido porque su mujer bebía, o se habría dado ella a la bebida porque él se fue? Édith sospechaba que lo más probable era lo segundo, pero no estaba segura, y la tía Adeline nunca quería hablar de aquello. ¿Adónde habría ido? «¿Quién sabe?», contestaba siempre con un encogimiento de hombros la tía Adeline.
A veces, a Édith le daba por pensar que la tía Adeline sabía dónde estaba su padre y que lo mantenía en secreto. Quizá no quisiera vivir con su madre o quizás hubiera algún otro problema que quería ocultar. Tal vez estuviera en la cárcel. En todo caso, le gustaba imaginar que, dondequiera que estuviera, se preocupaba por ella. Se lo imaginaba preguntando detalles sobre ella a la tía Adeline y escuchándolos con avidez. Tal vez estaba al corriente de cuanto ocurría en su vida. Cabía incluso la posibilidad de que a veces la espiara a escondidas mientras caminaba por la calle y la mirase con amor y orgullo. Era posible. Nunca se sabía. Aunque era consciente de que aquello eran fantasías infantiles, no podía evitarlo. Y, cuando estaba sola en la cama por la noche, a veces se entregaba a tales ensoñaciones antes de caer dormida.
Últimamente, había pensado con más frecuencia en su padre. Para sus adentros, comparaba el sentimiento que le procuraban aquellos insensatos sueños con el sentimiento de cariño y tranquilidad que experimentaba cuando estaba con Thomas y él la rodeaba con sus fuertes brazos. Y entonces pensaba que le iba a hablar del pequeño que crecía en su interior. Otras veces no estaba tan segura, pero empezaba a creer que lo iba a hacer.
Por ello cuando él propuso que se reunieran con Pepe y Anna el domingo, porque su amigo italiano había descubierto un bar irlandés donde podían comer por poco dinero, aceptó, pensando que tal vez al final del día, cuando regresaran juntos, ellos dos solos, podría confesarle su secreto.
Se encontraron en el bar irlandés a mediodía. El local estaba en el barrio de Saint-Germain, cerca del antiguo Colegio Irlandés. Los dos jóvenes estaban muy contentos porque los miembros de su cuadrilla se habían encontrado entre los últimos veinte hombres que habían trabajado en lo alto de la torre, lo cual constituía una suerte de honor muy especial.
Pepe insistió en que todos tomaran la oscura Irish Guinness con la comida. Era algo a lo que no estaban acostumbrados. Después bebieron un poco de vino tinto. Thomas los divirtió confesando que después de haberle jurado al señor Eiffel que no sentía el menor vértigo, se había quedado paralizado por el pánico antes de que el edificio llegara siquiera a la primera plataforma. Anna les contó anécdotas de su numerosa familia de Italia. Cuando se marcharon, todos estaban muy contentos, aunque un poco achispados.
Se fueron caminando juntos, bordeando la orilla izquierda del Sena. La torre, prácticamente terminada, se erguía en el cielo delante de ellos. Llegaron a la gran explanada, donde ya estaban montando numerosos puestos para la Exposición. Un poco más allá, había gente que elevaba la vista desde el puente, pero la base de la torre estaba vallada. Se disponían a irse cada uno por su lado, cuando Pepe tuvo una ocurrencia.
—Y ahora, Thomas y yo os vamos a hacer una demostración de las dotes de las intrépidas ardillas de la torre Eiffel.
Los condujo a una pequeña brecha de la valla. Al cabo de un minuto, se encontraba en el solitario espacio de debajo del enorme arco sur de la torre.
—¿Queréis subir? —preguntó a las chicas.
—No —rehusó Édith—. De todas maneras, está cerrado.
Pepe se echó a reír.
—Vamos, Thomas —gritó—. Venga.
Édith estaba horrorizada. Si algo le ocurriera a Thomas, precisamente en ese momento…
—Quédate aquí, Thomas. No subas —le rogó—. Habéis estado bebiendo.
—No estamos borrachos —aseguró Pepe—. Arriba, en la torre, nos dan vino todos los días.
—Por favor, Thomas —imploró.
Sin embargo, los dos jóvenes ya habían comenzado a trepar por aquella colosal estructura. Al cabo de poco llegaron a las escaleras. Ella y Anna los vieron subir corriendo por ellas, entre risas. Después los perdieron de vista.
—¿Dónde crees que están? —preguntó Édith.
—Quizás estén subiendo hasta arriba —apuntó Anna.
—Dios mío, no permitas que hagan eso.
Elevó la mirada hacia el inmenso entramado metálico que se elevaba en el cielo. Habían retirado las barreras de seguridad y ya no había nada que protegiera a quien se aventurara a ir por las vigas. Aún no se veían. Ella y Anna se acercaron más, hasta situarse casi debajo del arco.
Entonces, desde arriba, oyó la voz de Thomas, que la llamaba.
—¡Édith! ¿Me ves?
Entonces lo vio, encima de una viga, justo detrás del gran arco que se extendía bajo el primer rellano.
—Sí, pero ten cuidado —gritó.
—Fue aquí exactamente donde me entró el pánico.
—¿Estás bien?
—Pues claro —contestó, saludando con la mano.
—¿Dónde está Pepe? —preguntó Anna.
Siguió un momento de silencio, pero enseguida oyeron la voz del italiano:
—Anna, mira a la izquierda de Thomas.
Plantado tranquilamente sobre una viga un poco más arriba, con los brazos en jarras, Pepe los miraba como si fuera el dueño de aquel lugar.
Édith les advirtió que debían bajar sin demora: si los veía alguien, podían tener problemas. Thomas se desplazó con desgana hacia un lado y luego fue hacia las escaleras. Sin embargo, Pepe no siguió su ejemplo. De repente, se puso a cantar.
O, dolce Napoli.
O, suol beato.
Las notas de aquella canción napolitana se propagaron por el aire, de tal modo que Édith distinguía cada una de las palabras. Tenía una agradable voz de tenor. Anna aplaudió con entusiasmo. ¿Podría oír la gente que estaba en el puente aquel concierto que brotaba de las profundidades de aquella gran estructura de hierro? Era posible. Su voz era muy clara. Había llegado al estribillo.
Santa Lucia. Santa Lucia.
Temiendo que iniciara otra estrofa, Édith se puso a aplaudir con fervor.
—Dedícanos una reverencia, Pepe, y baja —gritó, para animarlo a descender lo antes posible.
El italiano no se hizo de rogar. Efectuó una pomposa y teatral reverencia. Después se inclinó hacia la izquierda, luego hacia la derecha y, al repetir el saludo hacia el centro, doblando aún más la espalda, perdió el equilibrio.
Ocurrió tan deprisa que, aparte del gesto que realizó con la mano buscando algo donde asirse, fue casi como si se hubiera arrojado a propósito. Su cuerpo parecía, al caer, un minúsculo pelele bajo el colosal arco de metal. Oyeron su voz, solo una vez, cargada de miedo: «Ah…». Curiosamente, ni ella ni Anna gritaron mientras miraban, aturdidas, como se desplomaba. Al cabo de dos o tres segundos, a menos de veinte metros de ellas, chocó contra el suelo con un terrible ruido, tan brutal que al instante Édith estuvo segura de que no iba a quedar nada de la persona que, un momento antes, había sido Pepe.
Thomas Gascon jamás habría sospechado que fuera capaz de pensar tan deprisa. Un año antes, entre aquellas mismas vigas de metal, el pánico lo había aterrorizado. Ese día, mientras bajaba, un tramo tras otro, casi a la carrera, los más de trescientos escalones que lo separaban del suelo, descubrió que actuaba con una entereza asombrosa. Después de reptar por el último tramo y bajar la base de cemento, cuando llegó corriendo hasta donde se encontraban Édith y Anna, sabía perfectamente lo que debía hacer.
Anna temblaba, en un estado de conmoción, agachada en el suelo junto al cadáver de Pepe. Gracias a Dios, por lo menos no gritaba. Édith la rodeaba con sus brazos.
Thomas inspeccionó brevemente lo que quedaba del pobre Pepe. Tenía el cuello torcido en un ángulo imposible. Delante de la boca abierta comenzaba a formarse ya un charco de sangre. Su cuerpo pequeño le recordó al de un pajarillo caído del nido. El espíritu alegre de su amigo ya no estaba con ellos.
—Édith, ¿tiene teléfono el señor Ney? —preguntó.
Aun sabiendo que en todo París había unos pocos miles de aquellos aparatos, creía que era muy posible que el abogado dispusiera de uno.
—Me parece que sí.
—Ve a verlo tan deprisa como puedas. Cuéntale lo que ha pasado y dile que hay que informar de inmediato al señor Eiffel, y también a la policía. Él sabrá lo que hay que hacer. Después quédate con tu tía. Yo esperaré aquí con Anna. —Sacó dinero del bolsillo—. Toma. Si caminas deprisa, podrías llegar dentro de menos de media hora, pero si ves un taxi, cógelo. Y no le digas nada a nadie, ni siquiera a la policía, hasta que veas a Ney.
—¿Y si ha salido?
—Tu tía te ayudará. Intenta localizarlo. Tenemos que avisar a la policía, pero es de vital importancia poner de inmediato al corriente al señor Eiffel.
Mientras ella se iba, Thomas se preguntó si alguien habría visto caer a Pepe desde el puente. Era posible. Si lo habían visto, la policía no tardaría en llegar. Aquello era inevitable, pero él había hecho al menos todo lo posible por proteger a las dos personas que contaban: Édith y el señor Eiffel.
Entonces se sentó en el suelo y, abrazando a Anna, se dispuso a esperar.
Después de aguardar durante una hora y media, que se le antojó una eternidad, llegó un grupo de personas. Detrás del señor Eiffel, Ney y un hombrecillo con bigote, venían un policía de uniforme, un joven con una cámara y dos hombres con una camilla.
Eiffel se mantuvo a cierta distancia, mientras Ney tomaba la palabra.
—Como ve, inspector —le dijo al individuo del bigote—, mi cliente está esperando, tal como le había indicado. Y esta joven dama seguro que es la amiga del infortunado joven.
El inspector dedicó una ojeada a Thomas, antes de realizar una brevísima inspección del cadáver. Después miró hacia la torre y dirigió un gesto al joven de la cámara, que ya estaba preparando el trípode para tomar fotos.
Ney, mientras tanto, se había situado al lado de Thomas.
—Has demostrado inteligencia al actuar así, joven —le elogió en voz baja—. Ahora escucha con atención: responde a las preguntas que te haga el inspector y hazlo de una manera muy concisa. Esa es la única información que él desea obtener. No añadas nada. ¿Entiendes? Nada.
Thomas vio que el inspector dirigía una mirada de interrogación a Ney, a la que este correspondió inclinando la cabeza.
—Mi cliente está listo para ayudarle, inspector.
El inspector se acercó y sacó un bloc. Aparte del bigote llevaba la cara bien afeitada. Tenía el cabello ralo, una frente amplia y unos ojos que a Thomas le recordaron el aspecto de las ostras, de mirada atenta y un poco melancólica.
Los preliminares fueron breves: su nombre, su dirección… Thomas dio la de la habitación de la calle de la Pompe. Después tuvo que precisar la hora del incidente y facilitar el nombre y la ocupación del fallecido. ¿Había estado con el muerto antes del incidente? ¿Dónde? En el bar irlandés.
—¿Ha bebido algo el difunto en el bar irlandés?
—Sí, señor. Cerveza Guinness y vino.
—¿Estaba ebrio?
—Borracho no. No había perdido el control…
—Pero había consumido cerveza y vino.
—Sí.
—Después ha subido a la torre.
—Sí, inspector.
—¿Cómo?
—Al principio trepando por las vigas, porque la escalera está cerrada. Luego por la escalera hasta la primera plataforma, y después caminando directamente sobre las vigas.
—¿Usted lo ha visto?
—Sí.
Estaba a punto de explicar que había subido con él, pero recordó la advertencia de Ney, y, dado que el inspector todavía no le había preguntado dónde se encontraba él, se calló.
—¿Qué hacía allá arriba?
—Se ha puesto a cantar una canción italiana.
—¿Y después?
—Se ha caído.
—¿Cómo?
—Ha hecho una reverencia, bastante marcada, tres veces. Al centro, después a la izquierda y luego a la derecha. A continuación ha ofrecido la reverencia final, más profunda que las otras…, y ha perdido el equilibrio. Después… Ha sido muy rápido.
—¿Esa muchacha es su amiga?
—Sí. Está muy afectada.
—Naturalmente. —El inspector se volvió hacia Anna—. Comprendo su aflicción, señorita, pero debo hacerle unas cuantas preguntas.
Su nombre y su dirección. El nombre y la dirección de Pepe. ¿Era de familia italiana? ¿Y ella también? ¿Cuánto hacía que lo conocía? ¿Había bebido Guinness y vino con él en el bar irlandés? ¿Había subido a la torre y había cantado una canción italiana? ¿Se encontraba ella abajo? ¿Había efectuado tres reverencias y después, a la cuarta, había perdido el equilibrio? ¿Lo ha visto ella? ¿Era eso lo que había pasado?
—Sí. Así es —confirmó la chica, estallando en sollozos.
El inspector cerró el bloc y regresó junto a Ney y Eiffel.
—Está todo muy claro. No me quedan dudas. Habrá ciertas formalidades más adelante, por supuesto, pero, a no ser que el señor Eiffel lo desee, personalmente no veo necesidad de llevar más allá la investigación.
Eiffel le indicó que estaba de acuerdo y, tras recibir una señal del inspector, los dos ayudantes pusieron a Pepe en la camilla y se dispusieron a llevárselo.
—Creo que tendré que acompañar a Anna a su casa —dijo Thomas.
Ney consultó con la mirada a Eiffel, que anunció que iba a quedarse un rato allí. Entonces Ney le dijo a Thomas que él los llevaría a él y Anna a casa. Thomas no sabía si debía decir algo al señor Eiffel, pero este ya les daba la espalda.
El abogado tenía un pequeño fiacre esperando al lado del puente. Una vez que estuvieron instalados, con Anna entre ambos, el cochero agitó el látigo y el caballo se puso en marcha.
Anna vivía con sus padres en un pequeño apartamento de la zona sur de París, cerca de la puerta de Italie. Tardaron casi media hora en llegar. Una vez allí, Ney entró con la muchacha para hablar con sus padres. Al salir, le dijo a Thomas que lo llevaría hasta su domicilio.
—No debes tratar de ver a Édith hoy —apuntó—. Está descansando.
Habían recorrido un trecho cuando Thomas se aventuró a decir algo que le inquietaba.
—Usted ha tenido la amabilidad de decirle a la policía que yo era su cliente, señor, pero ya sabe que no tengo mucho dinero.
—No tienes que preocuparte por eso —respondió el abogado—. Eso ha sido por deseo del señor Eiffel.
—Me extraña que esté dispuesto a hacer eso por mí. ¿Sabe que yo he tenido parte de culpa en lo que ha pasado?
—No te equivoques, jovencito. El señor Eiffel no está nada contento con tu proceder, pero hay más cosas en juego en este asunto. La torre es el centro de la Exposición Universal que está a punto de inaugurarse. Esto podría salpicar el honor de Francia, así como el del señor Eiffel. Habiendo oído los detalles que me ha dado Édith, me he hallado en condiciones de destacar, con él y también con el inspector, que, pese a lo trágico del suceso, no deja de ser una suerte, para expresarlo sin rodeos, que el joven fallecido fuera italiano. A nadie le conviene que haya un francés implicado en un asunto tan bochornoso. A nadie le interesa que reciba publicidad la participación que tú has tenido en él. De este modo, he podido protegeros tanto a Édith como a ti.
—Por eso el inspector no me ha preguntado dónde estaba yo cuando ha caído Pepe.
—Exacto. No deseaba hacerlo. De haber existido alguna duda de que esto no hubiera sido un absurdo y terrible accidente, habría sido otro cantar, pero no era el caso.
—La caída ha sido tal como la he descrito, se lo aseguro.
—Si las autoridades requieren que vuelvas a testificar, se pondrán en contacto conmigo, y yo te diré cómo debes actuar. Mientras tanto, debo insistir en que nadie ha de enterarse de tu participación en esto. Como les he metido el miedo en el cuerpo a los padres de Anna, ella no dirá nada. Édith tampoco tiene motivos para hacerlo. Tú debes mantenerte callado, porque, si no, el señor Eiffel se va a enfadar mucho. Ya sabes que, estrictamente hablando, te podría denunciar por haber entrado de ese modo en la torre.
—No voy a decir ni una palabra.
—Perfecto. He tenido la precaución de decirle al señor Eiffel que, en mi opinión de abogado, creía que tú habías actuado de manera muy atinada después del accidente.
Estaba claro que Ney había aprovechado para mostrarse útil ante Eiffel, pensó Thomas. Su habilidad era admirable.
Cuando lo dejó en la calle de la Pompe, de repente Thomas se sintió muy cansado.
Cuando se encaminó al trabajo al día siguiente, Thomas ya sabía lo que iba a contar. En primer lugar, no abriría la boca. Si por casualidad alguien estaba al corriente de que había estado comiendo con Pepe el domingo, diría simplemente que se había despedido de él después y que no sabía nada del accidente.
Si había albergado alguna duda sobre las consecuencias que podía tener el decir algo más, estas se disiparon del todo mientras iba caminando por la calle de la Pompe.
Justo cuando pasaba por el sitio donde la familia de Édith había tenido su pequeña granja, Jean Compagnon se puso a andar a su lado.
—Bonito día —comentó el capataz.
—Así es —convino Thomas.
—Mantén la boca cerrada —dijo Compagnon.
—No sé a qué se refiere —respondió Thomas—. Pero yo siempre me callo.
—Si alguien se entera, Eiffel te despedirá. No tendrá más remedio.
Thomas guardó silencio.
—Ese sería lo mínimo que te pasaría —añadió Jean Compagnon—, porque yo te estaré esperando, y entonces te vas a ir a reunir con tu amigo Pepe, allá donde esté.
—No sé a qué se refiere —dijo Thomas—, pero lamento que no confíe en mí.
—Confío en ti —afirmó Jean Compagnon.
Al cabo de un momento, torció bruscamente por otra calle y lo dejó solo.
Aunque era fuerte y sabía pelear, Thomas no se hacía ilusiones. Si el fornido capataz quisiera matarlo, lo podía hacer.
En la torre, pusieron un sustituto para Pepe sin dar explicación alguna. Estaban realizando los retoques finales y ya no se necesitaban a todos los hombres. La noticia del accidente no tardaría en divulgarse, sin duda, pero al parecer aún no había salido en los periódicos. El día transcurrió sin percances.
Édith no disfrutó de la misma tranquilidad. Había pasado la noche en el apartamento de su tía, porque esta le había dado un somnífero. Al despertar, tomó un té y un cruasán.
Mientras tomaba aquel petit déjeuner, regresó el terrible sentimiento que la había estado reconcomiendo el día anterior, con la misma horrible insistencia.
—¡Fui yo quien lo mató! —le gritó a la tía Adeline—. Fue culpa mía.
—Te equivocas —contestó la tía, con un suspiro.
—Yo le dije que hiciera una reverencia. Si no la hubiera hecho…
—De todas formas la habría hecho.
—Puede que no.
—Tú no lo obligaste. La gente debe asumir la responsabilidad de sus actos. De todas formas, fue él el que decidió subir a la torre.
Aunque había parte de verdad en ello, Édith sintió que no bastaba para absolverla. Siguió doblada sobre la taza de té, sacudiendo despacio la cabeza.
Entonces ocurrió algo.
Al principio, cuando notó la primera pérdida, no comprendió. Fue a la habitación donde dormía y utilizó el orinal. Al cabo de unos minutos, llamó a su tía.
Con mucho aplomo, la tía Adeline le dijo que no se moviera, que volvería al cabo de unos minutos. Después fue a buscar al médico.
Entrada la mañana, el doctor le dio la noticia. Había perdido al bebé.
—Gracias a Dios —se felicitó la tía Adeline.
Una semana después, avisaron a Thomas de que el señor Eiffel quería verlo en su oficina.
El gran ingeniero se había dado prisa en instalarse en su despacho de la cumbre de la torre. Dado que los ascensores no funcionaban todavía, aquello implicaba subir muchas escaleras, pero a Eiffel no parecía importarle. Desde la tercera plataforma, una pequeña escalera de caracol conducía directamente a su oficina.
Después de llamar a la puerta y entrar, Thomas se asombró de lo bien acondicionada que estaba. La pared estaba decorada con un papel oscuro con rayas y una alfombra estampada cubría el suelo. Eiffel disponía de una mesa, un escritorio, un par de sillas, además de diversos objetos ornamentales, y, por supuesto, de esa impresionante panorámica. Los monarcas y presidentes podían tener sus palacios, pero ahora el señor Eiffel disponía, sin lugar a dudas, de la mejor oficina del mundo.
Ese día soplaba un fuerte viento. Allí, en las proximidades del pináculo de la torre, Thomas notó un tenue movimiento.
Eiffel examinaba unos papeles instalado frente al escritorio. Sin levantar la vista, adivinó el pensamiento de Thomas.
—El máximo balanceo provocado por el viento es de unos doce centímetros —señaló con sequedad. Cuando acabó de revisar una lista, lo miró—. ¿Sabes por qué te he mandado llamar?
—Creo que sí, señor. Le pido disculpas.
—Cuando el zar de Rusia construyó la ciudad de San Petersburgo, sometió a los trabajadores a un ritmo despiadado. ¿Sabes cuántos hombres murieron en esa gran empresa?
—Non, monsieur.
—Cien mil. San Petersburgo reposa sobre sus esqueletos. Cuando yo empecé a trabajar en esta torre —prosiguió Eiffel—, se daba por sentado que habría accidentes. Siempre los hay en los grandes proyectos, por desgracia, pero yo tomé precauciones ejemplares. Puse barreras y pantallas móviles, apliqué las medidas de seguridad más sofisticadas que se hayan utilizado antes en una obra, y construimos la torre sin tener que contar ni una sola baja. —Hizo una pausa—. Hasta el otro día.
—No fue culpa suya, señor Eiffel. Fue mía. Fue un accidente.
—¿Crees que alguien recordará eso? Lo único que se recordará será que uno de los trabajadores de la torre se mató al caer de ella.
—Lo lamento muchísimo, señor.
—Yo te acogí, cuando me pediste si podías trabajar en la torre, y así has pagado mi amabilidad. Me has deshonrado.
Thomas bajó la cabeza. Como los caballeros de épocas antiguas, los hijos del Maquis tenían sentido del honor. Todos los franceses lo tenían. Y él había deshonrado a su héroe.
—Tengo delante de mí la lista de los nombres de los trabajadores de la torre —continuó Eiffel—. Tal como prometí, se inscribirán en una placa visible para todos, pero no puedo añadir tu nombre a la lista. ¿Lo entiendes? Recibirás la prima de cien francos, pero no el reconocimiento público.
Thomas asintió, cabizbajo, incapaz de hablar.
—Eso es todo —dijo Eiffel.
Thomas había visto a Édith solo una vez desde el accidente. Se había encontrado con ella delante del liceo, como de costumbre. Ella le dijo que había faltado al trabajo un par de días y que no estaría libre ese domingo. Él quería hablar un poco de lo que había ocurrido, pero ella parecía preocupada. Una vez más, no estuvo seguro de si su relación iba por buen camino o no.
No era de extrañar, pues, que, cuando subió a Montmartre el domingo, su familia lo encontrara bastante abatido.
—¿Va todo bien en el trabajo? —le preguntó su padre.
—Sí, bastante —respondió—. El señor Eiffel me dijo que me pagarían la prima al final.
—Y pondrán tu nombre en una placa —evocó con orgullo su padre.
Thomas optó por cambiar de tema.
—Voy a volver a buscar trabajo, en cuanto acabe con lo de la torre —les recordó.
Por la tarde, salió a pasear con su hermano.
—¿Cómo está Édith? —se interesó Luc.
—Bien.
—Estupendo.
Thomas tuvo la impresión de que su hermano tenía algo que contarle, pero siguieron caminando en silencio un rato hasta que Luc se decidió a preguntarle, como sin darle importancia.
—¿Has visto los carteles que anuncian el espectáculo del Salvaje Oeste?
Difícilmente habría podido no verlos, porque parecían brotar de todos los carteles publicitarios de París. Un enorme búfalo que corría por la pradera ocupaba casi toda la imagen. Insertado en su poderoso cuerpo había un retrato oval del apuesto e inconfundible coronel W. F. Cody, el propio Buffalo Bill, con barba, bigote y sombrero de cowboy, y bajo él, dos palabras en francés: «Je viens» (voy a venir).
Todo el mundo había oído hablar del circo de Buffalo Bill. Venía de hacer una gira triunfal por Inglaterra. Aunque muchos ignoraban la naturaleza exacta del espectáculo, se sabía que era exótico y excitante. Aquella iba a ser una de las mayores atracciones que se ofrecían en paralelo a la Exposición Universal.
—Me han dado un par de entradas —dijo Luc—. He pensado que igual te gustarían. Podrías llevar a Édith.
Tras sacar un paquetito del bolsillo, extrajo con cuidado dos entradas.
—¡Pero si es para el gran estreno! ¿Cómo demonios las has conseguido?
—Me las dio un caballero. Lo ayudé con algo —explicó, sonriendo.
—Pero deberías ir tú —protestó Thomas.
—No. Quiero que te quedes tú con ellas.
—Pero si son para el gran estreno —repitió Thomas.
—Sí, para ti —reiteró Luc.
Hasta el miércoles no vio a Édith, y entonces ella aceptó acompañarlo al bar adonde habían ido la primera vez. Incluso accedió a comer algo.
Thomas percibía, de todos modos, que estaba inquieta por algo y deseaba averiguar de qué se trataba.
—He estado preocupado por ti —dijo.
—Estoy bien.
—Me siento fatal por lo que ocurrió. No pretendía hacerte pasar por eso.
—Pues no deberías. Al fin y al cabo, yo tuve la culpa.
—¿La culpa, tú? —La observó con asombro.
—Sí. Si no le hubiera dicho que hiciera una reverencia…
—Édith. —La abrazó por el hombro—. A mí ni siquiera se me había ocurrido pensar eso. Pepe iba a hacer una reverencia de todas formas, te lo aseguro. Él era así.
Édith guardó silencio un momento, como pensando en lo que acababa de decirle.
—¿De verdad lo crees? —preguntó por fin.
—Desde luego. Estoy seguro. —Se inclinó para besarle el pelo—. Ya te puedes quitar esa idea de la cabeza.
Ella clavó la mirada en la mesa. Al cabo de un poco, cogió la copa de vino tinto, tomó un lento sorbo y la volvió a apoyar en la mesa, aunque sin soltar el tallo.
—Hay algo más que deberías saber —declaró, mirándolo a la cara.
Entonces le contó lo del aborto.
Cuando acabó, él la observaba boquiabierto.
—No tenía ni idea de que estuvieras embarazada —dijo.
—Lo sé.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No sé. No quería.
—Yo pensaba…, después de lo que ocurrió en Navidad, y luego te mostrabas tan fría de repente…
—Estaba preocupada y disgustada. Puede que también estuviera enfadada contigo. Supongo…, aunque no se entienda, temía estar contigo.
—Yo pensaba que quizá no te gustaba.
—Ya sé.
—Ah. —Calló un instante—. ¿Todavía estás enfadada conmigo?
—No.
—¿Y cómo te encuentras ahora?
—Cuando se pierde un niño, aun siendo tan temprano, cuando casi no hay nada, se siente una especie de pena… —Se encogió de hombros—. Pero ahora siento alivio, la verdad. No quiero tener un hijo, Thomas. Por ahora, quiero decir.
—Claro. —La atrajo hacia sí y la mantuvo abrazada—. Podrías habérmelo dicho. Puedes confiar en mí.
Ella asintió en silencio. Lo sabía.
Estuvieron hablando un rato y a Thomas le pareció que ella estaba más animada.
—¿Querrías hacer algo peligroso? —le preguntó de improviso. Notando que se ponía rígida, se echó a reír—. ¿Te gustaría ir a ver el espectáculo del Salvaje Oeste?
El primero de abril de 1889, a primera hora de la tarde, el señor Eiffel dio una fiesta para los casi doscientos obreros que habían participado en la construcción de la torre, a la que asistió una amplia representación de los próceres de la ciudad. Estaban allí el presidente de la nación, el Ayuntamiento en pleno y numerosos dignatarios, vestidos con sus mejores galas, junto con sus esposas e hijos. Thomas advirtió con sorpresa que entre ellos se hallaban el señor Ney y su hija, Hortense, muy elegante con un vestido de seda azul de última moda. Desplegando sus dos sabuesos, la lealtad y la gratitud, desde su pequeño despacho de abogado, el cazador se las había ingeniado para abatir aquella impresionante presa. Como de costumbre, Hortense se veía pálida y revestida de una extraña aureola sensual, mientras su padre pasaba discretamente de un grupo a otro, trabando conversación. Seguro que, entre tan distinguidos asistentes, aquel abogado de poca monta encontraría un digno pretendiente para la mano de su hija, pensó Thomas.
Ese día soplaba el viento y el sol asomaba de forma intermitente entre las nubes que corrían por el cielo.
Thomas había visitado el taller de un sastre de Montmartre que confeccionaba ropa para hombre a un precio asequible, para artistas y artesanos. Allí había adquirido un traje con chaqueta corta que le sentaba muy bien y que llevaba ese día.
A la una y media en punto, Eiffel y una comitiva de más de un centenar de dignatarios se dispusieron a subir a la torre. Era una lástima que los ascensores aún no funcionaran. Aun así, sin dejarse arredrar, subieron las escaleras hasta la primera plataforma. Un diputado que padecía vértigo insistió en subir de todas formas, aunque lo hizo con los ojos vendados.
Eiffel imprimió un lento ritmo al ascenso. De vez en cuando se detenía para explicar algún detalle de la construcción y permitir que los visitantes recobraran el aliento. En la primera plataforma, todavía estaban amueblando el bar y los dos restaurantes, uno francés y otro ruso, que estarían en funcionamiento a partir de la inauguración al mes siguiente.
Los más decididos acompañaron después a Eiffel por el largo ascenso hasta la segunda plataforma, y un grupo aún más reducido subió hasta arriba del todo, donde Eiffel colocó la bandera tricolor en el asta, donde quedó ondeando al viento, a trescientos metros de altura. Aquella fue la patriótica señal que desencadenó un estallido de fuegos artificiales que brotaron, como el equivalente de una salva de veintiún cañonazos, desde la segunda plataforma.
Tardaron un buen rato en bajar. El viento arreciaba. Thomas pensó que quizá fuera a llover. Aun así, se sentaron todos para disfrutar de la merienda: jamón, salchichas alemanas y queso.
Si en la elección de la comida se podía percibir un atisbo de los orígenes germánicos de Eiffel, este quedó rápidamente difuminado por el champán que se sirvió y los patrióticos discursos que se pronunciaron después.
Tras dar las gracias a todos, el ingeniero anunció que en el friso de la primera plataforma iban a pintarse con letras doradas los nombres de los grandes científicos franceses. El presidente le dio las gracias y lo condecoró con la Legión de Honor. Todos brindaron por el arquitecto, por los asistentes y por Francia.
Luego, como amenazaba con llover, la gente empezó a regresar a sus casas. Pero antes se produjo un pequeño incidente.
Thomas se dirigía al puente de Iéna, recibiendo las primeras gotas de lluvia en la cara, cuando notó una mano en el brazo. Era Jean Compagnon.
El fornido capataz le estrechó la mano y le dio una pequeña tarjeta. En ella estaba escrito el nombre de un bar.
—Allí siempre saben dónde encontrarme —dijo—. Si necesitas una referencia, házmelo saber.
Después, sin darle tiempo para darle las gracias, desapareció.
La Exposición Universal de 1889 se inauguró oficialmente el 6 de mayo. Los visitantes miraban con asombro la vasta torre de hierro bajo la que pasaban. Tenían que esperar hasta la segunda semana de la feria para poder subir, pero aun así encontraban muchas cosas interesantes en aquella enorme feria. Había una réplica de una calle del Cairo y de un mercado egipcio, con bares donde se servía café turco y se entretenía a los clientes con danzas del vientre. El recinto era tan enorme que un precioso trenecillo transportaba pasajeros desde el Campo de Marte hasta la explanada contigua a Los Inválidos, donde podían montar en rickshaws orientales.
Por más que la exposición celebrase el centenario de la Revolución francesa y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, el honor de Francia exigía que se recordara a los asistentes la existencia de sus remotas colonias. Así, había amplios y exóticos reductos dedicados a las colonias de Argelia, Túnez, Senegal, Polinesia, Indochina, entre otras. Si los británicos tenían un imperio, Francia no les iba a la zaga.
Aun cuando la torre Eiffel era la gloria indiscutible de la exposición, había que reconocer que el pabellón que más asombro causaba era el que había montado, costeando él mismo los gastos, Thomas Edison, que se iba a desplazar personalmente desde Estados Unidos a París el mes de agosto. Su asombrosa gama de inventos mostraba, en sintonía con los valores republicanos compartidos por Estados Unidos y Francia, que en un futuro cercano los avances de la ciencia moderna traerían electricidad, teléfonos y otras maravillosas comodidades modernas no solo a los ricos, sino también a las masas. Lo más fascinante de todo era el nuevo fonógrafo con sus cilindros, que nadie había visto hasta entonces.
El nutrido número de estadounidenses que acudían a París para ver la exposición debían de estar encantados de que las estrellas del evento fueran el hombre que había construido la estatua de la Libertad y su propio compatriota Thomas Edison.
Y, por supuesto, justo doce días después de la inauguración de la exposición, el sábado por la tarde, se iba a celebrar el estreno del espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill.
La tarde anterior, Thomas subió a Montmartre para ver a su familia y cenó con sus padres y su hermana. Como Luc estaba trabajando, Thomas decidió quedarse a pasar la noche para poder verlo. El chico llegó pasada la medianoche y, como no hacía frío, los dos hermanos se sentaron a charlar un rato afuera.
—Esta tarde he ido a la torre —le informó Luc—. Está abierta desde hace solo dos días y aún no se pueden usar los ascensores, pero yo quería verla. La mayoría de la gente solo sube hasta la primera plataforma, pero yo he ido hasta la segunda. Más arriba no está abierto al público. Y adivina a quién me he encontrado.
—¿A quién?
—Al mismísimo señor Eiffel. Subía a su oficina, en la parte más alta de la torre. Desde luego, está en forma. Me ha dicho que lo hace todos los días.
—¿Has hablado con él?
Después de su caída en desgracia, Thomas sentía un poco de aprensión por lo que habría podido decirle.
—Claro. Me ha reconocido. Ha dicho que podía subir hasta arriba con él si quería, y, claro, no me he hecho de rogar.
—Ya.
—Y he visto la placa donde constan los nombres de todos los trabajadores.
—Ah. —Thomas emitió un suspiro—. No te lo había dicho todavía, pero por desgracia…
—He visto tu nombre.
Thomas se quedó perplejo. ¿Su nombre? ¿Habría otro Gascon trabajando en la torre cuya existencia desconocía?
—¿Mi nombre? ¿Estás seguro?
—Ha sido el señor Eiffel quien me lo ha señalado. «Ahí está el nombre de tu hermano. No te olvides de decirle que lo has visto», me ha dicho.
—Ah.
—Así que he subido hasta arriba. Él ha entrado en su oficina y yo he caminado por el mirador. Se puede disfrutar de una vista extraordinaria. Debe de ser como cuando uno va en globo.
—¿Y después qué has hecho?
—He bajado, claro. ¿Qué más iba a hacer?
—Nada.
—Il est gentil, el señor Eiffel.
—Sí —acordó Thomas—. Lo es.
Édith no estaba segura. La tía Adeline sí lo estaba.
—Es el momento de dejarlo. Cometiste un error, pero ahora se ha terminado. Ya no estás embarazada. Eres libre. Él es un buen chico, pero parece tener un talento especial para complicarse la vida y, además, no tiene un céntimo.
Hasta la madre de Édith se esforzaba por darle buenos consejos.
—¿Sabes ese carnicero de arriba de la calle de la Pompe? Pues su hijo te tiene echado el ojo. Y ese maestro joven del liceo, el de la barbita, me he dado cuenta de que te mira, cuando sale del edificio. Deberías darle pie a que te diga algo.
—Un maestro nunca se casaría conmigo.
—Nunca se sabe. Yo podría hablar con él.
—No creo que sea buena idea.
Pese a que quería decidir por sí sola, no podía negar que su tía tenía razón. Thomas era quizás a lo máximo que podía aspirar, pero no era un refugio seguro.
Aparte, estaba su familia. Aunque era probablemente mejor que la mayoría de las del Maquis, no había sentido ninguna afinidad particular con ellos. Lo más seguro era que acabara trabajando para mantenerlos.
En cuanto a su hermano menor, Luc, había algo que no le gustaba. No sabía precisar qué era, pero no le inspiraba confianza.
Así pues, ¿qué quedaba? Solo el hecho de que cuando la rodeaban los fuertes brazos de Thomas se sentía en paz. Que era atento con ella y que se sentía a gusto estando con él. Que él la quería y que a ella le gustaba su constitución y el olor de su cuerpo. Y que sabía que era un buen hombre. Y que, por lo tanto, tomando en consideración todas esas cosas, suponía que, en cierto modo, lo quería. Y que a veces ansiaba estar con él, pero otras casi podía olvidarlo.
No sabía qué hacer y lo lamentaba, porque no le gustaba ser deshonesta con él. Tal vez esa fuera la razón por la que últimamente lo había evitado un poco.
En el mes de abril, lo había visto varias veces, pero solo por las tardes después de salir del trabajo. No había salido con él ningún fin de semana. Aunque había tenido que ayudar a la tía Adeline, por supuesto, sabía que podría haber encontrado un hueco para verlo si lo hubiera deseado.
Thomas la había invitado a visitar la Exposición, pero ella se había excusado, alegando que quería subir a la torre. «Y no pienso subir a pie —precisó—. Quiero ir en el ascensor». La torre estaba abierta al público desde hacía tres días, pero los ascensores aún no estaban del todo operativos, y seguramente no lo estarían hasta al cabo de tres semanas. Y para entonces…
A comienzos de mayo tenía la impresión de que, de no haber sido por las entradas para la inauguración del espectáculo del Salvaje Oeste, al que le apetecía mucho asistir, tal vez ya habría roto con Thomas.
A mediodía pasó a recogerla. Al poco, caminaban por la avenida de la Grande-Armée en dirección a Neuilly. Thomas llevaba, muy ufano, su traje nuevo; ella, un vestido de verano con un chal de seda que le había conseguido la tía Adeline. Thomas le ofreció el brazo y ella enlazó la mano. Le gustaba caminar así con él.
Al final de la avenida, en la linde del Bois de Boulogne, giraron a la izquierda y pronto llegaron a la parte de Neuilly que todavía no estaba edificada. Era allí, en el centro de aquel espacio despejado, donde se alzaban los restos de un antiguo fuerte, donde Buffalo Bill había instalado su campamento.
Había doscientas tiendas y grandes cercados para los caballos y los búfalos, los cuales habían causado sensación cuando los habían conducido por la carretera hasta el campamento desde la estación de ferrocarril. En el centro estaba el espléndido ruedo y una grada recién construida, capaz de albergar a quince mil espectadores.
—Fíjate en el público —dijo Thomas.
Aunque llegaban temprano, por la entrada afluía ya una multitud de personas. Y no era un público cualquiera.
Se esperaba la asistencia del presidente de Francia, el señor Carnot, en compañía de su esposa. Miembros de la realeza y embajadores, generales y aristócratas, distinguidos visitantes llegados de todo el mundo, incluida una nutrida representación de americanos… Las gradas estaban repletas. Todo aquel que podía presumir de ser alguien estaba allí, igual que Thomas Gascon.
Le parecía divertido que él y Édith estuvieran allí, y el señor Ney y Hortense no.
Todo aquel gentío concentrado en ese lugar tenía en común dos cosas, con excepción de los norteamericanos. Todos estaban entusiasmados de estar allí y no sabían muy bien en qué iba a consistir el espectáculo.
Lo del comienzo estaba bastante claro: un gran desfile de aquel abigarrado elenco. Cowboys y cowgirls que hacían girar los lazos, indios ataviados con espléndidos plumajes y pinturas de guerra, mexicanos, tramperos canadienses (del Canadá francés, por supuesto), con sus perros husky… En fin, todo cuanto de arrojado, deslumbrante y exótico había en los vastos espacios naturales de Norteamérica. El público estaba encantado. Después llegó una joven, Annie Oakley, con sus pistolas. Los asistentes aplaudieron educadamente, sin saber gran cosa de ella. Y, por fin, el héroe del Oeste, el principal protagonista del espectáculo, el propio Buffalo Bill, con su traje de piel, su gran sombrero de cowboy y su cabello flotando al viento, entró al galope. Tras dar una vertiginosa vuelta al ruedo, dedicó un magnífico y espectacular saludo al presidente de Francia.
El público rugió entusiasmado. Por el momento, todo era satisfactorio.
Thomas ofreció a Édith la bolsa de palomitas de maíz que había comprado en la entrada.
—¿Qué es? —preguntó ella, dubitativa.
—Qué sé yo. Es norteamericano. Pruébalo.
Con el primer bocado, puso mala cara, pero, al cabo de un momento, volvió a tomar otro.
La primera recreación de la historia del Salvaje Oeste fue el ataque de los pieles rojas contra los pioneros. El presentador del espectáculo, a quien Dios había concedido una magnífica voz, declamó la narración para que todos pudieran oírlo. Los tramperos dispusieron sus carromatos en círculo, los indios gritaron… Las carreras a caballo y la acción eran espléndidas.
Había tan solo un problema.
—¿Qué ocurre? ¿De qué va? —preguntó Édith.
—No lo sé —reconoció Thomas.
Aparte de los estadounidenses presentes, nadie lo sabía, porque, pese a que el narrador poseía una potente voz y aunque había estado practicando el texto en francés durante semanas, su pronunciación resultaba aún más extraña para los espectadores que el propio Salvaje Oeste.
Cuando sonaron las trompetas y la caballería de los Estados Unidos acudió al rescate, los franceses no sabían muy bien quiénes eran los hombres de uniforme ni qué hacían allí.
Cuando acabó aquella vibrante representación, aguardaron en silencio.
—¿Se ha terminado? —susurró Édith—. ¿Hay que aplaudir?
—Esperemos a que aplauda alguien más —opinó Thomas.
La mayoría del público se hallaba en el mismo dilema. Por suerte, los estadounidenses empezaron a aplaudir, y entonces los demás los imitaron. No fue, con todo, la enfervorecida reacción a la que estaba acostumbrado Buffalo Bill.
Por ello, después de esperar a la siguiente escena, dispuestos a forzar el oído para tratar de descifrar la presentación, los asistentes quedaron un poco sorprendidos al ver entrar en el ruedo a una delgada señorita, acompañada por unos cuantos ayudantes que cargaban con una mesa cubierta de armas.
Thomas torció el gesto. Aquello debía de ser una especie de entreacto, que normalmente se daba cuando el espectáculo estaba más avanzado. La primera representación había sido al menos exótica. La joven parecía agradable, pero poca cosa más. Ojalá Édith no se llevara una decepción.
La joven artista paseó la mirada por el público, calibrándolo, con serena expresión.
De algún lugar surgió una bola de cristal que se elevó en el aire. Con gran facilidad, casi sin mirarla, ella levantó el rifle, disparó y la hizo pedazos. Fue un tiro genial, sin duda. Luego brotó otra bola y otra más, tan seguidas que parecía casi imposible disparar dos veces en tan poco tiempo. Las dos bolas estallaron en pedazos. Había estado muy bien, había que reconocerlo. Entonces fue hasta la mesa y cogió otra arma. En el mismo instante, partieron tres bolas hacia el aire, en diferentes direcciones. Ella disparó tres veces y acertó otras tantas.
La demostración no había hecho más que empezar. A las bolas de cristal les sucedieron palomas de arcilla, un naipe, un puro, objetos colocados sobre distintos soportes, cosas arrojadas al aire, delante de ella, detrás, arriba y abajo, a un ritmo cada vez más vertiginoso. Cogía las armas de la mesa y disparaba con asombrosa velocidad. Los generales observaban con pasmo; los flemáticos aristócratas adelantaban el torso en sus asientos; las damas dejaban caer los abanicos. Annie Oakley no erraba ni un tiro. Jamás habían visto nada igual. Entre gritos de asombro, la gente se fue poniendo en pie, y cuando hubo agotado hasta la última bala y el ruedo quedó cubierto por una capa de humo, el público la aclamó con ovaciones, lanzando pañuelos a sus pies.
La joven se retiró y los asistentes volvieron a tomar asiento.
Y a continuación volvió a aparecer, pero montada a caballo. Mientras cabalgaba en círculos, las bolas volvieron a saltar hacia el aire y ella fue disparando. Después, las monedas de plata francesas relucieron con el sol, y ella también acertó con sus disparos. Para entonces el público estaba extasiado, y con razón, porque aquello que veían era poco menos que un milagro. Annie Oakley era, probablemente, la mejor tiradora que se había visto nunca.
A partir de ese momento, el público se animó. Ovacionaron a los mexicanos, a los búfalos, las batallas de indios y la conquista del Oeste, sin importarles si no acababan de comprender el significado de todos los detalles.
Buffalo Bill logró un clamoroso éxito, y era comprensible. Pese a que los norteamericanos hablaran un francés abominable, ambos países podían considerarse como hermanos en su evolución histórica. Aun cuando hubiera actuado tal vez en interés propio, Francia había ayudado a las colonias norteamericanas a independizarse de Inglaterra durante la Revolución americana, la cual inspiró a su vez a los franceses, que protagonizaron una revolución de incluso mayor resonancia en su propio país. Por otra parte, el lema de la Revolución francesa, libertad, igualdad y fraternidad, podía tal vez extrapolarse, salvando las diferencias, como consigna del Salvaje Oeste americano.
Muchos de los asistentes debieron de pensar sin duda que, tras la humillación que los alemanes habían infligido a Francia hacía menos de veinte años, quizás el país necesitara héroes del fuste de Buffalo Bill para restablecer su honor.
Aquel fue el espectáculo rey en París durante todo el verano.
Thomas se sentía entusiasmado cuando salió de allí, ya al atardecer. Después, al llegar al final de la avenida de la Grande-Armée, en lugar de enfilarla, entraron en el Bois de Boulogne y estuvieron paseando un rato por un agradable camino.
Después Thomas besó a Édith y ella le devolvió el beso. Y aunque no lo había planeado, como en ese momento no había nadie en los alrededores, hincó una rodilla en el suelo y dijo:
—¿Te quieres casar conmigo?