Capítulo veinticuatro
1794
Estaban en la era de la esperanza, de la razón, el amanecer de un tiempo de libertad, igualdad y fraternidad.
Y ahora se había iniciado también la era del Terror.
A comienzos del siglo XVIII, en Francia todavía reinaba el imponente Rey Sol. Aunque había terminado en una bancarrota financiera, el largo reinado de su sucesor Luis XV había estado presidido por una dorado lujo que los franceses recordarían con placer durante los siglos venideros.
Los franceses también podían proclamar que la Ilustración y el espíritu del romanticismo había nacido en la Francia dieciochesca, ya que se consideraban herederos tanto de Voltaire como de Rousseau. Voltaire habían enseñado al mundo la pasión por la razón; Rousseau, la bondad natural del ser humano.
Aquellas ideas había inspirado seguramente la Revolución americana. El apoyo y las armas francesas habían sido, además, cruciales para el logro de la independencia de aquel gran país del Nuevo Mundo.
Luego, durante el reinado de Luis XVI y de su esposa austriaca María Antonieta, Francia había emprendido su propia revolución, pero mientras que la norteamericana había prometido una honesta libertad frente a la opresión, la Revolución francesa iba a ser algo más radical, más filosófico y más profundo. No en vano era francesa.
En Francia iba a nacer una nueva era de alcance mundial.
Primero habían tomado la Bastilla. Después habían llevado al rey de Versalles a París y lo habían obligado a acatar su voluntad. Y cuando había intentado huir, lo habían decapitado. ¿Y qué ocurrió después?
Después de eso, el mundo entero se había puesto en su contra, y ellos mismos se pusieron a pelear entre sí.
Y ahora vivían en la era del Terror.
Cuando aquella soleada tarde en que, después de cruzar el Pont Neuf, la viuda de Le Sourd llegó con su hija, Claudie, a la Rive Gauche del Sena, el Terror ya venía prolongándose desde hacía meses. Iban a visitar a una conocida que vivía debajo del jardín de Luxemburgo.
Caminaban por la calle Dauphine cuando la madre reparó en la joven pareja.
Cuando torcieron por una calle lateral, alcanzó a verlos tan solo un momento antes de que se perdieran de vista.
La mayoría de la gente habría supuesto que el hombre era un joven escribiente o un abogado que había salido a pasear con su esposa, pero la viuda no se dejaba engañar tan fácilmente.
Para el resto del mundo, aquel día era el 17 de julio del año de nuestro Señor 1794, pero no en Francia. Durante los dos años anteriores, desde la proclamación de la República en otoño de 1792, Francia había utilizado un nuevo calendario. En este se prescindía de los dioses paganos que habían dado nombre a los meses del antiguo calendario romano en favor de denominaciones más descriptivas. Así, el invierno comprendía el mes de la nieve: nivôse. El otoño tenía brumaire, el mes de la niebla. La primavera contaba con los meses de la germinación y las flores: germinal y floréal. El verano ofrecía los meses de la cosecha y el calor: messidor y thermidor.
Así pues, en París aquel día era el 29 de messidor del año II.
La viuda de Le Sourd era una mujer huesuda de pelo negro. Su hija de diez años, Claudie, era pálida y delgada, de cabello lacio. Caminaba con una leve cojera desde que se rompió la pierna de niña, pero se desplazaba con asombrosa rapidez.
—Ven —dijo la madre—. Quiero ver adónde va esa gente.
Cuando llegaron a la esquina, la pareja se encontraba aún a menos de cien metros de distancia.
No cabía duda de lo que eran, pese a sus lastimosos disfraces.
Ella siempre detectaba a los aristócratas, por más que se esforzaran en disimular su identidad. Aquellas delicadas caras, jamás expuestas al sol ni a la lluvia, eran rostros de aristócratas que no habían trabajado ni un día en toda su vida. Ella los olía, a esos aristócratas que se consideraban seres superiores.
Eran personas despreciables, aunque también podían ser peligrosos.
Desde la toma de la Bastilla, las reacciones se habían sucedido de manera ineluctable. Estaba claro que los enemigos de la Revolución no iban a darse nunca por vencidos. Cuando lo llevaron a rastras desde Versalles a París, el rey prometió actuar como un monarca constitucional. ¿Y qué había hecho después? Había intentado huir con su mujer y formar un ejército en Austria para restablecer en Francia la misma caduca y podrida autocracia de siempre. Lo habían atrapado y ejecutado tal como se merecía, lo mismo que a su esposa, aquella austriaca. Pero eso no había sido suficiente, claro.
¿Acaso iban a tolerar las otras monarquías de Europa una República revolucionaria a su lado? Jamás. En ese mismo momento se preparaban para atacar. La Iglesia católica y los numerosos aristócratas en el exilio ponían todo su empeño en destruir el nuevo régimen. Los nobles que quedaban no paraban de conspirar a escondidas. El Terror descubría todos los días nuevos complots. Hasta los campesinos de ciertas zonas eran incapaces de darse cuenta de que la Revolución redundaba en su propio bien. En la Vendée, aquella extensa región de tendencia tradicionalista que se extendía hacia el sur desde el tramo inferior del Loira, el campesinado se había alzado en armas… y había llevado al territorio al borde de la guerra civil…, porque querían ver restablecida su iglesia medieval y se negaban a enrolarse en el ejército para defender el nuevo régimen. A muchos los habían aniquilado, pero mientras en la Vendée se sofocaban los ánimos, en Bretaña, Maine y Normandía habían estallado otras revueltas.
La Convención no era de fiar. Allí había elementos retrógrados y traidores que había que cortar de raíz.
Y es que si de algo no cabía dudar era de que, una vez en marcha la Revolución, no había vuelta atrás. Si no llevaban las cosas hasta sus últimas consecuencias, se perdería todo.
La viuda de Le Sourd tenía a veces la impresión de que las mujeres eran las auténticas custodias de la Revolución. En los primeros días, fueron ellas quienes encabezaron la marcha hasta Versalles. Las mujeres tenían un sentido más práctico. Los hombres pronunciaban floridos discursos, pero ellas hacían el trabajo. Su marido había muerto de enfermedad hacía tres años. Ahora era ella la cabeza de familia y estaba resuelta a hacer todo lo posible para que su hija, Claudie, y su hermano menor, Jean-Jacques, recibieran la herencia de libertad e igualdad que les correspondía por derecho.
Ella siempre mantenía alerta la mirada, para proteger la Revolución.
En ese momento había que averiguar quién era esa pareja de jóvenes aristócratas que iban disfrazados por las calles de París, por qué estaban allí y qué tramaban.
En la pequeña capilla de Saint-Gilles, el padre Pierre todavía temblaba. Había sido testigo de muchos sucesos terribles. ¿Quién no había presenciado ninguno, a lo largo de aquellos años impíos? La escena a la que había asistido ese día le había causado, con todo, una profunda conmoción.
Intentó rezar.
Él al menos tenía la suerte de disponer de una capilla donde poder orar, ya que la mayoría de las iglesias de París estaban cerradas. Algunas servían de establos. La magnífica catedral de Notre Dame había sido profanada de forma horrenda; la habían convertido en un «templo de la razón». Su pequeña capilla de la Rive Gauche era, sin embargo, tan insignificante que nadie se había tomado la molestia de intervenir.
Para entonces tampoco funcionaba como una casa del Señor, desde luego. Nadie tocaba las campanas. Bajo sus oscuros arcos no había ningún crucifijo. Hasta las pocas y valerosas personas que componían ahora su congregación acudían de manera discreta y clandestina, para rezar juntas a escondidas.
El sacerdote no estaba muy seguro de si aquella era una actividad legal. Cuando la Revolución promulgó sus terribles estatutos, por los que incautaba las propiedades de la Iglesia, prohibía los monasterios y cesaba toda clase de pagos a Roma, había realizado una concesión con respecto a los sacerdotes. Estos podían seguir residiendo en Francia si renunciaban a sus obligaciones para con el papa y se convertían en funcionarios asalariados del Estado. En caso de negarse, debían abandonar de inmediato Francia para no tener que afrontar la cárcel o, en el peor de los casos, la guillotina.
La mayoría del clero había rehusado la oferta, pero en París algunos habían aceptado sin entusiasmo, pensando que era mejor servir a su congregación en la medida en que lo permitían las circunstancias que dejarla por entero a su suerte.
El padre Pierre era uno de estos. No estaba muy orgulloso de su situación. No sabía siquiera si había tomado o no la decisión correcta.
Después de rezar un rato, se puso en pie. Notaba los miembros rígidos. Se estaba haciendo viejo. Era una persona sociable, aficionada a hablar con la gente, y le resultaba duro tener que pasar tanto tiempo solo. Se dirigió a la puerta que daba a la calle.
Hacía mucho tiempo que Étienne de Cygne y su esposa, Sophie, no se atrevían a salir. Normalmente no lo habrían hecho, pero era el cumpleaños de Sophie y hacía un tiempo espléndido. Ella había confesado que le encantaría ver el río y la noble silueta de Notre Dame.
Habían tomado grandes precauciones, eligiendo calles solitarias. Ninguno de los viandantes con quienes se habían cruzado había dado muestras de reparar en ellos. Cogidos de la mano, habían contemplado con fruición el viejo río y las torres góticas de la catedral.
Ahora regresaban con igual cautela. Su prudencia era justificada, porque habían perdido a su protector y ya no tenían a quién recurrir.
Étienne Jean-Marie Gascon Roland de Cygne tenía treinta años. Sophie, veinticinco. Estaban muy enamorados el uno del otro.
Étienne era rubio y delgado, tenía los ojos azules y una estatura superior a la media. En su cara de regulares facciones, lucía una expresión amable. Sin su esposa, su rostro se habría podido calificar de hermoso, pero, cuando estaban juntos, afloraba a él una fuerza interior que dejaba traslucir su determinación de defenderla a ultranza.
Su único motivo de pesar en los cinco años que llevaban casados era que, después de los dos abortos sufridos, Dios no les había concedido todavía un hijo. Aun así, aferrados a una profunda fe, no perdían la esperanza.
Además de creyentes, eran ilustrados.
Esa era la tendencia de su generación. Después del culto al placer y al lujo profesado por la antigua corte, muchos de sus amigos habían abrazado los ideales de la libertad y la razón. Las damas jóvenes habían empezado a decantarse por un tipo de vestido clásico, más simple, parecido al de las mujeres de la República de Roma. Los hombres hablaban de reforma. Los prestigiosos héroes como el marqués de La Fayette, que había ido con Washington en pos de la gloria durante la guerra de Independencia librada por los colonos norteamericanos, pregonaban las honestas virtudes naturales del Nuevo Mundo. Algunos abogaban por que Francia combinase lo mejor de la tradición con las nuevas ideas y sustituyese su decadente sistema autocrático por algo más moderno, como la monarquía constitucional británica.
Étienne, que había heredado la propiedad de su padre a los veinte años, consideraba que debía aprovechar su buena fortuna para contribuir a mejorar el mundo.
Sentía un gran cariño por el viejo castillo familiar y por la gente que vivía y trabajaba en la finca, que le correspondían con un afecto similar. Cuando fue a París y entró en contacto con el mundo de verdad, se dio cuenta de que rebosaba amor por toda la humanidad.
Lamentaba haber nacido demasiado tarde para poder participar en la aventura americana de La Fayette. Confiaba, no obstante, en que en Francia se iba a producir un transcendental avance para el ser humano en el que esperaba tener alguna modesta intervención.
Su joven esposa estaba totalmente de acuerdo con él en ese sentido. Sophie tenía la cara redondeada, mejillas sonrosadas, labios rojos, unos grandes ojos pardos y el cabello oscuro. Su padre había sido general y, pese a que nunca había hecho daño a nadie en toda su vida, cuando ella creía que algo era justo, se cuadraba y defendía su postura con una determinación de la que su padre se hubiera sentido orgulloso.
Para Sophie, la justicia era algo muy importante. No era lícito, declaraba, que su propia clase gozara de tantos privilegios, cuando el pueblo no tenía ninguno; ni que los pobres pasaran hambre en un país tan rico como Francia. Una de las primeras cosas que suscitaron el amor por su marido fue el deseo que este tenía de obrar bien. Su sueño era que un día el pueblo de Francia pudiera elegir representantes para un Parlamento que, presidido tal vez por un complaciente rey, asumiera el gobierno del país. Estaba casi segura de que los habitantes de la zona próxima al castillo familiar elegirían con gusto a su apuesto marido como representante, y probablemente no se equivocaba.
Así pues, no fue extraña la alegría con que, en 1789, los jóvenes De Cygne recibieron la noticia de la toma de la Bastilla y el estallido de la Revolución francesa.
Por entonces pasaban los meses de verano en el castillo, pero Étienne decidió trasladarse de inmediato a París, pasando por Versalles, para tratar de averiguar cuál era la situación.
—Nada está decidido todavía —informó a su regreso a Sophie—. La Fayette y sus amigos creen que habrá una monarquía constitucional.
—¿Y el rey y la reina?
Étienne se encogió de hombros. Pese a que la mayoría de los escándalos de la corte de los últimos años habían sido puras invenciones que no perseguían más que sembrar cizaña, él no tenía un elevado concepto de Luis XVI y de María Antonieta.
—Ellos no tienen malas intenciones —reconocía—, pero no creo que sepan lo que conviene hacer.
Tanto Sophie como Étienne consideraron que debían regresar a París sin tardanza.
—Así no nos perderemos nada —adujo Sophie con entusiasmo.
Qué ingenuos habían sido, pensaba en ese momento Étienne. Muchos nobles habían huido desde el primer momento del país. Étienne conocía a muchos a quienes les habían confiscado las propiedades y condenado a muerte in absentia. Él y Sophie, en cambio, creían en los ideales de la Revolución y confiaban en que pudiera dar lugar a una nueva forma viable de Gobierno.
La transición hacia una monarquía limitada o una República habría sido tal vez posible, pero ahora le parecía que ninguno de los partidos de Francia estaban listos para eso. Quizá la misma Europa no estaba preparada para aquel tipo de cambios.
Así pues, se habían quedado en París, donde habían vivido cinco años de sufrimiento. Cinco años de confusión, de Gobiernos fallidos, de intrigas, de invasión de otros monarcas de Europa, de la ejecución del rey y la reina e incluso de sublevaciones de ciertas partes de la Francia rural. Y ahora, bajo el influjo del miedo generado por todos aquellos enemigos que acechaban tanto dentro como fuera de Francia, la Convención había aprobado una temible purga. Aquella suerte de caza de brujas denominada el Terror.
La había concebido el ala radical de los jacobinos, bajo la inspiración de su guía, Robespierre. Habían jurado destruir una categoría de personas, que al final resultó ser muy amplia.
Los enemigos de la Revolución podían ser personas muy diversas. Los aristócratas eran los primeros sospechosos, desde luego. Luego venían sus sirvientes. Luego los comerciantes, los campesinos, los católicos concienzudos, los miembros de la facción liberal de los girondinos, que habían mostrado su oposición a los jacobinos radicales en la Convención… También podían resultar sospechosos incluso los otros jacobinos, que habían quedado al margen de la camarilla de Robespierre.
Nadie estaba a salvo. Las acusaciones podían recaer sobre cualquiera. Y si el tribunal consideraba culpable a la persona, lo ejecutaban en la guillotina casi al instante.
Mes tras mes, las guillotinas instaladas en diversos puntos de la ciudad se aplicaban en una incesante carnicería que no tenía pinta de parar. Parecía como si Robespierre y sus partidarios estuvieran decididos a purgar Francia de todo enemigo y de todo error.
¿Qué posibilidades tenía, pues, en aquel contexto un joven aristócrata que había creído en la justicia, la bondad y las soluciones negociadas? Probablemente ninguna.
A aquellas alturas habría sido prácticamente imposible escapar. Todas las puertas estaban vigiladas. Si los sorprendían intentando huir, la ejecución sería inmediata.
El otoño anterior, Étienne y Sophie temían que los encarcelaran de un momento a otro. Seguramente habría sucedido así si no hubieran recibido la ayuda de un sensato amigo que les enseñó la manera de sobrevivir.
Qué inocentes que eran, incluso en ese aspecto. Pese a los horrores que de ella emanaban, Étienne todavía suponía que, de algún modo, la nueva República sería distinta de los Gobiernos del Antiguo Régimen que la habían precedido.
El doctor Blanchard, en cambio, estaba más familiarizado con la realidad. Él les mostró cómo podían mantenerse con vida.
Blanchard era un individuo robusto y amable. Su éxito se basaba tanto en su eficacia como médico como en la confianza que inspiraba en sus pacientes. A lo largo de la década en que había ejercido de médico de la familia, se había convertido en un gran amigo y consejero.
—Necesitáis un protector —dictaminó—. Y yo conozco justo la persona para eso. También es paciente mío. Lo conozco bastante bien. ¿Queréis que le hable del asunto?
Se trataba ni más ni menos que de Danton, el gigante. Danton el jacobino, el héroe de los sansculottes de las calles. Danton, cuya estentórea voz arrollaba en la Convención. Danton, que había fundado el Comité de Seguridad Pública.
—¿De verdad nos ayudaría? —preguntó Étienne con asombro.
—Sí, probablemente. A cambio de cierta suma.
—¿Danton el jacobino acepta sobornos?
—Su lealtad a la Revolución es absoluta, os lo aseguro —afirmó Blanchard—, pero tiene grandes apetitos y poca disciplina. El pobre siempre está endeudado.
—¿Y qué hay que hacer? —preguntó Étienne.
—Yo le diré que sois unas buenas personas y que no representáis una amenaza para nadie. No tenéis intención de amenazar a nadie, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Os concederá su protección. Hará correr la voz de que no hay que importunaros, y con eso bastará. Entonces vosotros le ofrecéis un presente, que sea de cierta cuantía. Yo os orientaré, si queréis.
—Aceptaré con gusto vuestro consejo.
Danton había recibido su dinero, y durante el otoño y el invierno anteriores, Étienne y Sophie de Cygne no habían sufrido ningún acoso.
Después, en marzo, llegó la noticia. Fue una mazazo.
La caída del poderoso Danton fue espectacular y repentina. Se había peleado con Robespierre. De pronto, lo acusaron de ser un enemigo de la Revolución. Se proclamó que su gestión de las finanzas era caótica y que había aceptado sobornos, lo cual era probablemente cierto. Era un hombre popular y se defendió con brío, pero Robespierre aplicó una estrategia mejor. Blanchard acudió a casa de Étienne para prevenirlo.
—Están llevando a Danton a la guillotina. Habéis perdido la protección.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó él, horrorizado.
—No dejaros ver. Es posible que ni siquiera se acuerden de vosotros. Sobre todo, manteneos alejados de cualquier persona que pudiera causaros complicaciones. Tened en cuenta que están al acecho de posibles conspiraciones.
A partir de entonces, Étienne y Sophie habían vivido casi como eremitas. Apenas salían de casa. Les gustaba ir a ver al padre Pierre a la capilla de Saint-Gilles, pero habían interrumpido incluso esas visitas. Aparte del ama de llaves y unos pocos criados de toda la vida, no veían a nadie más. A todos los efectos, durante los cuatro meses anteriores, Étienne y Sophie de Cygne habían desaparecido del mapa.
Llegaron a un cruce de calles. Su intención era seguir adelante, pero los atrajo la pequeña multitud que se había concentrado delante de una casa. Parecía como si estuvieran denunciando a alguien. Se desviaron por otra calle. Al cabo de una docena de metros, cayeron en la cuenta de que iban a pasar justo delante de la capilla del anciano padre Pierre.
En cualquier caso, no habían previsto encontrarse con el sacerdote en la puerta. Al verlos, este insistió en hacerlos pasar. Después de mirar a un lado y a otro, lo siguieron hacia el interior. Habría sido descortés negarse.
La viuda de Le Sourd observaba desde la esquina de aquella calle solitaria. No creía que la joven pareja hubiera reparado en ella cuando lanzaron una furtiva mirada hacia atrás.
Un sacerdote. Quizá no significaba nada, aunque también podía implicar que estaba en marcha una conspiración.
—Entra en esa capilla de ahí —le indicó a Claudie—. Haz como si rezases. Procura oír lo que dicen el cura y esas personas. ¿Sabrás hacerlo?
Claudie asintió. A la niña se le daban bien ese tipo de cosas.
El padre Pierre se llevó una gran alegría al ver al matrimonio De Cygne, porque no sabía qué había sido de ellos. De todos los leales católicos que acudían a su pequeña capilla, ellos eran sus preferidos.
Había ido a su casa un par de meses atrás, y el ama de llaves le había dicho que estaban en el campo.
—Qué contento estoy de veros —exclamó—. Incluso a pesar de los terribles acontecimientos que se producen a nuestro alrededor. ¿Os habéis enterado de lo que ha pasado con las carmelitas hoy?
Ellos respondieron que no. Cuando se disponía a informarlos del suceso, entró una niña flaca. Con una perceptible cojera, fue hasta un banco cercano y, después de sentarse, pareció que se ponía a rezar.
El padre Pierre la miró. Debía de ser inofensiva, pero en aquel mundo atroz en que vivían entonces, había que ser prudente.
—¿Estás bien, hija? —le preguntó, acercándose.
—Sí, padre. Pasaba por aquí y he entrado a rezar.
—Ah. —El sacerdote sonrió—. Esta es la casa del Señor. ¿Rezas a menudo?
—Cada día. Rezo para que se me mejore la pierna.
—¿Y qué te ha hecho entrar en esta capilla?
—No sabría decirlo.
—¿Sabías que esta capilla está consagrada a Saint-Gilles? —Viendo que no respondía, prosiguió—: Saint-Gilles, hija mía, es el santo patrono de los tullidos. Has elegido bien el sitio adonde venir a rezar.
Regresó junto a los De Cygne, con quienes se desplazó un poco más lejos.
—¿Habéis oído? —murmuró—. La niña pasaba por aquí y no sabía que esta es la capilla de Saint-Gilles ni que él es el patrono de los tullidos. Fijaos, incluso en tiempos como estos, se manifiesta la providencia de Dios. Quizás el propio santo llamó a esta niña para que acudiera a su iglesia. Ay, señores míos —exclamó, cambiando de tema—, es terrible la noticia que debo daros.
Claudie escuchaba con atención. El sacerdote estaba muy afectado. Aquel día habían ejecutado a dieciséis monjas de un convento carmelita, cerca del Faubourg Saint-Antoine. Se habían negado a acatar la Ley del Clero, proclamando que antes preferían sufrir martirio por la fe.
—Han ido a la guillotina entonando cánticos —explicó el anciano sacerdote—. Las han martirizado a todas.
—Sí, ha sido un martirio —comentó él.
La joven dama se mostró de acuerdo y ambos dijeron que era una vergüenza, un acto inútil e injusto.
Después animaron al sacerdote a acompañarlos para pasar un rato con ellos en su casa. La dama dijo que el anciano necesitaba una bebida caliente.
—Con un chorrito de coñac —precisó el joven.
Claudie volvió con su madre y le contó todo lo que había oído.
—Síguelos, Claudie —le ordenó su madre—. Yo iré un poco más atrás. Tenemos que descubrir dónde viven.
No fue difícil seguirles los pasos, ya que el viejo sacerdote caminaba bastante despacio. La casa donde entraron era una mansión con un patio delante, situada en el barrio de Saint-Germain, un típico palacio aristocrático, según dictaminó su madre.
Después, bastaron unas cuantas pesquisas en la calle para averiguar quién vivía allí. Un tabernero dijo que la familia tenía un castillo en el valle del Loira.
—Interesante —dijo la viuda de Le Sourd—. Ahora vuelve a casa —le indicó a Claudie—. Yo iré dentro de un rato.
La viuda de Le Sourd echó a andar con paso rápido. No tuvo que caminar mucho. Solo fue cuestión de volver a cruzar el Pont Neuf y, una vez en la Rive Droite, seguir en dirección norte hasta la calle Saint-Honoré, donde vivía el hombre a quien buscaba.
La casa adonde se dirigía pertenecía al señor Duplay, el ebanista. Sin embargo, no era al señor Duplay a quien quería ver la viuda, sino a su inquilino. Tal como preveía, estaba en casa.
Aun sin ser muy espaciosa, la habitación era agradable. Había paneles pintados en las paredes y una pequeña lámpara de araña. El hombre estaba sentado, muy erguido, frente a una mesa. Ella había oído decir que llevaba tres semanas sin ir a la Convención. Algunos se preguntaban si no estaría enfermo. Otros creían que preparaba un importante discurso. A juzgar por su saludable aspecto, se decantó por la segunda posibilidad. Pese a que se habían visto solo unas pocas veces, estaba claro que se acordaba de ella y la tenía por una persona leal a la causa.
—¿En qué puedo serviros, ciudadana? —inquirió.
Alguna gente decía que era feo, pero la viuda de Le Sourd no estaba de acuerdo. Su amplia frente era atributo de una refinada inteligencia; tenía la mandíbula algo prominente, pero ella lo interpretaba como un signo de su tenacidad.
Aunque era bajo, se mantenía tieso como una vara. Le gustaba su porte. A decir verdad, albergaba un secreto deseo de estrecharlo entre sus brazos y llevárselo a casa.
Su rasgo principal, tal como sabía toda Francia, era su integridad. Era incorruptible, puro e inflexible. Pese a que otras personas como Danton causaban más impresión, eran más lucidas y más populares, la solitaria figura de Robespierre era superior.
En pocas palabras, le habló del anciano sacerdote y de los De Cygne. Por lo que habían dicho delante de Claudie, resultaba evidente que eran enemigos de la Revolución.
—Lo que me extraña es que todavía no los hayan detenido —comentó.
—Ya había oído antes ese apellido, De Cygne, ciudadana —contestó Robespierre—. Creo que Danton respondía por ellos. Quizá le pagaron algo.
Se quedó pensativo un momento. ¿Sería posible, pensó la mujer, que lo que le había contado no fuera prueba suficiente para él?
—Hay algo más —añadió—. También le ha dicho al cura que había alentado a los campesinos de su propiedad a sumarse a las insurrecciones de la Vendée. Sus tierras quedan cerca de allí, como tal vez sepáis.
Era mentira. Sin embargo, no se sentía culpable. Aquellos De Cygne debían morir, estaba convencida de ello. La mentira era tan solo el vehículo…, como proporcionar un carro que condujera a alguien a su punto de destino.
Al contarla, no hacía más que cumplir su deber como guardiana de la Revolución.
—Ah. —Robespierre clavó la mirada en sus ojos. ¿Sabría que mentía? Quizá sí. Después de asentir despacio con la cabeza, prosiguió—: ¿Sabéis, ciudadana? —dijo con su voz aguda—, cuando tuvo lugar el gran debate sobre la conveniencia de la ejecución del rey, yo destaqué ante la Asamblea un hecho de gran importancia. No estábamos allí para juzgar al rey, dije. No habíamos ido a decidir si era culpable de esto o de aquello. Nos habíamos reunido para defender una causa de mayor envergadura, la de la Revolución. A aquellas alturas había quedado muy claro que, mientras el rey viviera, la Revolución correría peligro, amenazada por fuerzas de dentro de Francia y del exterior. Por ello, era una cuestión de simple lógica que el rey debía morir. No había nada más que discutir.
—Tenías toda la razón, ciudadano Robespierre —le elogió la mujer.
—El caso de ahora es parecido. La Revolución está en peligro, y en tanto no se haya eliminado a esos nobles, persistirá el peligro. Es posible que, por sí solos, los De Cygne no sean importantes, pero su existencia constituye una amenaza. Esa es la cuestión esencial. —Cogió una hoja de papel—. ¿Me haréis el favor, ciudadana, de llevar esta nota al Comité de Seguridad Pública?
—Ahora mismo, ciudadano —aceptó ella con orgullo.
Después de irse el padre Pierre, el joven Étienne de Cygne se puso a caminar de un lado a otro con agitación. Su esposa, que se había puesto a coser, no lo interrumpió.
La mansión de los De Cygne estaba muy tranquila por aquel entonces. Étienne y Sophie utilizaban el gran salón durante los meses de verano, cuando no había que caldearlo. En invierno, hacían vida en una sala de estar más pequeña. La mayoría de las otras estancias tenían el mobiliario cubierto con fundas, para que el ama de llaves y los pocos criados pudieran mantener en funcionamiento la residencia.
—Ha sido estupendo salir a pasear contigo hoy —dijo él de repente.
—Yo también estoy contenta de haber salido —repuso ella.
—Es difícil permanecer encerrado —comentó Étienne.
—Bueno, tenemos nuestras ocupaciones —le recordó ella.
Si no hubieran estado tan enamorados todavía, aquella proximidad constante, sin apenas actividad, podría haber resultado hasta molesta. Por suerte, en los primeros tiempos de la Revolución, cuando se redujo su vida social, habían encontrado unos proyectos para mantenerse ocupados. En aquel periodo de reclusión les habían resultado muy útiles.
Sophie y el ama de llaves habían hecho el inventario de toda la ropa blanca y encaje de la casa, para remendarla y bordarla. Tal como aseguró a su marido, aquella tarea podía prolongarse seguramente de manera indefinida. Durante dos horas al día, practicaba con el piano; así logró un dominio del instrumento como jamás había soñado alcanzar.
Étienne, por su parte, resolvió ocuparse del mobiliario. Para ello acudió a un restaurador de la zona que le enseñó a limpiar y encerar las magníficas mesas y sillones del reinado del Rey Sol. Una vez que hubo dominado aquella técnica, decidió probar con el trabajo de carpintería. Pese a su torpeza inicial, para entonces era capaz de hacer una mesa de cocina o una silla dignas de encomio, y había descubierto con asombro el sentimiento de satisfacción y de paz que le procuraba aquel simple trabajo artesanal.
—Soy capaz de hacer cosas con las manos —le comentaba riendo a Sophie—. Ya no soy un aristócrata.
Durante las largas veladas de verano, se sentaban juntos y se leían textos el uno al otro, mientras el sol poniente incidía en la madera pulida de las viejas sillas y las mesas del salón, que despedían un tenue resplandor a la manera de ancestrales amigos.
Sin embargo, esa noche, una idea perturbaba la tranquilidad de Étienne.
—¿Sabes?, a veces me pregunto si no cometí un error. Quizá debimos irnos al castillo hace mucho, en lugar de quedarnos en París. Allí al menos habríamos podido pasear por el parque.
—No creo que cometiéramos un error. A mí me parece que estamos más seguros aquí, Étienne —opinó Sophie.
—¿Por qué?
—El castillo está demasiado cerca de la Vendée. Por ahora parece que se han sofocado casi del todo las rebeliones en la zona, pero podrían empezar de nuevo. ¿Y si los combates llegaran hasta el castillo? Creo que la gente del lugar se sumaría a la sublevación. Ellos le tienen apego a su religión y no nos odian. Entonces tendríamos que oponernos a nuestros propios trabajadores y aparceros, o bien ser considerados como unos traidores a la Revolución.
—Es verdad. De todas formas…
—Aquí podemos mantenernos discretamente, sin hacer ruido.
—Siento que estamos muy solos.
—Al menos nos tenemos el uno al otro —señaló con dulzura Sophie.
Pasaron aquella velada tranquilos, sentados el uno junto al otro. Sin embargo, antes de que se pusiera el sol, en el momento en que la sala se inundó de una cálida luz rojiza, Étienne rodeó con el brazo a su esposa y enseguida se fundieron en un estrecho abrazo, que solo interrumpieron el tiempo justo para llegar a su dormitorio, donde dieron rienda suelta a su pasión.
Los golpes que sonaron en la puerta de la calle poco después del amanecer los tomaron completamente desprevenidos.
El doctor Émile Blanchard cabalgaba por el borde de la gran plaza despejada, en cuyo centro se alzaba la guillotina. La plaza du Trône era uno de los diversos lugares donde habían dispuesto las guillotinas. Para ser precisos, a la plaza le habían alterado el nombre y, desde la Revolución, se llamaba la plaza du Trône-Renversé, del trono derribado. La implacable hoja de su guillotina, que había devorado a dieciséis carmelitas el día anterior, venía segando treinta y hasta cincuenta cabezas por día desde hacía semanas.
Ante Blanchard se abría la sombría perspectiva de la calle del Faubourg-Saint-Antoine, como un largo surco de piedra que se prolongaba desde aquel barrio pobre del oeste hacia el distante Louvre.
Blanchard espoleó el caballo. No había tiempo que perder. Lo malo era que quizá ya fuera demasiado tarde.
Émile Blanchard era un hombre ambicioso. En el primer periodo del reinado de Luis XV, cuando este tuvo la mala fortuna de dejar los asuntos financieros en manos de un astuto escocés llamado John Law, el país padeció una bancarrota económica casi tan terrible como la denominada South Sea Bubble, que afectó a Inglaterra. El abuelo de Émile había perdido la modesta fortuna de la familia, y su padre se había instalado como librero en la orilla del Sena. La fuerza de su ideología liberal no había hecho más que crecer a medida que menguaba su caudal. Émile, por su parte, resuelto a labrarse un porvenir más estable, había estudiado Medicina.
Había prosperado mucho desde sus humildes comienzos. Para entonces tenía numerosos pacientes ricos como los De Cygne, que le pagaban cuantiosos honorarios.
El anciano al que había visitado aquella mañana no podía permitirse ni de lejos tales tarifas, pero Émile estaba orgulloso de no haber dejado nunca un paciente a su suerte por el hecho de que fuera pobre. Justo cuando acaba de examinarlo, su hijo había llegado con el mensaje.
—Han detenido a los De Cygne. Su ama de llaves ha venido a casa preguntando por ti.
—¿Adónde los han llevado?
Había muchas cárceles en las que encerraban a los enemigos de la Revolución.
—A la Conciergerie.
—¿La Conciergerie?
Aquello sí era grave. Por eso el médico espoleaba su montura.
Tenía un cariño especial por aquel joven matrimonio. Para sus adentros, los llamaba «tortolitos». Consciente de lo mucho que deseaban formar una familia, había asistido con pesar al par de abortos que Sophie había sufrido.
—He visto a muchas parejas que han padecido estas mismas contrariedades y que han acabado teniendo una numerosa y robusta progenie —les aseguró en más de una ocasión.
El problema que se planteaba ahora era de otra índole. Dudaba mucho que pudiera salvarles la vida. Aun así, mientras cabalgaba, seguía cavilando qué podía hacer.
Ante sí se alzaban los restos de la antigua Bastilla. Blanchard acudió a las inmediaciones de la plaza, aquel famoso día en que la multitud irrumpió en ella. Habían ido allí porque, después de aprovisionarse de armas en Los Inválidos, necesitaban la pólvora almacenada en la fortaleza, aunque más tarde todo el mundo empezó a afirmar que el objetivo había sido liberar a unos viejos presos, falsificadores en su mayoría.
Si hubieran tomado el edificio unas semanas antes, pensó con ironía al pasar por delante, podrían haber liberado al marqués de Sade.
Siguiendo hacia el oeste, llegó hasta el ayuntamiento, el Hôtel de Ville. Más allá, se hallaba el Louvre.
Allí había pasado magníficas veladas, durante la interesante década anterior a la caída del viejo régimen, justo al norte del Louvre, para ser precisos, en los acogedores jardines del Palais-Royal.
El duque de Orleans, primo del rey y abanderado de la ideología liberal que residía allí, había convertido sus enormes patios rodeados de columnatas en una especie de campamento abierto a todos cuantos creían en la Ilustración y la Reforma. Todo el mundo lo designada con el apodo de Philippe Égalité, algunos en son de burla y otros con admiración.
No se sabía muy bien cuál era el propósito real del duque de Orleans. Algunos pensaban que deseaba el advenimiento de la República; otros que quería el trono para sí. En los bares y tabernas que abrigaban sus galerías, se podía hablar de todo. La protección que proporcionaba su rango había permitido la publicación de obras revolucionarias en las imprentas que había instaladas allí. Entre patio de recreo y universidad, el Palais-Royal había sido el amable semillero de las ideas de la Revolución.
De poco le había servido al duque de Orleans su actitud. Unos años después, reunidos en la gran sala ubicada a tan solo unos metros de distancia, los revolucionarios lo habían mandado a la guillotina, igual que a su primo el rey.
Él tenía la suerte de ser médico, se dijo Blanchard. De tendencia republicana moderada, se habría conformado con una monarquía constitucional si la situación se hubiera presentado así. En todo caso, de haber sido representante en la Asamblea, o en la Convención que sucedió a esta, jamás se habría alineado en el bando de los monárquicos, que eran unos continuistas. Tenía más afinidad con los girondinos, que constituían la mayoría de los republicanos liberales. De lo que sí estaba seguro era de que no habría hecho buenas migas con los jacobinos. Con tal postura, a medida que se radicalizaba la Revolución, él mismo habría acabado condenado a la guillotina por los jacobinos, que habían acabado acaparando el poder con su intimidatoria política. Ahora, se estaban ejecutando incluso entre sí.
La política era un terreno peligroso y resbaladizo. Ni el propio La Fayette había sido capaz de capear el temporal. Tras, al principio, ser considerado un héroe de la Revolución y asumir funciones de comandante militar, sus desavenencias con los jacobinos lo habían obligado a huir de Francia.
No, Blanchard no creía que hubiera sobrevivido en el medio político.
Como médico, en cambio, si era discreto, podía mantenerse al margen de las pugnas. Había tratado a Danton y a otros destacados personajes, que al parecer le tenían aprecio.
Mientras se dirigía al río para cruzar hasta la isla de la Cité, se dio cuenta de que aquello podía proporcionarle una posibilidad de salvar a sus jóvenes amigos.
Bueno, posiblemente no a los dos. A uno de ellos, tal vez.
Aquello requeriría, no obstante, una gran sangre fría.
Sophie no creía que hubiera en todo París un edificio más espantoso que la austera y vieja cárcel de la Conciergerie. Aunque estaba al lado de la hermosa Sainte-Chapelle, no tenía el menor atractivo. Sus macizas torres y sus recios muros albergaban las salas de espera y las mazmorras adonde llevaban a los prisioneros antes del juicio y la ejecución. Cualquier día de la semana, en las distintas dependencias de la Conciergerie, podía haber alojados a más de mil presos. Muy pocos albergaban alguna esperanza de salir con vida de aquel trance.
Sophie sabía que iba a morir.
El juicio, si acaso se podía llamar juicio a aquello, había durado apenas unos minutos. Los habían trasladado desde las adustas salas de la Conciergerie al edificio gótico de al lado. En el antiguo Palacio de Justicia habían destinado dos desnudas salas a la celebración de juicios especiales. Las vistas eran, desde luego, muy especiales.
Sophie había pensado que tal vez los harían comparecer juntos, pero no fue así. Étienne entró primero. Una vez se cerró la pesada puerta, no pudo oír nada de lo que se dijo allí dentro. Tras un prolongado y siniestro silencio, salió blanco como el papel. Procurando sonreír, se acercó para darle un beso, pero los guardias se lo impidieron. Entonces la hicieron entrar a empellones en la sala. Luego solo oyó el golpe de la puerta que se cerraba tras de sí.
La llevaron hasta una barandilla de madera, sobre la que pudo reposar las manos. Le indicaron que debía permanecer de pie detrás de ella. Enfrente había varios hombres sentados ante una mesa. En el centro vio a un hombrecillo de rostro enjuto y mirada acerada, con cara de rata. Los que se encontraban al lado debían de ser jueces, se dijo. En el fondo había un individuo alto y delgado, vestido de negro, con expresión aburrida. En otra mesa había sentados varios hombres más, que supuso que debían de ser los miembros del jurado. A un lado de la sala había una hilera de sillas, una de las cuales estaba ocupada por una mujer grande y fea de pelo negro, a quien no había visto nunca.
El hombrecillo del centro de la mesa, que parecía el juez principal, tomó la palabra.
—Ciudadana Sophie Constance Madeleine de Cygne, de acuerdo con la Ley de Sospechosos, se os acusa de traición, como enemiga del pueblo y de la Revolución. ¿Cómo os declaráis?
—Inocente —respondió Sophie con voz clara.
Entonces le llegó el turno de hablar al individuo alto. Sin tomarse la molestia de ponerse de pie, le preguntó si había estado en compañía del sacerdote llamado padre Pierre el día antes.
—Sí —confirmó, preguntándose adónde querrían ir a parar con aquello.
—Hagan pasar a la testigo —ordenó.
La alta mujer de pelo negro se levantó desde el otro lado de la sala y se situó delante de la mesa del juez.
Una vez que el fiscal dejó sentado que la viuda de Le Sourd era una ciudadana íntegra, esta expuso su versión de los hechos. Sophie escuchó horrorizada como sus inofensivas expresiones de espanto por la muerte de las carmelitas quedaban transformadas en un ataque a la Revolución. Luego su asombro fue en aumento cuando oyó que ella y su marido habían animado a sus obreros y aparceros a sumarse a las sublevaciones de la Vendée.
—¿Vuestra hija se encontraba en la capilla con ellos cuando oyó estas palabras? —inquirió el fiscal.
—Sí. Ella tiene una gran memoria y me lo contó enseguida.
—Pero eso es absurdo —protestó Sophie—. Llamen al padre Pierre y él mismo les confirmará que yo no dije tal cosa.
—La presa debe guardar silencio —indicó el juez.
—¿No me puedo defender?
—De acuerdo con la ley del 22 de Prairial, promulgada con la Convención este año, quienes comparecen a juicio no tienen derecho a recibir ninguna asistencia para su defensa —declaró el juez—. ¿Cómo la consideráis? —consultó al jurado.
—Culpable —contestaron todos sus miembros con unanimidad.
—Ciudadana Sophie de Cygne, queda sentenciada a morir en la guillotina —anunció el juez—. La sentencia se puede ejecutar sin dilación.
Y así concluyó el juicio.
Llevaba cuatro horas encerrada en una celda con Étienne y otros cuatro desventurados más cuando apareció el doctor Blanchard. Una vez que el guardia lo hubo dejado entrar, Blanchard abrazó de manera efusiva a los De Cygne, aunque con expresión grave. Ya estaba al corriente de la sentencia. Les dijo que un sacerdote iba a visitar la cárcel y que podía tomar disposiciones para que acudiera a su celda, si así lo deseaban.
Después llevó a Étienne aparte y, durante unos instantes, habló en susurros con él. Sophie, que no alcanzó a oír lo que decían, vio que Étienne asentía con la cabeza. Luego el doctor Blanchard le dijo que había otra celda vacía cerca, en la que quería verla a solas; tras llamar al guardia para que abriera la puerta, le hizo señas para que lo acompañara. Como Étienne le dijo que fuera con él, aunque desconcertada, obedeció.
Después el médico le dijo que quería examinarla.
La partida no estaba ganada. Tendría que mostrarse persuasivo y no era seguro que el tribunal quisiera escucharlo, pero había recientes ejemplos de casos en los que se había cancelado o postergado la ejecución de mujeres embarazadas. Incluso un aplazamiento de sentencia sería bienvenido, porque supondría al menos otra posibilidad de salvarle la vida.
Después de volver a acompañar a Sophie a su celda, Blanchard salió a toda prisa de la Conciergerie para dirigirse al Palacio de Justicia. Allí tuvo que aguardar una hora antes de que el tribunal accediera a verlo.
Sabía que ante ellos debía adoptar un tono respetuoso, pero imbuido de la firmeza de un profesional.
—Debo informaros sin demora de que la mujer De Cygne está embarazada —dijo al juez.
—¿Cómo lo sabéis?
—Acabo de examinarla.
—Parece sospechoso.
—Yo no lo considero así, tratándose de una joven mujer casada.
—En esos casos, doctor, solemos enviar a las mujeres a nuestro asilo de ancianos, para que las examinen las enfermeras.
—Como queráis. Con todo, me disculparéis si os digo que mi diagnóstico será seguramente más correcto que el de alguna vieja comadrona, porque yo he hecho de este campo mi terreno particular de estudio.
—Mmm.
Mientras el juez ponderaba su decisión, Blanchard oyó que la puerta se abría tras él y vio como el magistrado ponía una expresión alerta, antes de inclinar la cabeza. Luego una atiplada voz quebró el silencio.
—Os he enviado dos aristócratas, apellidados De Cygne.
—Ya nos hemos ocupado de ellos, ciudadano —respondió el juez.
Al volverse, Blanchard reconoció la cara de Maximilien Robespierre.
Qué figura más enigmática y extraña, pensó el doctor. La mayoría de la gente lo temía, y no sin razón. Él, como médico, consideraba a aquel incorruptible jacobino un interesante caso de estudio.
La mayoría de los jacobinos eran ateos. Lo único que adoraban, en ciertos casos, era la razón. Cuando los impelía alguna emoción, en la balanza pesaba probablemente tanto el odio por el Antiguo Régimen como el amor por la libertad. Robespierre era una personalidad aparte. Él creía en Dios. No en el antiguo Dios de la Iglesia, por supuesto, sino en un nuevo dios ilustrado, que había inventado él, un ser supremo cuyo vehículo era la Revolución y cuya expresión iba a ser el nuevo mundo de hombres libres y razonables.
En ese sentido, tenía una actitud bastante tolerante. Hacía poco, había organizado en la gran explanada del Campo de Marte, al sur del río, una gran fiesta consagrada al Ser Supremo a la que habían asistido miles de personas. Pese a que algunos lo encontraron pretencioso, ridículo incluso, Robespierre pronunció un largo y grandilocuente discurso en el que quedó claro que aquel extraordinario jacobino no era solo un soldado de la Revolución, sino también un sumo sacerdote, un visionario.
Quizás en eso radicaba su fuerza. Quizá fuera eso lo que lo volvía tan inflexible y despiadado. El siervo de un ser supremo no teme causar daño a los mortales.
Él, no obstante, seguía siendo mortal y a veces podía mostrarse celoso e incluso mezquino.
—Hay un problema, ciudadano —precisó el juez.
—¿Cuál?
—Este médico dice que la mujer está embarazada.
Maximilien Robespierre miró con calma y expresión imperturbable a Émile Blanchard.
—¿Nos conocemos de algo? —preguntó por fin.
—En una ocasión os examiné, a petición de vuestro doctor, Souberbielle, que se hallaba indispuesto.
—Me acuerdo de vos. Souberbielle os tenía en gran consideración.
Blanchard inclinó la cabeza.
—¿Decís que está embarazada?
—En efecto.
Robespierre siguió observándolo.
—¿Fue paciente vuestro Danton?
—Sí, durante un tiempo.
La pregunta era peligrosa, pero habría sido un desatino exponerse a decir una mentira. Robespierre pareció darse por satisfecho con la respuesta.
—¿Hay sitio en la cárcel del Temple? —le preguntó al juez. Cuando este asintió, continuó—: De Cygne ha sido sentenciado a muerte, así que más vale proceder con la ejecución. Creo que su esposa debería ir al Temple…, por ahora.
Blanchard vio que el juez anotaba algo.
Robespierre se volvió para marcharse, pero entonces pareció acordarse de algo.
—Ciudadano Blanchard, habéis afirmado estar seguro de que esa mujer está embarazada. Muy bien, dentro de poco, veremos. —Se detuvo y levantó la mano a modo de advertencia—. Si al final resultara que habéis mentido, que habéis realizado esta afirmación para perturbar el curso de la justicia, seréis vos mismo quien rinda cuentas ante el tribunal. Yo mismo me encargaré de ello.
A continuación dio media vuelta y abandonó la sala sin añadir nada más.
Al cabo de un rato, esa misma tarde, el doctor Émile Blanchard se encontraba en el gran espacio que se abría entre los jardines de las Tullerías y la gran avenida de los Campos Elíseos, antes llamado plaza Luis XV y entonces plaza de la Revolución, en cuyo centro se alzaba la guillotina.
Conocía el itinerario que seguían los carros que trasladaban a los condenados. Desde la Conciergerie, cruzaban el río y luego continuaban por un circuito de calles. Así se les exponía a las miradas, las maldiciones o las burlas de la multitud. El carro donde iba Étienne de Cygne era el último del día. Blanchard alcanzó a ver a su joven amigo en el momento en que entraba en la plaza.
La muchedumbre hizo poco ruido cuando llegó el carro, seguramente porque no reconoció a sus ocupantes. Tal vez se empezaban a cansar de aquel incesante derramamiento de sangre que se representaba ante ellos cada día. Fuera como fuese, Étienne entró en la plaza de la Revolución sin sufrir ninguna indignidad en especial. Muy pálido, había fijado la mirada en la guillotina que se elevaba encima del patíbulo.
Era irónico, pensó Blanchard, que aquella célebre y mortal máquina la hubiera inventado un médico —el buen doctor Guillotin— con la intención de humanizar la ejecución de los criminales, puesto que, al caer la hoja, la muerte era instantánea y limpia. Por eso, muchos habían puesto reparos a su uso actual, aduciendo que los enemigos de la Revolución debían sufrir más, que había que despedazarlos como a traidores, a la antigua usanza, a fin de procurar mayor placer a los virtuosos espectadores.
Mientras miraba, Blanchard cayó en la cuenta con un escalofrío de que, dentro de uno o dos meses, de tres a lo sumo, sería él quien debería cumplir esa misma sentencia.
Robespierre había percibido su estrategia. En su deseo de salvar una vida, había diagnosticado un embarazo inexistente. La misma Sophie había querido rehusar aquel subterfugio.
—Moriré contigo —le dijo a Étienne.
Este no quiso ni oír hablar de ello e insistió en que debía aceptar al menos la posibilidad que le proporcionaba Blanchard.
—De lo contrario, harás más insoportable mi muerte —había asegurado.
Ahora viviría una temporada más, en la cárcel. Después la verdad se haría evidente y la ejecutarían. Y también a él, Blanchard, lo someterían a juicio, lo pondrían en un carro y lo llevarían a ese mismo lugar tal vez, para decapitarlo bajo aquella terrible hoja. Entonces su esposa y sus hijos quedarían desamparados.
Aquel acto de bondad se revelaba como un acto de locura, un bienintencionado error de cálculo que le iba a costar la vida. ¿Cómo podía haber hecho tal cosa?, se preguntaba, maldiciendo su estupidez. En ese momento le pareció que no había justicia posible, que el mundo carecía de sentido, que solo la fuerza y la cautela, el obrar con rapidez, el camuflaje y la suerte podían aplazar durante un tiempo el inevitable final, tal y como ocurría con los animales del bosque o los peces del mar.
Observó con pena, compasión y miedo cómo hacían subir a Étienne de Cygne al patíbulo y lo colocaban tumbado bajo la horrenda hoja de filo diagonal que enseguida descendió con estrépito.
Vio la cabeza de Étienne caer en un cesto. Y después vio como una mujer alta de pelo negro, que permanecía bajo la guillotina, cogía la cabeza y la levantaba al aire con gesto de triunfo.
La semana siguiente fue muy dura para el doctor Blanchard. En ciertos momentos, sentía deseos de explicárselo todo a su esposa, a quien tenía por costumbre confiarle todo. Hasta cierto punto, se sentía demasiado avergonzado para hacerlo. ¿Qué sentiría su pobre familia cuando descubriera que había arriesgado de forma tan imprudente su vida, su hogar y la seguridad de todos? ¿No se le había ocurrido pensar en ellos, antes de arriesgarlo todo por Sophie de Cygne? ¿Qué clase de marido y padre era? Lo peor de todo era que su gesto era completamente inútil. Sophie iba a morir de todas formas. Su intervención no iba a servir para nada. No era más que un necio.
Optó por guardar silencio.
Se decía a sí mismo que así los protegía. ¿Para qué iba a sumir en la desesperación a su familia unos meses antes de lo necesario? Más valía que disfrutaran del tiempo que les quedaba antes de que todo se viniera abajo. Por su parte, había resuelto hacer todo lo posible para que aquellos fueran los meses más felices de su vida en familia.
Hasta cierto punto, consideraba que no lo estaba haciendo mal. La primera tarde, cuando su hija le pidió que jugara a las cartas con él, en lugar de declinar argumentando que tenía trabajo, había pasado más de una hora entreteniéndola con aquel juego simplón. En otra ocasión, cuando su hijo se había desgarrado sin darse cuenta su mejor chaqueta, había sonreído de manera comprensiva diciéndole que podía haberle ocurrido a cualquiera. Con su esposa, se mostraba solícito y cariñoso. Al cabo de tres días, se sentía bastante orgulloso de sí mismo. Pese a las circunstancias, estaba reaccionando de manera loable, dejando al menos un buen recuerdo. Por eso se llevó una gran sorpresa al oír la pregunta que le hizo su mujer esa noche, cuando estaban solos.
—¿Qué pasa?
—Nada —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces tenso, angustiado.
En ese momento había flaqueado y por poco no se lo contó todo.
—Ah, no, ma chérie —había contestado al final—. Es que los tiempos que corren son difíciles, pero mi esposa y mi familia son para mí un gran consuelo.
Al día siguiente había redoblado sus esfuerzos. Y así había transcurrido un día y luego otro. Cada día eran más los conspiradores, reales o imaginarios, que comparecían a juicio y que luego recorrían las calles dentro de los carros. Por su parte, el doctor Blanchard proseguía con su vida, fingiendo alegría y disimulando el infierno que vivía en su interior.
Habían pasado diez días desde la ejecución de Étienne de Cygne cuando llegaron noticias de la Convención. Tras un mes de ausencia, Robespierre había vuelto a dirigirse a la asamblea, pero en lugar del embeleso con que normalmente acogían sus palabras, se había producido un hecho extraordinario. Blanchard oyó relatar la escena a un abogado que la había presenciado.
—Lo han abucheado —le explicó con excitación el letrado—. Se han hartado de él. Ha ido demasiado lejos. La situación ha llegado a un punto en que nadie sabe contra quién van a recaer a continuación las sospechas. Después de que presidiera las fiestas del Ser Supremo, algunos miembros de la Convención murmuran que se cree Dios. Aparte, Danton tenía muchos amigos, como sabéis. Aunque no se atrevieron a hablar en su momento, no le han perdonado a Robespierre que fuera el origen de su perdición.
—Aun así, Robespierre es un adversario temible —le recordó Blanchard—. Quienes lo han abucheado podrían arrepentirse muy pronto.
Sin embargo, sus previsiones fueron erróneas. Al día siguiente llegó una noticia aún más asombrosa. Alguien que le guardaba rencor había intentado disparar a Robespierre y le había herido en la cara.
Acto seguido se produjo un increíble desenlace. Quizá los resentimientos que se habían acumulado bajo la superficie habían aflorado de una manera u otra. Blanchard no estaba seguro al respecto. En cualquier caso, al ver a Robespierre herido y vilipendiado, a la manera de una manada de lobos que se rebela contra su jefe en cuanto lo ven vacilar, la Convención se volvió de repente contra él con una ferocidad animal. Lo más impresionante fue la fulminante velocidad con la que pasó todo. Lo denunciaron y lo sentenciaron a muerte. Entonces, con el maxilar sostenido con una venda, todavía sangrando, el indomable, el incorruptible sumo sacerdote jacobino de la Revolución fue conducido en un carro, igual que tantas de sus víctimas antes, hasta la plaza de la Revolución, donde fue guillotinado entre el clamor de la multitud.
En menos de veinticuatro horas, varias docenas de sus partidarios más próximos corrieron la misma suerte.
La guillotina había engullido al mismo Terror. El Terror tocaba a su fin.
Émile Blanchard se preguntaba qué consecuencias tendrían aquellos cambios para él. Todavía se suponía que Sophie de Cygne estaba embarazada. Cuando se descubriera que no lo estaba, ¿llevarían a cabo la ejecución a la que la había sentenciado el tribunal? ¿Se acordarían de la intervención que había tenido él? Al fin y al cabo, había testigos de las recelosas preguntas de Robespierre y de su amenaza. Era difícil dilucidar si lo iban a detener o no.
Él seguía atendiendo discretamente sus quehaceres sin que nadie lo hubiera importunado por el momento. Cada semana iba a ver a Sophie a la cárcel y le llevaba comida. Tres semanas después de la ejecución, todavía le decía que la acosaban las pesadillas, los accesos de temblores y las indigestiones.
—No estoy bien —se lamentaba tristemente.
Él le explicó que aquellos síntomas eran previsibles después de haber sufrido una conmoción tan terrible y que se disiparían con el tiempo.
Estaba convencido de ello. Sophie era una mujer joven y saludable. Lo que no podía saber era qué le depararía el futuro. Procuraba no hablar con ella de tales cuestiones. A lo largo del mes siguiente, aunque todavía padecía alguna que otra molestia, la fue encontrando cada vez más calmada.
La cárcel en la que Sophie estaba prisionera era un lugar curioso. Siglos atrás, había sido la torre del gran recinto que tenían los caballeros templarios en las afueras de la ciudad. Algunos miembros de la familia real habían estado encarcelados allí. Sophie tenía la suerte de tener la celda en un piso elevado y poder divisar desde su estrecha ventana la ciudad y el cielo.
Un hermoso día de comienzos de septiembre, el doctor Blanchard se dirigió al Temple. Para entonces había trabado amistad con los guardianes de la cárcel. Gracias a algún que otro regalo y a la eficaz sajadura de un forúnculo que traía por la calle de la amargura al jefe de los vigilantes (y por la cual no aceptó ningún pago), el buen doctor recibía una afable acogida. Ese día nadie puso reparos al ramillete de flores que llevó a Sophie, ni tampoco a los víveres habituales…, que iban acompañados de una botella de coñac destinada a los guardianes, por supuesto. Encontró a Sophie un tanto distraída.
—¿Cómo estáis? —le preguntó.
—¿Os acordáis de que la semana pasada todavía tenía un poco de náuseas y que me disteis una poción para aliviarlas?
—En efecto. ¿Han mejorado?
—No. Hay algo más. Al principio yo decía que era como si no estuviera bien, y vos dijisteis que todo eso iba a pasar con el tiempo. Es cierto que estoy mejor, pero sigue habiendo algo raro. —Hizo una pausa—. No me ha venido el mes. Esta es la segunda vez.
El médico la miró con sorpresa.
—Os voy a examinar —dijo.
Algunos médicos y algunas comadronas juraban que eran capaces de determinar el embarazo a partir de la orina de una mujer. Él la inspeccionaba si así lo deseaban sus pacientes, para complacerlos, pero nunca estuvo muy convencido de la eficacia de esa prueba. El que una mujer llevara dos meses sin tener el periodo lo consideraba, en cambio, como un indicio bastante seguro de embarazo. A veces también se producían falsos embarazos, pero él había desarrollado un inexplicable instinto del que se fiaba bastante.
—Todo apunta, señora De Cygne, a que, al final, sí que vais a tener un hijo —anunció al cabo de unos minutos.
Los meses siguientes fueron un periodo un tanto extraño. Los moderados girondinos ganaban en popularidad, mientras los jacobinos eran vilipendiados. Incluso cuando las pandillas de jóvenes, algunos de los cuales se declaraban monárquicos, atacaban a los jacobinos en la calle, nadie salía en su defensa.
El Comité y el Tribunal de Seguridad Pública seguían funcionando, pero su poder había menguado mucho. Algunos de los infortunados a quienes habían mandado a la cárcel los jacobinos seguían presos; a otros, los habían soltado. Algunos aristócratas que habían huido al extranjero habían obtenido incluso permiso para regresar.
A comienzos de 1795, algunas de las iglesias recibieron el beneplácito para reanudar discretamente su actividad, a condición de que no hicieran sonar las campanas ni exhibieran cruces. Aunque fue una época de confusión, contradictoria, al menos ya no reinaba el Terror.
En marzo de 1795, cuando para acabar de acentuar el caos se produjo una escasez de pan en las calles de París, el doctor Blanchard pudo lograr permiso para sacar a Sophie de Cygne de la torre del Temple y tomarla a su cargo, para que pudiera dar a luz sin peligro. Al fin y al cabo, aquello suponía una presa menos a la que mantener, tal como no dejó de destacar él. Y después del parto, nadie se molestó en presentar objeciones cuando se llevó sin hacer ruido a la madre y al hijo al castillo de la familia, en el valle del Loira.
Sophie puso al pequeño el nombre de Dieudonné, el regalo de Dios. Blanchard, desde luego, pensaba que era un nombre de lo más acertado.
Durante los años posteriores, Émile Blanchard y Sophie siguieron manteniendo el contacto. El médico estaba orgulloso de que, gracias a él, la noble familia De Cygne pudiera prolongar su existencia. Ella, por su parte, estaba resuelta a criar a su hijo lejos de París. Blanchard comprendía perfectamente su aprensión. Dieudonné de Cygne creció entre la calma campestre, cosa que el doctor consideraba de todo punto aconsejable.
La vida en París tampoco era tan mala, no obstante. La Revolución había aprendido la lección dejada por el periodo del Terror. Poco a poco, se fue constituyendo una asamblea legislativa con dos cámaras sujetas a elecciones y al control de la ley. Problemas no faltaron. Los miembros de la Convención mantuvieron un dominio sobre el poder legislativo. Hubo disturbios, que fueron sofocados con eficacia. Pese a ello, con un reducido Directorio que hacía las veces de Gobierno, el nuevo sistema aportó cierto orden al país.
Émile tenía intención de ir a visitar a Dieudonné y a su madre, pero siempre había alguna que otra obligación que se lo impedía.
Se había vuelto un hombre muy ocupado y próspero, que trataba a numerosos políticos y a sus familias. La paciente más importante que llegó a tener fue tal vez una encantadora dama, una viuda con dos hijos, que era la amante de Barras, uno de los miembros del Directorio.
Aquel contacto, valioso ya de por sí, le aportó unos beneficios que, al principio, estaba lejos de imaginar. Y es que, cuando Barras decidió que era conveniente que Josefina trasladara sus atenciones a un joven general que le estaba resultando muy útil y que sentía una franca fascinación por ella, Blanchard pasó a incorporar como amigo a aquel oficial de carrera prometedora, cuyo nombre era Napoleón Bonaparte.
—Y a partir de entonces, todo me salió a pedir de boca —explicaría años después a los miembros más jóvenes de su familia.
Pese a los defectos que pudiera tener el futuro cónsul y emperador de Francia, no se podía negar que era un amigo fiel. Una vez que hubo comprobado que el médico que atendía a Josefina era un hombre honesto y competente, le mandó pacientes de todos los rincones del reino. Dado que estos eran a menudo ricos y poderosos, Blanchard recibía unos sustanciosos honorarios.
El extraordinario reinado de Napoleón, con sus conquistas, grandiosidad imperial y tragedia, tocó a su fin en 1814 con la batalla de Waterloo. Para entonces, el doctor Émile Blanchard era un hombre rico, a punto de retirarse a la agradable casa que había adquirido en Fontainebleau.
En realidad, la caída del emperador no le afectó en el plano profesional. Era un médico distinguido y solicitado. De hecho, la restauración de la monarquía supuso que a él acudieran un gran número de pacientes pertenecientes a la aristocracia, tantos que era difícil atenderlos a todos.
Sin habérselo propuesto, también le brindó la ocasión de realizar un último favor a la familia De Cygne.
En el año 1818, uno de sus pacientes nobles le preguntó si le gustaría que le presentaran al rey. Blanchard aceptó, naturalmente, movido por la curiosidad.
Encontró al rey tal como esperaba: muy corpulento, pero con cierta nobleza y dignidad en el semblante. A Blanchard le tomó por sorpresa que el noble le explicara al rey que había tratado a personas como Danton o Robespierre en la época de la Revolución.
Su temor a que el monarca no recibiera bien dicha información resultó infundado. El rey se mostró, por el contrario, curioso y le pidió que le hablara de ellos. Después le preguntó cuál había sido la experiencia más memorable que había vivido en aquel periodo. Mientras lo pensaba, Émile se acordó del pobre Étienne de Cygne y de su hijo, que había permanecido ausente de su memoria desde hacía años.
Le relató al rey aquella peripecia, de principio a fin.
—¿De manera que esa mentira que contasteis, afirmando que la dama estaba embarazada, no solo le salvó la vida, sino que resultó ser verdad?
—Exacto, majestad. La concepción debió de haberse producido uno o dos días antes, creo.
—Fue un milagro.
—Al niño le pusieron el nombre de Dieudonné, majestad, porque fue como un regalo de Dios. Gracias a su nacimiento, no se extinguió la familia.
—Una familia, mi querido doctor, que ha servido a la mía durante muchos siglos. Ignoraba esta extraordinaria circunstancia —confesó, encantado—. Pues bien, si Dios demuestra tal predilección por los De Cygne, no debe hacer menos su rey —declaró de improviso—. Voy a nombrar vizconde al chico.
El doctor Blanchard experimentó un especial placer al escribir poco tiempo después a Dieudonné y a su madre para felicitarlos por aquella feliz noticia, que, de alguna manera, recomponía el antiguo prestigio de la familia.