Capítulo XXI

 

 

 

 

Durante el trayecto con Worth hacia Topeka me sentí invadido por una singular percepción: era como si todos formásemos parte de una película en la que de súbito, sin explicación, habían acelerado el tiempo. En un acto de paranoia llegué a quedarme observando las manecillas del segundero de mi reloj, para comprobar que no avanzaban a un ritmo desorbitado. Era increíble la cantidad de datos que estábamos acumulando en apenas unas horas.

Le pedí a Tom que fuese a Wichita para que indagara en la vida de Gabriel Johnson, una propuesta que molestó mucho a Jim, pues él consideraba que tenía que seguir en Salina profundizando acerca de la vinculación de los Ward en el asesinato de Abby. Y tenía motivos para sostener con empeño esa línea de trabajo, pues aunque de manera indiciaria todo apuntaba a que Emma o su padre habían estado involucrados en la muerte de la joven. Yo, sin embargo, estaba obsesionado con el profesor de matemáticas: su edad, sus conocimientos, su recato y el lugar en el que impartía clases coincidían con el perfil que había construido. Me sentía como en Detroit o en Arizona, muy seguro de lo que me decía. Al contrario que en mi primera estancia en Kansas, en la que cegado por mis propios traumas y por la amistad había sido incapaz de elaborar unos rasgos que ayudasen a la oficina del sheriff a identificar al asesino, en esta ocasión era complicado que me sacasen de mi opinión. Y todo ello pese a lo arduo que es delinear una personalidad en base a unas pocas pistas y a un único asesinato. Estaba acostumbrado a trabajar con tres escenas del crimen o más, sin contar las decenas o centenares de indicios y pruebas que acompañaban a los expedientes que llegaban a mi oficina en Quántico.

—¿Qué discurre esa testa privilegiada? —preguntó Jim, cuando apenas nos quedaban unas millas para llegar al Departamento de Policía.

—Que vamos a tener que emplearnos a fondo. Nos van a faltar recursos humanos y horas para poder asimilar y contrastar tanta información —respondí, un poco exasperado.

Worth sonrió y amagó con lanzarme un directo al mentón. Su actitud había cambiado por completo.

—Venga, Ethan, lo has conseguido. Ahora sé que vamos a pillar al salvaje o a la salvaje que se cargó de un modo tan miserable a Abby.

No podía dar crédito a lo que escuchaba. Las cien millas que separaban Salina de Topeka le habían sentado de fábula a mi buen amigo.

—¿Te he metido un diazepam en la boca sin darme cuenta? —pregunté, intentando mostrarme más animado.

—No, has hecho algo mucho mejor. Nos has puesto a todos las pilas y lo que en más de cinco meses no habíamos conseguido en unos días está saliendo a la superficie.

—¡No fastidies, Jim! Mira que soy engreído, pero no tanto como para robarte el mérito. Has sido tú el responsable de que esto comience a funcionar, y si no aceptas eso me largo ya mismo a Kansas City y tomo el primer vuelo de regreso a Washington.

—Calma, corredor, aún tenemos que acabar con este asunto. Luego ya tendrás tiempo de escapar de mi lado y de refugiarte con Liz.

Las palabras de Worth me hicieron pensar en mi compañera, embarazada y muy lejos de mí. Me sentí culpable y le mandé un breve mensaje de afecto. Estaba acostumbrada a que no llegara mucho más lejos, y eso no decía mucho en mi favor.

Llegamos al Departamento de Policía y en una sala de reuniones ya aguardaban inquietos Andrew Jones y Grace Carter. Estaban afanados en alguna tarea, pero resoplaron de alivio al unísono nada más vernos irrumpir en la estancia.

—De la nada al caos en cuestión de segundos —dijo la investigadora, refiriéndose a la vorágine que estábamos soportando.

—Mejor así. La nada sólo conduce a la nada. Del caos podemos obtener la solución —replicó con determinación Worth.

Nos sentamos alrededor de una mesa y Jones y Carter nos pusieron al corriente de las últimas indagaciones. El detective nos explicó que un testigo, que trabajaba en un gimnasio situado a espaldas del bloque de edificios en el que residía Bailey, lo había visto salir por una puerta trasera caminando a primera hora de la tarde, en dirección a la calle Washington. Conocía a Nathan porque de vez en cuando se pasaba por la cafetería del gimnasio y compraba algo para beber allí mismo o para llevarse a casa.

—¿Está seguro de que se trataba de Nathan? —preguntó mi amigo, que aunque resuelto, no salía de su asombro.

—Sí. Lo juraría sobre la Biblia. Pasó muy cerca de donde se encontraba.

—¿Y a qué hora regresó?

—No tiene la menor idea. Su turno acaba a las ocho de la noche y tampoco se estuvo fijando. Es un dato que para él carecía de importancia.

—Eso lo comprendo —dije, interviniendo—, lo que no me queda claro es cómo recuerda que fue ese día y por qué motivo facilita ahora la información.

—Bueno, lo segundo tiene una explicación que no nos va a gustar a ninguno.

—Vamos —le alentó Jim.

—En realidad sólo nos pasamos una mañana por allí, preguntando a la gente que trabaja en esas empresas, a espaldas de los apartamentos, por si habían visto a Bailey. Pero muchas tienen turnos dobles y se nos escaparon algunos testigos potenciales. Como tampoco explicamos qué nos llevaba, por discreción, a desear conocer el paradero de un empleado de guardería, todos olvidaron el asunto casi de inmediato. Hasta que yo me he dejado caer por allí y he vuelto a insistir.

—¿Y la fecha?

—Aquí hemos tenido una suerte de narices. Este tipo se aburre como una ostra a primera hora de su turno, pues apenas hay movimiento. Como muchos hacemos mientras hablamos por teléfono en un cuaderno, se dedica a hacer dibujos en el libro de registro de los socios para entretenerse.

—¡En el libro de registros!

—Sí, es un poco atolondrado el chaval. Pero nos ha venido de perlas esa mala costumbre. Él comenta que los hace a lápiz y que lo hace allí porque es lo que tiene más a mano. Una de sus obligaciones es apuntar qué socios entrar al gimnasio, a qué hora llegan y a qué hora abandonan el local.

—¿Y…?

—Pues que cuando le pregunté si había visto a Bailey hacer algo extraño en los últimos meses, sin dar más importancia al asunto, recordó que lo había visto salir una vez por la parte de atrás de su edificio, algo muy inusual. Chasqueó los dedos y se puso a repasar el registro, hasta que encontró la anotación. La fecha era la misma en la que Mitchell desapareció.

—¡Joder! Buen trabajo, Andrew.

—No lo sé, Jim. La jorobamos al principio. Quizá hemos perdido mucho tiempo por hacer las cosas deprisa.

Un embarazoso silencio se apoderó de la estancia. Fue Grace Carter la que se dignó a romperlo.

—Ya están con el teléfono móvil de la víctima. Estaba relativamente cerca del cadáver, en un área pasado el lago que no escudriñamos a fondo. Fue golpeado y el agua entró dentro y ha dañado la placa base y la memoria. Además ha estado mucho tiempo a la intemperie y los padres no saben la clave del terminal de su hija. Pero hemos logrado obtener de la parte posterior, que estaba en contacto con la hierba, y por tanto más protegida, tres huellas de tres personas distintas.

—¿Tres huellas? Eso puede ser decisivo.

—No lo tengo tan claro, pero al menos es un indicio que sumar a la investigación.

—¿Sabemos a quiénes pertenecen las huellas?

—Sí, lo sabemos. Una es de la propia Abigail, otra es de su padre y la última es de Emma Ward.

Worth no pudo contenerse y lanzó un duro golpe con sus dos puños cerrados sobre la mesa, que rebotó casi un palmo del suelo.

—¡Mierda, no sé qué demonios estamos esperando para detener a esa chica! —exclamó, fuera de sí.

—Debes calmarte, Jim —prosiguió Carter—. El asesino lo más probable es que usara guantes. No hemos encontrado ninguna otra huella hasta la fecha. Tampoco en la caracola aquella que hallasteis Ethan y tú. Era su amiga, de modo que no nos podemos precipitar.

—Comprendo tus reservas, Grace, pero son debidas a que te falta mucha información. Lo mejor será que ahora nos expliquemos nosotros.

Jim y yo invertimos la siguiente hora en relatar, más o menos, todo lo que sabíamos. La investigadora y el otro detective nos escucharon con atención, pero también percibí en sus rostros el grado de estupor que les embargaba.

—Vaya, ahora tenemos que la coartada de Bailey se tambalea, que los Ward están metidos, en el mejor de los casos, en un lío de narices y que un profesor en el que nadie había reparado hasta la fecha se convierte en el principal sospechoso —murmuró el detective Jones, acariciándose el mentón con mucha suavidad.

—Exacto. También sabemos que Abby no era una mosquita muerta. No sólo sacaba un carácter duro cuando hacía falta, también era capaz de ser muy discreta cuando deseaba quedar o hablar con una persona en secreto —añadió Worth.

La noche se nos echó encima y los cuatro seguimos trazando hipótesis y sugiriendo líneas de investigación, para coordinarnos entre nosotros y para dar instrucciones al resto de implicados en la investigación. Aunque presentíamos que el final estaba cerca, también éramos conscientes de que no contábamos ni con mucho tiempo ni con pruebas sólidas. Pese a ello no perdimos el ímpetu.

Ya estábamos barajando la idea de irnos a dormir cuando recibí la llamada de Liz. Era muy extraño que me telefonease tan tarde.

—¿Qué sucede? —pregunté, preocupado por su salud y por el embazado.

—Tranquilo. Nuestro pequeño y yo estamos bien —respondió mi compañera, sofocando mi ansiedad de un plumazo.

—Entonces…

—Me he reunido con Mark, que está peleándose con el portátil ese que me habéis mandado. Nos hemos puesto a comentar lo del profesor de matemáticas, que según él encaja con todo lo que está sabiendo del caso. Me ha soltado una tabarra sobre Leonardo da Vinci y su estudio de las medidas perfectas del cuerpo humano y su obsesión por el corazón. La cuestión es que le he pedido que husmease en su pasado, para ver si nos topábamos con algo interesante o que llamase la atención.

Liz, que solía ser muy directa, estaba dándome demasiadas explicaciones. Mi diafragma amenazaba con reventar mis pulmones mientras ella se explayaba con serenidad.

—Es fabuloso. Pero, por favor, si me estás llamando a estas horas es porque hay un motivo muy concluyente.

—No iría tan lejos, pero a mí me ha mosqueado bastante. A Gabriel Johnson le diagnosticaron TPOC, y aunque tú eres el experto y yo una simple meritoria en estos asuntos, ambos nos hacemos cargo de lo que puede significar. Nada bueno…