Capítulo VII
Crucé algunas palabras con el señor Mitchell, pero tal y como me había advertido su esposa era como tratar de comunicarse con una efigie de escayola. Sus respuestas eran lacónicas y apenas reflejaban emociones. Cuando abandonamos la casa y me metí con Worth en su vehículo no pude contenerme.
—Ese hombre, ¿actúa así desde el principio?
—Desde el principio no. Tenía esperanzas y era muy activo. Podría asegurar que estaba incluso animado, optimista. Digamos que todo se torció el día que fue hallado el cadáver de su hija. Y conforme ha pasado el tiempo las cosas han ido a peor. ¿Qué diablos esperabas?
No quise responder a la pregunta del detective para no meterme en un lío y le mostré el cuaderno de tapas azules.
—Ya lo he leído. No creo que saques nada en claro de ahí —musitó Worth, alicaído.
—¿Estás convencido?
—No, no lo estoy. No soy psicólogo ni trabajo en la Unidad de Análisis de Conducta, pero sólo son los pensamientos de una chavala normal. No nos llevaron a ningún lado. Sólo menciona a su ex-novio y a su mejor amiga. Habla de otras personas, pero no escribe sus nombres. Y tampoco describe nada particular.
—Interesante —comenté, agitando el cuaderno en el aire.
—Tú sabrás lo que te haces…
—¿Qué te pasa, Jim? —pregunté, pues notaba un tanto arisco al detective, una actitud muy alejada de su carácter habitual.
—Detesto venir a este lugar. Odio tener que ver a esos padres para no darles la noticia que están esperando. Es lo único que deseo ahora: llegar un día, aparcar aquí mismo y decirles que pueden descansar y que el bárbaro que mató a su hija ya está entre rejas. Seguro que me entiendes.
Y sí, le comprendía perfectamente. Yo no había llegado a empatizar con aquella familia destruida, pero sí me había sucedido en mi primera estancia en Kansas. Worth sabía bien lo que decía, qué botón de mis emociones tenía que pulsar para que me pusiese en su lugar.
—Claro que sí. ¿Comenzamos la ruta?
Desde el hogar de los Mitchell nos incorporamos a la antigua autopista 81 y luego a la Interestatal 135. El detective conducía muy despacio, como si entre aquellos inmensos campos de cereales que se extendían a ambos lados de la carretera yo fuera a ser capaz de hallar algo de interés. Tuve tiempo de fijarme en un lugar en el que vendían tractores de todos los colores y tamaños. La América profunda, la que nos daba de comer a los que sólo habíamos vivido en grandes ciudades y que no teníamos ni idea de lo que era la dura vida de un granjero o de un agricultor.
—¿Por qué vas tan lento?
—No sé, quiero que te fijes en todo. Habré realizado este trayecto más de veinte veces, y siempre me topo con algo nuevo. Dudo mucho que tú regreses por aquí, de modo que necesito que mantengas los ojos bien abiertos.
Sólo habíamos trabajado dos veces juntos, pero Worth me conocía muy bien. Habíamos pasado mucho tiempo reflexionando, casi pasando el día completo el uno al lado del otro, y entre ambos había nacido una de esas singulares amistades que se forjan en meses y que resultan ser más sólidas y profundas que otras que cuentan con años. Éramos muy distintos, pero nos teníamos una alta estima.
—Ni mi madre me hablaría así —murmuré, intentado que el detective saliese de su actitud rígida y severa.
—Tu madre te conoce mil veces mejor que yo como hijo y como persona. Pero yo te tengo calado como agente especial del FBI. En el ámbito profesional se puede decir que soy lo más parecido a tu madre —replicó Jim, sonriendo al fin y guiñándome un ojo.
Continuamos a ritmo de tortuga por la I-135. Para demostrarle mi implicación exageré la forma de mirar a un lado y a otro, como si tuviera la vista de un águila y fuera capaz de ver con nitidez a media milla de distancia. Pero el paisaje era monótono y nada invitaba a centrarse en un punto concreto. Además, tampoco creía que aquello nos llevase a ninguna parte. Formaba parte de las obsesiones de un detective martirizado por un caso sin resolver.
—Esa cámara de allí registró el paso del vehículo de Abigail —dijo Worth, señalándome una cámara ubicada en lo alto de un poste.
—¿Se la puede ver acompañada?
—Es una cámara de tráfico normal. Apenas tiene resolución. Ni siquiera es capaz de identificar matrículas. Pero por la hora y por las características del vehículo sabemos que era ella.
—Bueno, al menos tenemos algo.
—Tenemos mucho, Ethan, pero tu dichosa manía de no empaparte de los informes tiene dos caras: una buena y una mala. Cuando te pedí ayuda sólo estaba pensando en la buena.
Nadie lo podía haber expresado mejor. Las dos caras de la moneda. Renunciar a conocer la opinión de terceros para no verte influenciado por ellos suponía un alto coste: andar perdido en una investigación que ya estaba muy avanzada.
Dejamos atrás un cartel que anunciaba que Lindsborg todavía se encontraba a siete millas, y Wichita a setenta. A aquel ritmo íbamos a tardar toda una vida en llegar al lugar del crimen, pero no quise decir nada para no contrariar a Jim.
—Dudo que quedase por esta zona. Pasan muchos coches y aunque se puede estacionar fácilmente más allá del arcén resultaría un tanto llamativo —comenté, para mostrar mi implicación.
—Está claro que no fue así. Lo valoramos sólo al principio, pero ya está descartado.
—Comprendo.
Un cuarto de hora más tarde por fin llegamos a la salida 78, en dirección a Lindsborg. Tuve que contenerme para no lanzar un alarido de alivio.
—¿Ves? —preguntó Worth mientras nos desviábamos, señalando un poste metálico.
—¿Qué?
—Otra cámara. Igual que la anterior. También registra el paso de Abby por aquí. La resolución es casi peor, pero está claro que era ella. Por desgracia ya no hay más cámaras.
Nada más coger la KS-4 pude atisbar una torre bastante alta en mitad de un campo árido.
—¿Y eso? ¿No es una cámara?
—No, no. Esa es la antena repetidora que cubre esta zona. Es la última que emitió señal del celular de la chica.
—¿Realizó una llamada?
—No, nada de eso. Ojalá. Ojalá hubiera enviado aunque hubiese sido un mísero mensaje por WhatsApp. Quizá así podríamos triangular su posición con otras antenas. Sólo emitió una señal de que estaba activo. Nada más.
El detective redujo todavía más la marcha. Apenas avanzábamos a 15 millas por hora. Si me hubiese bajado del SUV y me hubiese puesto a correr con ganas hubiera llegado antes que él a cualquier parte. Pero pronto descubrí que, ahora sí, tenía sentido. Tras una hilera de altos árboles secos y podridos se abría un camino polvoriento hacia nuestra derecha.
—Aquí podría haberla esperado. Es un lugar ideal, apartado y discreto.
—Eso es Winchester Road —dijo Worth, con pesadumbre.
Aquella pista arenosa y mal cuidada era el lugar en el que habían encontrado el coche abandonado de Abigail. Seguía siendo un necio, pero no tanto como para haber olvidado el nombre de la calle.
—Joder, por aquí no tiene que pasar un alma en todo el día —manifesté, perturbado.
—Casi nadie. Apenas hay un puñado de casas en las diez millas que tiene este camino. Todo lo demás es campo. También existe una pequeña zona recreativa, luego te llevo. Primero quiero que eches un vistazo al lugar en el que encontraron el cadáver de Abby los voluntarios.
—¿Esta es la única entrada a Winchester Road?
—No, en absoluto. Se puede llegar desde mil sitios distintos, esto es como un tablero de ajedrez en el que las líneas son caminos de tierra que se entrelazan. Sólo los usan los agricultores para llegar a sus campos y, los fines de semana, algún excursionista que conoce la zona.
—En tal caso, la cámara de la salida 78 puede ser de mucha utilidad.
—Bueno, el día que tengamos un vehículo concreto en el que fijarnos quizá sea de ayuda. Pero como te he dicho, se puede llegar a la zona por mil sitios. No creo que saliese desde el noreste. Ni siquiera creo que subiera desde el sur tomando la I-135. Seguro que dio un largo rodeo, a poco que conozca estos parajes, y se encontró con Abigail llegando desde el oeste. Es más seguro, son carreteras menos transitadas y sin vigilancia.
—La señora Mitchell me ha dicho que no piensa que sea alguien de Salina.
—Tenemos una tonelada de sospechosos. De Salina, de Wichita, de Junction City, de Newton…
—Ya, lo sé. Pero, ¿tú qué opinas?
—Puede que tenga razón. Su marido opina diferente y poco menos que propone que hagamos la prueba del polígrafo a todos los habitantes de la ciudad. No quiere salir de su casa para no cometer una locura. Sospecha hasta del vecino de al lado, que es un anciano que apenas puede caminar. Lo único cierto es que sus testimonios han valido de poco. Abby era una buena chica, desde luego, pero no compartía tanta información acerca de su vida personal con sus padres como ellos creen.
—Jim, ¿por qué estás tan convencido de que yo podré ayudar en la investigación?
—Porque no me queda otra, Ethan.
Dejamos atrás Lindsborg y continuamos por la KS-4, hacia el oeste. Worth me dijo que pensaban que Abigail no había llegado hasta el pueblo, o al menos hasta la primera estación de servicio, pues una cámara que apenas permitía ver la carretera no había registrado el paso de un coche similar al suyo. Más adelante había dos gasolineras más, pero una tenía la cámara de seguridad estropeada desde hacía semanas y la otra la tenía orientada hacia los surtidores y la entrada de una pequeña tienda.
El paisaje se había vuelto más desolado y salvaje. Los campos de cereales estaban secos y otros sólo eran enormes extensiones de tierras sin cultivar. Apenas nos cruzamos con cuatro coches en varias millas y sólo pude atisbar un par de casas y una subestación eléctrica. Estábamos en mitad de la nada.
—¿Cómo pudo quedar la chica con alguien aquí?
—Esa es la hipótesis con más fuerza. Tuvo que llegar hasta Winchester Road por voluntad propia. Quizá sólo deseara ver a la persona un momento, y sus planes en Wichita se torcieran, pero hasta ese lugar ella condujo su coche.
—Pero yo no me metería en la vida por estos caminos de tierra. De verdad, parece como si estuvieran creados para cometer un crimen sin la posibilidad de que exista algún testigo.
—Eso lo dices porque ahora vives en Washington y porque te has criado en San Francisco. Yo llevo toda la vida en Kansas y te aseguro que ella no veía ningún peligro. Aquí no suele pasar nada. Hay más crímenes en un año en un barrio de Chicago que en uno de estos condados en toda una década. Esta es una zona tranquila, donde la gente se dedica a trabajar y a echar una mano al vecino. Como se suele decir: nadie cierra con llave la puerta por las noches.
Esa dichosa frase la había leído en cientos de informes policiales que llegaban a Quántico cada mes. Era una lástima, pero de vez en cuando había que realizar campañas de concienciación para que la gente llevase más cuidado con su seguridad. Si bien era cierto que las tasas de criminalidad en los condados pequeños ni se acercaban a las de estados como Nueva Jersey y Luisiana o ciudades como Detroit, donde yo había participado en la resolución de mi primer caso sobre el terreno, los tipos más depravados se aprovechaban de esa circunstancia para campar a sus anchas por lugares en los que la comunidad era confiada por naturaleza y acogedora. Una idea tan terrible como real.
—Tú conoces todas estas carreteras y no voy a discutir contigo, pero no me negarás que este panorama es un tanto desolador.
—Ahora es verano y todo cambia. Te garantizo que a finales de invierno todos esos campos están radiantes y verdes. Y no es extraño que nieve algunos días. Cambiarías de opinión. Y también lo harás cuando lleguemos al lago.
El lago, otro lago. Kansas, homicidio y lago eran palabras que parecían estar estrechamente vinculadas en mi devenir. Esta vez no se trataba de una orilla apartada, pero sí de un lugar de recreo con un lago muy cercano. De nuevo la ventura jugando de un modo diabólico conmigo.
Tras recorrer un trecho de la KS-4 que se me hizo infinito giramos a la derecha para tomar 29th Road, que en realidad era la KS-141. Vi de inmediato indicaciones que anunciaban que el lago Kanopolis se encontraba a tan solo 4 millas de distancia. Me desesperaba la marcha cansina a la que avanzábamos, pero Jim tenía razón en una cosa: era muy extraño que yo volviese a recorrer aquellos caminos desérticos. Acostumbrado a repasar expedientes sentado en mi confortable despacho de Washington, no tenía ni el ánimo ni el temple necesarios como para visitar la escena del crimen en persona varias veces y mucho menos andar de un lado para otro por carreteras ruinosas. Por suerte para la comunidad los agentes de policía están dispuestos a realizar ese sacrificio las veces que haga falta con tal de atrapar a un asesino. Yo sólo era un niño bien que de vez en cuando salía de su lujosa madriguera para darse de bruces con la realidad más espantosa.
Seguimos nuestro peregrinaje. El paisaje era aún más árido, y ya no nos cruzamos con un solo coche. Parecía una carretera que conducía a ninguna parte, o al fin del mundo en el mejor de los casos. Aquello me hacía sentir incómodo y nervioso. Más adelante vi a la derecha una bonita construcción de color marrón que, obviamente, llamó mi atención.
—¿Qué es eso?
—Una pequeña depuradora. No hay cámaras, nadie trabaja los fines de semana y sólo se acercan un par de empleados hasta aquí. No ha servido de nada —contestó el detective, que tenía la vista clavada en algún lugar del norte, un punto que yo no divisaba pero que él tenía injertado en su memoria.
A la izquierda vi unas naves rectangulares, sin vehículos aparcados a su alrededor, que supuse servían para almacenar grano y para resguardar maquinaria agrícola y otros aperos. No quise incordiar a mi colega y me abstuve de formular pregunta alguna. Pero sólo un cuarto de milla más adelante nos topamos con un pequeño edificio y tres surtidores de gasolina.
—Y aquí, ¿hay cámaras?
—Ojalá. Ninguna. ¿Quién diablos va a venir a robar a esta gasolinera en la que repostarán diez vehículos al día? No compensa la inversión.
—Estamos bien jodidos.
—Ya comienzas a asumir la complejidad del caso. Por eso te quería llevar por aquí y que te fijases en todos los detalles. Yo creo que cuantas más veces recorro estos caminos más cerca estoy de la verdad, pero hay algo que se me escapa. Seguro que tú lo encuentras.
No tenía la menor idea de a qué narices se refería el bueno de Worth, pero me limité a asentir. Bastante tenía con estar encerrado en su misteriosa pesadilla como para discutirle nada. Además, de súbito el detective giró a la izquierda y tomó la serpenteante Langley Port Road. El panorama cambió de repente: árboles frondosos, césped cuidado y diversas zonas de aparcamiento. Era como haber pasado de los páramos a un vergel.
—¿Ya estamos en las inmediaciones del lago?
—Sí, ya te dije que esto era otra cosa. Ahora suele estar animado, pero en primavera es la mejor época. Es un lugar maravilloso.
El detective me había respondido con la tristeza de quien piensa que ha perdido algo que jamás podrá recuperar. Para él ese paraje ya jamás sería un lugar de ensueño en el que poder descansar y disfrutar.
Un bonito cartel de madera nos anunció que estábamos adentrándonos en el área recreativa del lago. También había un mapa de la zona y una explanada en la que poder montar agradables almuerzos con los amigos. Todo estaba muy cuidado y presentaba un aspecto impecable. Parecía mentira que hubiésemos pasado de una aridez casi desértica a aquel lugar tan idílico y exuberante en vegetación. Sólo un poco más adelante el detective aparcó su SUV junto a una zona frondosa, repleta de altos árboles y de vegetación baja.
—Tendremos que seguir un trecho a pie —me indicó, señalando el interior de la arboleda.
Apenas nos internamos unas yardas Worth se detuvo y miró al cielo. El sol se filtraba entre las copas de los árboles y un haz de luz se reflejaba en su rostro. La imagen resultaba hipnótica y triste a la vez. Pude ser capaz de ponerme en su lugar, aunque fuera sólo durante unos segundos.
—¿Es aquí?
—Sí, aquí fue donde los voluntarios hallaron el cuerpo sin vida de Abby —respondió, sin mirarme, con los ojos clavados aún en las alturas, como si estuviera recibiendo un mensaje desde el cielo.
Saqué de una carpeta una decena de fotografías que había traído conmigo y las comparé con lo que tenía delante de mis ojos. Los cinco meses de diferencia, con los cambios de estación, habían variado significativamente la escena. Echaba de menos algunos lugares en los que la nieve se había congelado y la vegetación ahora era menos verde pero más frondosa. También faltaba el cuerpo de la joven Abigail, en aquella posición tan enigmática y con aquellas heridas tan terribles sobre su cadáver.
Aunque el espacio no era muy amplio, en realidad era un pequeño abierto entre la multitud de árboles que se agolpaban en la zona cercana al lago, se sentía la humedad que llegaba desde la orilla, pese a que no podía atisbarse el agua.
—El cuerpo tuvo que congelarse en pleno febrero, estando tan cerca del lago.
—Sí. Ya te comenté que eso dificultó mucho la labor de los forenses y el establecimiento de una franja horaria para delimitar el momento del fallecimiento. Pero mi teoría es que acabaron con ella el mismo día de su desaparición. Nadie la secuestró y la mantuvo por aquí. Es un disparate, hasta para la mente de una bestia sin escrúpulos.
Como el cuerpo de la joven Mitchell ya no estaba allí tuve que ir jugando con las perspectivas y con las diez instantáneas, obtenidas desde varios ángulos, que había traído conmigo. El asesino había actuado con calma, demasiado seguro de que allí nadie podría incordiarlo mientras realizaba su carnicería.
—Imagino que aquí en febrero no viene nadie de visita, aunque sea para echar un vistazo al lago.
—Más adelante hay un pequeño resort, varias viviendas de lujo y un modesto embarcadero. Pero, tal y como sugieres, en invierno esto está muy parado. No resulta tan agradable como en primavera o principios de otoño. Pueden pasar horas sin que un vehículo circule por la carretera en la que hemos dejado aparcado el coche.
—Luego el tipo que buscamos conoce muy bien este lugar.
—Eso seguro. Lo malo es que mucha gente lo conoce. Y no te hablo sólo de las inmediaciones, como Salina, McPherson, Newton o Hutchinson. Hasta aquí se acercan personas que viven en Wichita, Topeka, Manhattan o Emporia; ciudades que están relativamente alejadas.
—¿A cuánto queda Topeka de este lugar?
—A unas dos horas en coche. Justo el límite para poder realizar una fabulosa excursión de un día y estar a tiempo para la cena de vuelta en casa.
Mientras hablaba con Worth seguía caminando en círculo alrededor del lugar que había ocupado el cuerpo, con las terribles fotografías en una mano, intentando hacerme una idea de la escena lo más fidedigna posible. En uno de aquellos movimientos un destello surgido de entre la maleza me cegó por un instante. Me acerqué, pensando que se trataría de alguna lata de refresco o de un trozo de cristal, que bien podrían provocar un incendio, ahora que el calor comenzaba a apretar con ganas en la zona. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuanto lo que encontré fue la sección de una concha marina de singular belleza.
—Jim, ¿qué es esto?
El detective se acercó y contempló el caparazón boquiabierto. Tardó varios segundos en responder a mi pregunta.
—Parece la concha de un molusco, y lo cierto es que estamos a muchas millas del mar.
—¿Es posible que se os escapara?
—Joder, Ethan, ¡has perdido el juicio! Aquí han estado los de la científica dos veces, y un puñados de agentes, entre los que me encuentro, hemos peinado la zona al menos una decena de ocasiones más. Esto lo puede haber dejado cualquiera el pasado fin de semana, pero te garantizo que no estaba junto al cadáver.
—¿Llevas en el SUV guantes de látex, una cámara decente y bolsas para guardar pruebas?
—Sí, creo que sí. Pero le estás dando demasiada importancia. Ya te lo he comentado, en primavera por aquí han pasado miles de visitantes. Esto lo puede haber dejado cualquiera.
—¿Aquí? ¿En este exacto lugar?
—Sí, no sé… una casualidad. Un crío que estaba jugando con ella y que se la dejó olvidada.
—Me conoces y sabes que no creo demasiado en las casualidades.
—Perfecto. En tal caso, ¿qué es lo que sugieres?
—Que el asesino ha regresado a la escena del crimen. No sé si una vez o cien. Es algo más frecuente de lo que solemos tener en cuenta. Lo que tengo claro es que dejó eso ahí a propósito, y que tiene algún significado en su siniestra imaginación.