Capítulo II

 

 

 

 

Antes de viajar a Arizona debía saldar una deuda. Tenía una entrevista pendiente con Clarice Brown, la periodista de la CBS que me había echado una mano en mi anterior caso y que se había empeñado en perseguirme por todo el país para realizar un seguimiento de mis andanzas como agente especial del FBI. Había momentos en los que la detestaba y otros en los que asumía que, quizá, sin ella no hubiera podido descubrir a tres asesinos.

Peter no se tomó muy bien lo de mi aparición en televisión, pero al final no sólo la aprobó: aprovechó la ocasión para que yo vendiese las bondades de la agencia, su enorme servicio a favor de la comunidad y lo bien que gestionaba cada dólar del contribuyente. Me facilitó un argumentario y me sugirió, con tacto, que me ciñese a él.

Realizamos la grabación en una sala del FBI en Quántico, que habían engalanado, de modo que diera la impresión de que trabajábamos en un lugar semejante a la NASA o en unas instalaciones como las que disfrutaban esas empresas tecnológicas que atestaban Silicon Valley. Justo la imagen que se vende en las series de televisión y que tanto nos contraría a los que vivimos el día a día, la cruda realidad.

Clarice fue muy honesta conmigo, me facilitó las preguntas, negoció los tiempos y me dijo que podría asistir con ella a la edición del programa antes de su emisión. También se ocupó de estar a mi lado mientras me maquillaban. Al igual que Peter, aunque por razones distintas, deseaba dar una imagen impecable.

No niego que estaba nervioso, pero al cabo de dos minutos me sentía cómodo respondiendo a una persona que ya casi se había convertido en una amiga, a fuerza de coincidir en Kansas en dos ocasiones y una en Nebraska. No fue una entrevista despiadada, todo lo contrario. Daba la sensación de que yo era un agente casi infalible y que los modernos métodos de investigación criminal y de creación de perfiles del FBI estaban dando los mejores resultados de su historia, no sólo a la hora de cazar a los asesinos, también en la prevención de crímenes violentos. Una exageración que yo contribuí, a través de mis respuestas, a cimentar con solidez. Sólo me causó incomodidad la última pregunta, justo antes de que me diera las gracias por haber atendido en exclusiva a la CBS y que felicitara, mirando a cámara, a todo el FBI por su extraordinaria labor.

—¿Qué es lo próximo que le aguarda a Ethan Bush? —inquirió, sonriendo, como si las pesadillas que me esperaban al llegar a Phoenix formaran parte de una película de ficción.

—No puedo comentar nada al respecto. Lo mismo de siempre: atrapar a un monstruo —respondí, seco, homenajeando de forma velada al difunto Robert Ressler.

Al terminar la grabación me fui a Georgetown con la periodista a tomar algo y comentar los pormenores de la entrevista. Ella estaba radiante mientras que yo me mostraba taciturno. Entramos en un local atestado de estudiantes de clase alta que intentaban aparentar llevar una vida bohemia, algo parecido a lo que sucedía en Stanford cuando cursaba mi grado en psicología.

—Te ha molestado mi última pregunta, lo sé —dijo Clarice, nada más sentarnos.

—Sí, lo admito. Te lo he repetido mil veces, no me gusta un pelo la manera en la que los periodistas enfocáis los crímenes. Detrás de cada asesinato hay una víctima directa, una familia, muchos amigos y conocidos que quedarán marcados de por vida. No es una broma.

—No era mi intención. Podemos eliminarlo.

—Prefiero que lo dejes. Quiero que la gente escuche mi respuesta. A cambio deseo pedirte un favor.

—Te atiendo.

—Mañana viajo a Arizona. Es inútil ocultarlo, te vas a enterar en horas, ya nos conocemos bien.

La reportera lanzó una elegante carcajada. Era tan inteligente y brillante como atractiva. Cada vez tenía más peso en la cadena y yo sabía que seguiría ganando responsabilidad. Era algo manifiesto.

—Gracias, me lo tomo como un cumplido. Pero es un detalle que me anticipes la información.

—No te equivoques. Tiene relación con el favor que deseo que me hagas.

Clarice se apartó un mechón de pelo que le molestaba y fijó sus ojos en los míos. Ya intuía de qué iba la cosa. Ahora la que estaba incómoda era ella y su rostro reflejaba su contrariedad.

—Ethan, acabamos de hacerte una entrevista. He cubierto todos tus casos salvo el primero, el de Detroit.

Yo miré al centro de la mesa y acaricié con suavidad el borde de madera. El tacto me recordó al de un bate de béisbol recién estrenado.

—Mis casos son muchos más. Sólo has estado cuando me ha tocado viajar. No creas que en Quántico estamos cruzados de brazos todo el día. Trasladarnos hasta la escena del crimen es algo excepcional. Hay agentes de mi unidad que no lo hacen en toda su carrera profesional. Lo cotidiano es realizar perfiles desde el despacho, revisando decenas de expedientes, analizando fotografías y dejándonos la vista rebuscando entre bases de datos que no funcionan ni tan bien ni tan rápido como acabo de comentar en tu programa.

—Está bien, disculpa. Pero me has entendido.

—Sí, y tú también a mí. Quédate en Nueva York. Esta vez no quiero verte con tu gente por allí. Te he concedido una entrevista en exclusiva, he cumplido mi promesa. Esta vez necesito tenerte muy lejos.