Capítulo XXII
Yo mismo había anotado en la pizarra de mi despacho en el Departamento de Policía de Topeka las siglas TPOC, de modo que cuando Liz me las dijo a través del celular no llegaron a sorprenderme. De nuevo una pieza del puzle encajaba y otra vez Johnson daba el perfil del asesino que había elaborado.
El TPOC, o Trastorno de la Personalidad Obsesivo Compulsiva, es una afección mental en la que el individuo está preocupado de un modo patológico por el orden, las normas y el control. A diferencia del TOC, Trastorno Obsesivo Compulsivo, más frecuente y menos complicado, la persona no admite tener un problema y considera que su comportamiento no está desviado; al contrario, piensan que son los demás los que están desaprovechando sus capacidades o los que envidian su manera de manejarse en la vida y por eso lo señalan. Son sujetos poco sociales, muy trabajadores, perfeccionistas hasta niveles enfermizos y que necesitan tener un dominio sobre todo lo que les importa o afecta. Son muy exigentes con los demás, pero en especial consigo mismos. Hay multitud de casos en los que se castigan por haber cometido un fallo de un modo aberrante, con autolesiones físicas de cierta gravedad. Lo normal es que acaben siendo diagnosticados y tratados mediante técnicas de relajación y terapias cognitivas-conductuales orientadas a eliminar la ansiedad y a lograr que el paciente acepte su trastorno y acabe con él. En un alto porcentaje se consigue el éxito. Sólo excepcionalmente, debido a que pueden desarrollar episodios psicopáticos o incluso más graves, se vuelven peligrosos.
A Gabriel Johnson le habían diagnosticado TPOC durante su época universitaria. Sus obsesiones, su perfeccionismo extremo y sus ataques de cólera habían llamado la atención de profesores y alumnos. Aceptó ser atendido por psicólogos y psiquiatras, pero una vez le diagnosticaron su trastorno se negó a continuar con las terapias y como no representaba ninguna amenaza aparente —miles de personas conviven con esta alteración de la personalidad sin que nada malo ocurra a lo largo de sus vidas— lo dejaron en paz.
Al día siguiente el Departamento de Policía de Topeka era un hervidero: unos seguían la pista de Bailey, otros la de la familia Ward y otros investigaban al profesor de matemáticas. Fuera como fuese, todos teníamos la certidumbre de que el asesinato de Abigail estaba muy próximo a su resolución.
Worth y yo nos pusimos en contacto con Johnson y tratamos de citarnos con él esa misma tarde, pero nos indicó que estaba muy ocupado y que a la mañana siguiente nos atendería encantado. Como hacía muy poco que habíamos estado por la Wichita State University, alegamos que estábamos conociendo mejor los procedimientos internos de la misma y que su opinión, y la de otros colegas, podían ser de gran utilidad. Por si se dedicaba a preguntar, quedamos también con otros tres profesores de su misma facultad, aunque no teníamos ninguna intención de entrevistarnos con ellos. Debíamos construir un teatro en el que él se sintiese seguro. Por supuesto no mencionamos el crimen de Mitchell. Investigábamos la violencia en las aulas y las formas de prevenirla.
Me quedé trabajando en el despacho de Worth. Había arriesgado y había convencido a mi amigo de crear tres grupos, cada uno liderado por un miembro del Departamento de Policía de Topeka. Él y yo —y en realidad el resto de los integrantes de mi equipo, pues era la baza a la que había apostado todo— nos encargaríamos de Gabriel Johnson, el detective Andrew Jones de Nathan Bailey y la investigadora Grace Carter de la familia Ward. En realidad estaríamos coordinados y nos mantendríamos al tanto de cualquier novedad, pero realizábamos pesquisas por separado. Las oficinas del sheriff de Saline y de Ellsworth también estaban implicadas, aunque no tenían acceso a toda la información para evitar filtraciones a la prensa o influenciar en los policías menos habituados a este tipo de crímenes. Además, ninguno teníamos muy claro aún si alguno de los agentes mantenía vínculos de cualquier clase con los sospechosos, en especial con la influyente familia Ward.
Mientras esperaba alguna llamada por parte de Tom, Liz o Mark, y seguía intentando resolver el rompecabezas con la colaboración de Jim, me indicaron que Juliet me aguardaba para reunirse conmigo. Con tanta excitación me había olvidado de la médium. Fui a su encuentro y le agradecí el esfuerzo que estaba realizando, y le garanticé que no la molestaría más.
—Me encuentro bien, de verdad. Es usted un exagerado, Ethan. No es frecuente que me desmaye, tampoco quiero mentirle, pero ya me ha sucedido en alguna otra ocasión. Además, me voy haciendo mayor.
—No diga majaderías.
—Entonces, ¿serví de utilidad?
Me quedé mirándola a los ojos. Mi escepticismo seguía en pie, pero consideraba a Juliet una mujer especial, por alguna razón que se escapaba a mi alcance. Deseaba resultar formal y sincero.
—Desde luego. Por eso quiero que me haga un último favor.
Llevé a la espiritista hasta el despacho de Worth. Allí contábamos con una copia de todas las fotografías de los voluntarios que habían colaborado en la búsqueda del cadáver de Mitchell, al menos las que la investigadora Carter había logrado reunir.
—Sé que sólo pudo distinguir una figura oscura, pero quizá si le vamos pasando instantáneas tenga una visión, o como quiera que se diga —musité, desesperado e irreconocible, tras explicarle cómo había interpretado yo lo sucedido en nuestra anterior reunión.
—No tengo la menor idea de si va a funcionar.
—Juliet, no perdemos nada por intentarlo —dijo de súbito el detective, animándola.
—Desde luego que no.
Los tres rodeamos la pantalla del ordenador de mi amigo, y Jim fue pasando una fotografía tras otra, con calma, dando tiempo a la médium para que se fijase en los rostros. Pude reconocer a Emma Ward, a Samuel Reed, a Andrew Jones y a algunos agentes de policía con los que había mantenido relación en las últimas semanas.
—Si quiere que volvamos atrás en cualquier momento sólo tiene que decírmelo —declaró Worth, que confiaba incluso más que yo en aquella descabellada maniobra.
—Tranquilo. De momento no percibo nada.
Llevábamos más de la mitad cuando la médium sujetó el brazo de Jim con fuerza, para que no pudiese mover el ratón. Se aproximó a la pantalla y se quedó mirando un grupo de personas con detenimiento.
—¿Qué sucede? —pregunté, exaltado.
—Es él. Creo que es él —respondió Juliet, señalando a un tipo alto, que llevaba un abrigo negro, una bufanda que le cubría medio rostro y unas gafas de sol.
—Mierda, parece que va a atracar un banco —dijo el detective, cabreado.
—¿Tenemos más fotografías de ese grupo?
—No tengo ni idea.
Seguimos avanzando hasta la última instantánea, pero aquel individuo no volvía a aparecer de nuevo. Sólo contábamos con una imagen de él, y no era esclarecedora.
—Me recuerda a Gabriel Johnson —sugerí, pues aunque resultaba imposible intuir sus rasgos faciales sí que se podía ver su cabello y su complexión.
—Ethan, no confundas las ganas con la realidad. Podría tratarse de él, pero también de cualquier otro.
—¿Se tomó nota de los nombre de los voluntarios?
—Sí, pero cualquiera podía inventarse uno falso. No estábamos como para ir solicitando identificaciones. Teníamos cosas más importantes en las que pensar. Y, joder, ¡eran voluntarios!
Me despedí de Juliet y le dije que ya podía regresar a Nebraska. Le pregunté si tenía que abonar algo, aunque fuese en concepto de dietas, como ya le había sugerido al principio. Se negó. Sólo me pidió que le mantuviese informada.
Cuando volví al despacho de mi amigo este ya se estaba dedicando a ampliar la imagen y a tratar de definirla.
—Sabes, Ethan, esto me recuerda mucho a tu primera estancia en Kansas.
Sí, los dos habíamos descubierto juntos un aspecto muy importante y revelador delante de una pantalla, trabajando codo con codo. Allí estábamos de nuevo, y resultaba casi conmovedor.
—Tienes razón. Ojalá también ahora suponga un gran adelanto.
Enviamos a Mark la imagen, y otras fotografías de las que disponíamos del profesor Johnson, para que realizase un análisis forense de su fisonomía. Quizá para lo que el ojo humano sólo eran suposiciones para un ordenador fuesen certezas.
—Yo creo que lo tenéis, Ethan —me dijo mi colega de Quántico.
—¿Y eso?
—Tiene que ser él. El resto de sospechosos no me cuadran. Matemático, obsesivo y seguro que pirrado por Leonardo da Vinci. Y también está lo de las comunicaciones cifradas y el uso del navegador Tor, muy propio de estos chiflados. Tú eres el que realiza los perfiles, pero casi me juego el cuello a que lo tienes.
—Lo tenemos.
—Como quieras. Por cierto, no te olvides del corazón.
—¡Qué manía tienes con el corazón!
—Ethan, Leonardo realizó numerosos estudios sobre él y a la víctima se lo extirparon. Ese tipo es un enfermo y debe tener guardado en un congelador el de esa pobre chavala.
Me despedí de Mark, sin tener muy claro quién estaba más alienado, si el asesino de Abby o él. De la genialidad a la demencia muchas veces hay una línea de separación muy fina.
Me quedé con Worth hasta muy entrada la noche. Nos llegaban noticias acerca de Bailey y de los Ward. Todo se complicaba. Los tres grupos de trabajo pensábamos que teníamos al culpable en nuestras manos, y que sólo nos faltaba un golpe de suerte para hallar una prueba definitiva. Alucinante.
Cuando consideramos que ya tocaba descansar el detective se ofreció para acercarme en su vehículo al hotel, pero le dije que prefería dar un paseo e ir caminando hasta el Capitol Plaza. Me serviría para despejarme un poco y para terminar de consumir mis reservas de energía y caer como un lirón.
Apenas había recorrido unos pasos de Topeka Boulevard cuando alguien se puso a mi lado. Esta vez no me hizo falta ni girar la cabeza, el perfume de doscientos dólares el frasco me hizo reconocer a Clarice Brown de inmediato.
—¿No te cansas nunca? —pregunté, agotado.
—Soy una mujer dura… y terca.
—No seré yo quien lo discuta.
—Tomaré el comentario como un elogio.
—¿Qué quieres?
—Lo de siempre. Información. Te entregué algo y tú pusiste a tus chicos a trabajar. Ha sido un filón, no me lo puedes negar.
—Clarice, no puedo ofrecerte nada. Lo sabes.
—Entonces mañana saldré con un chivatazo acerca de los Ward. Parece que están metidos en un jaleo y son una familia importante de Salina.
—No hagas eso…
—No quiero hacerlo. Ya hemos llegado a buenos acuerdos en el pasado. Sabes que me encanta negociar. Dame algo para taparme la boca y para demostrar a mis jefes que soy única consiguiendo exclusivas.
Apreté el paso. Sabía que la reportera me iba a acompañar todo el trayecto, pues ambos nos alojábamos en el mismo hotel. Deseaba que el encuentro durase lo menos posible.
—Un día acabarás con mi carrera como agente del FBI —farfullé, de mala gana.
—Mientes. Hasta la fecha sólo he servido para encumbrarte o para sacarte de algún apuro. En el fondo somos dos buenos amigos.
—Clarice, no podemos ser amigos.
—Claro que sí, pero tú te empecinas en lo contrario.
Ya casi habíamos alcanzado la calle 17 y se vislumbraba la explanada que había delante del hotel. En unos minutos me librará de la periodista.
—Da Vinci.
—¿Da Vinci? ¿Te refieres al genio del Renacimiento?
—Sí, claro.
—¿Y qué demonios quieres que diga?
—Poco, muy poco. Cuando todo termine no te prometo una entrevista, con una ya tuve bastante, pero sí una larga explicación. Tú sólo lanza un titular: el crimen está relacionado con Leonardo da Vinci. A corto plazo dirán que es una memez, pero luego te encumbrarán. Nadie está al tanto de esto y no puedo darte más detalles.
—Me conformo. Ya montaré una película con eso. Me fío de ti, Ethan. Espero que no me la estés jugando.
Pese a encontrarnos en pleno verano había refrescado mucho. Me detuve en mitad del parking del Capitol Plaza y tomé a la periodista por los hombros. No deseaba ningún titular hablando de los Ward, y tampoco podía arriesgarme a facilitar información que comprometiese nuestras investigaciones acerca de Bailey y Johnson. Da Vinci era lo suficientemente ambiguo como para dar pie a millones de especulaciones. Y quizá, era posible, ninguno de los sospechosos viese el dichoso espacio televisivo de Brown que emitían por la CBS.
—Clarice, si no estoy en lo cierto puedes abrir tu programa declarando que soy un auténtico memo que no merece seguir ni un segundo más perteneciendo a la Unidad de Análisis de Conducta del FBI.