Veintiocho

A fin de cuentas, he hablado de nuestra ciudad. Un día, la cabeza de Sartorius fue aplastada contra el pavimento de piedra del asilo con tal violencia —la fuerza de su atacante era la fuerza de la demencia poseída— que el cráneo se hundió como la cáscara de un huevo y el cerebro… no hay otra palabra para nombrarlo… se desparramó. Nunca se determinó cuál había sido la naturaleza de su ofensa… acaso un intento de tratamiento… pero él, al igual que su artefacto de muertos inmortales, fue acallado para siempre. Lo enterraron en el cementerio de pobres de Hart Island, en el estrecho de Long Island, frente a las costas del Bronx.

Augustus Pemberton fue sepultado en el prado de Ravenwood, en el lugar donde había muerto. Para hacerlo se necesitó el permiso de sus dueños absentes, una firma comercial dedicada a la especulación inmobiliaria… que se lo enterrara allí había sido idea de la viuda, Sarah, quien estaba en mejores condiciones que ningún otro para comprender que la vida de brutal egoísmo de su marido era digna de compasión.

Eustace Simmons fue a dar a la fosa común, en Rockland County. Al parecer, al igual que Sartorius, carecía de familia en vida. Era también el caso de Wrangel, aquel buey leal. De una forma u otra, todos ellos eran hombres solteros, solitarios… como lo era Donne, y Martin Pemberton y hasta yo mismo.

Desconozco si se informó a las familias abandonadas de la hermandad funeraria… o si aquellos viejos fueron sepultados, ni siquiera sé si los fondos que habían contribuido para asegurarse el bienestar eterno se recuperaron alguna vez.

El cofre que había matado a Simmons contenía una fortuna: algo así como un millón y medio de dólares que se le entregaron directamente a Sarah Pemberton —y por favor, no se escandalicen— sin exagerados miramientos por la verificación oficial del testamento.

Aquel invierno fui invitado a dos bodas, celebradas con una semana de diferencia. Martin Pemberton y Emily Tisdale se casaron, por propia elección, al aire libre, en la terraza del jardín de la mansión de los Tisdale, en Lafayette Place. El doctor Grimshaw, quien durante el curso de los acontecimientos había simplificado su vida espiritual al punto de reducirla a una condenación uniforme y perpetua de todas las personas y las cosas que hay sobre la tierra, celebró la boda luciendo una gota de clarísimo líquido que pendía como una cuenta de su pequeña nariz enrojecida por el frío. La novia, a tono con su naturaleza pragmática, vestía un traje de satén blanco y un mantón de encaje sobre los hombros… de corte nítido, sin adornos innecesarios, y en la cabeza, el más simple de los velos, que reposaba como una hoja blanca caída del cielo sobre su pelo. Las hojas remanentes del otoño, las verdaderas, las terrenales, anaranjadas y amarillas y pardas, se arremolinaban a nuestros pies y la única música era la del viento que soplaba sobre el jardín durmiente. Mientras Grimshaw leía las palabras del servicio en su tenor agudo y delgado, a espaldas de la pareja, observé cómo Emily sostenía el brazo del novio, desde el codo hasta la mano apretada, lo cerraba contra sí, lo apuntalaba o… quizás se apuntalaba a sí misma, o a ambos. Tenían la misma estatura, y la misma juventud, y la misma historia compartida desde la infancia… una pareja perfecta que se consagraba en el sitio adecuado: en la terraza que se abría sobre el pequeño parque amurallado, hurtado a la ciudad… que es la única esperanza de supervivencia que tiene la naturaleza en Nueva York.

Mi evaluación de la figura de la novia fue circunspecta aunque algo irritada, acaso por anhelos que, imaginé, eran similares a los del joven corpulento y resollante que tenía a mi lado… aunque he de reconocer que, en lo que juzgué una especie de capitulación, Harry había traído como regalo de bodas el retrato de Emily que había pintado para su propia contemplación. Cuando la novia pronunció su «Sí, quiero», con la voz cascada de alegría, se me rompió el corazón para siempre… o al menos eso me gusta creer.

Sarah Pemberton, por supuesto, formaba parte del séquito y resplandecía ante el desenlace de su viudez; Donne estaba a su lado… y también la anciana Lavinia Pemberton Thornhill, ya de regreso de su anual inspección general de Europa. La señora Thornhill respondía con exactitud a las descripciones que me habían hecho de ella: una anciana fastidiosa y plutocrática que vestía un anticuado miriñaque y una peluca que no se estaba en su sitio. Había algo perentorio en ella… un rasgo de familia… y sólo parecía satisfecha con la conversación del padre de Emily, Amos Tisdale, quien peinaba más o menos las mismas canas distinguidas y, por tanto, se hacía merecedor de su atención. Se descuenta que no estaba enterada de nada… y como sus relaciones con Martin habían sido, desde siempre y en los mejores momentos, bastante chirles, de acuerdo con la gran tradición de esta familia apenas nominal, se pasó todo el rato mirándolo como si tratase de asegurarse de que ése era, en verdad, el hijo de su difunto hermano.

Noah, vestido con un traje de pantalones cortos, el pelo peinado hacia atrás y los zapatos relucientes, hacía de padrino, papel que cumplió con una solemnidad ni mayor ni menor que su solemnidad habitual. Presentó el anillo a su hermanastro, en su cajita de terciopelo, sobre sus dos palmas abiertas y fue ése el momento… cuando reconocí, en la mirada que sus claros ojos castaños lanzaban a Martin, el pacto viril que se producía entre ellos… que encerró para mí la revelación de nuestros ritos… este viejo presbiteriano descarriado que tragaba sus lágrimas reprimidas… que los niños transforman en verdad sagrada.

Terminada la ceremonia, todos nos apresuramos a entrar al salón, donde se servía ponche y chocolate caliente y pastel de boda. Por cortesía, Amos Tisdale se había negado a hacer públicos sus presentimientos… y se afirmó en su decisión otorgándole a la joven pareja el beneficio de un Grand Tour de Europa por seis meses, durante la siguiente primavera. Hecho el anuncio, en medio del estruendoso aplauso de felicitación, Harry Wheelwright se sintió inclinado a rememorar, para mí, su propio viaje al extranjero. Hablaba con ese tono de reflexiva presunción al que la gente es tan dada en las bodas.

—Fui a Europa para enfrentarme a la obra de los Maestros… y así lo hice… en Holanda, en España y en Italia. Habría sido mejor… que me hubiese limitado a caer de rodillas, la frente apoyada en el suelo frío… ante ellos.

—¿No aprendió nada? ¿No se inspiró?

—Sí, tuve una inspiración. La inspiración fue gastarme hasta el último centavo, hasta que de mi capital sólo quedara lo que valía un billete decente en segunda clase para volver a América… La inspiración fue que olvidara el arte… y me limitara a pintar las caras y los rasgos de mis compatriotas… siempre y cuando tuviesen dinero para pagarme. Encontrar el carácter en los ojos, en la boca, en la postura escogida: ¿después de todo, qué otra cosa habían hecho aquellos Rembrandt, aquellos Velázquez? Sería un artesano como ellos, no importaba cuán oscuro. Compartiría el intento, al menos, de pintar rostros humanos sin referencia alguna, sin nada detrás de ellos… solos en el universo… —Apuró su vino y continuó—: Pero, como usted sabe, ellos amaban cada volante de las golas, cada línea de la barbilla, cada sombra parduzca de los ángulos… no se escatimaba nada; todo era luz, de una clase o de otra, y ellos amaban la luz… era indistinto qué iluminara. No podían sino representarla. Supe que yo poseía aquel… amor de la luz. Pero si habría de llamarse arte lo que yo hacía, que fuesen los demás quienes lo decidieran; yo no lo haría… nunca jamás. Y en esto me he mantenido.

Fui incapaz de decidir si Harry merecía mis felicitaciones por haber condescendido a que… en la historia del arte occidental pudiese haber un par de pintores… mejores que él mismo. Pero habría preferido seguir escuchándolo si hubiese imaginado que Martin Pemberton iba a retenerme para expresar su gratitud. Por desgracia, otros lo oyeron y, en pocos minutos, nos rodearon… en apariencia, todos concentrados en disgustarme al extremo.

Mi colaborador dijo, con una seriedad imponente:

—Le debo mi vida, señor McIlvaine.

Juzgué aterrador el comentario, como si me confirmase su permanente decadencia mental. Era el mismo joven pálido a quien el pelo rubio le raleaba, cuyos penetrantes ojos grises conservaban una expresión intensa… pero el pensamiento era una frivolidad.

Y luego Emily, mi querida Emily, de puntillas, me besó la mejilla… Fue intolerable, aunque ninguno de ellos entendió el porqué… y después todos se rieron porque me había sonrojado.

—Fue el capitán Donne quien encontró a su novio —le dije.

Busqué a Donne con la mirada; estaba de pie, detrás de todo el mundo pero sobresaliente como una torre. Como entendía muy bien mi desconcierto, dijo:

—El señor McIlvaine se dio cuenta antes que nadie de que había algo… impropio.

¿Pueden imaginarlo? ¡Usó aquella palabra para referirse a todo lo que les he contado! ¡Impropio! Y continuó:

—Fue él quien vino a verme… fue él quien advirtió a los municipales.

—El señor McIlvaine nos ha hecho un gran servicio a todos —sentenció Sarah Pemberton, apoyada en el brazo de Donne, mirándome con esa compostura tan suya, digna de la Madre de Dios.

Ni siquiera sé por qué repito todo esto… acaso para que ustedes los perdonen. La gente, la mejor de la gente, tiene esta manera de perderse vertiginosamente cuando los acontecimientos se resuelven. Como si no hubiese memoria. No habrá ningún carruaje que suba por Broadway que no sea, por siempre, el coche blanco con su pasaje inerme de viejos de negro riguroso.

Me siento incapaz de expresarles con cuánta profundidad aborrezco nuestra costumbre de seguir adelante con tenacidad… de la manera que lo hace la gente de nuestra clase. Las mayores responsables son las mujeres. En los obituarios hablamos de sobrevivientes. «Al señor Pemberton lo han sobrevivido…». Quiero que entiendan la desolación… que sentí en aquel salón… entre los sobrevivientes de Augustus Pemberton… como si yo mismo pudiera sentirla así… como una partícula de ceniza indisoluble sobre la lengua. A pesar de todo, hice algún comentario optimista sobre el futuro. La joven pareja saldría de viaje por un año. Le dije a Martin que, a su regreso, esperaba tener un encargo para él. Había conseguido un nuevo empleo, ¿saben?, como subdirector de información del Sun. Martin contestó, con una sonrisa desvaída:

—Estaré encantado y disponible.

Y pienso que, a fin de cuentas, si nunca antes escribí esta historia, fue por eso… no porque no sería escuchada sino porque la historia era suya… su patrimonio… para un escritor la historia es su patrimonio… y él podía, alguna vez, reclamarla… mi colaborador. Mi colaborador.

También asistí a la otra boda, la tarde del domingo siguiente, en Saint James, en Laight Street. Estábamos en pleno diciembre. Entretanto, había nevado y toda la ciudad se había vuelto blanca… y luego, un sol radiante había caldeado el aire que, más tarde, se hizo frío y mordiente… y una capa de hielo cristalizó sobre todas las cosas.

La boda fue muy concurrida, gracias a la presencia de una buena cantidad de policías de uniforme y a que algunos feligreses de la parroquia de Grimshaw decidieron quedarse después del servicio para saber quién se casaba. La entrada de la novia los recompensó con creces: Sarah era una criatura de gracia indiscutible y, vestida con aquel traje de color azul pálido… que hacía juego con sus ojos, tenía el porte de una reina. Que yo recuerde, jamás se la vio apresurada… y ahora, mientras recorría la nave en medio de las sillerías, tomada del brazo de Martin… al compás complaciente del órgano… parecía que flotaba, esta gran belleza, sin duda una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto… la boca generosa abierta en una sonrisa; la cabeza descubierta apenas inclinada.

Donne, aterrorizado, esperaba en las escalinatas que llevaban al altar. Frente a él, estaba el reverendo Grimshaw, que lucía su más nívea sobrepelliza y una estola blanca bordada en oro, el mentón alzado, la mirada jovial y decidida puesta en el coro vacío en el fondo de la nave. Acaso el rector pensara en la primera vez que había casado a esta mujer… un acontecimiento mucho más majestuoso, cuando Saint James era una iglesia muy diferente… concurrida por los notables de la ciudad… cuando los policías sólo montaban guardia de puertas hacia afuera.

Y allí estaba… junto con la música del órgano, y las nervaduras de la bóveda de Saint James en una especie de crepúsculo perpetuo, a pesar de que las ventanas del triforio dejaban entrar la luz invernal y las vidrieras que, detrás del altar, representaban el Descendimiento parecían ascuas atravesadas por el sol… allí estaba Dios, en su composición actual.

Y Donne y Sarah se desposaron. No me quedé mucho rato… La recepción fue en la rectoría y había ponche rojo en una ponchera de cristal tallado y chocolate caliente y aquellos pastelillos redondos escarchados con azúcar rosado, que estaban tan de moda por entonces… en verdad, no era mi juerga favorita. Sarah Pemberton Donne me contó que habían encontrado una casa en la calle Once Oeste; una casa de ladrillos rojos, con un amplio pórtico de granito y ventanas afrancesadas con barandillas de hierro forjado y un pequeño jardín en el frente, donde crecía un árbol… una calle tranquila en la que todas las casas tenían su jardín y por donde pasaban pocos coches… aunque Noah tendría que cambiar de colegio. Donne se inclinó para estrecharme la mano y admitió lo que yo ya había oído en la calle: que los reformistas del partido Republicano se le habían acercado con la idea de… si todo iba bien en las elecciones… ofrecerle el puesto de Jefe de Policía para que cumpliese la misión de depurar a los municipales.

Recuerdo el gran silencio de la ciudad mientras desandaba mi camino desde la iglesia. El día era diáfano, soleado, terriblemente frío y las calles estaban desiertas. Las aceras eran traicioneras. La capa de hielo era espesa… los tranvías de tiro se habían congelado en sus raíles… y también las locomotoras en sus vías de hielo… en los muelles, los mástiles y las velas de los barcos parecían envainados en hielo… flotaban témpanos en el río viscoso… al sol, los edificios comerciales de Broadway parecían de hielo ardiente… los árboles de las travesías eran de cristal…

Claro que era domingo, día de guardar. Pero tuve la ilusión de que la ciudad se había congelado en el tiempo. Todos nuestros molinos, nuestras fundiciones y nuestras prensas estaban quietos… nuestros tornos y nuestras calderas… las máquinas de vapor y las poleas y las bombas y las fraguas. Nuestras tiendas, cerradas… y las carrocerías y las herrerías y las fábricas de máquinas de coser y de escribir… nuestras oficinas de telégrafo… nuestros mercados de valores… nuestras carpinterías… nuestros talleres de galvanoplastia… las canteras y las serrerías… los mataderos y las pescaderías… las calceterías y las mercerías… nuestros herradores y nuestros establos… nuestros fabricantes de troqueles, de turbinas, de dragas de vapor, de vagones de ferrocarril, de collerones… los armeros y los plateros… los fontaneros y los hojalateros… los toneleros y los relojeros y los estibadores… y los hornos de ladrillos… las fábricas de tinta y las calandrias de papel… nuestros editores… las segadoras y las trilladoras y las sembradoras y las agavilladoras… todos quietos, inmóviles, aturdidos, como si Nueva York entera quedase para siempre contenida y congelada, radiante y en divino trance.

Y permítanme dejarles con esta ilusión… aunque, en verdad, dentro de muy poco nos volcaremos sobre Broadway, el primer día del Año del Señor de 1872.