Capítulo XX
No era la primera vez que el señor Ward era señalado como posible autor del crimen de Abby, pues ya el propio Tom me lo había sugerido de un modo inocente nada más llegar a Kansas, aunque yo había mandado al cuerno dicha teoría por disparatada. Ni siquiera había sido investigado.
Worth, mi colega y yo nos quedamos en el parking, debatiendo qué era lo mejor que podíamos hacer y qué podía haber motivado al cirujano. Pensábamos que tres posibilidades eran viables: que aunque su hija no fuese la asesina hubiera destruido la nota para evitar que se centrasen en ella las pesquisas; que Emma fuera la culpable y su padre lo supiese, de tal suerte que se había convertido en encubridor y, quizá, cooperante; y la más alocada, que el propio señor Ward, ante la enemistad creciente entre su pequeña y Abigail, o por otro motivo aún por desvelar, había sido el homicida.
Jim insistía en solicitar una orden de arresto, e incluso un registro de parte del Centro Regional de Salud. Yo tenía muy claro que ningún juez iba a autorizar aquello, y menos tratándose de una familia tan influyente en Salina. No teníamos pruebas, ni siquiera evidencias, sólo el testimonio de una enfermera arrancado por un agente del FBI que se hacía pasar por un periodista en apuros. En definitiva, conjeturas muy endebles que, de momento, no nos llevaban a ninguna parte.
Como yo seguía en mis trece, telefoneé a Mark desde un pequeño restaurante a las afueras, al que decidimos trasladarnos para poder mantener una reunión informal sin estar expuestos a la vista de cualquiera.
—¿Has podido obtener algo de ese portátil? —le pregunté, apenas le había terminado de saludar.
—Tú en ocasiones te crees que soy el genio de la lámpara maravillosa…
—Eso es lo que deseo.
—No, casi nada. Usaba un sistema de chat encriptado y un navegador, Tor, que dificulta mucho el rastreo de las comunicaciones y de la IP del usuario. Lo bueno es que al darme acceso al nodo de conexión exacto del ordenador y a algunos días y franjas horarias concretas sí que he descubierto algo, aunque no sea aún suficiente.
—¿Qué has averiguado? —pregunté, intuyendo que la respuesta aclararía bastante las cosas.
—Las tres veces que he podido rastrear intercambió información con alguien ubicado en la misma ciudad. Fueron conversaciones breves. No creo que llegue a descifrarlas, pero quizá sí pueda ser capaz de concretar más desde dónde se conectaba la otra persona.
—Genial. Mientras estrechas el cerco, ¿a qué ciudad te refieres?
—Whichita. La chica siempre chateaba con una persona que se conectaba desde allí.
Con el alma en vilo, le supliqué a Mark que continuase trabajando al máximo. Me replicó que tenía mil cosas que hacer y que no era el único que le apretaba las tuercas. Recurrí a mi parte más zafia y le recordé que yo, y no el resto de agentes del FBI, había logrado, hacía poco tiempo, que le aumentasen un poco el salario. Funcionó.
—Buscaré el modo de recompensarte.
—No me seas pelota, Ethan. Ambos sabemos que tu margen de negociación es muy angosto.
No estaba en condiciones ni de rebatir al informático ni de contrariarlo. Me despedí de la mejor manera que pude y trasladé a mis compañeros de mesa la nueva información.
—Esto es de majaras —musitó Worth, apretando los puños—, nada tiene sentido. Ahora nos toca pensar en el profesor Bell o en el entrenador Kelly, cuando tú mismo te diste cuenta de que no me faltan los motivos para descartarlos.
—Para mí sí. Y no estoy pensando en ellos.
—¿Quién tienes en la cabeza? —preguntó Tom, que se había incorporado el último a la investigación y al que, por descontado, se le estaba atragantado la cantidad de información que había recibido en tan poco tiempo.
—El profesor Johnson, el matemático. Es el único que encaja con el perfil que he elaborado.
—¡Joder, Ethan! Me discutes que solicitemos una orden de arresto contra Emma, que sabemos que tenía motivos para matar a Abby y que ahora descubrimos que no sólo tenía acceso al rocuronio, sino que además desaparecieron dos frascos de esa sustancia en el hospital en el que trabaja, ¿y estás centrado en un tipo que no figura en ningún lado? —inquirió el detective, enojado.
—Jim, aunque Liz piense lo contrario, no creo que esa chica fuera capaz de hacer una carnicería semejante a su amiga.
—Es enfermara, no lo olvides. Y quizá esté más fuerte que tú. Además, la ira saca lo peor de cada uno de nosotros.
El celular de Worth sonó y tuvimos que aplazar la discusión, que había llamado la atención de los pocos clientes del local. El rostro de mi amigo se quedó blanco, como un manto de nieve recién caída bajo los rayos del Sol. Mantuvo una conversación de diez minutos que concluyó con un: “Nos vemos en Topeka en un par de horas”.
—¿Qué ha pasado ahora? —pregunté, pues apenas había sido capaz de seguir la charla telefónica.
—Novedades.
—Menudo día, es como si se acabara de desbordar un río cuyo cauce llevaba amenazando meses con romper los diques —comentó Tom, haciendo gala de su oscuro sentido del humor.
—Era Andrew. La oficina del sheriff de Saline le ha comunicado a Grace que han encontrado el móvil de Mitchell. En efecto, tal y como había dicho la médium, no estaba muy lejos del lugar en donde se encontró el cadáver. Sólo media milla más al oeste. Es un fallo imperdonable por nuestra parte, imperdonable —masculló Jim, alicaído.
—¿Está en manos de los forenses? —pregunté, para desviar la atención de mi amigo y lograr que se centrase en lo importante.
—Sí. Tiene un fuerte golpe y se nota que ha estado mucho tiempo al aire libre, pero van a tratar de sacar huellas e información, si es que consiguen encenderlo y desbloquearlo.
Yo no me había visto afectado, pero el FBI había tenido problemas con determinados fabricantes en varios casos a la hora de conseguir que nos dieran acceso a terminales que habían quedado bloqueados, con toda la información encriptada de un modo muy robusto.
—Es una noticia fabulosa —dijo Tom, que se había percatado del estado de abatimiento de Worth y deseaba contagiar el ambiente con su animosidad característica.
—Por supuesto —continuó Jim—. Pero hay más.
—¡Más! —exclamé, estupefacto.
—Andrew ha conseguido un testigo mientras estaba en Junction City que asegura que Bailey sí abandonó su apartamento el día de la desaparición de Mitchell. No estuvo toda la tarde jugando a la consola, como ha sostenido desde el principio, por lo visto. No nos ha contado la verdad.