Capítulo VIII
Casi al anochecer de ese mismo día un equipo de forenses visitaba la escena del crimen para estudiar cada palmo de terreno en busca de alguna evidencia. Worth y yo, entretanto, nos quedamos en una sala del Departamento de Policía de Topeka reunidos con otro detective, Andrew Jones, y con la investigadora Grace Carter. A ambos les pareció más que sospechoso que justo en el mismo lugar en el que habían dejado el cuerpo de Abigail Mitchell apareciese aquella curiosa concha seccionada. Todavía no los conocía a fondo, pero ya empezaba a hacerme una idea del carácter de cada uno.
—Jim tiene razón, y puede tratarse de una maldita casualidad, pero es algo más que improbable. No pasa tanta gente por esa zona en estas fechas, y menos para dejarse olvidada esta cosa —sugirió Carter, que observaba las fotografías que Worth había tomado del caparazón, pues ya no lo teníamos en nuestro poder, al haber sido enviado para que le realizasen un concienzudo análisis.
—Y de qué se trata… ¿Un mensaje del asesino? ¿Un gesto de arrepentimiento? ¿Una broma de mal gusto con la que hacernos perder el tiempo? —preguntó Jones, un tipo duro, de rasgos muy marcados y tez oscura, demasiado para Kansas. Parecía sacado de una película de matones que se ganan la vida en los peores distritos de Miami dando palizas. Contrastaba mucho con el temperamento de mi buen amigo Jim.
—Ahora mismo no lo sé. La posición en la que dejó el cuerpo ya supone todo un misterio, y esto quizá puede confundirnos; pero a la larga arrojará más luz sobre la personalidad del asesino —respondí, intentando aparentar que dominaba, hasta cierto punto, la situación. En realidad estaba muy perdido todavía y necesitaba tiempo para reflexionar.
—Tenemos que colocar unas cámaras ocultas entre la maleza. Con visión nocturna. No descartemos que ese desgraciado regrese con relativa frecuencia allí para recrear su fantasía —apuntó la investigadora.
—Es imbécil o qué… ¿Volver una y otra vez hasta que un día nos encuentre con las esposas listas para colocárselas? —espetó Jones.
—Grace tiene razón. Los asesinos suelen retornar al lugar en el que cometieron sus crímenes. Los hay que lo hacen para revivir esa experiencia tan terrible, pero también otros que se sienten culpables y desean expiar su pecado —aduje.
—Y en este caso, ¿a cuál de las dos opciones nos enfrentamos? —inquirió Worth, que estaba agotado y cuya voz apenas resultaba audible en la estancia.
—Creo que al segundo. El primero es más propio de los asesinos en serie. Pienso que este individuo no ha matado en el pasado. Este es su primer homicidio. No sé si lo hará en el futuro, pero tengo la certidumbre de que no lo ha hecho con anterioridad. No hay un modus operandi similar en el ViCAP, y un asesino en serie, da igual que sea organizado o desorganizado, sigue un patrón muy marcado. Sus traumas, sus fantasmas mentales y su primer crimen sellan el resto de su trayectoria sangrienta —conjeturé, arriesgando más de lo que debía.
—Al final has dado, nada más llegar, con una posible evidencia —dijo la investigadora, que me trataba con respeto y con un punto de admiración—, aunque no esté confirmado. ¿Qué es lo que necesitas de nosotros?
—Me gustaría que acotaseis el listado de sospechosos. Son muchos, y no dispongo de tanto tiempo. Quisiera entrevistar a cinco o seis. Los que juzguéis que tienen más puntos según vuestra opinión. Lleváis metidos en esto cinco meses y yo sólo puedo echaros una mano. Al final los que vais a pillar al culpable seréis vosotros. Yo soy una anomalía en toda esta pesadilla y mi misión es arrojar un poco de luz desde la base de mi experiencia —manifesté, con sinceridad, pero al tiempo deseando ganarme la confianza del detective y de la investigadora.
—El ex-novio y un compañero de trabajo de la guardería en la que trabajaba, en Junction City —soltó casi sin pensar Andrew Jones. Era un tipo impulsivo y espontáneo.
—Yo sin embargo creo que esto está relacionado con el pasado, con su paso por la Universidad de Wichita. El entrenador del equipo de baloncesto y uno de sus profesores. Esto no es obra de un chiquillo —apuntó Grace Carter, apoyándose contra una mesa y clavando su mirada en el suelo, como si entre las fibras de la moqueta de color claro pudiera discernir la verdad.
Me giré y me quedé contemplando el rostro ajado y somnoliento de Jim. Estaba como en otro mundo, metido en una vorágine de reflexiones internas que lo atormentaban. Parecía querer eludir dar su parecer, pero al fin hizo un gesto con la mano y se dignó a hablar.
—Es una locura, pero su mejor amiga siempre me ha dado mala espina. Me encantaría que la entrevistaras y me dieras tu opinión. Y los que han mencionado mis compañeros serían los siguientes en la lista. Coincido con ellos. Lo malo es que no tenemos pruebas. Sólo chismorreos, indicios leves e intuición. Nada que valga la pena, esa es la triste situación.
—Bueno, no estamos tan mal. Cinco individuos, cinco sospechosos por los que comenzar a indagar y a conocer mejor el entorno de la víctima. Necesito saber lo máximo de esa chica y todo lo posible de estas cinco personas —dije, con seguridad, mientras mostraba la página de mi cuaderno Moleskine en la que había anotado aquellos sospechosos.
La investigadora abandonó la estancia durante unos segundos y regresó con cinco carpetas marrones. Las lanzó sobre la mesa, como si me estuviera retando.
—Tenías las fichas de un montón de sospechosos, pero hemos fisgoneado en la vida de todos ellos. Aquí tienes la información que hemos obtenido, para que puedas preparar bien las entrevistas. Ninguno de ellos ha mostrado reparos a la hora de colaborar, y eso que les hemos dado la lata hasta el hartazgo. Tanto si los citamos aquí como si vamos a verlos cooperarán.
—¿No hay nadie que se haya mostrado esquivo? —inquirí, deseando que por algún lado estuviera la fisura que andaba buscando.
—Nadie. O el tipo que la mató es un auténtico psicópata o ninguno de los que hemos visto hasta la fecha es el culpable. Casi todos han pasado por el polígrafo de forma voluntaria y han superado la prueba sin problemas. Estamos más jodidos de lo que parece, Ethan —respondió Carter, dejándose caer sobre una silla, como si hubiera llegado de darse una paliza en el gimnasio.
—Pues alguien la odiaba. La odiaba mucho. Esa forma de matar es muy despiadada.
—Y sin embargo todos dicen que la adoraban y que no tenía enemigos —manifestó Jones, con un deje de ironía que no me gustó en absoluto.
—Alguien miente, está claro.
—También podemos estar equivocados y que fuera un crimen de oportunidad. Un tarado que se dio de bruces con ella y que decidió jugar un rato —sugirió Andrew, sin dejar el tono sarcástico.
—Eso ya lo hemos descartado —terció la investigadora, rotunda.
—¿Qué opinas, Ethan? —preguntó Worth, que seguía consumido por su propio infierno interior.
—Coincido con Grace. Nada es casual en este homicidio. Ni el lugar, ni la fecha, ni el modo de acabar con la vida de Abigail, ni la posición del cuerpo, ni esa maldita concha que hemos encontrado hoy…
Un agente de policía entró y dijo que Gabriella, la médium con la que se veía la señora Mitchell, estaba en la entrada y que había solicitado ver al agente del FBI que se había incorporado a la investigación.
—Ethan, está en tu mano. Haremos lo que prefieras. Sé bien lo que opinas de estas cosas, de modo que podemos transmitirle con amabilidad que agradeces sus intenciones pero que puede volverse por donde ha venido —dijo Worth.
—No, no; que suba. Pero quiero que os quedéis aquí conmigo. Vamos a terminar con esta historia de una vez, y así nos centramos en lo importante y lo que de verdad nos ayudará a resolver el caso.
El agente de policía se quedó mirando una de las fotografías del caparazón seccionado con interés.
—Una concha de nautilus. Son preciosas —dijo, de un modo anodino.
Los cuatro, casi al unísono, dimos un respingo en nuestros asientos. Yo sentí cómo el pulso se me aceleraba y cómo mis mejillas se inundaban de sangre tibia.
—¿De qué estás hablando? —inquirió Jim, muy exaltado, algo que intimidó al agente.
—Bueno, de esa foto. Yo tengo una muy parecida en casa. Me encanta recoger conchas cuando voy a una playa. Las colecciono. Aunque esa en concreto la compré por internet, en eBay. Me fascina. Creo que representa la proporción divina, o algo por el estilo. Pero no me hagáis mucho caso —contestó el agente, al tiempo que se alejaba de nosotros, pensando que se había metido sin buscarlo en un lodazal—. Voy en busca de la espiritista.
Cuando el policía nos dejó a solas el silencio se adueñó de la estancia por espacio de un largo minuto. Cada uno de los allí presentes cavilaba y sacaba sus propias conclusiones.
—Al final va a resultar que estamos ante una prueba de las que cambian el rumbo de una investigación, de las importantes —dijo al fin el detective Jones.
—Si no os importa, me gustaría librarme de las peroratas de Gabriella y ponerme ya mismo a indagar acerca de esa maldita concha —propuso la investigadora.
Worth me miró a los ojos y yo asentí levemente, con discreción. Al menos que las formas fueran respetadas, aunque la evidencia de los gestos dejara a la luz la tesitura.
—Perfecto. Seguro que no te pierdes nada del otro mundo. Y quizá el asesino ha lanzado un mensaje más complejo de lo que imaginábamos. No estamos en condiciones de malgastar el tiempo —murmuró Jim, dueño en apariencia de la situación.
Apenas Carter abandonó la sala el detective Jones tomó una de las fotografías del caparazón y se puso a observarla con detenimiento.
—Menudo chiflado. Espero que vuelva por allí y lo pillemos con alguna cámara.
Ninguno pudimos replicar porque Gabriella, una mujer menuda y vestida con ropa de colores muy llamativos, irrumpió en la estancia. Worth nos presentó y la espiritista tomó asiento a mi lado.
—Me gustaría hablar con el agente Bush a solas.
—Lo siento, Gabriella. He aceptado de mala gana atenderla, por lo que si desea decirme algo tendrá que ser en presencia de estos detectives. No creo en deidades, no creo en fantasmas y mucho menos en que alguien pueda hablar con los muertos —dije, con severidad.
—Ya, ya comprendo. Yo en realidad no hablo con ellos. Se podría decir que recibo mensajes. Unas veces son nombres escritos en algún lugar, otras imágenes y muy de vez en cuando sueño que me susurran algo.
—Pues ya está tardando Abigail en darle el nombre del indeseable que acabó con su vida —manifesté, usando el mismo tono antipático y agrio.
Gabriella se tomó unos segundos para responderme. Sus movimientos eran suaves, delicados, muy estudiados. La forma de mirar era profunda y su presencia resultaba agradable, pese a la antipatía que yo sentía por aquel tipo de personas.
—No puedo engañarle. Algo me dice que esta vez no podré colaborar con la justicia. Lo he hecho en varias ocasiones, puede consultar aquí mismo. A veces he servido de ayuda y otras no.
—En tal caso deje en paz a la señora Mitchell.
—¿De verdad cree que a Chloe, mientras no hallan al culpable, le vendrá bien que deje de visitarla una vez a la semana?
—Eso depende de qué historias invente.
—No invento nada. Hablamos. Tomamos juntas alguna infusión y si está de humor paseamos. Todos comentan que se encuentra mejor desde que nos vemos. No hago ningún mal.
Mantener aquel debate, encima delante de Worth y de Jones, me incomodaba. Sentía que no íbamos a llegar a ninguna parte, que estaba perdiendo el tiempo de un modo estúpido y que era mi obligación despedirme de aquella mujer de la manera más elegante posible, pues tampoco merecía un trato oprobioso.
—Está bien. Yo no me meteré en sus asuntos y usted, se lo ruego, déjenos hacer nuestro trabajo.
Gabriella me tomó una de las manos. Estuve en un tris de retirarla, como si pudiera contagiarme alguna enfermedad muy infecciosa, pero preferí aguardar y mantener la compostura. Intuía que estaba a punto de despedirse y no deseaba ser el causante de montar un número en la sala.
—Pero he venido a verle porque he soñado que una persona que usted conoce sí que pude colaborar en resolver este horrible asesinato.
O aquella mujer había perdido del todo el juicio o merecía un Oscar a la mejor interpretación del siglo. Su voz sonó sincera, y su tono era el propio de alguien que suplica ser atendido, aunque sólo sea una vez. Pensé en Tom y en Mark, incluso se me pasó por la cabeza Liz. Reaccioné. Estaba cayendo en el juego de una embaucadora y aquello no podía ser.
—¿Qué persona? Es muy sencillo buscar por internet y encontrar en poco tiempo los agentes con los que suelo colaborar. Deje de tomarnos el pelo a todos.
—No creo que sea una agente —murmuró Gabriella, sin perder la calma y manteniendo un respeto hacia mi persona que, posiblemente, ya no merecía—. También puedo estar equivocada, claro. ¿Le suena de algo una tal Juliet?