Capítulo XI
Worth y yo tomamos la Interestatal 70 en dirección a Salina. Sabía que aquella autopista y aquellos paisajes se iban a convertir, al menos durante unas semanas, en algo cotidiano, de modo que me propuse, como entretenimiento, ir descubriendo detalles nuevos en cada trayecto.
—No dieces nada. Imagino que Grace te ha dejado sin palabras.
No quise reconocer que mis reflexiones eran, por desgracia, mucho más mundanas y banales. Me avergonzaba de mí mismo.
—Sí. Es todo muy extraño —dije, casi sin pensar.
—Pero al menos tienes más datos para configurar el perfil del culpable. Ya sé que no estamos frente a un asesino en serie y que una sola escena del crimen no es suficiente para ti, pero poco a poco vamos acumulando información.
Abandoné mis absurdas cavilaciones y me centré en lo que comentaba el detective. Tenía razón en las dos cosas: me faltaban referencias para crear un perfil fiable, pero el asesino había sido tan particular en su forma de actuar que sí que podía hacerme una idea aproximada de su carácter y de aspectos de su personalidad.
—Un perturbado obsesionado con la perfección y con el arte —murmuré, repitiendo las palabras exactas que había pronunciado la investigadora en su despacho hacía sólo unos minutos—. ¿Tienes a alguien así en esa carpeta con decenas de sospechosos?
—Creo que no. Lo mejor será que le echemos un vistazo al regresar de Salina. Pero ya te adelanto que, al menos a través de los informes, no vas a encontrar nada semejante.
—Es que no me encaja con una persona joven. Justo ahora vamos a ver al ex–novio de Abigail, y sólo por su edad ya lo estoy descartando. Me desagrada ir cargado de prejuicios a una entrevista.
—¿Qué idea tienes?
—No sé. Un individuo culto, de mediana edad, con algún trauma no superado que ha sabido mantener a raya durante su existencia y que por culpa de Mitchell regresó para estallar de la peor forma.
—Tenemos al menos uno que está en la lista de cinco que nos hiciste darte. Carter lo tiene entre ceja y ceja casi desde que lo vio por primera vez.
—El profesor de la Universidad de Wichita… —propuse, inseguro, pues era el único que podía ajustarse.
—Sí, un tipo curioso.
—Tendremos que acercarnos a la universidad —sugerí, dando a entender que no podíamos demorar aquel viaje demasiado tiempo.
—Mataremos dos pájaros de un tiro. El profesor y el entrenador del equipo de baloncesto. Este segundo no lo veo ni culto ni muy perfeccionista, si descontamos la ejecución de un tiro libre —dijo Jim, intentando salpicar con una pizca de humor la conversación—, pero encaja con lo de un sujeto de mediana edad que puede haber sufrido en la infancia y que encontró en Abby una referencia.
—Sólo estoy elucubrando en voz alta. Tengo que trabajar más a fondo el perfil, de modo que tampoco me hagas mucho caso —repliqué, pensando que estaba deseando recibir los mails de respuesta de Liz y de Mark y, por supuesto, la confirmación de que Tom se incorporaba ya mismo a la investigación.
—Vale, vale… Pero, ¿cómo pudo una joven de veintipocos años trastocar la vida de un hombre culto hecho y derecho?
—Quizá la vinculó con un amor de juventud fracasado e intentó con ella quitarse esa espina clavada en su orgullo. La cosa desde luego salió mal.
—Hay crímenes machistas y pasionales casi todos los días, pero no con esta parafernalia.
—Por eso considero que hay un trauma profundo. Quizá ni el mismo asesino sea consciente de lo que hace. O a lo peor es mucho más inteligente de lo que pensamos y está jugando a despistarnos. No deseo descartar ninguna posibilidad.
—En tal caso limpia tu cerebro y encara el encuentro con Samuel Reed sin recelos.
Tomamos la salida de Salina y bajamos por la calle Ohio hacia el sur de la ciudad. Cuando dejamos a nuestra derecha la zona en la que se hallaba el hogar de los Mitchell sentí una leve sacudida en el estómago. Mi amigo Jim conducía con la mirada puesta en el frente, pero imaginé que en sus entrañas se estaba desatando un terremoto. En los dos casos en los que había trabajado con él anteriormente me había encontrado con un detective más sereno y, desde luego, mucho menos implicado en el plano emocional. Ahora se habían dado la vuelta las tornas.
Aparcamos en una zona de casas modestas y pequeñas, de una altura. Había muchas que eran modelos prefabricados con materiales de baja calidad. Pese a todo se respiraba un ambiente tranquilo y los jardines presentaban un aspecto cuidado.
—¿Estamos en un mal barrio? —pregunté, mientras seguía los pasos de Worth, que se dirigía con paso firme hacia una vivienda de color marrón con una estridente puerta en tonos rosáceos.
—En absoluto. Gente trabajadora, que quizá llegue con lo justo a final de mes, pero que no quiere problemas. Aquí no hay líos, Ethan.
El detective me presentó a la señora Reed, la madre de Samuel, y después al chico. La madre insistió en quedarse con nosotros durante el encuentro. No había contratado a un abogado ni nada porque sabía que su pequeño era inocente, pero tampoco deseaba dejarlo a solas con dos agentes. Según me había comentado Jim tanto ella como el joven siempre habían colaborado y jamás habían puesto la mínima objeción u obstáculo.
Samuel Reed me pareció un muchacho agradable y que se comportaba de una forma natural. Mi presencia no le puso nervioso, aunque había estado con muchos psicópatas y una de sus características es la imperturbabilidad. No sienten las emociones como el resto de los mortales y lo que hacen es fingir la mayor parte del tiempo para alcanzar sus fines, sea al precio que sea.
—¿Por qué se rompió la relación? —pregunté, como asestando un golpe, una vez consideré ya se había creado un clima de confort entre los cuatro.
—Fue Abby. No me dio muchas explicaciones. Y tampoco oportunidades.
—Eso tuvo que sentarte mal —sugerí.
—Más bien me dolió.
—¿Qué razón te dio?
—Que había otra persona. Que lo más honesto que podía hacer era cortar conmigo y permitirme encontrar a una chica que me quisiese.
—¿Otra persona? —inquirí, mientras tomaba notas y observaba a la señora Reed, que escuchaba con la cabeza gacha y los labios ligeramente apretados. Su marido había fallecido hacía siete años y ahora tenía que enfrentarse a aquello. No tenía que estar siendo un plato de buen gusto.
—Eso me dijo. Yo creo que era una excusa. No pienso que hubiera nadie. Desde que lo dejamos ni sus padres ni sus amigos la vieron con ningún chico. Sólo había dejado de gustarle y no encontró otro modo de romper.
El joven hablaba despacio, con sosiego, tratando de explicarse lo mejor posible. Me fijé en sus gestos y no delataron ni inquietud ni ningún otro rastro de culpa. También me pareció afectado y sensible.
—¿De verdad nunca has pensado en alguna persona con la que pudiera estar saliendo?
—Al principio sí, claro. Pero después, con el paso de las semanas, dejé de hacerlo. Y antes de que pudiera comerme más la cabeza desapareció —murmuró, con pesadumbre.
Insistí un rato más sobre ese tema, pero no pude arrancarle nada. Para rebajar la tensión estuvimos charlando acerca de su empleo precario en un complejo deportivo ubicado muy cerca de su casa, que contaba nada menos que con 8 campos de béisbol, en los que entrenaban desde adultos hasta chiquillos que apenas podían sostener un bate. Le hablé de mi pasión por los Giants de San Francisco, que en realidad era la de mi padre, y con eso el ambiente se hizo mucho más distendido y pude conocer mejor el carácter de Samuel. No tenía la impresión de estar manteniendo una conversación con un asesino frío, metódico, obsesivo y calculador. Pero ya había metido la pata en otras ocasiones y mis alarmas no se relajaban como dos años atrás. Me había convertido en un ser mucho más desconfiado.
—Samuel, debo ser sincero contigo, como tú lo estás siendo conmigo —manifesté, jugando mi última mano del día y apostando todo lo que tenía en ella—. Lo cierto es que tu coartada es muy frágil, ya me entiendes.
La señora Reed, que había permanecido cabizbaja y en silencio todo el tiempo, dio un pequeño respingo y me clavó la mirada.
—Pasó toda esa tarde conmigo. No salió de casa y nos fuimos a dormir. Lo puedo jurar mil veces sobre la sagrada Biblia —profirió, exaltada.
—Sí, es cierto. Pero usted es su madre. ¿No hay nadie más que corrobore esa versión? Sólo estoy intentando tachar a su hijo de una larga lista de sospechosos —musité, mostrando una hoja de mi cuaderno al azar plagada de anotaciones.
Samuel le hizo un gesto a su madre para que se tranquilizase y después me encaró, con el rostro desdibujado por el dolor.
—Señor Bush, yo no maté a Abby. Y mucho menos le hice las cosas esas que se cuentan por ahí. Yo no le he hecho daño a nadie en toda mi vida. Todavía sigo enamorado de ella y tantos meses después aún tengo pesadillas con todo lo sucedido. No pierda su tiempo conmigo y encuentre al animal que nos arrebató, a todos, a un ser tan angelical. Se lo ruego.
La conversación se prolongó por espacio de una hora más. Deseaba conocer a Mitchell desde el punto de vista de aquel joven que había sido su pareja durante algún tiempo. Sólo tuvo palabras de afecto y elogio hacia Abigail. No dejaba de resultarme chocante que no le guardase ni un mínimo de rencor por haber cortado la relación, pero tampoco parecía fingir. Si me atenía a la entrevista y a los datos con los que contaba hasta el momento debía descartar a Samuel de la lista. Fue lo que le dije a Worth nada más salir de casa de los Reed.
—Tú eres de los que nunca da nada por sentado.
—No te creas. Liz siempre me critica justo por lo contrario. Me encanta estrechar el círculo lo antes posible —manifesté, con sinceridad.
—Yo tampoco creo que haya sido este chaval, pero sorpresas mayores nos hemos llevado. No hace falta que te recuerde…
Interrumpí a mi amigo Jim con un gesto. Ambos sabíamos a qué se estaba refiriendo y yo no deseaba hablar de aquello. Prefería seguir con los cinco sentidos centrados en la investigación del asesinato de Abigail. Ya era suficiente tortura para mi mente estar de nuevo en Kansas.
—Me ha parecido franco en sus respuestas, incluso noble. Y cuando hemos estado en su habitación no había nada que despertase mis alertas, al menos a la vista.
—Tendrás que convencer a Jones. Está entre sus dos candidatos con más papeletas. Según su punto de vista lo único que hace es fingir, pero en realidad mató a Abby por despecho. Alguien le comentó que durante la secundaria había tenido un problema con una novia y que tuvo un comportamiento extraño durante semanas.
—¿Llegó a emplear la violencia? —pregunté, interesado, y siendo consciente de que tenía que emplearme a fondo para conocer el pasado de los principales sospechosos.
—No, no fue tan lejos. Sólo dejó de hablar con todos sus compañeros y se retrajo. También hacía dibujos un tanto singulares con carboncillo y suspendió algunas asignaturas. Poco más.
—Eso y nada es casi lo mismo. Si no llegó a increpar a la chica y tampoco manifestó impulsos violentos u odio lo puedo llegar a comprender en un adolescente.
—Está claro. El problema es que tampoco te creas que el resto de sujetos de la lista te vaya a sorprender. No son de los que llevan escrito en la frente: soy un puto asesino —manifestó Worth, dando un golpe suave sobre el salpicadero.
Recordé los casos en los que había estado implicado, de un modo directo, en el pasado. Nadie llevaba eso que sugería mi amigo escrito en el rostro, por desgracia. Muchos homicidios, la mayoría, son resueltos en apenas dos o tres días. La policía es mucho más eficaz de lo que la ciudadanía supone. Pero es verdad que son crímenes en los que el culpable tiene una relación muy directa con la víctima: un familiar, un miembro de una banda o un grupo de mafiosos que ajustan cuentas entre ellos. Luego están los que cometen auténticos perturbados, que aunque maten a desconocidos no se molestan en ocultar las pistas que conducirán hasta ellos. Al principio era complicado cazarlos porque costaba relacionarlos con los homicidios, pero ya por aquel entonces se les detenía con relativa facilidad. Los asesinos en serie organizados eran mi especialidad, y se me asignaban muchos de estos casos. A mis 32 años me había convertido ya en un experto en la materia, y mi jefe, Peter Wharton, consideraba que tenía un alto potencial por explotar que si mi necedad no lo impedía reportaría grandes beneficios, tanto al FBI como a la comunidad. Gracias a la fortuna y la colaboración de muchos otros agentes, había resuelto varios casos complejos. Pero en el fondo de mi ser me sentía relativamente cómodo con ellos, pues me enfrentaba a algo a lo que estaba habituado y para lo que había sido formado a conciencia. Mientras Worth conducía en silencio, de regreso a Topeka, me torturaba la idea de que estuviéramos ante un tipo de asesinato que se da con poca frecuencia, y que por tanto es muy difícil de resolver: el que comete alguien que apenas ha tenido contacto con la víctima, y pese a todo la odiaba lo suficiente como para acabar con su vida. Estos curiosos sujetos muchas veces, una vez saldadas de un modo brutal las cuentas, se reincorporan a sus quehaceres cotidianos sin apenas perturbarse y son capaces de llevar una existencia de lo más normal, sin volver a cometer un delito jamás. Así de compleja e insondable es la mente humana.
—No te olvides de Juliet, por favor —dijo de súbito Jim, dándome un buen susto, cuando ya estábamos cerca del Departamento de Policía.
—Casi me matas. Estaba dándole vueltas a la cabeza y ya no sabía ni dónde diablos me encontraba.
El detective lanzó una sonora carcajada. Me agradó verlo reír así, aunque fuese a mi costa.
—Genial. Necesitamos que ese cerebro privilegiado se ponga en marcha. Es una pena que no cuentes con más virtudes —murmuró Worth, sin dejar el tono jocoso.
—No te falta razón. No sé ni cómo personas como tú o Liz me tenéis aprecio.
—En realidad disimulamos —dijo el detective, guiñando un ojo—. No seas estúpido, vales mucho más de lo que crees. Pero hay algo por ahí, no sé bien el qué, que te bloquea y que impide sacar al verdadero Ethan. Yo lo veo, y Liz también. Ahora que vas a ser padre deberás cambiar, muchacho.
Yo siempre había sido un poco diferente. Como todo individuo con altas capacidades me había costado adaptarme a la sociedad y seguir las pautas convencionales. Mi padre había sido clave en el proceso de mi adaptación al medio. También mis elitistas estudios en la Universidad de Stanford me habían permitido comprender mejor a los demás y comprenderme a mí mismo. Quizá había encontrado la senda adecuada, después de muchos palos de ciego. Pero el día que atropellaron a mi padre, el día en el que lo asesinaron, todo cambió de repente. No sólo dejé de correr durante muchos años, también dejé de sentir, también comencé a mirar al mundo como un lugar inhóspito en el que sólo merecía la pena dedicar mi tiempo en atrapar a canallas como los que habían acabado con la vida de mi progenitor. Y en verdad la sociedad no es tan cruel, ni mucho menos. Los malos son pocos, pero causan un daño inmenso e irreparable. Pero estaba lejos de comprender aquello y todavía desconfiaba de la mayor parte de la gente con la que me topaba. Y eso me convertía en un auténtico memo.
—Sí, tengo que cambiar mucho, Jim. De todos modos, gracias por fingir que me aprecias —mascullé, forzando una sonrisa.
Cuando llegamos al Departamento de Policía de Topeka Worth me instaló en una sala de interrogatorios que estaba libre. No había despachos vacíos, e incluso algunos detectives novatos tenían que compartir una misma estancia.
—Lo siento, es lo mejor que puedo ofrecerte. Sé que necesitas intimidad.
—No te preocupes. Entre la habitación del hotel y estas cuatro paredes con ese enorme e intimidador espejo de visión unilateral tengo de sobra para apañarme —dije, bromeando.
—Sé que no eres muy amigo de las nuevas tecnologías, pero te he conseguido un terminal conectado a la central y una conexión de fibra que va a las mis maravillas.
Le mostré al detective mi Smartphone, algo desfasado, uno de mis cuadernos Moleskine y un bolígrafo de plata de diseño que Liz me había regalado por mi cumpleaños.
—Te lo agradezco hasta el infinito, pero lo más seguro es que pueda bastarme con esto.
—Eres incorregible. Me voy a ver a Grace y a Andrew y a preparar nuestras siguientes visitas. No te olvides de la espiritista —dijo Worth, sin esperar a mi réplica.
Lo primero que hice fue consultar mi correo. Liz me mandaba un amplio informe con varias conclusiones y me sugería que investigase a gente que hubiera buscado a través de la Red productos para provocar una parálisis muscular. Aunque sospechaba que nuestro objetivo tenía amplios conocimientos de medicina, no podíamos descartar que en realidad fuera un profano que se hubiera preparado para aquel crimen en concreto. Sabía que era una línea que los forenses informáticos de Kansas habían abierto, pero que no habían obtenido muchos frutos debido a la complejidad de la investigación y a las trabas legales que este tipo de análisis conlleva. Mark, por su parte, insistía en su hipótesis de que el chiflado que buscábamos estaba obsesionado con la dichosa novela El Código Da Vinci, pues en ella también aparecían referencias tanto a la sección aurea como a la secuencia de Fibonacci. Si no era así, al menos debía poseer amplios conocimientos de matemáticas y/o de historia del arte. Debían formar parte de sus obsesiones, aunque él no era un experto en psicología y esa parte me la dejaba a mí.
Tras responder a mi compañera y a mi colega, aportando nuevos datos y proponiendo que realizasen más indagaciones, algo que ni mi superior ni nadie en el FBI me había autorizado, me cargué de energía y telefoneé a Juliet. Me atendió con gran amabilidad y me aseguró que si le daba sólo un par de días para dejar ordenados algunos asuntos se plantaba con gusto en Topeka para echar una mano. Cuando colgué tuve la extraña sensación de que esperaba mi llamada. Antes de que pudiera seguir discurriendo acerca de semejante disparate la vibración insistente de mi celular me trajo de vuelta al mundo real.
—Buenas tardes jefe.
No me hizo falta mirar quién me telefoneaba. Aquella voz era inconfundible. Se trataba de Tom.
—¿Conseguiré alguna vez en la vida que dejes de llamarme jefe?
—¿Conseguiré yo que te ciñas a las reglas y respetes las normas, como un buen agente del FBI debe hacer?
Touché. Ninguno de los dos teníamos remedio. Él al menos tenía la fortuna de que sus virtudes superaban con creces a sus defectos. Mi caso era justo el contrario.
—Mejor olvidamos el asunto. Espero que tengas buenas noticias…
—Claro que sí. Ya tenía ganas de un poco de acción. Aquí el aire acondicionado va intoxicando lentamente mis pulmones. Nada como una excursión al medio oeste para desentumecer los músculos.
Así se tomaba Tom las cosas. Era un tipo duro que había tenido una infancia y una adolescencia más que difíciles. Para él los asesinatos formaban parte de la vida y estaban en la esencia del ser humano. Aquel aspecto de su carácter en ocasiones me sacaba de quicio, pero en verdad era justo lo que se precisaba para desempeñar las funciones que él realizaba. Era capaz de ser frío hasta el cero absoluto y de mezclarse con la gente de la peor calaña sin que nadie sospechase que estaban ante un agente especial del FBI.
—¿Cuándo llegas?
—Mañana.
—Tan pronto…
—Estaba preparado. Sabía que no podrías salir adelante sin mí. No te quejes, estás encantado.
—Es genial. Iremos al aeropuerto a recogerte.
—No perdáis el tiempo, por favor. Alquilaré un coche y así tendré un poco de libertad. Seguro que no has solicitado mi intervención para que me ponga a ordenar papeles en una oficina.
—No, no precisamente. Perfecto. Pilla un Chevrolet Spark color lima.
En las dos ocasiones en las que había estado en Kansas había alquilado ese vehículo discreto y diminuto. Se había convertido en una manía y deseaba volver a utilizar el mismo coche, aunque en esta ocasión no fuera yo el que realizase el arriendo.
—¡Estás loco! Ni hablar. Menuda mierda. Para una vez que tengo un poco de libertad. Además, sé por dónde va la cosa y no me gusta un pelo. Déjalo en mis manos y olvida de una vez a los Nichols.
Nada más escuchar aquel apellido el estómago se me hizo añicos. Estar en Kansas ya era duro, pero recordar el pasado era algo mucho peor. Tom me había calado al instante.
—Haz lo que quieras. Reserva un hotel en Salina.
—¿En Salina? Pero Worth y tú estáis en Topeka.
—Por eso mismo. Estamos a más de una hora en coche de la ciudad en la que vivía la víctima. No te quiero por aquí. Te quiero metiendo las narices allí, hurgando en la vida y en el pasado de esa chica como sólo tú sabes hacerlo. Hay algo oscuro en Abigail Mitchell que o nadie me cuenta o nadie de su entorno sabía. Tú lo vas a descubrir, no me cabe ninguna duda.