Capítulo III

 

 

 

 

Abigail Mitchell fue vista con vida por última vez a primera hora de la tarde de un despejado día de mediados de febrero. Había salido de la casa de sus padres, ubicada a las afueras de Salina, y se suponía que se dirigía en su propio vehículo a Wichita, a pasar un rato divertido con unos amigos. Su cadáver fue hallado por un grupo de voluntarios, liderados por un agente de policía de la oficina del sheriff de Saline, diez días después, en una zona boscosa junto al lago Kanopolis, a pocas millas de su hogar.

Un par de voluntarios tuvieron que ser atendidos por crisis de ansiedad, pues la escena resultaba aterradora. Por fortuna en apenas media hora el área había sido acordonada y sólo la franqueaban los forenses en busca de pruebas e indicios.

El cadáver de Abby, tal y como era conocida por sus allegados, estaba en el centro de un círculo formado por piedras de diverso tamaño. La joven se hallaba boca arriba, en una posición que recordaba vagamente al Hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci, algo que de inmediato despertó cientos de especulaciones entre los investigadores. El cuerpo presentaba cortes de poca profundidad tanto en las extremidades como en el abdomen. Sólo tenía una apertura enorme junto a su pecho izquierdo, a través de la cual, tras romper y desplazar algunas costillas, le habían extirpado el corazón. El rostro no sólo no presentaba ningún rasguño, sino que además había sido maquillado con esmero. El largo cabello lacio de la víctima recorría sus mejillas y descasaba sobre los hombros. Le habían colocado una diadema de flores silvestres en la frente. Si uno observaba sólo la fotografía de la cara parecía una bella muchacha hippie que dormitaba en mitad de un festival de música.

Por suerte la oficina del sheriff de Saline pronto solicitó la colaboración del Departamento de Policía de Topeka y el caso le fue asignado de inmediato a Jim Worth. Eso evitó los errores con los que tuve que toparme en mi primera visita a Kansas, en el caso que dio en llamarse Los Crímenes Azules.

Según sus amigos, Abigail jamás llegó a Wichita. Según el rastreo de los repetidores de su teléfono móvil sólo había recorrido unas millas de la Interestatal 135, en dirección sur, hasta que se había desviado tomando la salida 78, en dirección a Lindsborg; es decir, algo o alguien le había hecho cambiar de opinión o había surgido algún imprevisto. Después su móvil dejó de emitir señal alguna, lo que indicaba que o bien se había quedado sin batería o su presunto asesino se había deshecho de él destrozándolo. El celular seguía sin aparecer por ninguna parte. Lo que sí se encontró fue el automóvil de la joven, mucho antes que su cuerpo, algo que ya presagiaba un final trágico. Apenas 48 horas después de su desaparición un agricultor lo encontró estacionado junto Winchester Road, en mitad de un campo reseco de cereales y apenas oculto por un puñado de árboles famélicos y de matojos.

Los forenses determinaron que la víctima había sufrido casi con total seguridad un bloqueo neuromuscular absoluto, pues presentaba significativos niveles de rocuronio en el hígado. Este tipo de parálisis deja a la persona indefensa, con los músculos sin fuerza, permitiendo a su agresor actuar con libertad y con calma. Resultaba pavoroso sólo imaginar la situación, pues en ningún momento se pierde la consciencia. Este fármaco se usa para facilitar las operaciones clínicas, sobre todo cuando requieren de intubación del paciente; pero se acompaña de analgésicos y sedantes, para evitar el sufrimiento. Estaba claro que el asesino le había suministrado una dosis de rocuronio muy concreta —si es poca apenas tiene efecto y si es demasiada puede provocar la muerte— para poder disponer de ella a su antojo. Aquello no sólo indicaba un grado de ensañamiento muy significativo, pues en todo momento los nervios que transmiten el dolor permanecen activos, también unos conocimientos de medicina avanzados. Un anestesista era la hipótesis más plausible.

La causa de la muerte había sido un fallo cardíaco. Es decir, la chica estuvo con vida hasta el momento en que le seccionaron el corazón. Aquella información, cinco meses después, seguía sin haber transcendido a la opinión pública y jamás le había sido comunicada a los padres, para evitarles un sufrimiento añadido e innecesario.

Según la autopsia Abigail había perdido la vida aproximadamente nueve días antes de que hallaran su cuerpo, aunque existían dificultades para fijar una franja horaria estrecha. En esa zona en febrero el clima había sido frío y seco, y pocos eran los datos a través de los cuales los forenses podían dar una aproximación mayor. El cadáver apenas presentaba aún signos de descomposición ni otra actividad causada por los insectos, algo que sólo un par de meses después hubiera sido evidente. De tal suerte todo el mundo había llegado a la conclusión de que la habían matado el mismo día de su desaparición o, como muy tarde, a lo largo de la madrugada del siguiente.

Por desgracia tanto el condado de Saline, donde estaba ubicado el hogar de los Mitchell, como el de Ellsworth, que lindaba con el anterior, y en el que se hallaba el lago Kanopolis, apenas contaban con cámaras de vigilancia en sus poco transitadas carreteras locales, de modo que por ahí no habían podido avanzar en absoluto.

A Abby no se le conocían enemigos, en principio, y era una joven como cualquier otra que aún no se había independizado pero que tenía un empleo a media jornada en la cercana Junction City, cuidando niños en una guardería. Había terminado sus estudios de grado en Educación y Psicología Escolar con 22 años en la Universidad Estatal de Wichita y apenas unos meses después ya tenía un trabajo que aunque no le permitía dejar la casa de sus padres al menos le daba para sus caprichos y para ir ahorrando de cara al futuro. Estaba feliz con su situación.

De todo esto hablábamos Jim y yo, repasando informes mientras tomaba nota en un cuaderno Moleskine recién estrenado, tal y como marcaba mi casi patológica costumbre. Mi buen amigo me hablaba despacio y había organizado la información de un modo ejemplar. Sentía un orgullo infantil al ver cómo había evolucionado en apenas dos años y cómo se había convertido en un competente detective de homicidios. De algún modo consideraba, petulante, que yo tenía algo que ver en aquel notable progreso.

—¿Tendréis acotada ya una lista de sospechosos? —pregunté, intuyendo que cinco meses dan para avanzar mucho en ese sentido y que aunque me necesitasen ya el cerco sería muy estrecho.

—Estaba esperando esa pregunta —respondió con pesar Worth, llevándose una de las manos a la sien derecha y dándose un suave masaje.

—No te comprendo…

El detective fue a su mesa caminando con desgana y regresó con una gruesa carpeta que me tendió sin mirarme a los ojos. Le eché un rápido vistazo, desconcertado. Algo no iba bien, y pronto descubrí de qué se trataba.

—Pero, ¡qué diablos es esto! —exclamé, incrédulo.

—Por eso te hemos llamado, Ethan. Andamos un poco perdidos.

La carpeta contenía más de medio centenar de fichas. Era como si la investigación acabase de arrancar y me tocase filtrar la información en base a un perfil que debía elaborar en pocos días. Curioseé un poco algunas de las fichas y mi asombro fue en aumento.

—Pero estos tipos… son gente muy normal.

Esperaba encontrarme con violadores, ex-convictos, gente problemática o que hubiera ocasionado estropicios durante su adolescencia. En absoluto, la mitad eran chavales universitarios recién graduados, como la propia Mitchell, y la otra mitad adultos con una vida organizada y muy bien estructurada. Si habían descartado lo evidente tenía que ser por razones muy sólidas.

—Tú nos sacarás de dudas —murmuró Worth, dándome una cariñosa palmada en el hombro—. La escena del crimen parece creada por un monstruo, pero después de tanto tiempo hemos llegado a la conclusión de que esto es obra de alguien común, que no llama la atención y que no había matado una mosca en su vida. Una persona corriente… que desde luego odiaba mucho a esa joven.