Dieciocho

Por aquellos tiempos, lo que quedaba al norte de la calle Setenta y dos ya no podía llamarse campo, pero aún no era ciudad. Las casas eran pocas y mucho el espacio que las separaba. Se había apisonado el terreno y se habían delimitado manzanas enteras con cuerdas de agrimensor, pero dentro no había nada. Se podían ver dos o tres casas adosadas, con sus pórticos de granito y después de un claro, otras dos que compartían la misma medianera, pero ninguna estaba habitada. Aquí, una calle pavimentada con cantos rodados se detenía en el linde de una dehesa; allá, el andamiaje de una casa de apartamentos en construcción, a través de cuyas ventanas sin marcos se veía el cielo… o una residencia Beaux Arts que se erigía al lado de un grupo de chozas arracimadas, un cerdo que hozaba la tierra, unas cabras. Y por todas partes, se apilaban los ladrillos y se amontonaban los troncos bajo toldos de lona flameante. Las cabrias de vapor se erguían sobre la hierba y los arbustos. Por alguna razón, nunca se veía a los albañiles… como si la ciudad se construyese a sí misma con su propia inteligencia autónoma.

Desde la intersección de Park Avenue y la calle Noventa y tres, el camino de tierra bajaba en suave declive hasta el río. A ambos lados, se veían calabazas aquí y allá, y los árboles empezaban a mudar el follaje. Los ruidos de la ciudad eran lejanos, casi imperceptibles. Donne y sus hombres habían acampado bajo un monte alto de sauces llorones que ya amarilleaba, a media distancia entre la Primera avenida y la Segunda. Llevaban las guerreras desabotonadas, tenían cantimploras para el agua y fiambreras para la merienda; las sobras acumuladas se guardaban en una caja de cartón al pie de uno de los árboles. No se los podía ver desde la ribera. El camino de tierra pasaba cuesta abajo por allí y, donde se allanaba, estaba la residencia de piedra del Hogar de los Niños Vagabundos.

Frente a la puerta principal, en la acera, había una garita de la policía.

—Hay garitas frente a las misiones diplomáticas —comentó Donne—. Las hay frente a la residencia del señor Vanderbilt… o el Tammany Hall… Estos niños han de ser niños muy importantes.

De entre los muchos miembros de la policía municipal, Donne sólo había logrado reclutar doce o trece hombres leales, en total. Otro contingente montaba guardia en un cobertizo, en la calle Noventa y cuatro, una manzana más al norte que la residencia de la Primera avenida… y un tercer grupo, una manzana más al sur.

Pero no entendía qué hacían porque… aparte de usar sus binoculares… no hacían nada. Me había unido a ellos en el segundo día de guardia; Aquí y allá, en los campos que nos rodeaban, los pájaros se zambullían en sus baños de polvo o saltaban de rama en rama. Muy altos en el cielo, sobre el río, unos gansos migratorios formaban una flecha ondulante que se dirigía al sur. Me preguntaba si había viajado tan lejos para unirme a una banda de ornitólogos. Supongo que habré dicho algo alusivo.

—¿A quién arrestaríamos? —preguntó Donne.

—A todos… a cualquiera que encuentre.

—¿De manera que, debo entrar sin orden judicial?

—¿Qué juez de los que tienen comprados se la daría?

—¿Cuál sería el cargo?

—Y eso qué importa… lo que importa es que podamos ver lo que pasa allí dentro y por qué necesitan protección policial.

—Así actuarían ellos —dijo Donne, con serenidad.

Me pasó los binoculares. En la magnificación de la lente, la mansión reverberaba, trémula. Era una estructura neorrománica con almohadillados rústicos de piedra arenisca alternados con granito de talla; los torreones y las aspilleras eran las de un cuartel. La mitad inferior se ocultaba tras un muro de ladrillos. Un portón de hierro forjado se abría al patio. Tenía el aspecto adecuado a su papel: un edificio muy sólido que otorgaba corporeidad a quienes lo habitaban. Era una avanzadilla de las incursiones de nuestra civilización… como el resto de nuestras instituciones emplazadas en los lindes: los asilos de pobres, los correccionales para mujeres caídas, los hogares de sordomudos.

Detrás del Hogar de los Niños Vagabundos, el río color de plata bajaba embravecido hacia el sur, hacia el puerto. Acaso sólo estuviese experimentando la desesperación de los desocupados, pero en aquel momento yo… el ciudadano de las callejuelas y los callejones y las tabernas subterráneas… el reportero que desdeñó la gran historia nacional del lejano oeste para extraer historia del empedrado cargado de bosta de caballo donde los pájaros encontraban su almuerzo… el hombre para quien la música se reducía a los voceos de los traperos y al alboroto de los organilleros… que podía observar a un gato que arqueaba su garra para levantar la tapa de un cubo de basura y sentía que ésa era toda la naturaleza que necesitaba… yo, decía, deseé con fervor que no hubiese ninguna clase de edificios en esta isla. Imaginé a los primeros marineros holandeses que, desesperando de aquella ciénaga infestada de mosquitos, se volvían a sus barcos a bordo de sus largos botes…

Hacia las cuatro de la tarde, Donne ordenó a todo el mundo que prestara atención. Me puse las gafas: el portón del patio estaba abierto. Un par de caballos de tiro, enganchados a un ómnibus blanco de la Compañía Municipal de Transportes, asomaba a la calle. Uno de los hombres de Donne se había apresurado a enganchar los nuestros, que estaban fuera del camino, bajo unos árboles. Enseguida, nos lanzamos a la carrera colina abajo en el carro de policía y Donne, asomado a la ventanilla, no dejaba de gritar:

—¡No los detengan! ¡No los detengan!

No entendía qué pasaba pero, para cuando llegamos al lugar donde la avenida se allanaba y alcanzamos al ómnibus blanco, ya se había entablado una batalla. Los hombres de Donne apostados en la esquina de la Segunda avenida y la calle Noventa y cuatro habían interceptado el coche y sostenían por las riendas a los caballos que bufaban, encabritados… y el hombre del pescante descargaba su látigo… sobre caballos y policías… sobre lo primero que estuviera a su alcance.

¿Qué hace posible la evocación de una acción violenta y repentina? Recuerdo el sonido que producían los caballos a causa del miedo y el dolor: mientras trataban de avanzar y volvían a retroceder bajo el imperativo del látigo, el sonido que subía de sus pechos era tan humano. Ahora todos estábamos metidos en la riña. Uno de los hombres de Donne, que había caído al suelo, rodaba, desesperado, para evitar las coces. Un policía que trepaba para bajar al cochero del pescante recibió una patada dada con el tacón de la bota y fue a dar de espaldas sobre la calzada. Se sobrentiende que en aquellos días nuestra policía no portaba armas de fuego, ni pistolas ni rifles, que se reservaban para las emergencias… los disturbios y demás. Pero sí tenían bastones, que son armas de mucho cuidado, y los blandían contra las piernas del cochero. Pero aquel hombre tenía una fuerza descomunal; vestía de negro, llevaba botas y un sombrero blando de fieltro. El sombrero se voló y reveló la cabeza afeitada. Los cascos de los caballos y los pies de los hombres levantaron una polvareda. La tarde, que era diáfana, cálida y soleada, apareció cubierta al instante por una bruma. Puedo recordar el paisaje pintado en uno de los laterales del ómnibus: una vista del río Hudson sobre un fondo de montañas. Sobre el paisaje, en las ventanillas, aparecían y desaparecían unas caras que no me hicieron ninguna impresión especial, excepto porque noté que tenían las bocas abiertas y porque, después de un lapso, creí que había alguna relación entre ellas y los gritos que venían desde el interior del coche. La policía había detenido al ómnibus y esta rebatiña era la consecuencia. Es curioso. He visto muchas escenas de violencia callejera a lo largo de mi vida… no me disgustan; soy distante por naturaleza, reflexivo, y la violencia siempre termina por resultarme… inexplicable. Pues allí estaba yo ahora. Ni siquiera puedo recordar qué hacía en medio de aquello. Les puedo contar lo que veía, pero no lo que hice. Quizá no haya hecho nada, aunque me gustaría creer que de alguna manera fui útil. Daba por supuesto que éste era el coche que Martin Pemberton había visto en la nieve, y bajo la lluvia de Broadway, pero era un ejemplar tan sólido de su género, todo hendido y arañado y destartalado a causa del pesado traqueteo de los itinerarios… un ómnibus común y corriente del transporte público, uno de los monótonos coches de Nueva York.

Donne tenía otra clase de experiencia en las escaramuzas, y la enfrentó de manera práctica y eficaz. Con una agilidad que me sorprendió, su huesuda persona llegó a la escalera posterior del coche y montó al techo y, haciendo gala de gran habilidad, descargó un bastonazo en aquel cráneo calvo, justo cuando el cochero, alertado de su presencia, se daba vuelta para mirarlo. No sé si puedo transmitir el sonido singular que produce el golpe de un bastón de policía en un cráneo. Lo he oído en incontables oportunidades. Puede parecerse a una piedra que cae en un estanque… un sonido blando… nada agradable… Otras veces es alegre, recio, como el picotazo de un pájaro en un madero… alegre gracias a ese timbre que imita el de una cabeza hueca. En esos momentos uno se siente dispensado de imaginar las consecuencias del golpe en el cerebro allí encerrado… que, desde luego, son siempre muy espantosas cualquiera sea el sonido que se produzca. En este caso, el sonido fue simple, llano… decisivo. El cochero cayó del pescante y vino a parar a mis pies en medio de un gran escándalo de polvo. El hombre era corpulento y muy fuerte. El golpe no lo había matado, ni siquiera perdió el sentido. Se incorporó sobre las rodillas y se llevó las manos a la cabeza, sin decir palabra… y antes de que Donne pudiese bajar del coche para impedirlo, los policías lo habían rodeado y lo cubrían de baquetazos en los hombros y la cabeza, para ajustar las cuentas que su temeridad había dejado pendientes… aunque el resultado se había decidido con aquel único golpe.

Más tarde, le preguntaría a Donne por qué, cuando bajábamos la colina, había gritado a sus hombres que no detuvieran al coche blanco y lo dejaran seguir su camino.

—No lo sé —contestó, muy evasivo—. Supongo que quería saber dónde iría.

Como se demostró después, eso habría sido muy útil. Pero lo que deben entender ahora… aunque yo me di cuenta mucho más tarde, demasiado tarde para comprobarlo… ésta era la reacción de alguien que sabía que el ómnibus blanco estaba recluido detrás del muro de ladrillos y que, tarde o temprano, sería utilizado… alguien que sabía lo suficiente como para tener el temple de dejar que el coche siguiera su camino… porque había entendido quiénes formaban su pasaje y quién lo conducía… antes de levantar la barbilla del cochero, como lo hizo entonces delante de mí… y de ver, como vimos, los mismos ojos de besugo y la cabeza de bocha que Harry Wheelwright había dibujado a partir de las descripciones del asesino de Knucks Geary.

Ésta es una cuestión que nunca podré resolver a mi entera satisfacción… los enlaces de los que Edmund Donne era capaz. ¿De qué información se valía? Nunca lo sabré. Pero en aquel momento la conmoción me aturdía.

Los policías habían descubierto que la puerta trasera del coche tenía echado el candado. Se agacharon al lado del quejoso cochero, le sacaron la llave del bolsillo del chaleco… y se marcharon a abrir la puerta, en la que aparecieron seis niños vociferantes y aterrados. Los caballos se habían tranquilizado, pero ahora eran los niños quienes se abrían paso a empellones en su intento de fuga. Uno de ellos lo logró y salió calle abajo como una exhalación.

—¡Atrapen a ese chico! —gritó Donne y el policía de la garita, que en su desconcierto había salido a nuestro encuentro, trató de interceptarlo.

Pero el pequeño ya corría a campo traviesa. Ningún adulto puede subir una pendiente a la carrera detrás de una rata callejera de ocho o diez años en la esperanza de darle alcance. Recuerdo que pensé… después de un instante… mientras veía que su silueta se empequeñecía en su camino de vuelta a la ciudad… disparado como una liebre por los campos de calabazas… con dirección a Park Avenue… pensé… que el chico era tan sano como para dejar atrás los vientos. Supongo que alguien en un carruaje le habría dado alcance. Pero en ese momento la confusión reinaba. Aunque la población del barrio era rala, los vecinos se acercaban por la Primera avenida a fin de ver qué hacía tanta policía allí… y desde la Segunda avenida… las familias de granjeros se asomaban a los porches de sus casas a mirar… esta escaramuza del carro negro y el carro blanco envueltos en el polvo del camino, y a la pandilla de azotadores en uniformes azules.

Por razones obvias, Donne quería volver al orfanato con los niños y el ómnibus. Habían atrancado el portón desde el interior. Un policía escaló el muro y, poco después, todos trasegábamos el patio. Me sentía parte de una algarada… y, de hecho, como tal nos trataron tanto el personal como los niños… que corrían en todas direcciones por los cuartos… a los gritos, deshechos en lágrimas, en fuga… o que se escondían en los armarios. ¡Qué habrán imaginado! Donne ordenó a sus hombres que reunieran todo el hato en el comedor de la planta baja. Lo seguí a través del vestíbulo central… de las despensas y de la cocina hasta la puerta trasera que se abría sobre una terraza de lajas bordeada por una barandilla de hierro. La distancia hasta el suelo era de unos cuatro metros. Un contrafuerte de grandes piedras dentadas caía hasta el borde del agua. En el río, un hombre a bordo de un bote remaba con frenesí contra la fuerte corriente. En apariencia, quería poner rumbo hacia la isla de Blackwell, pero el canal del East River tiene tramos tan angostos que fuerza la corriente y provoca rápidos que van río abajo… contra ellos luchaba. Se dio por vencido ante nuestros ojos; usaba los remos sólo para evitar que el bote girara fuera de control. En ese instante, viró con rapidez hacia el sur, siguiendo el río. Con un remo en singa, nos dirigió un saludo… indolente, burlón. Llevaba un sombrero hongo de color negro. Donne lo observaba con los puños aferrados a la barandilla.

Reflexioné en voz alta si no habría sido el doctor, Sartorius, quien huía en el bote. Donne no contestó. Volvimos a entrar y… en el lapso de varios minutos, en tanto se restauraba el orden entre los niños… se hizo evidente, en las respuestas reticentes, cohibidas o enfadadas del personal del asilo a las preguntas de Donne, que aquella gente apenas si conocía a Sartorius… mientras que, en cambio, se referían constantemente a un tal señor Simmons, mientras miraban con inquietud alrededor, por ver si andaba por ahí. Entonces supe quién iba a bordo del bote.

Donne ordenó que se tomara nota de los nombres. Había dos maestras, una gobernanta, una enfermera, la cocinera, cuatro criadas, un ayudante de cocina… todas mujeres… para los treinta niños internos.

Registramos el establecimiento. Fuera, más allá del patio, había una cochera, una cuadra y unas dependencias anejas más pequeñas, todas en el mismo estilo arquitectónico. En la planta baja del edificio principal estaban las aulas, el comedor, un cuarto de juegos con un nuevo piano vertical y una biblioteca modesta. Todo el mobiliario era del tipo que se usa en las escuelas primarias, nuevo, de roble. Los libros de lectura y los de clase estaban en buenas condiciones.

Subimos una amplia escalera de nogal barnizada de color negro cuyos escalones estaban revestidos con almohadillas de goma… y nos encontramos con las dos alas de los dormitorios: una para los niños, otra para las niñas… todo era nítido y lozano y limpio… varios baños… y cuartos más pequeños para el personal, en el mismo piso y en el superior. En el piso superior también había un dispensario, con vitrinas cerradas bajo llave equipadas con los implementos acostumbrados: vendas, botellas de medicamentos, y todo lo demás.

Había visto el interior de muchos orfanatos… hogares de misioneros… asilos de pobres… instituciones de beneficencia. Por lo general, eran claros indicadores de la naturaleza paupérrima y malbaratada de la mismísima caridad. Este lugar brillaba como una escuela preparatoria de Nueva Inglaterra… excepto que debido a la arquitectura, a su carácter neorrománico, las ventanas rasgadas eran pequeñas en su mayoría y los vanos, profundos y las habitaciones, cuyas paredes se habían revestido con frisos de nogal, resultaban oscuras y deprimentes.

En la cocina había dos fogones, una hilera de fregaderos, hervidores y cazuelas de largos mangos que pendían de un marco colocado en el techo… una fresquera de madera para guardar hielo y estantes en los que descansaban latas y cajas y jarros… y en una esquina, un depósito de carbón. Era una cocina tan grande y bien equipada como para alimentar un ejército.

Si una comisión hubiese llegado aquí para realizar un examen… los inspectores de las sociedades de beneficencia… al ver las condiciones en que se cuidaba a estos niños habrían quedado más que satisfechos. Los huérfanos vestían ropas sencillas y limpias; calzaban zapatos nuevos. Estaban impecables y acicalados. El personal, por sus respuestas al interrogatorio, parecía compuesto por servidores capaces y honestos. Todo producía perplejidad.

La emoción más desconsolada hizo presa en mí, algo mayor de lo que había sentido en la colina mientras observaba este lugar por los binoculares… No era miedo ni espanto… sino una pena desolada… difusa, emancipada, que no llegaba a la precisión del desespero. En una oficina contigua a la cocina, Donne encontró los libros de contabilidad de la casa. Las columnas registraban los movimientos rutinarios de la economía doméstica: pagos a proveedores y salarios. Le preguntó a la gobernanta, una mujer de mediana edad, robusta y con un gran moño en la coronilla, si era ella quien llevaba los libros.

—No —contestó—. Eso lo hace el señor Simmons.

Cuando Donne abrió la caja de las llaves sujetada a la pared y encontró varios juegos en sus respectivos llaveros de anilla, la gobernanta le hizo el favor de especificar a qué cerraduras correspondían. Pero no sabía nada de uno de ellos.

Detrás de la mesa de Simmons había un camarín cerrado. Una tras otra, Donne probó las llaves del juego sin dueño en la cerradura. Por fin, una de ellas hizo girar el pomo. Dentro, había una serie de armarios archivadores, cada uno con su cerradura. Pero, a un costado, varias prendas de vestir colgaban de una barra. Donne estaba apartando las ropas para ver qué había detrás cuando entre ellas vi un abrigo… un viejo sobretodo del uniforme del ejército de la Unión… Dije, con la voz más serena que pude:

—Martin Pemberton usaba un abrigo como éste.

Si había prestado juramento a la pesquisa, ahora no quería seguir adelante con ella. Con su linterna reglamentaria, Donne nos condujo por varios tramos de escalera, desde la cocina hasta el sótano: el único lugar que no habíamos registrado. Los muros del sótano eran de roca, pero el sitio estaba dividido en distintas áreas de almacenamiento por medio de tabiques de madera y portezuelas, cada una con su respectivo cerrojo, como las escotillas de la bodega de un barco. Las llaves que nos quedaban correspondían a estas cerraduras. Atravesamos dos de las divisiones… en el aire encerrado flotaban cenizas de carbón. En el tercer compartimiento tropezamos con lo que parecía un depósito de carbón construido con barrotes… Era una celda, una celda sin ventanas. Apestaba. Donne se inclinó y alzó la linterna.

Y allí, sobre un jergón, algo se movió… la barba rala, los ojos débiles y parpadeantes, alzado el brazo consumido para protegerse de la luz… un pobre diablo, tan sólo harapos y huesos… a quien… me costó reconocer.

Desde aquel día, varias veces he soñado… yo, una rata callejera en el fondo de mi alma, sueño todavía hoy… que si fuera posible arrancar de la superficie de la tierra a esta Manhattan cubierta de desperdicios y adoquines… y a todas sus tuberías laceradas y goteantes, sus circuitos, sus túneles, sus raíles y sus cables… toda ella, como quien arranca una costra que cubre una piel lozana… retoñarían las semillas, brotarían los arroyos, la hierba y la maleza crecerían sobre las colinas ondulantes… marañas de enredaderas y campos de arándanos y de moras silvestres… Habría robles que darían sombra bajo el calor, y abedules blancos, y sauces llorones… y en invierno, la nieve reposaría inmaculada en su blancura hasta que se derritiera, pura y cristalina como agua de manantial. Una estación o dos como ésta y la cultura muda y disidente que durante tantos años industriales se sepultó bajo las residencias y las fábricas… florecería otra vez… la de los indios frugales y devotos de la tierra generosa, que vivieron sin dinero ni arquitectura duradera, llanos y apegados al suelo… de la caza, de los cepos, de la pesca, del maíz y la plegaria… de la constante plegaria de acción de gracias por sus vidas, cortas y nítidas, en este universo de silencio. Tal es el amor que siento por esos salvajes politeístas de mi imaginación… esos amigos de la luz y del follaje… esos hombres y esas mujeres libres… tal es mi anhelo por los cuentos imperfectos que se contaban unos a otros, por sus taxonomías, por sus cosmogonías… por sus sueños apacibles del mundo que los sostenía y de aquel que sostenía el mundo…