Capítulo IX

 

 

 

 

El nombre de Juliet claro que me sonaba. Había colaborado en la investigación de unos terribles crímenes cometidos por un asesino en serie en Nebraska. Yo había participado de forma activa en la resolución de aquel caso y aquella médium, de algún modo que seguía sin explicarme, había sido capaz de alertarme del peligro que corría y de algunas otras cuestiones que, por casualidad, sucedieron tal y como ella había predicho. Su contribución, debía admitirlo, había sido clave para resolver el caso. Quizá de un modo indirecto, pero era innegable que yo me había terminado dejando arrastrar por sus premoniciones. Además, Juliet era psiquiatra y eso hacía que le tuviese más respeto que a cualquier otra médium sin apenas formación que no ha encontrado mejor manera de ganarse la vida que timando al primer incauto que se cruce en su camino.

Recordé que ella había participado en varias investigaciones y que, para mi sorpresa, había sido nada menos que el Capitán de la Patrulla Estatal de Nebraska el que la había involucrado.

Ahora otra espiritista, quizá por casualidad quizá porque se había esmerado indagando en mi vida anterior, me recordaba a aquella mujer agradable y educada que me había echado una mano en el pasado a cambio de nada. Lo curioso era que Juliet regresaba a mi mente de vez en cuando, ya fuera en sueños ya fuera en mitad de una investigación, cuando mi intuición iba más allá de lo esperado y, contra toda lógica, lograba encajar una pieza de un puzle que estaba enmarañado.

—¿Te has quedado mudo? —preguntó Worth, una vez Gabriella se hubo marchado.

—Es que me ha sorprendido. Sólo me he cruzado con una Juliet en toda mi vida, y era también una médium. Fue a raíz de un caso en Nebraska. Me ha pillado desprevenido su comentario, nada más. Pero aquellos sucesos tuvieron una gran repercusión en la prensa, de modo que bien pudiera estar jugando con todos nosotros.

—Ya, ¿y qué piensas hacer?

—Voy a ponerme en contacto con ella.

Jim se me quedó mirando con los ojos casi fuera de las órbitas. Me conocía, y debido a que habíamos colaborado en dos investigaciones sabía bien lo que yo opinaba de toda esa gente. Detestaba que tanto las oficinas del sheriff como los departamentos de policía se dejaran asesorar, en última instancia, por espiritistas. Si no creí ni en la validez del polígrafo, ni en la existencia de deidades, no digamos ya en la posibilidad de que un ser humano tuviera poderes paranormales.

—De acuerdo. Me sorprendes, pero quizá pueda aportar algo de valor. No tenemos nada que perder.

—Por eso. Además, Juliet no es una simple médium. Es psiquiatra y eso, según mi forma de ver las cosas, le confiere un status distinto.

—Yo no creo en esas majaderías, pero si pensáis que puede ser útil me rindo a vuestros pies —masculló Jones, como si estuviera a punto de escupir una gran bola de tabaco de mascar.

Nos quedamos un rato más trabajando los tres, hasta que decidimos que era muy tarde y que lo mejor que podíamos hacer era descansar unas horas y regresar temprano al Departamento de Policía para ver si los forenses y los analistas tenían alguna noticia que darnos.

Worth se tomó la molestia de acercarme en su vehículo hasta mi hotel. Estaba más demacrado que yo, un hecho inusual en un tipo duro y fornido como él, acostumbrado a aquellas duras jornadas.

—Gracias Ethan, gracias por venir —me dijo, justo cuando iba a cerrar la portezuela del SUV.

—No seas tonto, por favor. Es un placer estar aquí. Ojalá sirva de ayuda.

—Te aseguro que ya estás siendo de gran ayuda. Creo que esta noche va a ser el día que mejor duerma en semanas. Y te lo debo a ti.

No quise añadir nada más y fui en busca de la cama de mi habitación. Me tumbé y estuve casi una hora, con la ropa puesta, mirando el techo y con la mente en blanco. Después, sin fijarme ni en qué hora era, telefoneé a Liz.

—Ya estamos como cuando te fuiste a Arizona. Ethan, espero que sea algo importante, ¡son las tres de la madrugada! —exclamó mi compañera, somnolienta pero incluso un tanto contenta. Le gustaba que le llamase y eso era algo que yo no hacía con frecuencia, ni siquiera cuando estaba de viaje sin ella.

—Lo lamento. Aquí son las dos —murmuré, consultando mi reloj de pulsera—. Ha sido un día horrible y agotador. Necesitaba hablar contigo y saber que todo va bien.

—Todo va bien. Puedes dormir tranquilo.

Liz estaba embarazada de sólo unas semanas, pero ya sentía náuseas y otras molestias menores. Me sentía culpable por no estar a su lado y por haber aceptado, de forma voluntaria, echar una mano a Jim en un caso que no tenía claro cuánto tiempo me iba a tener ocupado en Kansas.

—Me encantaría poder abrazarte ahora —dije, con todo el cariño que pude reunir.

—Ethan, ¿has estado bebiendo?

—¿Bebiendo? Soy abstemio. Ni siquiera he tenido tiempo aún para salir a correr un rato.

—Es tan extraño escucharte decir esas cosas —musitó Liz, emocionada. 

—Me estaré haciendo mayor.

—O a lo mejor la fatiga hace que tus neuronas funcionen del modo adecuado —dijo ella, entre risas.

—Mañana, a lo largo del día, te remitiré un poco de información. Ya sabes: autopsia y otros análisis forenses.

—Ya me temía que esto no podía ser tan bonito.

—No, no… Te he telefoneado porque quería saber cómo estabas. Siento remordimientos. Debería estar a tu lado; a fin de cuentas estamos embarazados.

—Buen intento. Yo me quedo con nuestro maravilloso embrión y tú con las ganas de vomitar, los mareos y la hinchazón.

No pude contener una carcajada. Sonó rota. Estaba de verdad débil y necesitaba conciliar el sueño, pero la voz de Liz sonaba encantadora a través del celular y deseaba quedarme dormido escuchándola.

—Está bien. Mañana te llamo a una hora decente y te cuento. Ya tendrás el mail en tu ordenador. Tenemos que pillar a ese tipo y como siempre tú me puedes ayudar, aunque sea desde más de mil millas de distancia.

Liz hizo una larga pausa. Estaba cavilando y yo no alcanzaba a comprender qué diantres había despertado su mente. Pese a todo aguardé para no molestarla.

—¿Ese tipo?

—Sí, ese desgraciado. El animal que acabó con Abigail Mitchell, ya sabes.

—Sí, estoy al tanto, más o menos. Pero, ¿habéis descartado que sea obra de una mujer?

La pregunta me trastocó. En realidad Worth había señalado como principal sospechosa a una de las mejores amigas de la joven, pero en mi cabeza no cabía esa posibilidad.

—Bueno, es lo más normal. Le hicieron una escabechina de cuidado. No encaja con el modus operandi habitual de una mujer —dije, basándome tanto en mi experiencia  profesional como en mi más que extensa formación.

—Rocuronio.

—Sí, sí, lo usaron para inmovilizarla. Pero eso qué quiere decir. Para mí sólo significa que debe tratarse de alguien con conocimientos de medicina y con acceso a dicho compuesto. No sé, un anestesista, por decir algo.

—O una enfermera. Tanto en una como en otra profesión abundan las mujeres. Y respecto a la carnicería que le hicieron a la pobre chica, una vez estaba fuera de combate el sexo es irrelevante. Mándame lo que tengas y podré estudiarlo con paciencia, pero no empieces con tu manía de descartar con rapidez perfiles en busca de uno que encaje a la perfección en tu cuadriculada concepción de las cosas. Ya te ha traído disgustos en el pasado.

Ese era un debate, como tantos otros, que Liz y yo solíamos mantener. Tengo que reconocer que ella estaba ganando la partida en todos los ámbitos. Su sentido común y su formación en psicología, aderezadas por una inteligencia notable, solían remendar muchas de mis carencias. Ella se había criado en la América profunda y yo en una gran ciudad. Ella era, también, la orgullosa hija de un agente de policía local.

—Me rindo. Además, no estoy en condiciones de batallar. Mañana continuamos. Descansa.

—Tú también. Parece que hubieras finalizado hace sólo un rato el Ironman de Hawái.

—Te quiero.

Un nuevo silencio espació nuestra conversación. Imaginé a Liz embutida en su precioso camisón de seda color rosa palo, con el pelo revuelto y una de las mejillas apoyada sobre la palma suave de su mano. Mis te quiero eran tan infrecuentes que ella los saboreaba, como una delicatesen que sólo puede disfrutarse en ocasiones muy especiales. 

—Y yo. Acaba pronto. Te echo muchísimo de menos.

Colgamos al unísono y me quedé otra vez mirando el techo. Tomé de súbito una decisión. Al día siguiente, además de mandarle la información a mi compañera, telefonearía a mi superior, Peter Wharton, y le solicitaría formalmente que Tom se incorporase a la investigación. Lo necesitaba ya mismo sobre el terreno. Sin él tampoco sería capaz de resolver aquel caso que se le había atragantado a mi buen amigo Jim Worth. Tom ya era un elemento indispensable para atrapar al monstruo.