Capítulo III

 

 

 

 

Fue el agente especial encargado de la oficina del FBI en Phoenix, Aiden Harris, el que vino a recogerme en su coche al aeropuerto Sky Harbor. Era un tipo alto, que tenía pinta de haber pasado su época universitaria jugando al baloncesto, pero que se había echado un poco a perder. No supe calcular su edad, pues su pelo rubio y su rostro pecoso y enrojecido le daban un aspecto aniñado que inducía a la confusión.

—¿Qué es lo que sabe del caso? —me preguntó, ya en el vehículo, tras las protocolarias presentaciones. Intuí que no deseaba perder ni un segundo.

—He echado un vistazo a los papeles que remitió su oficina a Washington. Ya sabe cómo somos allí, no nos gusta mucho dejarnos influenciar por la opinión de terceros —respondí, siendo sincero, pues no dejaba de ser un colega del FBI y conocía bien muchos de los procedimientos habituales que nos inculcaban en Quántico.

—Ya, entiendo. En tal caso lo primero que haremos será tener una reunión a solas en mi despacho, ahora mismo, si no está muy cansado del viaje, y así le pongo en antecedentes lo antes posible.

—No estoy en absoluto fatigado. Me he pasado casi las cinco horas de vuelo dormitando, de modo que por lo que a mí respecta como si nos quedamos hasta la madrugada trabajando.

Harris me lanzó una sonrisa benévola mientras arrancaba el coche.

—Entonces sería yo el que no aguantaría. Llevo desde las seis en pie y me gustaría cenar con mi mujer. A los niños hace tres días que sólo los veo acostados en sus camas soñando.

En apenas 25 minutos el agente aparcaba su vehículo delante de las oficinas del FBI en Phoenix. Se hallaban al norte de la ciudad, al final de la calle 7, en una zona casi desértica pegada al aeropuerto municipal. El edificio era una construcción dividida en dos partes: una de tres alturas, enlucida en blanco; y otra de cinco alturas, marrón y con amplios ventanales de un extraño tono turquesa.

—¿No os podían haber mandado más lejos? —pregunté, bromeando.

—Estuvieron en un tris de enviarnos al desierto de Sonora, pero al final decidieron que este lugar era peor —respondió Aiden, sonriente.

—Al menos aquí se respira paz y tranquilidad.

—¿Había estado alguna vez en Arizona?

—Jamás.

—Bueno, pues piense que si tenemos un día tan fabuloso es porque estamos en invierno. Si llega a venir en verano este secarral no le haría tanta gracia. Por otro lado, ya visitaremos la oficina del sheriff. No creo que haya una semejante en todo el país.

—¿Está cochambrosa?

El agente se rio con ganas mientras me conducía al interior del edificio, donde tendría que rellenar el habitual papeleo nada más cruzar la puerta.

—Todo lo contrario. Es alucinante. Ni Norman Foster hubiera sido capaz de mejorarla. Se va a quedar con la boca abierta.

El despacho de Harris era excelente y amplio; además estaba perfectamente ordenado. No sabía si lo mantenía siempre así o si lo había preparado para la ocasión. Nos sentamos junto a una mesa redonda en la que ya aguardaba un plano del condado de Maricopa con diferentes puntos marcados en rojo. Yo saqué de mi maletín una Moleskine sin estrenar y lo primero que escribí en ella fue la fecha, el lugar y el nombre del agente especial de Phoenix.

—¿Qué edad tiene, Ethan?

—Acabo de cumplir 32 —respondí, sorprendido por la pregunta.

—Pues trabaja usted como un agente de la vieja escuela —dijo Aiden, dándome una amigable palmada en el hombro.

—No me gustan demasiado los cacharros tecnológicos. Tengo mis manías, como todo el mundo.

El rostro de Harris cambió de súbito. Se habían terminado las bromas y las anécdotas. Sujetaba el plano con las dos manos y se quedó casi medio minuto en silencio, contemplándolo.

—Ya hemos perdido a cuatro chavales.

—Sí, es terrible.

—Usted es joven aún, pero yo voy camino de dos décadas en esto. Es la primera vez que me enfrento a algo semejante. Aquí suele haber violencia relacionada con el tráfico de drogas y con el tránsito de ilegales, ya sabe, pero no estas atrocidades.

Yo ya había estado estudiando la base de datos del ViCAP y me había topado con infinidad de casos de extracción de órganos, incluidos los ojos, claro, pero no había un modus operandi similar ni crímenes sin resolver que se parecieran y que hubieran sido cometidos en otros estados. Eso sí: había dos precedentes aterradores, de sobra conocidos, uno en Texas y otro en la extinta Unión Soviética, que a uno le venían de inmediato a la mente.

—No es algo que ocurra con frecuencia, por suerte. Esto tiene su lado bueno y su lado malo —musité, calibrando mis palabras.

—¿Su lado bueno? —inquirió Aiden, pasmado.

—Quiero decir que apenas contamos con perfiles previos sobre los que basar nuestras primeras impresiones, pero también que ese sujeto es alguien muy particular. Tiene que llamar la atención. Estoy seguro.

—Pues de momento no es lo que parece. A todos los críos los raptó en parques públicos, a plena luz del día. No creo que alguien que llame mucho la atención pueda llevarse a un chiquillo sin más.

—Aiden, ¿puedo tutearle?

—Adelante —respondió el agente, echándose hacia atrás contra el respaldo de su silla y alzando una mano.

—Les arranca los ojos mientras todavía están vivos. Créame, es una aberración. Ese tipo tiene un trastorno severo y una obsesión que le carcome los intestinos.  No tardaremos en dar con él.