Capítulo XVII

 

 

 

 

Tal y como había planeado salí a correr muy temprano. Había logrado dormir del tirón ocho horas, todo un récord, y me encontraba no sólo de un excelente humor, también recuperado.

La dichosa furgoneta de la CBS estacionada en el parking me recordó que Clarice Brown andaba por allí, alojada en mi hotel, trabajando con sigilo pero con denuedo. Apreté el ritmo y me alejé tanto del vehículo como de los malos pensamientos. De nuevo las calles casi vacías de Topeka me recibieron con los brazos abiertos. Me crucé con otro corredor y nos saludamos, como si nos conociésemos de toda la vida. Este deporte une y crea lazos entre extraños como ningún otro. Todavía hoy, aunque ya salgo con menos frecuencia, cuando me escapo alguna noche de perros a rodar y me topo con otro corredor hacemos un gesto, casi de respeto, como indicando: sí, llueve a mares y hace frío, pero aquí estamos tú y yo, dos auténticos héroes.

Al volver al hotel vi que el coche que había alquilado Tom, aquel llamativo Ford Taurus rojo, estaba justo delante de la puerta de entrada del Capitol Plaza. Todavía no eran ni las siete de la mañana y Topeka estaba a una hora y media en coche de Salina. Si mi colega se había tomado la molestia de darse el madrugón sólo había una explicación: tenía algo muy importante que contarme.

Busqué a Tom en el hall, pero no lo encontré. Tardé unos segundos en reaccionar y subí a toda prisa a mi habitación. Allí estaba, sentado en mi mesa desayunando tan tranquilo.

—¿Cómo diablos te has colado?

—Por favor, jefe, no me minusvalores.

La pregunta que había formulado en realidad era casi estúpida, pues yo sabía de sobra que él era capaz de abrir cualquier puerta en un pestañeo. Era una más de sus decenas de estrambóticas virtudes.

—Imagino que, además de para cargarme un desayuno de escándalo en mi cuenta, habrás venido por algo interesante.

—En realidad el desayuno es doble. He pensado en ti, para que no te quejes.

No pude contener una carcajada. Odiaba y adoraba a Tom. Mientras escribo recuerdo aquel instante y me resulta imposible no esbozar una sonrisa de oreja a oreja.

—Venga, suelta lo que tengas…

—No, no. Date una buena ducha y luego te explico. Quizá así tenga tiempo para comerme también tu parte o para hacer cien flexiones, que cada vez que me sacas de Washington pierdo músculo.

Aunque estaba deseando saber qué me tenía que contar mi colega le hice caso y me duché. Mientras lo hacía reflexionaba acerca del caso y me ilusionaba con la esperanza de estar cerca de hallar la solución. Más por mi amigo Worth que por mí mismo.

Cuando salí del baño Tom trasteaba en su Tablet tumbado en la cama. Me había dejado mi parte del desayuno.

—Ya puedes arrancar —dije, mientras me sentaba para comer algo.

—Ayer no paré, jefe. Hice millas como un camionero que trabaja a destajo.

—Genial. Te lo agradezco. Pero me va a dar un ataque como no empieces a explicarte.

—Estuve indagando en Junction City y después me acerqué a Manhattan. Mi técnica del periodista indiscreto que mendiga información porque de otro modo no llegará a fin de mes esta vez no surtió el mismo efecto de siempre. Tenemos un problema.

—Clarice Brown.

—¡Bingo! Me saca ventaja. Sólo son unas horas, pero voy siempre unos pasos detrás de ella.

—Es lista. No la menosprecies —murmuré, porque yo mismo había cometido aquel error antaño.

—Ya no lo hago. Pero también es muy conocida. Tiene ese programa que presenta en la CBS, con tanta audiencia, y sin embargo desea seguir siendo la reportera a pie de calle que sondea a la gente. Lo lleva en la sangre, disfruta con ello, pero se le pasó ese tren.

—¿Qué quieres decir?

—Que su fama por un lado le ayuda y por otro le entorpece el trabajo.

Mientras devoraba unos huevos revueltos y un par de lonchas de beicon bien chamuscadas atendía a lo que Tom me explicaba. Pero ya fuera por el cansancio que me había provocado el entrenamiento, ya fuera porque estaba intentado hacer dos cosas a la vez, me costaba seguir sus cavilaciones.

—No termino de entender…

—La gente la ve, su rostro le suena, lleva esa pinta tan espectacular de mujer maravillosa recién llegada de Nueva York y se queda encandilada.

—Fabuloso. Sólo veo ventajas.

—Y las tiene. Pero también sus inconvenientes. No terminan de confiar en ella. No se abren como lo harían con un tipo normal, con cara de buena gente y de no haber roto un plato en toda su vida.

Ladeé la cabeza. Allí estaba mi hombre, con todo su sentido común pero también con toda su fanfarronería a cuestas.

—Claro, cómo olvidarlo, pero eso estás tú.

—Jefe, eres inteligente como pocos en Quántico. No me canso de recordarlo —dijo Tom, tirando de sarcasmo.

—Bueno, ya has logrado que me salga una úlcera en el estómago. Puedes comenzar de una maldita vez…

—Estuve en la guardería en la que trabajaba Mitchell, después en los apartamentos donde reside Bailey y más tarde preguntando a vecinos de aquí y de allá.

—¿Y?

—Ese chaval estaba más colado por Abigail que yo por mi vecina del sexto. Los dos recibimos la misma cantidad de calabazas.

—Perfecto, tendré que mandar que te investiguen por si estás planeando un homicidio.

—La diferencia es que yo no discuto con mi vecina ni le doy el coñazo. Tampoco le voy contando a alguna gente que es la mujer de mi vida, porque no lo es, y que tengo que encontrar la manera de que se enamore de mí.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Bailey no tiene amigos, pero cada dos semanas juega un partido de fútbol americano con algunos conocidos. Uno se fue de la lengua. Ya me conoces.

—Sí, mejor que tu madre.

—Eso no es difícil. La pobre sigue pensando con soy un modelo de chico y que cómo es posible que las mujeres no se lancen como locas a mis brazos.

—Pues ya no la defraudes. Mantén la farsa.

Muchas de mis charlas con Tom tenían ese tono irónico, aunque estuviésemos tratando el asunto más serio del mundo. No era mi voluntad, desde luego; había aprendido a adaptarme a los modos de mi colega y aquellos diálogos eran la mejor forma de sacar lo mejor de él.

—He sobornado a todos mis amigos y conocidos. Puedes dormir tranquilo.

—Vamos, continúa…

—Las discusiones no fueron más allá en la guardería, pero según la versión de este conocido del chaval Bailey podía llegar a ser muy agresivo. Lo habían tenido que expulsar en dos ocasiones de un partido por comportarse como un salvaje.

—¿Has leído su expediente?

—¿Lo dudas? Yo no soy como tú, que se deja intoxicar por cualquiera. Me he leído todo lo que me entregaste. Ahora estoy sacando mis propias conclusiones.

—¿Y?

—Lo veo capaz. Por eso sus padres lo largaron de casa y lo mandaron con un lazo lo más lejos posible de San Luis. Además, no tiene coartada.

—Tampoco tenemos pruebas con lo vinculen al crimen.

—Eso es cierto. Pero ahí está, el segundo en mi lista.

—¿El segundo?

—Sí, luego te explico.

—En fin, no eres un bicho raro. El detective Andrew Jones me soltó su nombre de inmediato cuando le solicité que me dijera de quién sospechaba más.

—Sí, está convencido de que es un crimen pasional.

—Machista —puntualicé.

—Lo que tú quieras, jefe. Pero su otro sospechoso es el ex–novio, Samuel Reed.

—No pierdas el tiempo con él, te garantizo que ese crío no mató a Abigail.

—¿Estás seguro?

La pregunta tenía un trasfondo oscuro. Nos encontrábamos en Kansas, y justo allí Tom y yo habíamos trabajado juntos por primera vez sobre el terreno. Mi reticencia a asumir que una determinada persona fuera la culpable casi dio al traste con la investigación. Sólo cuando todas las evidencias y cuando todas las pruebas apuntaron en una única dirección acepté la verdad.

—Sí, lo estoy. ¿Has hablado con él?

—No, he visto su fotografía. Espero mañana ponerme a ello.

—Pues no hace falta ser un experto en psicología o criminalística para darse cuenta. No es él. Me juego una cena en Café Milano cuando estemos de vuelta.

Me refería al restaurante favorito de Tom, un italiano de primera clase ubicado en el corazón de Georgetown.

—No, prefiero echar una partida al póker contigo. He visto su cara, como te he dicho, y parece un buen chico. Sólo intentaba avisarte de que muchas veces las apariencias engañan.

—No lo olvido, Tom. Por más que quiera evitarlo esa lección ya la aprendí, para todo lo que me resta de vida —musité, dejando caer los cubiertos sobre el plato y dando por finalizado mi desayuno.

—No pretendía…

—Olvídalo. Anda, ¿quién es el primero en tu lista?

—La primera.

—¿Emma Ward?

—Exacto. Tras Junction City continué mi excursión hasta Manhattan. Clarice nos había dejado una pista y estaba obligado a seguirla.

—Eres el mejor…

Tom me devolvió una sonrisa. Cuando le regalaba un halago sincero lo recibía como si le hubiese tocado la lotería.

—Localicé la hamburguesería donde se tomaba esos batidos acompañados por un sándwich de pollo. No sé cómo no le entraban retortijones nada más terminar de comer.

—Por favor…

—Vale, jefe, vale. La cuestión es que la encargada apenas recordaba nada. Le pregunté a una de las empleadas y me dio más detalles. Me contó que ya le había dicho todo a la otra periodista, a la rubia que sale por la televisión.

—Fantástico.

Mi colega dio un brinco y se puso en cuclillas a mi lado, como si fuera a confesarme algo que nadie más podía escuchar.

—Ahora viene lo mejor. Seguí insistiendo, usando mis tretas de perro abandonado que da lástima dejar en la cuneta de una carretera, y me confesó que quizá alguien podía saber más.

—¿Quién narices? —pregunté, desconcertado, y asombrado; yo jamás hubiera llegado tan lejos.

—Otra empleada que se había trasladado a McPherson. Dejó el trabajo en la hamburguesería hará unos tres meses, porque encontró uno allí, en su pueblo, y prefería estar más cerca de su familia. Me comentó que ella y Mitchell solían conversar un rato.

—Y te fuiste a McPherson…

—Como un cohete. No me costó localizarla. Ahora sirve cervezas en un bar de mala muerte, pero es más feliz. Está en casa.

—Maravilloso. ¿Qué te contó?

A Tom le encantaba dar rodeos a sus peripecias, intentando que todos sus esfuerzos estuvieran impregnados de un toque épico. Me enervaba, porque yo no le restaba ningún mérito a sus capacidades para sonsacar hasta a una mula si hacía falta.

—Tuve que pagar tres rondas y quedar un poco aturdido a base de cerveza con el estómago vacío para que la chica se soltase, ya me entiendes.

—Sí, estoy seguro de que tuvo que suponer un gran sacrificio —dije, mordaz.

—Abigail usaba esa red abierta para conectarse desde un lugar que no la vinculara a ella de una forma directa, y de ese modo poder charlar en secreto con una persona.

—Pero, tendremos que consultarlo con Mark; en principio una red abierta es bastante peligrosa. Cualquiera puede enterarse.

—Según la camarera, no. Mitchell le confesó que usaba un programa que impedía acceder a sus conversaciones privadas. Alguien le había enseñado a convertirse en una pequeña hacker, por lo visto.  

Yo ya no podía hacer otra cosa que centrar mi atención en el profesor Johnson. Se había convertido en mi sospechoso número uno y todo parecía apuntar a él. Simetrías, números y criptografía. Temas que para un matemático son comunes. De modo que me quedaba una duda en el aire que todavía Tom no había despejado.

—Comprendo, pero todo esto nos lleva en una dirección. Te quiero mañana mismo por Wichita, merodeando por el campus universitario. Allí tenemos a dos profesores y a un entrenador que están en la lista de sospechosos. Y en este momento casi me atrevería a decir que lo tenemos, aunque nos faltan un montón de pruebas.

—Pero la vida te da sorpresas.

Mi colega, que seguía en cuclillas a mi lado, se apoyó en mis rodillas y se acercó un poco más a mi rostro. La estampa no podía ser más ridícula. En la habitación de mi hotel no había nadie más, y tampoco era muy factible que alguien hubiese instalado micrófonos.

—Vamos, Tom, no te pongas melodramático.

—Emma Ward estuvo, al menos, un par de veces en la hamburguesería de Manhattan.

—¡Cómo!

No me lo podía creer. Ya lo que me había confesado Clarice Brown me había dejado noqueado, pero ahora las cosas estaban llegando demasiado lejos. También me puse en el lugar de Worth, con la sensación extraña de que más de cinco meses de investigación apenas habían sacado a la luz una fracción insignificante de la información relevante.

—Cuando le insistí a la camarera si había visto algo o a alguien sospechoso hizo memoria, y recordó que una joven se situaba en una mesa cercana a la de Mitchell, pero que usaba un periódico para ocultarse. La segunda vez que se percató de su presencia le reprochó su actitud y ya jamás volvió a aparecer.

—¡Venga ya! Esto parece una película de serie B de espías. No me lo trago, es una chorrada.

—Como sólo tenemos a una mujer entre los seis candidatos a llevarse el premio gordo —continuó mi colega, sin hacer caso a mis apreciaciones—, le mostré una fotografía de Ward. No tardó ni una fracción de segundo en reconocerla y en jurarme que era ella, que esa era la joven que había espiado a Abigail.