Capítulo XIII
Tal y como imaginaba la señora Ward dio por terminado el encuentro informal tras las últimas palabras de su hija. Consideraba que Emma estaba sometida a un estrés muy elevado y que yo no debía tener en cuenta sus apreciaciones, pues estaban adulteradas por el dolor y por la angustia. Por supuesto, no le hice el menor caso y abandoné la vivienda agradeciendo la atención que nos habían prestado.
Hasta que no alcanzamos de nuevo la avenida Santa Fe, muy cerca de donde estaba aparcado el SUV, Worth se mantuvo en silencio y caminó con la cabeza agachada, farfullando para sus adentros e intentando contener la borrasca que se había desatado en sus entrañas.
—¡Has perdido completamente el juicio! —exclamó, una vez nos encontramos a una distancia prudencial del hogar de los Ward.
—Tengo que jugar con todas las cartas.
—Pues en tal caso debes avisarme. Ya estaban mal las cosas con esta gente, y ahora has empeorado todo. No sé, Ethan, no sé si te das cuenta…
—Jim, tenemos más ahora que cuando entramos en esa fabulosa casa. Si dejas de lado tu ofuscación, que comprendo, y te paras un segundo a reflexionar verás que tengo razón.
El detective siguió caminando y ambos nos metimos en el coche. Sujetó el volante con fuerza, haciendo que el cuero se estirase, sometido a la violenta energía de las poderosas manos de mi amigo. Estaba liberando su ira en aquel instante y lo mejor que podía hacer era aguardar hasta que escampase.
—Regresemos al Departamento de Policía. Dentro de unos minutos me encontraré mejor y podremos repasar todo lo que hemos hecho esta mañana. Ahora mismo no soy capaz de pensar con calma.
Cuando llegamos al despacho de Worth convocamos al detective Andrew Jones y a la investigadora Grace Carter. Les pusimos al corriente de nuestras pesquisas y por fortuna ambos se mostraron afines a la estrategia que había seguido. Entre todos convencimos a Jim de que el tiempo se nos agotaba y que teníamos que usar las pocas balas que nos quedaban en la recámara.
—En ese sentido tengo malas noticias. Por eso debemos apresurarnos, aunque suene fatal —dijo la investigadora.
—¿Qué quieres insinuar? —preguntó Worth, que aún no se había calmado del todo.
—Jim, no es oficial. Pero nos lo temíamos, todos.
—Venga, suelta de una vez lo que sepas, por favor.
—El jefe ha comentado por ahí que en breve le darán carpetazo al asunto. No están viendo avances y estamos destinando muchos recursos al caso.
—¿Quién dice eso? ¿Quién está detrás?
—El comandante de investigación criminal. Lo tienes crudo, Jim. No le falta razón. Este es un departamento humilde y vamos camino de los seis meses. Tendremos que dejar que se coman el marrón las oficinas del sheriff.
—Lo que comenta Grace es más que sensato, aunque nos joda admitirlo —murmuró Jones, con suma delicadeza.
—¡Y una mierda! ¿Vamos a dejar colgadas a dos oficinas del sheriff que apenas tienen personal? ¿Vamos a permitir que nadie haga justicia a Abby? ¿Acaso soy el único al que le importa atrapar al salvaje que acabó con su vida de esa forma tan atroz?
Me acerqué a mi amigo Worth y le posé la mano en el hombro. Tenía que serenarlo, aunque era una tarea casi imposible en aquel instante. Yo sabía bien lo que era luchar contra toda la burocracia del FBI con tal de resolver un caso que también se había convertido en una cuestión personal. Era capaz de ponerme en su pellejo.
—No estás siendo ecuánime, Jim. No digas esas cosas porque nos duele. Quizá no estemos a tu mismo nivel de implicación emocional, pero claro que nos importa encontrar a ese malnacido. Tanto como a ti —declaró, con rotundidad, la investigadora.
Mi amigo se pasó varias veces las manos por la cabeza y después se golpeó las sienes, como si intentara arreglar una de aquellas viejas televisiones de tubo que aún podían encontrarse en algunos hogares humildes. Miró a través del amplio ventanal del que gozaba su despacho y creí atisbar una lágrima en una de sus mejillas, gracias al reflejo que me devolvía el cristal.
—Necesito que me dejéis a solas un rato.
Yo fui el primero en dirigirme hacia la puerta del despacho, y pronto me siguió Carter. El detective Jones, sin embargo, se quedó al lado de su compañero.
—Jim, todavía contamos con tiempo. Todos vamos a trabajar sin descanso, lo que haga falta, antes de que al jefe se le ocurra cerrar la cuestión. No vamos a fallarte, colega.
Al fin dejamos a solas a Worth y cada uno, sin hablar, nos dirigimos a nuestro lugar de trabajo. En mi caso la sala de interrogatorios que habían acondicionado. Para mi sorpresa me encontré con una pizarra, un monitor de 32’’ y un dispensador de agua. Imaginé que todo aquello se lo debía a Jim, pero no era el momento de agradecerle el gesto.
Repasé las anotaciones del día y usé la pizarra para escribir algunos nombres y datos: Samuel Reed, Nathan Bailey, Emma Ward, El Código Da Vinci, la concha de nautilus, la secuencia de Fibonacci, el cuaderno azul y la sección aurea. Tracé una línea y en otro lado puse palabras sueltas: asimetrifobia, arte, matemáticas, belleza, cacofobia, ginefobia, venustrafobia, varón, maduro, culto, TOC y TPOC.
Me alejé del tablero y me quedé varios minutos en silencio reflexionando. Otra vez la sensación de que algo no se ajustaba me asaltó con fuerza y una comezón en la boca del estómago me sugirió que mi intuición trataba de sacar a la luz una reflexión, una idea, que estaba luchando por abrirse paso entre el enjambre de miles de millones de neuronas que componen nuestro cerebro.
De súbito el zumbido estridente de mi teléfono me arrancó de cuajo de mis cavilaciones. Era Tom.
—Jefe, ya estoy en Kansas City. Acabo de alquilar el coche y me preguntaba si querías que me pasase por Topeka antes de continuar hasta Salina.
Pensé que una charla cara a cara con Tom me serviría como un linimento. Su humor negro cargado de sarcasmo era lo mejor para una jornada como la que estaba afrontando. Además, tenía que organizar medianamente su agenda.
—Está bien. Me parece una idea fabulosa. Nos acaban de informar de que no contamos con mucho tiempo para seguir investigando.
—Ya imagino. No te creas que Wharton va a tener demasiada paciencia. Ni contigo ni conmigo.
—¿Qué coche has alquilado?
—No me fastidies, ¡qué importancia puede tener eso ahora mismo!
—¿Qué coche?
—Un precioso Ford Taurus de color rojo plateado. Entra dentro del presupuesto y no me obliga a trabajar embutido en una lata de sardinas. Tú con tus manías y yo con las mías. Todos en paz.
Me fastidiaba que Tom, tal y como era de esperar, se hubiese saltado mi recomendación, pero tenía toda la razón del mundo. El que se iba a pasar días enteros viajando de un lado para otro en aquel vehículo era él, de modo que tenía derecho a elegir.
—Está bien. Aquí te espero. Pregunta por la sala en la que trabaja el agente Bush.
—¿La sala?
—No hay despachos disponibles. Me han prestado una sala de interrogatorios. Tenemos que apañarnos con lo que hay.
—Yo no soy un escrupuloso como tú, jefe. Me adapto a todo. Ya lo sabes.
—Menos a los coches pequeños.
Tom soltó una sonora carcajada.
—Eso es verdad. Bueno, salgo de inmediato. En poco más de una hora me tienes allí plantado. Espero que al menos me regales un par de besos y un buen abrazo. Es lo mínimo que merezco.
—Ten cuidado, a lo mejor tus deseos son órdenes.
—¡Ya estoy deseando llegar!
Al colgar una sonrisa se había dibujado en mi rostro. Sí, era una alegría que Tom se incorporase al equipo. Él no se vendría abajo fácilmente, y aportaría pronto indicios que nos ayudarían a todos a encauzar el rumbo. Si fallaba Tom mi castillo de naipes se desplomaría y ya nada podría detener a Wharton, al Jefe de Policía de Topeka y al comandante de investigación criminal. El caso quedaría archivado, hasta mejor ocasión.
Me puse de nuevo a trabajar, más animado. Tenía un correo electrónico de Juliet, la médium, que me anunciaba que al día siguiente llegaría a Topeka. No tenía que preocuparme de nada, pues se instalaría en casa de una conocida. Le respondí agradeciéndole su amabilidad y le sugerí que contaba con una partida de gasto de libre disposición con la que hacer frente a sus dietas. Cuando pulsé la tecla enter para remitir el mail me sentí extraño. Yo, un ateo convencido, dando las gracias a una espiritista y feliz de que me anunciase su presencia. Todavía no había encontrado una explicación racional a lo sucedido en Nebraska, y en cierto sentido estaba en deuda con ella.
Cuando anocheció decidí que lo mejor era regresar al hotel y verme allí con Tom. Le mandé un mensaje y le indiqué que trabajaríamos en el Capitol Plaza. Mi idea era seguir analizando los datos una hora más junto a mi colega e intentar conciliar el sueño temprano. Aunque no había cruzado ni una palabra con Worth, y tampoco pensaba acercarme a su despacho para despedirme, sabía que me aguardaba una jornada tanto o más dura como la que finalizaba.
Salí a la calle y una ráfaga de aire fresco me recibió. La temperatura bajaba mucho cuando el Sol se ocultaba tras el horizonte y aquello resultaba gratificante. Caminé despacio en busca de Topeka Boulevard y apenas había recorrido un trecho cuando sentí una presencia a mi espalda, como si alguien me siguiera. Me giré bruscamente y descubrí que la que me escoltaba no era otra que Clarice Brown, la reportera de la CBS.
—Ya estás en la ciudad…
La periodista me regaló una de sus deslumbrantes sonrisas. Era un gesto que tenía más que ensayado y que resaltaba sus bellas facciones.
—Veo que, como de costumbre, te alegra mucho reencontrarte conmigo.
—¿Para qué has venido? —pregunté, como un idiota, pues sabía de sobra los motivos.
—Un pajarito me susurró que andabas por aquí y en pleno verano no tenía nada mejor que hacer. Te echaba de menos y Nueva York está plagado de turistas en estas fechas.
—Vamos, que te tomas este asunto como unas vacaciones.
Clarice ladeó su hermoso rostro y frunció el ceño. No estaba enfadada, pero le encantaba exagerar su indignación. A veces creía conocerla a ella mejor que a mi jefe, Peter Wharton, o que a algunos compañeros con los que me veía casi a diario.
—No merezco este trato. No aprendes, Ethan. Y ya te vas haciendo mayorcito.
—¿Qué es lo que mereces?
—Que me dejes invitarte a cenar, por ejemplo.
—Ya he quedado con un colega del FBI. Está a punto de llegar.
—Seguro que puedes aplazar esa reunión…
—No tengo ninguna exclusiva. La prensa se ha mantenido alejada de este caso y tú lo único que puedes hacer es meterme en problemas.
—Nunca te he metido en problemas. Siempre te he echado una mano. Y, de momento, no quiero exclusivas. En realidad soy yo la que tiene información que facilitarte.
A mi pesar, Brown decía la verdad. Lo malo es que yo odiaba que ella tuviera razón, y que el papel que había jugado en alguna de mis investigaciones hubiera sido esencial para descubrir al culpable.
—Vas de farol.
—En absoluto.
—Además, en Arizona te tuve a más de dos mil millas de distancia y no me fueron del todo mal las cosas —le espeté, obviando que había sido la primera vez que un asesino actuaba de nuevo una vez yo me había implicado en una investigación. Y lo peor es que se había tratado de un niño.
—Cumplí mi promesa. Me pediste que no me inmiscuyera y respeté tus deseos. Ahora ya estoy aquí y no pienso marcharme. Además, como te he dicho siempre, hay cosas que sólo los periodistas somos capaces de descubrir. Decenas de agentes de un lado para otro casi seis meses y mi equipo, en un par de días, ya tiene una novedad que me consta no conocía nadie hasta la fecha.
—Es imposible. Clarice, no me tomes el pelo. No voy a picar el anzuelo. Estoy agotado, de modo que voy a seguir mi camino directo al hotel y voy a intentar recargar las pilas para estar mañana al 100%.
—Si lo que te cuento lo consideras una chorrada me iré a cenar sola. Pero si piensas que es interesante cenamos juntos. Y por cierto, me alojo en el Capitol Plaza.
—¡Genial! —exclamé, irónico, aunque ya lo sabía, después de haber visto la furgoneta de la CBS en el parking del Kansas Expocentre—. Está bien. ¿Qué diablos has averiguado?
—Abigail Mitchell de vez en cuando se dejaba caer por Manhattan, una ciudad a sólo 20 millas de Junction City.
—Sí, la conozco. Paso por delante del maldito desvío hacía allí que hay en la I-70 todos los días. Que la chica fuera a Manhattan no es ninguna gran novedad.
Además, pura casualidad, era la misma salida, aunque en sentido opuesto, que llevaba a Council Grove, una pequeña población que me recordaba a mi primera estancia en Kansas. Era imposible no recordar la salida 313.
—O sí —replicó Brown, con sus ademanes elegantes y aquel tono de voz que sólo los presentadores de televisión saben manejar con tanta astucia.
—No me marees. ¿Con quién se veía? —pregunté, ya intrigado. Ahora sí que la reportera había logrado despertar mi interés.
—En realidad con nadie. Iba a una hamburguesería de las afueras, se tomaba un batido y un sándwich de pollo a la brasa y, aquí viene lo interesante, se conectaba con su portátil a la red wi-fi gratuita del establecimiento.