Capítulo XIV

 

 

 

 

Tuve que aceptar la invitación a cenar de Clarice Brown. Lo que me había revelado podía ser igual una memez que un dato crucial para el progreso de la investigación. La cuestión era que, tal y como ella misma se había encargado de señalar, aquello no constaba en ningún informe. Y era de lo más curioso. Yo ya tenía experiencia con individuos que hacían uso de redes abiertas o ajenas, y lo habitual era que actuasen de esa manera para ocultar algo lóbrego, secreto y, en ocasiones, incluso ilegal.

Llamé a Tom y le dije que por favor me esperase en la recepción del hotel, algo que no le sentó nada bien. Por suerte la cena con la reportera no se alargó mucho y ambos quedamos en mantener una colaboración discreta, como en el pasado. Ya le debía una y aquello me colocaba en una posición incómoda. Si lograba confirmar el dato que me había facilitado me vería obligado a filtrar alguna información a la CBS, y aborrecía tener que llegar a esa clase de tratos. Según Clarice era lo que hacía todo el mundo, pero yo no me acostumbraba a ese tipo de pactos que dejaban a un lado cualquier cuestión ética.

Le pedí a Brown que se quedase un rato en el restaurante, pues no quería que Tom nos viese llegar juntos. Era lo que faltaba. Pese a aparecer solo en el hall me recibió de uñas.

—Si llego a saber que me tendrías aquí plantado casi dos horas hubiera seguido hasta Salina.

—Te pido disculpas. Se han torcido mis planes. Estoy exhausto, de modo que no abuses de mis circunstancias.

—Llevo uno de mis batidos de proteínas en esta bolsa, quizá te vendría bien. Esa dieta tuya a base de judías con tomate y puré de patatas no tiene que ser sana.

—No mes des lecciones de vida saludable. Vamos a mi habitación y trabajemos un rato. Si quieres te puedes quedar a dormir esta noche y ya mañana te hospedas en Salina.

—Después de tantos años estabas tardando en tirarme los tejos.

Tom, el incorregible, el mordaz, el que era incapaz de dejar a un lado su carácter desenfadado hasta en las circunstancias más adversas. El agente que había surgido de los ambientes más sórdidos, sobreviviendo a ellos, hasta convertirse en una pieza clave en el entramado del FBI a la hora de moverse como pez en el agua entre la gente corriente sin ser descubierto. Así debía aceptarlo y así había aprendido a estimarlo.

—Salina queda a más de una hora y media de coche de aquí. Podemos charlar un rato y después largarte, pero no soy tan sádico. Tampoco quiero que te quedes dormido al volante en mitad de la I-70. Al menos hasta que me hayas ayudado a resolver este caso.

—Lo que te decía. Eres único seduciendo a un hombre hecho y derecho como yo. Tendremos que explicarle lo nuestro a Liz cuando volvamos a Washington.

Al llegar a la habitación dejamos de lado las bromas y nos pusimos manos a la obra. En tres cuartos de hora había puesto al corriente a mi colega de todo lo que sabía. Me escuchó con atención y para mi sorpresa no me interrumpió ni hizo ningún comentario fuera de lugar. Había comenzado explicándole que para Worth aquel asunto se había convertido en una pesadilla y que era posible que sólo nos quedasen unas pocas semanas antes de que encarpetaran la investigación y dejaran todo en manos de dos oficinas del sheriff mal dotadas y sin experiencia en estos cometidos.

—Estoy con Jim, esa amiga suya, Emma, resulta sospechosa, y tiene acceso a la sustancia con la que paralizaron a la víctima.

—Pero no encaja en el perfil que he esbozado. Yo más bien estoy pensando en un adulto, quizá en torno a los cuarenta años. Y desde luego con una sólida formación en arte y en medicina.

—¿El señor Ward? —inquirió mi colega, perplejo.

Ni se me había pasado por la cabeza. Tampoco a nadie implicado en la investigación. Era un dislate, pero ya antes me había encontrado con que la persona más inesperada terminaba por ser culpable.

—Pues no, no estaba pensando en él. Me refería al entrenador y al profesor que tuvo en la Universidad de Wichita. Mañana voy a ir allí con Worth.

—¿Mantuvo relaciones con alguno?

—Sólo corrían rumores, chismes, ya sabes cómo son estas cosas.

—Sí, es mi especialidad. Tendré que hacerme pasar por un apuesto universitario.

—Haz lo que debas. Pero empieza por Salina. El señor Mitchell está convencido de que es alguien de allí, y por el contrario la madre cree que fue alguien vinculado con su etapa universitaria.

—Vamos, que no tenemos nada.

—Sí, hay algo que aún no te he contado.

Tom sacudió la colcha de la cama, un tanto disgustado. Quizá estuviera esperando aquel instante desde que yo había llegado con retraso.

—No empecemos, Ethan. Estoy encantado de estar aquí y de poder colaborar con vosotros, pero no te guardes nada. Necesito estar al tanto de todo desde el principio. No me hagas perder el tiempo, te lo ruego.

—He cenado con Clarice Brown, la reportera de la CBS.

—¿Ya la tenemos por aquí?

—Sí. Ha tardado poco en seguir mis pasos.

—En Arizona te dejó en paz.

—Fue un trato. Tenía que haberlo firmado y convertirlo en sine die.

—Ahora ya es tarde…

Le conté a Tom todo lo que sabía. Tenía razón y no podía ocultarle nada, aunque era una costumbre muy arraigada en mi carácter el esconder al menos un as en la manga.

—No aparece en ningún informe.

—¿Te los has leído todos? —preguntó mi colega, descreído.

—Más o menos. Les he echado un vistazo y no me suena. Algo así no lo hubiera olvidado.

—¿Tienes aquí información?

Le señalé con el índice un montón de carpetas que descansaban sobre una de las mesillas de noche de la habitación del hotel.

—Vale. Déjame que me lleve una parte, la que consideres más importante. No puedo arrancar a ciegas.

—Llévate todo —dije, casi sin reflexionar.

—¿Y ese cuaderno azul? No me creo que hayas dejado de utilizar tus Moleskine de tapas negras…

Miré hacia la mesilla que se hallaba al otro lado de la cama. Allí estaba el diario de Abigail Mitchell, que tan amablemente me había prestado su madre.

—¡Joder! —exclamé, alterado.

—¿Qué sucede? Tampoco te pongas así. El azul va mejor con tu personalidad.

—No, Tom. Pertenece a la víctima, y me lo dejó su madre sólo por unos días. He andado tan liado que no le he prestado atención. Me tocará estudiarlo antes de dormir, aunque según Worth no hay nada que merezca la pena.

—Quizá encuentres una explicación a esas misteriosas excursiones a Manhattan para zamparse un sándwich de pollo.

Le hubiera pedido más respeto a Tom por Abigail, pero sabía que en realidad no era su intención resultar desconsiderado con una joven a la que habían asesinado. Sencillamente era su forma de expresarse en la intimidad.

—Me han comentado que no hay nombres, salvo el de su ex–novio y el de su mejor amiga. Ambos residen en Salina. Allí vas a tener que bregarte con ganas para sacar el polvo de debajo de las alfombras.

—Nada nuevo bajo el Sol.

Seguimos conversando un rato y después decidimos que lo mejor era acostarnos. Tom prefirió darse antes una ducha y yo me quedé hojeando la libreta de Abby, por si hallaba cualquier indicio interesante. Lo cierto es que, como me habían advertido, me encontré con un montón de reflexiones sin orden ni concierto que parecían escritas por una chica mucho más joven que la víctima. Tuve la impresión de que Mitchell no había madurado y que sus anotaciones lo dejaban bien claro. Hasta que no llegué a la mitad no me topé con ninguna frase que llamase mi atención. Pero tres líneas casi inocentes me alertaron: «No debería estar aquí, pero he llegado. Ahora sólo queda ser responsable y tomar la decisión más justa. Sé que soy capaz, es mi mejor momento y puedo hacerlo». Para cualquiera aquel párrafo no tendría la menor importancia, pero no para mí. Bien podía referirse a su empleo, o a cualquier otra nadería; sin embargo yo casi de inmediato relacioné aquellas frases con su asesinato.

Tom regresó y me indicó que ya era momento de apagar la luz. Le hice caso y decidí que al día siguiente le llevaría el cuaderno a Juliet, para que estuviera en contacto con alguna pertenencia de Abigail. La señora Mitchell podía esperar un poco.

 

 

Al despertarnos nos tomamos un café y nos despedimos en la entrada del hotel. Tom tenía que comenzar a rastrear por Salina y sus alrededores en busca de cualquier indicio que nos ayudase a componer un puzle al que aún le faltaban demasiadas piezas. Le concedí vía libre para saltarse todos los protocolos y todas las reglas, como otras veces; y como otras veces le prometí que yo asumiría la responsabilidad si algo grave nos sucedía. Confiaba ciegamente en mi colega: sabía que era casi imposible que dejase un rastro, aunque para encontrar una prueba realizase algún allanamiento de morada o abriese sin permiso la taquilla de un centro de trabajo. Lo había hecho en el pasado y siempre habíamos salido bien parados. Protestó un poco, pero no tardó en aceptar mi propuesta. En el fondo le encantaba que le diese carta blanca y que encima me comprometiese a comerme el marrón si las cosas se ponían feas. Yo intentaba alejarme de mi manía de ser una especie de funambulista en la cuerda floja de la ley, pero me seguían faltando madurez y recursos para no recurrir a los atajos más cómodos.

Cuando llegué al Departamento de Policía de Topeka me encontré con un Worth de mejor humor. Le había sentado bien el descanso y preferí no comentarle nada acerca de mi cena con Clarice y de la llegada de Tom. Podía estropear las cosas.

—Hoy nos toca ir hasta Wichita, a la Universidad. Tenemos más de dos horas de viaje, de modo que no perdamos ni un segundo. Como de costumbre por el camino te voy contando qué sabemos del entrenador y del profesor.

No le dije a mi amigo que todos los papeles estaban en poder de Tom, aunque en realidad aquello daba lo mismo: ni los hubiera llevado conmigo ni hubiera evitado que me tuviese que refrescar la memoria.

Tomamos la Interestatal 35 y el detective comenzó a hablarme de Morgan Bell, profesor de pedagogía de Abigail, y de William Kelly, entrenador del equipo universitario de baloncesto, los Wichita State Shockers. Con el primero la joven había mantenido una estrecha relación que había despertado rumores de todo tipo en el campus, hasta el punto de que Bell fue llamado a una reunión con la dirección que no tuvo mayores consecuencias. El segundo era conocido como «Bill el plasta» entre los estudiantes y se encargaba también de la animadoras, de las que formaba parte Abby. Haciendo gala de su apodo el entrenador se había insinuado en varias ocasiones a Mitchell, y por su carácter duro y un pasado un tanto turbio, aunque sin llegar a delinquir nunca, había entrado en las quinielas de sospechosos.

—Ninguno te encaja, ¿verdad? —pregunté, mediado el trayecto que nos separaba de Wichita.

—Pues no. De los cinco que te dimos en su día son los que menos suspicacias me crean. El profesor pienso que lo único que hizo fue llevarse bien con una estudiante, lo que no lo considero un pecado. Si se hubiera tratado de un chaval seguro que no hubiera sucedido nada. Y el entrenador es un tipo duro, un poco desagradable, y que no tuvo la suerte de criarse en un ambiente adorable. Su madre era una borracha y su padre un malnacido que sacudía tanto a su esposa como a su hijo. Se largó de casa con 15 años, lo que ya te hace una idea de que las ha tenido que pasar canutas. No es difícil que todos le apunten con el dedo.

Worth, otro hombre que había tenido que luchar con tenacidad en la vida, comprendía a aquellos sujetos que no se habían encontrado con un camino de rosas y que pese a las circunstancias adversas habían sido capaces de salir a flote. Le molestaban los prejuicios que se formaban de inmediato en contra de esta clase de personas y él los defendía, casi siempre con razón. Pero era complicado no fijar la atención en alguien como el entrenador cuando se ha cometido un crimen violento y los sospechosos escasean. Su expediente resplandecía entre el resto, y no por lo brillante de su pasado.

—De modo que estamos haciendo un viaje en balde.

—No, no lo creo. Está bien que eches un vistazo a la universidad en la que estudió Abby. Es verdad que ha pasado tiempo desde que terminó allí sus estudios, pero no tanto. Nunca se sabe.

—La señora Mitchell piensa que es alguien de Wichita quien acabó con la vida de su hija…

Worth me dirigió una mirada rápida y después volvió a centrar su atención en la carretera. Aquella intuición de la madre de Abigail no cuadraba con sus sospechas.

—Se niega a asumir que la mejor amiga de su hija o su ex–novio, es decir, una persona con la que ella había mantenido un trato habitual y con la que todavía le unen estrechos lazos de cariño pueda haberle hecho daño a su pequeña. Y eso que no conoce la salvajada que perpetró el asesino.

—Es lo normal. Ponte en su lugar.

—Y lo intento, Ethan, te lo aseguro. Pero los dos sabemos bien que el homicida suele estar más cerca de lo que parece. No hace falta recorrer cientos de millas para encontrarlo. En ocasiones basta con andar tres o cuatro manzanas.

—En esas está el señor Mitchell.

—Sí, y yo. Y ahora mismo, con lo que tenemos, la opinión del padre o de la madre tiene el mismo valor; es decir: ninguno.

Estábamos cruzando, a través de la I-35, el lago El Dorado, por lo que barrunté que ya nos quedaba muy poco para llegar a Wichita. Por alguna extraña razón me vino a la memoria Perry Lake, aunque había motivos de sobra para que mi cerebro recuperase la multitud de imágenes que habían quedado secuestradas para siempre en mis recuerdos. Pese a llevar el climatizador puesto, abrí la ventanilla para respirar un poco de aire, que aunque me golpeó con todo su calor en el rostro se llevó lejos de mi mente un puñado de ideas dañinas.

—Pues tanto el entrenador como el profesor encajan mejor que el resto de la lista de cinco con el perfil que tengo delineado.

—Lo sé. Por eso también merece la pena hacer esta excursión. Quizá despejes dudas y regresemos con algo interesante a Topeka.

Entramos a Wichita por la I-35, aunque de inmediato nos desviamos hacia el norte de la ciudad, y subimos por la calle Hillside hasta alcanzar el campus universitario. Como era ya pleno verano el parking principal estaba semi-desierto. Sin embargo, los jardines presentaban un aspecto formidable y daba gusto caminar por las calzadas de hormigón flanqueadas por un cuidado césped y por hermosos árboles. Los edificios de la Universidad estaban construidos con un elegante ladrillo de tonos granates y con amplios ventanales con los marcos pintados de blanco. No había imaginado que la Wichita State University fuera a causarme tan buena impresión.

—Esto es precioso —musité.

—Como has estudiado en Stanford, la mejor del mundo, te crees que una universidad pública no puede dar la talla.

—No quería decir eso —repliqué, aunque en el fondo Worth tenía razón.

—Tienes que descender de los altares, Ethan, y pisar más la calle. Te sorprenderías. Entre que te han tenido entre algodones hasta que te graduaste y que ahora te pasas casi todo el tiempo encerrado en Quántico no tienes una idea clara de cómo es la gente corriente. Y tú no eres un tipo normal.

No quise ponerme a discutir y seguí los pasos de mi amigo, que me llevó hasta un edificio en el que ya nos esperaba Morgan Bell, el profesor de pedagogía de Mitchell. Él nos condujo hasta su despacho, ubicado en la segunda planta. Apenas había actividad y sólo nos cruzamos con un par de estudiantes.

—Esta época es ideal para trabajar. Todo es silencio y uno puede planificar el curso con sosiego —dijo Bell, nada más sentarse tras su mesa, invitándonos a que hiciéramos lo propio en dos sillas que había dispuestas justo al otro lado.

Worth repasó algunos aspectos de la investigación y le dio las gracias por recibirnos. También le indicó quién era yo.

—No deseamos hacerle perder mucho tiempo.

—No hay problema. Tratándose de un tema tan delicado estoy dispuesto a colaborar lo que haga falta.

Me dediqué a formular algunas preguntas banales al profesor, con la esperanza de que fuese bajando la guardia. Me pareció un sujeto con clase, atento, taimado y que era capaz de controlar cualquier situación. Nada que no fuese corriente en un educador. Además, al ser pedagogo tenía conocimientos de sobra para manejarse con cierta habilidad en circunstancias que a cualquier otro le hubiera puesto en un aprieto.

—Señor Bell —dije, tras diez minutos de charla—, no quiero andarme con rodeos. Sabe que se ha rumoreado mucho acerca de su relación con Abigail, de modo que me encantaría conocer su versión de los hechos.

Morgan me respondió que todo eran habladurías, y que lo único cierto era que apreciaba a Mitchell por su valía, nada más. Era una alumna aplicada, que además había mostrado un interés poco común por su asignatura. Se habían reunido en su despacho en varias ocasiones y habían comido en el campus, a la vista de todo el mundo, cuatro o cinco veces.

—El problema es que no es lo corriente. No suelo entablar un vínculo tan estrecho con ningún alumno. Y no es por falta de ganas, ya quisiera yo que todos fuesen como Abigail; es porque los estudiantes de hoy en día apenas prestan atención. Ella era singular. Tenía un gran futuro como educadora.

—Ya, pero sus colegas también sospecharon. Usted tuvo que dar explicaciones, si no estoy mal informado —dije, en un tono neutro, aunque estaba metiendo el dedo en la llaga.

—Aquello se archivó. Pueden buscar la información al respecto. Ni siquiera consta en mi expediente. Es lo malo de cogerle cariño a una alumna brillante, que algunos pueden confundir la realidad.

Repasamos su coartada. El día de la desaparición de Mitchell había impartido clase, aunque había un espacio de tiempo, casi cinco horas, sin justificar, durante las cuales habría podido viajar hasta el lago, realizar la escabechina y regresar a Wichita.

—¿Dónde estuvo todas esas horas?

—Aquí mismo. En este despacho. Por desgracia nadie vino a verme, pero tampoco nadie me vio salir. Es ridículo. De verdad, calcule sólo el tiempo que me llevaría ir y volver de allí. No pueden hablar en serio.

—Casi tres horas —apuntó Worth, al que notaba incómodo y deseando que dejásemos tranquilo al profesor.

—¿Mantuvo el contacto en alguna ocasión con Mitchell tras su graduación? —inquirí.

Bell se rascó el mentón e hizo una larga pausa. Aquella actitud no era normal. Tampoco lo incriminaba, pero la demora en responder no era una buena señal.

—Nos vimos un par de veces.

El detective se quedó pasmado. De inmediato se puso a buscar en su iPad y después me dirigió una mirada que estaba cargada de información.

—¿Por qué no lo había contado hasta hoy?

—Ha pasado ya mucho tiempo. Pensé que si lo decía al principio, cuando todo estaba muy liado y ustedes no paraban de preguntarme por mi relación con Abby, todos los focos se centrarían sobre mi persona. Ahora seguro que tienen más información y me siento más libre para contar toda la verdad.

—Y, señor Bell, ¿cuál es la verdad?

—Que nos reunimos dos veces. Las dos en el mismo lugar. Un café discreto en McPherson, pues es una ciudad pequeña a medio camino entre Wichita y Salina. Además, allí nadie nos conocía, de modo que tampoco seguiríamos alimentando los cotilleos.

—Está bien que se sincere. Ahora debe explicarse.

—Sólo me pedía consejo. Quería prosperar y tenía un trabajo en Junction City que no colmaba sus expectativas. Sólo era eso. Una antigua alumna que busca que su viejo profesor le asesore. Apenas estuvimos una hora charlando.

—Pero, no tenemos ningún registro en sus teléfonos móviles —reconoció Jim, desorientado y facilitando las cosas al profesor.

—Me llamaba al número directo de mi despacho, desde un teléfono público. En ocasiones esquivar a los indiscretos, y por supuesto no me refiero a ustedes, es más sencillo de lo que parece.

—¿Cuándo fue la última vez que se vieron?

El profesor tamborileó con sus dedos, nervioso, sobre la elegante mesa de madera maciza que nos separaba. La respuesta tenía que ser comprometedora.

—En enero. Fue a finales de enero. Por eso mantuve la boca cerrada. Poco después me enteré del crimen y se pueden imaginar mi desolación.

—Y su temor… —murmuré.

—Sí, y mi temor. Yo mismo pensé que la policía no tardaría en ponerme en una lista de sospechosos, aunque fuera algo injusto. Pero también resulta hasta cierto punto lógico.

—¿Estaba enamorada de usted Abigail?

Bell se retorció en su silla, como si aquella pregunta le estuviese quemando por dentro.

—Eso es una estupidez. Me admiraba, desde luego, y le encantaba que hubiera visto en ella sus virtudes, pero no creo que ni tan siquiera se sintiese atraída por mí. Creo que me veía más como a un padre.

—En tal caso, ¿por qué tomar tantas precauciones para verse?

—Porque ella sabía que me había metido en problemas. Aunque ya no era mi alumna prefería no echar leña al fuego y ocasionarme algún perjuicio. Y, la verdad, visto lo acaecido, no le faltaban motivos. Todavía hoy estoy sufriendo las consecuencias.

Tomé nota en mi libreta con parsimonia. El profesor estaba manteniendo los modales bajo control y se mostraba cooperativo, de modo que debía tensar la cuerda.

—Y usted, ¿sospecha de alguien en concreto?

—¿Yo? Apenas conocía el entorno de Abby. No soy el más adecuado.

—Pero tuvo un encuentro con ella poco antes de su desaparición…

—Hablamos sólo de cuestiones profesionales. No me dijo que tuviese miedo de nada ni de nadie. Tampoco creo que tuviese enemigos.

—Y aquí, en esta Universidad…

—Sé a lo que se refiere. También han corrido rumores sobre el señor Kelly. Son tan infundados como los que han vertido sobre mi persona. Yo creo que fue un depravado con el que tuvo la mala suerte de cruzarse. Sucede de vez en cuando. Ustedes son los expertos, pero yo veo las noticias.

No le podía dar detalles a Bell sobre la manera tan salvaje con que habían dado muerte a Mitchell, pero era evidente que no se trataba de uno de esos casos a los que él se refería. Había un odio y un ensañamiento en el crimen que sólo se explicaba desde una relación personal.

—Las noticias suelen centrarse en la excepcionalidad. Lo habitual, lo más corriente, es que el que asesina a otro individuo forme parte de su entorno. Por desgracia es algo tan frecuente que no llama la atención de los medios y por eso es complicado que usted lo vea abriendo portadas en un informativo —declaré, con contundencia.

—Que un profesor asesine a una antigua alumna, ¿le parece lo suficiente anómalo como para salir en televisión?

Tocado y hundido. Desde luego que una noticia así coparía horas y horas tanto en televisión como en radio. Por no hablar de la prensa y de los medios online.

—Claro. No me refería a usted, por supuesto —mentí, para salir del atolladero.

—Estoy dispuesto a llegar hasta donde haga falta. Ya me sometí al polígrafo y ya les dejé que entraran en mi vivienda. Pero me encantaría que este delirio acabase de una vez. Tanto por mí como por la familia de Abby.

Apenas conversamos unos minutos más. Al salir nos recibió el Sol en todo lo alto del cielo y un calor asfixiante que incrementaba la sensación de angustia que me atenazaba.

—¿Qué opinas? —preguntó Worth, mientras caminábamos hacia el extremo noroeste del campus.

—No sé. O este profesor es muy espabilado o dudo que fuera él. Además, su coartada es más firme de lo que parece. Resulta casi imposible ir hasta el lago desde aquí, realizar aquella carnicería y regresar en apenas cinco horas.

—Hice una simulación con Andrew y ni con calzador encaja. Por no contar con que tuvo que mantener una enorme sangre fría para impartir clase como si tal cosa después de haber hecho eso.

—Es verdad. Lo que sí me ha resultado interesante es su confesión de que se vio dos veces con Mitchell, en secreto.

—A mí me ha cabreado. No me gusta que me mientan o que me soslayen información.

Detuve nuestro paseo y tomé a mi amigo del brazo. Había llegado el momento de contarle que me había visto con Clarice Brown.

—Jim, no te lo he dicho esta mañana a primera hora porque te he visto de mejor humor y no deseaba estropear las cosas.

—¿Qué ha sucedido?

—Ayer cené con Brown, la reportera de la CBS. Me contó una cosa sobre Abigail que creo que nadie sabía hasta la fecha.

—Te ruego que te expliques.

—Por lo visto iba de vez en cuando hasta Manhattan a almorzar.

—Menuda chorrada.

—Ya, puede ser. Pero la cuestión es que se conectaba con su portátil a una red abierta del establecimiento, ¿comprendes?

—No sé a dónde quieres ir a parar.

—Pues que se había visto en secreto con su antiguo profesor, citándolo desde una cabina pública y llamando a su despacho. También usaba una red abierta para conectarse, cuando tenía su celular para conectarse cuando quisiese y donde quisiese. ¿Qué chaval va con un portátil por ahí hoy en día?

—Tienes razón. Suena a antigualla.

—La cuestión es que Abby deseaba mantener parte de su vida en secreto. Esas reservas me mosquean. Y es muy probable que estén relacionadas con su muerte.

—Los forenses analizaron el portátil y hemos estudiado lo que hemos podido de su teléfono móvil. No lo hemos encontrado todavía, de modo que estamos muy limitados.

—¿Qué encontraron en el portátil?

—Poca cosa. Es lo que tú has comentado, apenas le dan uso los jóvenes hoy en día. Tenía una Tablet y el celular.

—Pues ese portátil debe de tener algo. Me juego el cuello.

El detective meneó la cabeza, como intentando que los recuerdos se agitaran en el interior de su cráneo y apareciesen con nitidez.

—¡Un segundo! —exclamó, un tanto exaltado—. No le dimos mucho valor en su día, pero tenía instalados varios navegadores en aquel ordenador.

—Bueno, yo también tengo varios.

—Ya, pero no creo que uno de ellos sea Tor.

—¿Tor? No sé de qué me estás hablando.

—Es un navegador con altos niveles de privacidad. Según me dijo uno de los forenses lo suelen usar hackers y gente con conocimientos avanzados de informática. Aquello no nos cuadró en ningún momento con Abby, de modo que tampoco fuimos más allá. Consideramos que algún colega le habría instalado el navegador, al igual que otros programas. Según sus conocidos ella no era precisamente una experta en la materia y sabía poco más que enviar un mail y utilizar el paquete de ofimática a nivel de usuario.

De inmediato pensé en Mark, y en todas sus virtudes como informático. Iba a necesitar de su colaboración como nunca antes.

—¿Dónde está ese maldito portátil ahora mismo?

—En casa de los Mitchell. Se lo devolvimos unas semanas después de analizarlo. Como te he comentado no sacamos nada interesante de él.

—Pues tendremos que enviarlo a Quántico.

—Si estimas que es imprescindible, así lo haremos —musitó Worth, desganado.

—Sí, Jim. Necesitamos a uno de los mejores expertos y por suerte contamos con él. Deja que use todos los recursos a mi alcance para ayudarte.

—Claro, claro. Venga, no perdamos más tiempo. El entrenador nos estará esperando desde hace rato en el Charles Koch Arena.

—¿Qué es eso?

—Lo vas a ver de inmediato. Es la fabulosa cancha donde juegan y entrenan los Wichita State Shokers. Una de las diez mejores de todo el país. Te va a asombrar.

En efecto, al poco llegamos a unas magníficas instalaciones que poco o nada tenían que envidiar a las que poseen las mejores universidades privadas de los Estados Unidos. Aquello me demostraba, como cuando unos meses antes, en Phoenix, había descubierto la sensacional oficina del sheriff de Maricopa, que conocía poco mi país y que aún tenía que viajar mucho y gastar mucha suela de zapato para llegar a comprenderlo. Para mí el mundo se había limitado, durante tres décadas de existencia, a dos pequeños puntos; uno ubicado en la costa oeste, donde me había criado, y otro en la costa este, donde desarrollaba mi carrera profesional.

Seguí a Worth hacia el interior del edificio y me guio hasta la cancha central, donde estaban entrenado sólo cuatro jóvenes guiados por un tipo alto y robusto, con el pelo cortado al cero, y que aparentaba unos cincuenta años bien llevados. Nada más vernos les dijo a los chicos que podían dejarlo y darse una buena ducha. Allí, en mitad de la pista, me asombró más aquel lugar, con sus más de diez mil asientos, su maravillosa cúpula y su moderno marcador. Me sentí como si estuviera en el emplazamiento donde jugaban cualquiera de los equipos de la NBA.

—Lamento el retraso. Hemos charlado un rato con Morgan Bell y se nos ha ido el santo al cielo —se excusó Jim, estrechando la mano del entrenador.

—No pasa nada. Estaba probando a estos talentos, a ver si tienen las agallas suficientes como para formar parte del equipo la próxima temporada —dijo, sonriente, el señor Kelly, que se notaba distendido, muy cómodo con nuestra presencia.

—¿Soléis entrenar en esta pista?

—No, desde luego que no. Utilizamos una interior. Pero para los partidillos o cuando tengo que evaluar a un jugador prefiero venir aquí. Los chicos se quedan impresionados y necesito conocer sus reacciones. Cuando esto está repleto de espectadores, hasta a mí me tiemblan todavía las piernas. Es fabuloso.

Worth y yo tomamos asiento en el banquillo de local. El entrenador cogió una de las sillas de la mesa de anotadores y se plantó frente a nosotros. Me desconcertó que no buscase un lugar más íntimo para mantener aquel encuentro, pero después supuse que no se hallaba más seguro en ninguna parte mejor que allí mismo, donde solía trabajar todos los días. Jim hizo la introducción preceptiva y le restó, como casi siempre, importancia al asunto. Noté de inmediato que sentía una cierta simpatía por aquel individuo, y que era recíproco, pues Bill el plasta, tal y como le llamaban los estudiantes, incluso se permitió dar una palmada en el hombro de mi amigo, en un gesto de cordialidad inusual. A mí, por el contrario, me causó mala impresión desde el principio.

Nos dedicamos a repasar algunos aspectos del caso: cómo era Abigail como animadora, cómo se llevaba con el resto de chicas del equipo y otras naderías. Luego nos centramos en su coartada.

—Sé que no es muy sólida, como dicen ustedes; o al menos eso sueltan en las películas —reconoció Kelly.

Worth me había recordado, durante el largo trayecto en coche desde Topeka, los detalles más importantes a la hora de afrontar aquellas entrevistas. Por suerte para todos.

—Seré sincero —comencé—, tenemos ubicado su teléfono móvil, y realizó un par de llamadas que efectivamente le ubican en su apartamento a la hora en la que Mitchell desapareció. Pero ese día no estuvo en compañía de nadie desde la hora de comer hasta un entrenamiento que realizaron por la noche. Es decir, tuvo lo que denominamos una amplia ventana de oportunidad. Su terminal se lo pudo prestar a un cómplice y asunto resuelto.

—Tenemos los testimonios de las dos personas a las que telefoneó, que nos han garantizado que era su voz y no la de otro —apuntó Jim, ejerciendo casi de abogado defensor, aunque poniendo sobre la mesa un detalle no menor que constaba en los informes.

—Hay otra cosa —dijo el entrenador, seguro de sí mismo—, algo que no sabía antes. Resulta que al final de mi calle hay una cámara. No enfoca hacia el portal de mi edificio, pero sí que tiene grabado mi vehículo. Se puede ver, y pueden solicitar una copia al establecimiento si lo desean, que está allí aparcado durante horas, hasta que lo cojo para venir aquí.

Tendríamos que corroborar aquello, pero suponía un nuevo revés. Montones de sospechosos, reducidos a cinco con más posibilidades y parecía que ninguno de ellos podía haber cometido el crimen. Cada día que pasaba en Kansas comprendía mejor por qué la investigación había llegado a un callejón sin salida, y los sobrados motivos que tenía el Jefe del Departamento de Policía de Topeka para dar por zanjado el tema.

—Y sus insinuaciones a Mitchell, ¿qué nos puede contar sobre eso? —pregunté, cambiando bruscamente de asunto.

—Yo sólo bromeaba. Venga ya. Soy casi un anciano y gasto bromas a las animadoras desde siempre. Suelo pasarme un poco de gracioso con la más mojigata, para ver si espabila, pero de ahí no cruzo la línea.

—Entonces, reconoce que la acosaba…

—¿Acosarla? ¡Ni hablar! Reconozco que le hacía payasadas. No soy un ejemplo, lo sé, y ya es complicado que cambie, pero en mi vida me he sobrepasado con ninguna mujer.

—Su pasado no es muy brillante —comenté, consultando unas notas de mi cuaderno que en absoluto tenían relación con William Kelly, pero simulando que allí tenía apuntados aspectos de su vida desde que le salieron los dientes.

—No, no lo es. En realidad es un montón de mierda encima de otro montón de mierda. No le deseo ni al peor de mis enemigos que pase una infancia como la mía. Bastante lejos he llegado. Lo normal es que fuera un delincuente, o que me hubieran volado los sesos en el barrio cochambroso en el que crecí. ¿Me deja ver sus manos?

—Acaso es usted adivino…

—No. Venga, déjeme verlas, no sea tímido.

Le tendí las palmas de las manos, en una escena que resultaba tan patética como esperpéntica. Pero aquel tipo se sentía muy tranquilo y es en esos contextos donde un criminal suele meter la pata.

—Ahí las tiene. Ya puede decirme en qué año moriré o cuándo me saldrá una piedra en el riñón —le espeté, con cinismo.

El entrenador se tomó en serio el asunto y estuvo observando mis manos un buen rato. Luego acarició las yemas de mis dedos y casi auscultó cada uno de ellos con un interés desmedido.

—Lo que suponía. No ha trabajado duro en toda su vida. No se ha peleado con nadie. No ha tenido que cargar con fardos o que mojarse con agua helada. Son las manos de alguien que ha tenido una buena educación, una excelente alimentación y empleos en los que lo más duro que hay que hacer con los dedos es pulsar con suavidad un teclado almohadillado que cuesta más de cien dólares.

—Perfecto, Bill —dije, usando su apodo con mala intención—, ahora que ha demostrado sus dotes para la quiromancia, ¿qué me cuenta de su vida?

—No lo entendería jamás. Soy duro, un poco grosero y no sé expresarme bien. Mi acento me delata y cuando me miro al espejo veo a una persona cansada y con pinta de haberse escapado de una penitenciaría. Pero no soy ningún desalmado, señor Bush. No me han educado bien y he tenido que luchar apretando los dientes desde que era sólo un renacuajo. Puedo ser un poco machista y puede ser que mis bromas, sin mala intención, me hagan parecer un imbécil o un perturbado. Pero pregunte a todas las animadoras que han pasado por este equipo en los últimos diez años. Pregunte si alguna vez he llegado más lejos que soltar un piropo. Sí, me llaman el plasta, lo sé bien. Los chicos porque les repito mil veces lo mismo, porque el baloncesto es un juego en el que para alcanzar la perfección hay que ensayar hasta el infinito el mismo gesto, hasta que te salga sólo, hasta que logres encestar el 90% de los tiros libres. Y las chicas lo dicen porque soy un viejo solterón que les comenta lo guapas que son o lo mucho que se animará el público cuando salgan a la cancha a realizar la última coreografía que hayamos inventado. No hay más. No hay más, señor Bush.

El sermón del entrenador resultó sincero, expresado de un modo coloquial y tosco, pero sin dudas ni extraños retorcimientos. Era la manera de hablar de un individuo que te cuenta la verdad. O tenía delante a un psicópata mayúsculo, o Kelly en realidad no tenía nada que ver con la muerte de la joven Mitchell.

—Vaya, se ha preparado a conciencia —murmuré.

—No he preparado nada.

—Puede ser. Pese a todo, lo mantendré en mi lista de sospechosos —dije, desafiante y un tanto grotesco.

—Haga lo que estime oportuno. Y de paso, ya que han vuelto por aquí después de unos meses, podían fijar la atención en otros profesores, en lugar de molestarnos a Morgan y a mí una y otra vez. No soy un sabueso, ni un ejemplo de nada, pero hagan su trabajo.

Miré a Worth y descubrí que estaba tan perplejo como yo. Aquellos últimos comentarios no entraban dentro de ningún guion, y por lo que vi en los ojos de mi amigo tampoco él comprendía nada en absoluto.

—Disculpe, señor Kelly —dije, en un tono conciliador y respetuoso—, ¿qué es lo que está insinuado?

Bill el plasta permaneció en silencio durante varios segundos, que a mí estuvieron a punto de desquiciarme. Notaba la ansiedad del que sabe que ha picado un gran pez en el anzuelo y ahora le toca recoger el sedal con maña para no perder su trofeo.

—Aquí hay muchos profesores y alumnos. A lo mejor, y sólo a lo mejor, están buscando una aguja en un pajar. Quizá estén en el lugar acertado, pero se han confundido de fardos.

—Eso significa que usted sospecha de alguien en concreto.

Kelly meneó la cabeza. No estaba negando, sólo se maldecía en silencio. Ya lo tenía acorralado.

—A mí me pagan por entrenar a un puñado de chavales para que jueguen bien al baloncesto. Soy medio analfabeto. Le repito: hagan su trabajo.

—Nuestro trabajo es insistir cuando llegamos a un punto como en el que nos encontramos ahora mismo. ¿De quién diablos sospecha?

—No quiero líos… —murmuró, agitando las manos delante de mi rostro.

—De un modo u otro, ya está en uno. Si quiere salir del pozo sólo necesito que me dé ese nombre que no para de rondarle por la cabeza.

El entrenador se frotó las rodillas con insistencia, como si las estuviera calentando antes de salir a disputar un partido. Después echó un vistazo alrededor y realizó una profunda inspiración.

—No quiero que nadie sepa que yo les he hablado de él. Tiene que quedar entre nosotros.

—Por descontado —dije, con solemnidad.

Me vi obligado a estrechar la mano de aquel sujeto extravagante, que había pasado de parecerme firme como una viga de acero a endeble como un flan.

—Gabriel Johnson.